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Authors: David Leavitt

El contable hindú (63 page)

BOOK: El contable hindú
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—¿Y por eso lo ha hecho? ¿Porque no podía soportar la fama?

—Nunca hay sólo una razón. Trinity también me echó a mí, recuerda, gracias a Barnes…

—Barnes no tuvo nada que ver.

—Tuviera que ver o no, perdí mi puesto. ¿Qué se suponía que debía haber hecho entonces? ¿Volver con mi familia? ¿Conseguir un trabajo de maestro en alguna aburrida escuela pública de segunda fila? No tienes ni idea, porque nunca te ha pasado. Trabajas como un negro, y de repente alguien decide que no le gustas, y se acabó, compañero.

—Te puedo asegurar que Barnes no tuvo nada que ver con que perdieras tu puesto, Russell.

—Bueno, hay otras maneras de llegar a ser famoso. Así que terminé la traducción de Aristóteles, la firmé con mi nombre, y dejé instrucciones para que te mandaran una copia. Supongo que la recibirías.

—Sí.

—Pero no fuiste al funeral.

—No podía enfrentarme a tu familia.

—La valentía nunca fue tu fuerte.

—Russell…

—El caso es que llega un momento en que las cosas se acumulan, y un día estás en la estación y te quedas mirando esa raya, ya sabes, la que se supone que nunca vas a cruzar; porque, si la cruzas, estarás demasiado cerca de las vías. Y piensas, ¿y por qué demonios no voy a cruzarla? Al fin y al cabo es tan fácil cruzarla… Como una de tus fórmulas asintóticas, Harold, media pulgada más cerca, luego un cuarto de pulgada, luego un octavo, luego una dieciseisava parte, luego una trigésimo segunda… Y cuanto más te acercas, más claro te va quedando que nadie va a mover un dedo para impedírtelo, porque nadie te está prestando la más mínima atención. Todos están pensando en sí mismos. Y a pesar de que no sabes lo que te vas a encontrar al otro lado de esa raya, por lo menos sabes que tiene que ser algo distinto a esto. Y esto es un infierno, ¿no? Así que… mueves los pies… y la cruzas.

—Nunca he tenido la tentación de cruzarla.

—No, aún no.

—¿Qué quieres decir con eso?

Gaye se echa a reír.

—Deberías saberlo. Tú eres el que ha tenido a Oliver Lodge al lado de la cama. Cuando los muertos vienen a visitarte desde el otro lado suele ser para avisarte de algo, ¿no? Presagios, premoniciones. Y yo no quiero decepcionarte. Así que grábate esto en la lengua. Cuidado con un hombre de negro. Cuidado con la hora del crepúsculo. Puede haber un accidente aguardándote en el futuro. Y no te creas que tú jamás vas a intentar cruzar esa raya algún día…

—¿Intentarlo?

—¡Ah! —Gaye alza la mano en el aire—. ¡El espíritu se ha ido! Una vela se apaga, la médium apoya sobre la mesa la cabeza envuelta en un turbante, agotada por tanto esfuerzo.

—No es justo. Lo único que he querido siempre es ayudar.

—No, tú querías salvar. Es distinto.

—Dios mío …

—Exactamente. ¿Por qué te crees que elegí el Domingo de Pascua?

—Bertie le dijo a Norton que yo te había vampirizado. Ésa fue la palabra que usó: «vampirizado».

—Mmm, Bertie… Ahí tienes a un hombre que sabe cómo manejar la fama. Aprovechó su oportunidad, plantó la semilla, la cultivó. ¡Y mira dónde ha llegado! Mientras que tú, Harold, eres uno de esos que nunca harán nada con los dones que han recibido. —Gaye se sonríe—. Pobre Harold. —y le pone una mano a Hardy en la mejilla, una mano que Hardy siente. Está fría y seca. ¡Pero cómo lo agradece! Aunque, cuando intenta poner la suya sobre la de Gaye, él la retira. Se levanta de la cama y también levanta a Hermione en vilo—. ¡Estoy volando! ¡Estoy volando! —dice, como si fuera ella—. ¿Te acuerdas, Harold? ¿Te acuerdas de cómo la hacíamos volar?

—Me acuerdo.

—Y ahora se pasa el rato volando. Eres una gata angelical, ¿verdad, Hermione?

Como si le respondiera, ella se retuerce y se suelta de sus manos, echa a correr por el suelo, y se pone a afilar las uñas en las cortinas. Gaye la sigue.

—Eres una niña muy mala —dice, mientras se agacha para desprenderle las garras que rasgan la seda.

—No te vayas —dice Hardy, pero ya percibe el corte, el humo de la vela consumida.

Sale de la cama y enciende la lámpara. El cuarto está vacío, y aunque sabe perfectamente que no notará ningún arañazo ni ningún desgarrón en la seda, se arrodilla de todos modos delante de la cortina y palpa el dobladillo. En ese silencio tan absoluto no se oyen voces, sólo la respiración de Ramanujan al otro lado del corredor. Y Hardy se agarra tan fuerte a ese aliento como al dobladillo de la cortina. Su ritmo regular es como una barandilla para él, algo que puede guiarle hasta la mañana. A ese hombre también lo ama. Y ese hombre, se recuerda a sí mismo, sigue vivo.

4

Nueva sala de conferencias,

Universidad de Harvard

Una tarde de finales de 1917 (dijo Hardy en la conferencia que nunca dio), Littlewood y yo nos sentamos juntos para resolver lo que habíamos dado en llamar «El problema Ramanujan». «Problema», pienso ahora, es una palabra que nunca se debería aplicar a asuntos del espíritu humano. Pertenece a las matemáticas, como en el
Problema de Waring
: ¿para cada número natural
k
, existe realmente un entero positivo asociado
s
, tal que todo número natural es la suma de al menos
s k-ésimas
potencias de número naturales? (A la solución de este problema, dicho sea de paso, Ramanujan hizo una pequeña contribución poco conocida.) Las situaciones humanas, en cambio, son complejas y multiformes. Para comprenderlas hay que tener en cuenta no sólo los malentendidos, las coyunturas, las circunstancias, sino también el misterio de la naturaleza humana, que está tan plagada de contradicciones como la base fundamental de las matemáticas. Y el caso es que nadie lo hace. Nosotros tampoco. En vez de eso, cuando Littlewood y yo nos sentamos a charlar (en el mismo café de Londres donde me había hablado del embarazo de la señora Chase) expusimos la situación y buscamos una razón, sólo una razón, por la que Ramanujan pudiera estar deprimido. Y decidimos que estaba deprimido porque Trinity no le había dado un puesto de profesor numerario. Por tanto, para que tirara hasta el octubre siguiente, que sería cuando podríamos volver a proponerlo para ese puesto, teníamos que hacer que recuperara su autoestima. Y, en consecuencia, debíamos conseguir que le llovieran los títulos honoríficos. Bajo nuestro punto de vista, si incitábamos a poderosas instituciones a reconocer su valor, se le levantaría el ánimo y volvería a trabajar. Y entonces el problema estaría resuelto.

Ahora, evidentemente, veo que nuestro enfoque era tremendamente ingenuo; y creo que, en el fondo, lo sabíamos. Los dos despreciábamos los títulos honoríficos. Y lo reconocíamos abiertamente, a pesar de que éramos conscientes de que el nuestro era el desdén de quienes, habiendo ganado un premio, se pueden permitir el lujo de restarle importancia. Tampoco podía pasarnos inadvertida la presumible inutilidad de una «cura» que sólo tenía en cuenta una causa de la enfermedad e ignoraba todas las demás.

Sin embargo, nos pusimos rápidamente a la tarea. Primero hicimos que nombraran a Ramanujan miembro de la Sociedad Matemática de Londres. Luego propusimos su nombre a la Sociedad Filosófica de Cambridge. El primer nombramiento se produjo enseguida, en diciembre. Le telegrafiamos (entonces estaba en otra clínica), y su respuesta, aunque entusiasta, fue un poco apagada. Y a pesar de que sabíamos que aquellos nombramientos reforzarían nuestras pretensiones cuando propusiéramos su candidatura para el puesto de profesor numerario en la reunión de octubre, también sabíamos que ninguno era suficiente para sacar a nuestro amigo de su letargo. Si queríamos resolver el problema Ramanujan, debíamos conseguir un cambio más sustancial, que no era otro que lo nombraran F.R.S.

Permítanme que intente que se hagan una idea de lo que significa ser nombrado F.R.S. en Inglaterra. Para cualquier tipo de científico, es el máximo honor del país. Cada año se propone a cien candidatos de todas las disciplinas, y se elige como mucho a quince. Raramente se elige a un hombre que tenga menos de treinta años. Cuando me nombraron a mí, tenía treinta y tres. Lo mismo sucedió con Littlewood.

Sopesamos las posibilidades de Ramanujan. Lo que tenía a su favor era su evidente e innegable genialidad. Y lo que tenía en contra era su juventud (sólo tenía veintinueve años) y el hecho de ser indio. En toda su historia la Royal Society sólo había admitido a un miembro indio. Con toda probabilidad, pensamos, no sería elegido. Aun así, decidimos proponer su nombre. Al fin y al cabo, si fracasábamos, tampoco necesitaría saber nunca que habíamos hecho ese esfuerzo. Y si lo conseguíamos, tal vez sería su salvación.

En aquel momento, el presidente de la Royal Society era Thomson, el físico que había descubierto el electrón (de ahí su apodo, «Átomo») y que al cabo de unos meses sucedería a Butler como rector de Trinity. Yo lo conocía lo bastante bien como para escribirle apoyando a Ramanujan. En mi carta, traté de dejarle muy clara la fragilidad de su situación. Aunque creía que seguramente seguiría vivo de allí a un año, tampoco podía garantizárselo. Y a pesar de que tenía mis dudas sobre apurar un nombramiento para el que, en circunstancias normales, se le habría considerado demasiado joven, bajo mi punto de vista, la fragilidad de su salud y de su espíritu era razón suficiente para que se hiciera una excepción. De sus méritos no cabía duda; estaba mucho más capacitado que cualquier otro candidato matemático.

Para mi gran alivio, la estrategia funcionó. En febrero de 1918, Ramanujan fue nombrado simultáneamente miembro de la Sociedad Filosófica de Cambridge y F.R.S. La coincidencia de los dos nombramientos provocó cierta confusión, porque cuando le mandé un telegrama comunicándole este último, con el que no contaba, lo confundió con el primero, que sí se esperaba, en cambio. De hecho, me explicó luego, tuvo que leer el telegrama tres veces antes de comprender lo que decía realmente. E incluso así, hasta que le confirmé la noticia, no se la creyó.

Por aquel entonces, Ramanujan ya no se encontraba en Cambridge, sino que vivía en un sanatorio de tuberculosos llamado Matlock House, en Derbyshire. No estoy seguro de por qué se decidió al final por esa institución en concreto. Puede que fuera porque el doctor Ram, que trabajaba allí, era indio, o porque se suponía que la cocinera estaba dispuesta a preparar platos a gusto del consumidor. En cualquier caso, su decisión fue un alivio para mí, ya que significaba que yo podía cumplir las condiciones impuestas por Scotland Yard sin decirle a nadie que Ramanujan había intentado suicidarse. Sólo tenía que informar a los médicos, con cuya discreción suponía que podía contar. Así que en noviembre de 1917 Ramanujan fue en tren a Matlock, y se quedó allí la mayor parte del año siguiente.

Matlock se distinguía, entre otras cosas, por lo lejos que estaba y por lo difícil que era acceder hasta allí; durante la guerra, sólo se podía ir en un tren que llegaba a las ocho de la mañana. No voy a fingir que me gustase aquel sitio. El propio edificio era inhóspito y tenía todo el aspecto de uno de esos reformatorios donde mandan a los niños a pudrirse en las novelas victorianas. En el siglo pasado, había comenzado su existencia como institución hidropática, lo que explicaba la abundancia de material en desuso (todo tipo de tuberías y piscinas vacías) que plagaba el terreno. Las bañeras eran enormes. Un muro escalonado de ladrillo separaba la casa de la carretera en pendiente que corría junto a ella, dándole aspecto de cárcel, lo que parecía muy apropiado. Porque era una cárcel. Lo digo ya de entrada, alto y claro, y para que conste. Ramanujan no estaba allí para que le trataran su tuberculosis, sino porque les convenía a sus amigos y para cumplir una sentencia informal de un inspector de Scotland Yard. Y lo sabía. Tenía que saberlo.

Ya desde el principio de su estancia fue infeliz. El doctor Ram resultó ser un individuo prepotente que disfrutaba ejerciendo el poder que yo había puesto involuntariamente en sus manos. Empleando como arma esa autoridad que los médicos se atribuyen a sí mismos, dejó claro inmediatamente que Ramanujan no debería imaginarse, en ningún caso, que se le permitiría abandonar Matlock. Mientras los médicos dijeran que no estaba bien, no tenía libertad ni derecho alguno. Y tampoco se le permitiría en ningún caso, ni siquiera por una mejora de su salud, irse antes de que pasaran doce meses desde la fecha de su llegada. Si el doctor Ram le aclaró, o el propio Ramanujan adivinó, la verdadera causa de aquella condena, no sabría decirlo. Sólo sé que Ramanujan, para gran sorpresa mía, al parecer acató sin más las palabras del doctor Ram. En Hill Grove se había rebelado; en Matlock se dio por vencido.

¿Cómo puedo hacerles entender la peculiaridad de la situación en aquellos meses? Permítanme describirles las dos visitas que le hice en Matlock. La primera tuvo lugar en enero de 1918, la segunda en julio. En la primera ocasión, fui con Littlewood, que consiguió que su hermano le prestara un automóvil, para ahorramos cualquier dificultad con los trenes. Era un día muy frío (había nevado la noche anterior) y mientras atravesábamos la verja de entrada me sobresalté al ver a los enfermos de tuberculosis sentados fuera, junto a algunas mesas o en tumbonas, envueltos en mantas de lana. Aunque a Ramanujan lo encontramos dentro, en una habitación sin ventanas: una especie de veranda que debía de haber servido de solario, durante el apogeo hidropático de Matlock. A pesar de que él también estaba envuelto en mantas, temblaba de frío y le castañeteaban los dientes. No le habíamos telegrafiado para avisarle de nuestra llegada, y cuando nos vio avanzando a grandes pasos hacia él, pareció desconcertado. Luego sonrió, se quitó las mantas y se levantó para saludarnos.

Aún había perdido más peso, y tenía la cara muy demacrada. Nos estrechamos la mano, y él enseguida nos llevó a hacer una visita guiada de aquel lugar, cosa que hizo con la misma combinación de indiferencia, disgusto y orgullo típica de un colegial cuando realiza esa misma tarea para sus padres. Primero nos enseñó su dormitorio (sin decoración alguna e igual de helado), luego el comedor con sus largas mesas de refectorio y jarras de leche fría, y después una especie de sala de estar con biblioteca, cuyos estantes estaban atiborrados casi enteramente de novelas policíacas. Al final nos presentó al doctor Kincaid, el director de aquel lugar, un hombre de aspecto apacible, de unos cincuenta y tantos años, que nos saludó con la alegría aburrida de un director de colegio. A sugerencia del doctor Kincaid regresamos a la veranda abierta y tomamos un té. A esas alturas Littlewood y yo estábamos congelados, a pesar de que llevábamos abrigo y guantes, y nos tomamos el té caliente rápidamente. En la veranda también había otros pacientes echados; se quedaron mirándonos, a nosotros y a nuestro té, con cierta envidia.

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