—¡Queda más digno si se lleva sobre los hombros! —protestó Filira.
—¡Y también da más calor! —replicó Arquímedes.
Filira y Marco dieron un paso atrás, evaluando si su aspecto era el adecuado para presentarse ante el suegro del rey. Arquímedes, mientras tanto, miraba al esclavo.
Había estado debatiendo sobre si emplearlo para que lo ayudara en la fabricación de la catapulta. Sin duda, Marco podía resultarle útil. Lo había asistido con los caracoles de agua y con docenas de máquinas de menor éxito, y sabía interpretar sus instrucciones técnicas. Era fuerte, y rápido y mañoso con la sierra y el martillo. Sin embargo… no cabía duda de que conservaba aún cierta fidelidad hacia la gente contra quien se emplearían las catapultas, y ese trabajo le permitiría entrar y salir continuamente de los talleres militares y del arsenal, los edificios más vulnerables y de mayor importancia estratégica de Siracusa. Si alguien les prendiese fuego…
—Marco, quiero que te quedes aquí para ayudar a mi madre en la casa —dijo Arquímedes.
El rostro del esclavo se mantuvo inexpresivo. Había previsto el problema, pero no esperaba que su amo lo hubiera hecho también.
—¿No queréis que os acompañe, señor?
Arquímedes negó con la cabeza.
—No eres samnita —le explicó en voz baja.
Marco permaneció un instante mirándolo con expresión contrariada. No estaba seguro de si se sentía aliviado por no tener que construir máquinas que podrían ser utilizadas contra su pueblo, o herido porque su amo lo considerara capaz de traicionarlo. Notaba la mirada acusadora de Filira: ¿creía realmente que él se sentiría feliz viendo caer la ciudad en manos de Roma, a su hermano asesinado y a ella violada y esclavizada?
—Señor —dijo por fin—, os juro que nunca haría nada que dañara a esta ciudad o a esta casa. ¡Que los dioses me destruyan de la peor manera posible si miento!
—Te creo, pues lo has jurado —repuso Arquímedes—. Pero, de todos modos, creo que sería mejor que te quedaras aquí.
Marco se encogió de hombros.
—Muy bien, señor.
Arquímedes le dio una palmadita en la espalda, y se le deslizó el manto de hilo, demasiado corto para caer debidamente con el borde doblado. Volvió a cubrirse con torpeza y partió.
—¡Mi hermano cree que traicionarías a la ciudad, Marco! —exclamó Filira, acalorada, tan pronto como la puerta se cerró a sus espaldas—. Tienes que decírmelo: ¿de qué parte de Italia eres?
—¿Y qué importa eso? —gruñó él—. No soy ciudadano de ningún sitio. Pero en cualquier caso, ¿qué queja tiene esta ciudad de mí? —Se quedó sorprendido ante su propia sinceridad—. He jurado que no haré nada que la dañe, y Arquímedes ha aceptado mi palabra. ¿No basta con eso?
—¿Sabes a quiénes han venido a ayudar los romanos? —preguntó Filira.
Marco se encogió otra vez de hombros. Los romanos habían llegado a Sicilia para ayudar a la ciudad de Mesana en su lucha contra Siracusa. Pero Mesana era un estado de ladrones, el hogar de los bandidos. Más de veinte años atrás, el anterior tirano de Siracusa había apostado en la ciudad una guarnición integrada por un grupo de mercenarios italianos de la Campania; éstos, tentados por las riquezas de Mesana, se aprovecharon del caos que siguió a la muerte del tirano para hacerse con el control de la ciudad, asesinaron a todos los hombres y cogieron a las mujeres y a los niños como esclavos. Los campanianos, tomando el nombre de mamertinos («hijos de Marte»), continuaron realizando incursiones y exigiendo tributo a las poblaciones vecinas, todas ellas bajo la protección de Siracusa, que entabló esporádicamente la guerra contra los bandidos, siempre que Cartago y sus propios asuntos se lo permitían, aunque con escaso éxito hasta que llegó al poder Hierón. Éste los derrotó en el campo de batalla y sitió la ciudad de Mesana. Los campanianos recurrieron entonces a los dos grandes poderes de Occidente: Cartago y Roma.
Cartago fue la primera en responder. Siempre deseosa de frustrar las intenciones de Siracusa, envió un destacamento a Mesana, pero su intervención provocó una respuesta por parte de la nueva dueña de Italia. Regium, situada en la orilla opuesta del estrecho de Mesana, había caído hacía sólo seis años en manos de Roma, que no estaba dispuesta a que su rival africana controlara Mesana y envió un contingente de hombres a la ciudad. Los mamertinos, por su parte, prefirieron una guarnición romana, pues al fin y al cabo también eran italianos, y expulsaron de la ciudad a los cartagineses. De esa forma, Siracusa, que no quería otra cosa que librarse de una molestia eterna, se vio de pronto aliada con Cartago y en guerra con Roma.
—Creo que los romanos no deberían haber venido a Sicilia —murmuró Marco—. Es una causa mala, una mala guerra. Los mamertinos no merecen ninguna ayuda. —De pronto se cruzó con la mirada de recelo de Filira y declaró con repentino fervor—: Señora, creedme, por favor. Nunca traicionaré esta casa mientras viva.
Las sospechas de la joven se transformaron en una perpleja sorpresa, y Marco se dio cuenta de que había dicho lo correcto y sonrió.
El manto de hilo siguió escurriéndosele durante todo el camino hasta la ciudadela. Como todos los mantos, llevaba unos pesos en los dobladillos para mantener la caída, pero con el extremo doblado no resultaban suficientes. Cuando llegó a las puertas de la ciudadela, Arquímedes lo desplegó y se envolvió en él de nuevo, y dejó a la vista las manchas. A continuación sacudió inútilmente el polvo acumulado a lo largo de la caminata, atravesó las puertas, pasó junto al templo de Apolo y se adentró en el corazón de la Ortigia.
La residencia del rey Hierón no era un palacio, sino una mansión grande y elegante situada en un barrio con frondosos árboles, cerca de la Casa del Consejo. Ni siquiera había guardias en su exterior, y Arquímedes vaciló al llegar a la columnata del porche, dudando entre llamar a la puerta o esperar fuera a que llegara Dionisos. Miró a ambos lados de la ancha calle, que se veía vacía a la tranquila luz matutina, y llamó.
Al instante abrió la puerta un hombre de mediana edad, vestido con una túnica roja, que le lanzó una mirada de desaprobación.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó.
—Yo… —dudó Arquímedes—. Venía a ver al regente. Dionisos, hijo de Cairefón, me dijo que hablara con él sobre un trabajo. Soy… ingeniero.
—Catapultas —lo interrumpió el hombre—. ¿Os llamáis Arquímedes? Muy bien, os esperan. El capitán Dionisos se encuentra en estos momentos con el regente, pero están ocupados. Tendréis que aguardar.
Arquímedes fue conducido a una antesala abovedada con salida a un jardín. Junto a las paredes de mármol había bancos, y tomó asiento en uno de ellos. El hombre desapareció por donde habían llegado, dejando a Arquímedes con la duda de si sería el mayordomo; pero era demasiado seco y exaltado para serlo. Aunque quizá todos los esclavos de las casas reales fueran así. Suspiró y observó el suelo de mármol. Lo restregó con la sandalia, y luego se sacó de la bolsa el pedazo de papiro en el que había pasado a limpio los cálculos de la noche anterior, más algunas ideas interesantes que se le habían ocurrido aquella misma mañana. Lamentó no haberse acordado de llevar una pluma y tinta. Mientras buscaba alguna cosa que poder utilizar a modo de sustituto, oyó el sonido de una flauta.
«Un aulos tenor —determinó enseguida—, dispuesto en modo lidio, interpretando una variación sobre un aria de Eurípides.» Escuchó con atención durante un par de minutos: el flautista era bueno. La música llegó a su fin, pero después de una pausa volvió a empezar, esa vez con un sonido peculiarmente velado, al borde de la disonancia. Arquímedes se sonrió para sus adentros: reconocía el sonido. El aulos tenía en su interior una varilla corredera de metal que permitía a quien lo tocaba tapar algunos de los agujeros para obtener distintos registros musicales. El flautista había abierto la varilla que separaba la digitación del modo lidio de la del modo hipolidio, e intentaba sacar las notas que había entre ambos. Arquímedes lo había intentado también en una ocasión, pero exigía un movimiento de dedos muy complicado y no lo había logrado.
Se puso en pie y salió de la antecámara en dirección al jardín, siguiendo el sonido de la música. Conocía otra forma de tocar esas notas intermedias; se la había enseñado un compañero aulista.
Un pasillo con columnas conducía a un segundo jardín. Bajo una parra había una fuente decorada con ninfas esculpidas. Los rosales habían florecido. La persona que tocaba la flauta estaba sentada al borde de la fuente: se trataba de una joven un año o dos mayor que Filira. Llevaba la negra melena recogida en una redecilla de plata y vestía una túnica de color rosa, ceñida con un cinturón también de plata. La cinta de cuero que la mayoría de los aulistas utilizaba para sujetarse las mejillas durante las sesiones prolongadas le había descolocado la redecilla del pelo. Estaba tan concentrada en su interpretación que no se percató de la llegada de Arquímedes: era una aulista de verdad, no decorativa. Él se preguntó quién sería. Por sus ropas parecía de familia rica, pero era demasiado joven para ser la esposa del rey y demasiado mayor para ser su hija. «La concubina de alguien», decidió. Tosió para llamar su atención.
La joven bajó el aulos y lo miró con expresión de enfado por la interrupción. Tenía los ojos muy negros. Arquímedes pensó que ella iba a decirle que volviese de inmediato a la zona pública de la casa, y dijo rápidamente:
—No funciona. Pero si utilizas el aulos barítono y lo pones en modo dórico, obtendrás el efecto adecuado, siempre que evites el si bemol.
El interés sustituyó al enfado en la mirada de la chica, que cogió un segundo aulos que había a su lado: era un alto.
—Tengo este otro.
—¡Entonces dispón ése en modo lidio, y el tenor en dórico! Pero el lidio no va con el hipolidio, por mucho que lo intentes. Cuando yo lo probé, me sonó incluso peor que a ti.
La joven sonrió.
—¡Gracias por el halago! ¿Es mejor el dórico?
—¡Pruébalo!
—¡Lo haré!
La muchacha movió la varilla de su aulos tenor, poniendo el instrumento en modo dórico. Luego dispuso el alto en modo lidio, cogió los dos y empezó de nuevo con la variación de Eurípides. Tocó la pieza hasta el final, cambiando de un aulos a otro y repartiendo las notas, agridulces y tristes. Cuando terminó, dejó las flautas y observó al joven intruso con una expresión de triunfo y sorpresa.
—¡Tenías razón! —exclamó, y se sonrieron. Después de secar las boquillas, preguntó—: ¿Eres profesional?
—¿Qué? ¿Flautista? No, soy matemático. —Entonces se mordió los labios y se corrigió—. Quiero decir, ingeniero. He venido para ver al regente y hablar sobre la construcción de unas catapultas.
—¡Catapultas! Nunca habría imaginado que alguien que construye máquinas tuviera afición por la música.
Él se encogió de hombros.
—De hecho, me sirve de ayuda. Hay que afinarlas de oído.
—¿Las catapultas?
—No, las cuerdas. Si los dos conjuntos de cuerdas de una catapulta están desafinados, los disparos salen torcidos.
Ella se echó a reír.
—¿Y cómo haces para afinarlas? ¿Las pulsas y tensas la clavija, como en la lira?
—¡Exactamente! Excepto que lo que giras en este caso son las cuerdas, no la clavija. Hay que utilizar un torno y cuñas.
—¡Eso me gusta! Los instrumentos de cuerda: la lira, la cítara, el arpa, el laúd… y la catapulta. Me imagino que las grandes tendrán un tono más grave, y las pequeñas, más agudo… —Él asintió con la cabeza y ella volvió a reír—. Alguien debería escribir una melodía para catapultas. —Se llevó de nuevo los aulos a la boca y tocó una danza alegre con tres notas muy separadas entre sí.
Arquímedes sonrió.
—Un amigo mío está intentando construir una catapulta propulsada por aire —dijo—. Quizá podría encontrar su equivalencia en la flauta. Aunque me temo que sólo daría golpes muy fuertes, de modo que tal vez sería más afín a la percusión.
—¡Oh, no! —exclamó ella, dejando los aulos y tapándose la boca con la mano—. ¿Una catapulta propulsada por aire? ¿Dónde has visto eso? ¿En Alejandría?
Él rió, sorprendido.
—¡Sí!
—¡Tenía que ser allí! En Alejandría hacen de todo. Y ya que has estado en esa ciudad, dime: he oído que alguien ha fabricado una máquina que te permite tocar treinta aulos simultáneamente. ¿Sabes quién…?
Arquímedes no podía dejar de reír de satisfacción.
—¡Ktesibios! —exclamó—. El mismo que está construyendo la catapulta propulsada por aire. Lo llama aulos de agua. ¡Yo lo ayudé!
La muchacha se retiró la cinta de las mejillas y dejó el instrumento. El cabello, alborotado fuera de la redecilla, le caía sobre el rostro en una cascada de negros rizos.
—¿Funciona? —preguntó—. El… el aulos múltiple, quiero decir. ¡No entiendo cómo puedo hacerlo!
—En realidad no se trata de treinta aulos —explicó Arquímedes—, sino de treinta tubos de distintas longitudes. Cada uno de ellos emite una nota, como las cañas de una siringa. Para tocarlos, tienes que presionar una clavija que abre una válvula situada al final del tubo. El aire asciende por él gracias a la presión que ejerce el agua que se encuentra en un tanque situado debajo. Por eso lo llaman aulos de agua. Hay una semiesfera invertida sumergida en el agua y dos tubos que…
—Un aulos de agua —repitió la joven, saboreando la nueva palabra: hydraulis —. ¿Y cómo suena?
—Más como una siringa que como un aulos, pero más fuerte y con mayor riqueza de tonos… casi como una campana. Puede oírse por encima de la multitud. Los alejandrinos han instalado uno en el teatro. Le dije a Ktesibios que debería llamarlo siringa de agua, pero él prefirió el otro nombre.
—¿Dices que lo ayudaste a fabricarlo?
—Más que nada a afinar los tubos. En realidad, él no tiene ninguna formación musical, pero es el hombre más ingenioso que conozco. Es…
—¿Podrías hacerme uno?
Arquímedes pestañeó.
—No ahora —añadió enseguida la joven—. Ya sé que estamos en guerra y que es más importante construir catapultas. Pero después, si es que hay un después… ¿podrías fabricarme un aulos de agua?
Arquímedes volvió a pestañear.
—Me encantaría —dijo—. Pero es complicado. Son…
—¿No podrías?
—No, no es eso. Lo que ocurre es que lleva mucho tiempo. Y sale muy caro. Ktesibios cobró mil seiscientos dracmas por el suyo.
La joven no pareció en absoluto defraudada.