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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (27 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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Una media hora más tarde, después de comer y hacer el equipaje, estaban delante de la puerta metálica con remaches de la Sala de Mapas. Thomas se moría por entrar. El amanecer había estallado en todo su esplendor y los clarianos daban vueltas, preparándose para un nuevo día. Un olor a beicon frito flotaba por el aire. Fritanga y su equipo intentaban seguir el ritmo de los montones de estómagos hambrientos. Minho abrió la puerta, giró la rueda que tenía por picaporte hasta que se oyó un clic en el interior y, entonces, tiró. Con un chirrido por el brusco movimiento, el pesado trozo de metal se abrió.

—Tú primero —dijo Minho con una reverencia burlona.

Thomas entró sin decir nada. Un frío miedo, mezclado con una intensa curiosidad, se apoderó de él, y tuvo que recordarse que debía respirar.

La oscura habitación tenía un olor a moho y humedad, además de un aroma a cobre tan fuerte que podía saborearlo. Un distante recuerdo borroso de chupar los centavos cuando era pequeño apareció en su mente.

Minho le dio a un interruptor y varias hileras de fluorescentes parpadearon hasta que se encendieron del todo y revelaron la habitación al detalle.

A Thomas le sorprendió su simplicidad. La Sala de Mapas medía unos seis metros de ancho y tenía las paredes de cemento sin ningún tipo de decoración. Había una mesa de madera colocada en el centro, con ocho sillas dispuestas alrededor. En la superficie había unos montones de papel bien apilados y unos lápices, uno delante de cada silla. Los otros objetos de la habitación eran ocho baúles, justo como el que contenía los cuchillos en el sótano de las armas. Estaban cerrados y colocados de dos en dos junto a la pared.

—Bienvenido a la Sala de Mapas —dijo Minho—. Un lugar tan tranquilo como cualquier otro que pudieras visitar.

Thomas se sintió un poco decepcionado; esperaba algo más profundo. Respiró hondo.

—Lo malo es que huela como una mina de cobre abandonada.

—Pues a mí me gusta este olor —Minho sacó dos sillas y se sentó en una de ellas—. Siéntate, quiero meterte un par de imágenes en la cabeza antes de salir ahí fuera.

Mientras Thomas se sentaba, Minho cogió una hoja de papel y un lápiz, y empezó a dibujar. Thomas se inclinó para echar un vistazo y vio que Minho había dibujado un gran cuadrado que ocupaba casi todo el folio. Luego lo llenó de cuadraditos hasta que tuvo el mismo aspecto que un tres en raya cerrado, con tres filas de tres recuadros, todos del mismo tamaño. Escribió la palabra CLARO en medio y, luego, numeró los recuadros exteriores del uno al ocho, empezando por la parte superior de la esquina izquierda, siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Por último, arrancó unos trocitos de papel aquí y allá.

—Estas son las puertas —dijo Minho—. Conoces las que están en el Claro, pero hay cuatro más en el Laberinto que dan a las Secciones 1, 3, 5 y 7. Se quedan en el mismo sitio, pero la ruta cambia al moverse las paredes cada noche —terminó y deslizó el papel por la mesa hasta dejarlo enfrente de Thomas.

Thomas lo cogió, totalmente fascinado porque el Laberinto estuviera tan estructurado, y lo estudió mientras Minho seguía hablando:

—Así que tenemos el Claro, rodeado de ocho secciones; cada una es un cuadrado independiente que no se ha podido resolver en dos años desde que empezó este puto juego. Lo único más parecido a una salida es el Precipicio, y esa no es muy buena, a menos que quieras caer hasta una muerte horrible —Minho dio unos golpecitos sobre el mapa—. Las paredes se mueven por todo el fuco sitio cada noche, a la misma hora en que se cierran las puertas. Al menos, creemos que es cuando ocurre, porque nunca oímos que se muevan las paredes en otro momento.

Thomas alzó la vista, contento de poder ofrecer algo de información:

—No vi que nada se moviera la noche en que nos quedamos allí atrapados.

—Los pasadizos principales que hay junto a las puertas no cambian nunca. Son sólo los que están más adentro.

—Ah.

Thomas volvió al mapa rudimentario para intentar visualizar el Laberinto y ver los muros de piedra donde Minho había trazado unas líneas a lápiz.

—Siempre tenemos al menos ocho corredores, incluido el guardián. Uno para cada sección. Tardamos un día entero en hacer un mapa de nuestra zona, esperando contra todo pronóstico que haya una salida; luego regresamos y lo dibujamos en una hoja aparte cada día —Minho miró hacia uno de los baúles—. Esa es la razón por la que esas cosas están llenas de fucos mapas.

Thomas tuvo un pensamiento deprimente y aterrador:

—¿Estoy… sustituyendo a alguien? ¿Ha muerto algún corredor?

Minho negó con la cabeza.

—No, sólo te estamos entrenando. Seguro que alguien quiere un respiro. No te preocupes, hace mucho tiempo que no muere un corredor.

Por algún motivo, la última frase preocupó a Thomas, aunque esperó que no se le reflejara en el rostro en aquel momento. Señaló la Sección 3.

—Y… ¿os pasáis todo el día corriendo por estos cuadraditos?

—Qué gracioso —Minho se levantó, se acercó al baúl que había justo detrás de ellos, se arrodilló, levantó la tapa y la apoyó en la pared—. Ven.

Thomas ya se había levantado; se apoyó en el hombro de Minho para echar un vistazo. El baúl era lo bastante grande para guardar cuatro sacos de mapas y los cuatro estaban llenos hasta arriba. Los que Thomas alcanzó a ver eran todos muy similares: un esbozo de un laberinto cuadrado ocupaba casi todo el folio. En la esquina superior de la derecha había anotado
Sección 8,
seguido del nombre
Hank,
luego la palabra
Día
y un número. En la última hoja ponía que era el día número 749.

Minho continuó:

—Al principio, averiguamos que las paredes se movían hacia la derecha. En cuanto lo hicimos, empezamos a mantener un registro. Siempre hemos pensado que compararlos día a día, semana a semana, nos ayudaría a descubrir la pauta que sigue. Y lo conseguimos. Los laberintos básicamente se repiten cada mes. Pero aún tenemos que encontrar una salida que nos lleve fuera del cuadrado. Nunca hemos visto una salida.

—Han pasado dos años —dijo Thomas—. ¿No os habéis desesperado tanto como para pasar allí la noche y ver si quizás algo se abre mientras se mueven las paredes?

Minho le miró con un destello de ira en los ojos.

—Eso es un poco insultante, tío. En serio.

—¿Qué? —Thomas se quedó sorprendido porque no pretendía ofenderle.

—Llevamos rompiéndonos el culo dos años, y ¿sólo se te ocurre preguntar por qué somos demasiado mariquitas para pasar allí fuera toda la noche? Algunos lo intentaron al principio, pero todos aparecieron muertos. ¿Quieres pasar otra noche ahí? Como si tuvieras la posibilidad de sobrevivir otra vez, ¿eh?

Thomas se sonrojó de vergüenza.

—No. Perdona.

De repente, se sintió como un trozo de clonc. Y la verdad era que estaba de acuerdo, prefería volver al Claro sano y salvo cada noche que asegurarse otra batalla con los laceradores. Se estremeció al pensarlo.

—Sí, bueno —Minho volvió la mirada hacia los mapas en el baúl para gran alivio de Thomas—. La vida en el Claro puede que no sea maravillosa, pero al menos es segura. Hay un montón de comida y estamos protegidos contra los laceradores. No les podemos pedir a los corredores que se arriesguen a quedarse ahí fuera, ni hablar. Al menos, aún no. No, hasta que tengamos una pista de dónde puede abrirse una salida, aunque sea de forma temporal.

—¿Estáis cerca? ¿Habéis descubierto algo?

Minho se encogió de hombros.

—No lo sé. Es un poco deprimente, pero no sabemos qué otra cosa hacer. No podemos arriesgarnos a que un día, en algún sitio, pueda aparecer una salida. No podemos rendirnos. Nunca.

Thomas asintió, aliviado por aquella actitud. Por mal que estuvieran las cosas, rendirse sólo las empeoraría. Minho sacó varias hojas del baúl: los mapas de los últimos días. Mientras los hojeaba, le explicó:

—Como te decía antes, los comparamos todos los días, todas las semanas, todos los meses. Cada corredor se encarga de un mapa de su sección. Para serte sincero, todavía no hemos averiguado una mierda. Y, para serte más sincero aún, no sabemos qué estamos buscando. Es un asco, tío. Un puto asco.

—Pero no podemos rendirnos —dijo Thomas con un tono muy natural, como una repetición resignada de lo que Minho había dicho hacía un momento.

Había dicho «podemos» sin ni siquiera pensarlo, y se dio cuenta de que ya formaba parte del Claro.

—Eso es, colega. No podemos rendirnos —Minho volvió a colocar con cuidado los papeles en el baúl, lo cerró y luego se incorporó—. Bueno, tendremos que darnos prisa porque aquí hemos estado mucho rato. Los primeros días sólo tendrás que seguirme. ¿Listo?

Thomas sintió una corriente de nerviosismo en su interior, pellizcándole la barriga. Ya había llegado el momento, iban a salir de verdad; se había acabado hablar y pensar sobre el tema.

—Ummm…, sí.

—Aquí no hay «ums» que valgan. ¿Estás listo o no?

Thomas miró a los ojos de Minho, que de repente reflejaban dureza.

—Estoy listo.

—Entonces, vamos a correr.

Capítulo 33

Atravesaron la Puerta Oeste hacia la Sección 8 y se abrieron camino por varios pasadizos, Thomas iba al lado de Minho mientras giraba a derecha e izquierda sin, por lo visto, pararse a pensarlo, corriendo todo el tiempo. La luz de primera hora de la mañana tenía un fuerte brillo y hacía que todo se viera claro y resplandeciente: la hiedra, los muros agrietados y los bloques de piedra en el suelo. Aunque faltaban unas horas para que el sol alcanzara su posición de mediodía, todo estaba muy iluminado. Thomas seguía el ritmo de Minho lo mejor que podía y, de vez en cuando, aumentaba la velocidad para no quedarse atrás.

Al final, llegaron a un corte rectangular en una larga pared al norte que parecía una entrada sin puerta. Minho la atravesó corriendo sin detenerse.

—Esto lleva de la Sección 8 (el cuadrado de en medio a la izquierda) a la Sección 1 (el cuadrado de arriba a la izquierda). Como te he dicho, este pasadizo está siempre en el mismo sitio, pero la ruta a partir de aquí puede que sea diferente porque las paredes se mueven.

Thomas le siguió, sorprendido por lo mucho que le costaba respirar. Esperó que fueran sólo los nervios y que su respiración se estabilizara pronto.

Corrieron por un largo pasillo a la derecha y pasaron por varios giros a la izquierda. Cuando llegaron al final, Minho redujo el ritmo hasta casi caminar y echó atrás la mano para sacar un bloc y un lápiz del bolsillo lateral de su mochila. Anotó algo y luego lo volvió a guardar todo, sin detenerse. Thomas se preguntó qué habría escrito, pero Minho le contestó antes de que pudiese formular la pregunta:

—Confío… casi siempre en mi memoria —dijo el guardián entre jadeos, con la voz mostrando por fin un poco de esfuerzo—. Pero, cada cinco giros, anoto algo que me sirva de ayuda más tarde. La mayoría tiene que ver con lo de ayer, en qué se diferencia de lo de hoy. De este modo, puedo usar el mapa de ayer para hacer el de hoy. Está tirado, tío.

Thomas se sintió intrigado. Minho lo hacía parecer muy fácil.

Corrieron durante un rato hasta que llegaron a una intersección. Tenían tres posibilidades, pero Minho fue hacia la derecha sin dudarlo. Al hacerlo, sacó uno de sus cuchillos del bolsillo y, sin perder el ritmo, cortó un gran trozo de hiedra de la pared. Lo tiró al suelo detrás de él y siguió corriendo.

—¿Miguitas de pan? —preguntó Thomas. El viejo cuento de hadas le había saltado a la memoria. Aquellos extraños retazos del pasado casi habían dejado de sorprenderle.

—Miguitas de pan —contestó Minho—. Yo soy Hansel y tú eres Gretel.

Continuaron siguiendo el recorrido del Laberinto, a veces girando a la derecha; otras, a la izquierda. Después de cada giro, Minho cortaba un trozo de hiedra de un metro de largo para tirarlo al suelo. Thomas no podía evitar estar impresionado, pues a Minho no le hacía falta pararse para hacerlo.

—Muy bien —dijo el guardián, respirando ahora con más dificultad—. Te toca.

—¿Qué? — Thomas no esperaba que el primer día fuera a hacer otra cosa que no fuese correr y observar.

—Ahora, corta tú la hiedra. Tienes que acostumbrarte a hacerlo corriendo. Las recogeremos cuando volvamos o las apartaremos de una patada.

Thomas se sentía más contento de lo que pensó que se sentiría por tener algo que hacer, aunque le costó un poco que se le diera bien. Las primeras veces tuvo que ir más rápido para recuperar el ritmo después de cortar la hiedra y, en una ocasión, se cortó en el dedo. Pero, en el décimo intento, casi igualó a Minho en aquella tarea.

Continuaron. Después de correr durante un rato —Thomas no tenía ni idea del tiempo que había pasado ni de la distancia recorrida, pero suponía que unos cinco kilómetros—, Minho aflojó el paso hasta caminar y, después, se detuvo.

—Haremos una pausa —se quitó la mochila y sacó agua y una manzana. No tuvo que convencer a Thomas para que le obedeciera. El chico empezó a tragar agua, saboreando su frescura mientras bajaba por su seca garganta—. ¡No te la bebas toda, cara pez! —gritó Minho—. Guárdate un poco para luego.

Thomas dejó de beber, respiró satisfecho y eructó. Le dio un mordisco a su manzana y, sorprendentemente, se sintió como nuevo. Por alguna razón, volvió a pensar en el día en que Minho y Alby se habían ido a ver al lacerador muerto, cuando todo se había ido a la clonc.

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