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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (29 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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En otras palabras, el sol que había iluminado a aquella gente durante dos años, que había dado calor y vida a todo, no era el sol en absoluto. De algún modo, tenía que ser falso. Todo en aquel lugar era falso.

Thomas no sabía lo que eso significa ni tampoco cómo era posible, pero sabía que era verdad; era la única explicación que su mente racional aceptaba. Y, por las reacciones de los otros clarianos, ninguno de ellos se había dado cuenta hasta aquel momento.

Chuck le encontró, y cuando Thomas vio la cara de miedo del niño, sintió una punzada en su corazón.

—¿Qué crees que ha pasado? —preguntó Chuck con un temblor lastimero, sin apartar los ojos del cielo. Thomas pensó que el cuello le debía de doler horrores—. Es como un techo gris enorme, tan cerca que casi parece que puedas tocarlo.

Thomas siguió la mirada de Chuck hacia arriba.

—Sí, te hace reflexionar sobre este lugar —era la segunda vez en veinticuatro horas que Chuck daba en el clavo. El cielo sí que parecía un techo. El techo de una habitación muy grande—. Quizá se ha roto algo. Bueno, a lo mejor vuelve.

Por fin, Chuck dejó de estar embobado y miró a Thomas a los ojos.

—¿Roto? ¿Y qué se supone que significa eso?

Antes de que Thomas pudiera contestar, le vino el vago recuerdo de la noche anterior, antes de quedarse dormido, las palabras de Teresa en su mente. Había dicho: «Acabo de provocar el Final». Podía ser una coincidencia, ¿no? Sintió como si algo se le pudriese en el vientre. Cualquiera que fuera la explicación, lo que fuese que hubiera en el cielo, un sol real o no, ya no estaba. Y aquello no podía ser nada bueno.

—¿Thomas? —le llamó Chuck, dándole unos golpecitos en el brazo.

—¿Sí? —Thomas tenía la mente confusa.

—¿A qué te refieres con que se ha roto algo? —repitió Chuck.

Thomas necesitaba tiempo para pensar sobre todo aquello.

—Ah, no sé. Deben de ser cosas sobre este sitio que no entendemos. Pero no se puede hacer desaparecer el sol del espacio. Además, todavía hay luz suficiente para ver, aunque sea tenue. ¿De dónde viene?

Chuck abrió los ojos de par en par, como si le acabaran de revelar el secreto más grande y oscuro del universo.

—Sí, ¿de dónde viene? ¿Qué está pasando, Thomas?

Thomas extendió la mano para apretar el hombro del niño. Se sentía incómodo.

—No tengo ni idea, Chuck. Ni idea. Pero estoy seguro de que Newt y Alby lo averiguarán.

—¡Thomas! —Minho se acercó corriendo a ellos—. Deja de entretenerte con Chucky y vamos. Es muy tarde.

Thomas se sintió aturdido. Por alguna razón, había creído que aquel cielo extraño tiraría todos los planes normales por la borda.

—¿Vais a salir ahí fuera? —preguntó Chuck, que estaba también claramente sorprendido.

Thomas se alegró de que el chico hubiera hecho la pregunta por él.

—Pues claro que sí, pingajo —respondió Minho—. ¿No tienes que ir a deambular por ahí? —apartó la vista de Chuck para centrarse en Thomas—. Ahora más que nunca, tenemos una razón para sacar nuestros culos ahí fuera. Si es verdad que el sol se ha ido, no tardarán mucho en morirse las plantas y los animales. Creo que la desesperación no ha hecho más que empezar.

La última frase le caló a Thomas muy hondo. A pesar de todas sus ideas, todo lo que le había soltado a Minho, no tenía ganas de cambiar el modo en que habían hecho las cosas los dos últimos años. Una mezcla de entusiasmo y pavor le azotó cuando se dio cuenta de lo que Minho estaba diciendo.

—¿Quieres decir que vamos a pasar ahí la noche? ¿Que vamos a explorar los muros un poco más de cerca?

Minho negó con la cabeza.

—No, aún no. Aunque puede que lo hagamos pronto. Venga, vamos.

Thomas estuvo callado mientras Minho y él preparaban las cosas y comían un desayuno rápido como el rayo. Le estaba dando demasiadas vueltas al cielo gris y a lo que Teresa —al menos, creía que había sido la chica— le había dicho en su mente como para participar en una conversación. ¿A qué se refería con el Final? Thomas no podía ignorar la sensación de que tenía que decírselo a alguien. A todos.

Pero no sabía lo que significaba y no quería que supieran que tenía la voz de una chica en la cabeza. Pensarían que se le había ido la olla y hasta podrían encerrarle, esta vez para siempre.

Después de mucho deliberarlo, decidió mantener la boca cerrada y se fue a correr con Minho en su segundo día de entrenamiento, bajo un cielo sombrío y sin color.

• • •

Vieron el lacerador incluso antes de llegar a la puerta de la Sección 8 que daba a la Sección 1.

Minho iba unos pasos por delante de Thomas. Acababa de doblar una esquina a la derecha cuando se paró de golpe, con los pies casi derrapando. Dio un salto hacia atrás y agarró a Thomas de la camiseta para llevarlo contra la pared.

—Shhh —susurró Minho—. Hay un puñetero lacerador ahí delante.

Thomas abrió los ojos de un modo inquisitivo y notó que el corazón se le aceleraba, aunque antes ya latía rápido y a un ritmo constante. Minho se limitó a asentir y, después, se llevó el dedo índice a los labios. Soltó la camiseta de Thomas, retrocedió un paso y, luego, avanzó sigilosamente hasta una esquina desde la que podía ver el lacerador. Muy despacio, se inclinó hacia delante para echar un vistazo. Thomas quiso gritar que tuviera cuidado. Minho volvió la cabeza para mirarle.

—Está ahí sentado —su voz aún era un susurro—. Casi como el que vimos muerto.

—¿Qué hacemos? —preguntó Thomas tan bajo como pudo, intentando ignorar el pánico que aumentaba en su interior—. ¿Viene hacia nosotros?

—No, tonto. Ya te he dicho que está ahí sentado.

—¿Y bien? —Thomas levantó las manos a los lados, lleno de frustración—. ¿Qué hacemos? —estar tan cerca del lacerador le parecía muy mala idea.

Minho se quedó callado unos segundos al tiempo que pensaba antes de hablar.

—Tenemos que ir por ahí para llegar a nuestra sección. Nos quedaremos observando un rato. Si viene detrás de nosotros, correremos de vuelta al Claro —se volvió a asomar y, entonces, rápido, miró por encima de su hombro—. ¡Mierda, se ha ido! ¡Vamos!

Minho no esperó una respuesta ni vio la expresión de horror que cruzó la cara de Thomas. Echó a correr hacia donde había visto el lacerador. Aunque sus instintos le decían que no lo hiciera, Thomas le siguió.

Corrió a toda velocidad por el largo pasillo detrás de Minho, giró a la derecha y, después, a la izquierda. En cada giro aminoraban la marcha para que el guardián pudiera asomarse antes por la esquina y susurrarle a Thomas que había visto la parte de atrás del bicho desapareciendo por el siguiente giro. Continuaron haciendo lo mismo durante diez minutos más hasta que llegaron al largo pasillo que acababa en el Precipicio, donde más allá no había nada, salvo el cielo sin vida. El lacerador se dirigía hacia el cielo.

Minho se detuvo tan de golpe que Thomas casi se lo llevó por delante. Entonces, Thomas se quedó helado al ver que el lacerador hundía los pinchos y rodaba hacia el borde del Precipicio hasta caer en el abismo gris. La criatura desapareció de la vista. Las sombras se habían tragado una sombra.

Capítulo 35

—Esto lo deja muy claro —dijo Minho.

Thomas se colocó junto a él en el borde del Precipicio, con la vista clavada en la nada gris. No había ni rastro del lacerador, ni a izquierda, ni a derecha, ni arriba, ni abajo, ni delante, hasta donde se podía ver. No había nada más que una pared de vacío.

—¿Qué es lo que está claro? —preguntó Thomas.

—Ya lo hemos visto tres veces. Algo pasa.

—Sí —Thomas sabía a lo que se refería, pero esperó de todos modos su explicación.

—El lacerador muerto que encontramos corrió en esta dirección y nunca llegamos a verlo regresar o adentrarse en el Laberinto. Luego vinieron esos cabrones a los que engañamos para que saltaran al Precipicio.

—¿Les engañamos? —dijo Thomas—. A lo mejor no fue exactamente eso.

Minho le miró, pensativo.

—Hmmm. Bueno, luego ha pasado esto —señaló el abismo—. Ya no me queda duda. De algún modo, los laceradores pueden abandonar el Laberinto por aquí. Parece magia, pero también lo es que el sol desaparezca.

—Si pueden irse por aquí —añadió Thomas, continuando la línea de razonamiento de Minho—, nosotros también.

Un escalofrío de emoción le recorrió el cuerpo. Minho se rió.

—Ya vuelves a desear la muerte. ¿Qué quieres, salir por ahí con los laceradores y comeros juntos un bocadillo?

Thomas notó que se le bajaban los ánimos.

—¿Tienes una idea mejor?

—Cada cosa a su tiempo, verducho. Cojamos unas piedras para examinar este sitio. Tiene que haber alguna salida secreta.

Thomas ayudó a Minho a buscar por los rincones del Laberinto, recogiendo todas las piedras sueltas posibles. Consiguieron más pasando el dedo por las grietas de la pared hasta que caían al suelo. Cuando por fin obtuvieron una pila considerable, la llevaron hasta el borde y se sentaron con los pies colgando. Thomas bajó la vista y no vio nada más que un descenso gris.

Minho sacó su bloc y su lápiz y los dejó en el suelo junto a él.

—Muy bien, vamos a tomar notas. Y tú memorízalas también en esa fuca cabeza que tienes. Si hay algún tipo de ilusión óptica que esté ocultando la salida de este lugar, no quiero ser el único que la haya cagado cuando el primer pingajo salte al vacío.

—Ese pingajo debería ser el guardián de los corredores —dijo Thomas, intentando hacer un chiste para esconder su miedo. Estar en un sitio del que los laceradores podrían salir en cualquier momento le hacía sudar—. Te querrás sujetar a una bonita cuerda.

Minho cogió una piedra de la pila.

—Sí. Vale, turnémonos para tirarlas en zigzag. Si hay alguna clase de salida mágica, espero que también funcione con las piedras, que las haga desaparecer.

Thomas cogió una piedra y, con cuidado, la lanzó hacia su izquierda, justo enfrente de donde la pared izquierda del pasillo que daba al Precipicio se encontraba con el borde. El trozo de roca irregular cayó. Y cayó. Luego desapareció en el vacío gris.

Minho iba a continuación. Tiró su piedra medio metro más lejos que Thomas. También cayó hacia abajo. Thomas tiró otra, un poco más allá. Después, Minho. Todas las piedras caían a las profundidades. Thomas siguió las órdenes de Minho; continuaron hasta que marcaron una línea que se separaba al menos tres metros del Precipicio y, luego, cambiaba su objetivo a medio metro a la derecha y empezaba a acercarse al Laberinto.

Todas las piedras caían. Una línea hacia fuera, otra línea hacia dentro. Todas las piedras caían. Tiraron piedras suficientes para tapar todo el lado izquierdo que se extendía frente a ellos, cubriendo así la distancia que cualquier persona —o cualquier cosa— podría saltar. Conforme lanzaba las piedras, Thomas se desanimaba cada vez más, hasta que empezó a verlo como una gran tontería. No podía evitar reprenderse; había sido una idea estúpida.

Entonces, la siguiente piedra que arrojó Minho desapareció. Fue la cosa más extraña y difícil de creer que Thomas había visto en su vida.

Minho había tirado un trozo grande de roca que se había caído de una grieta en la pared. Thomas había observado, muy concentrado, cómo caían todas las piedras. Esta abandonó la mano de Minho, salió hacia delante, casi en la misma línea central del Precipicio, y empezó su descenso hacia el suelo invisible de allí abajo. Pero, entonces, desapareció, como si hubiese caído en una superficie de agua o en la niebla.

Estaba allí, cayendo, y, al segundo siguiente, había desaparecido. Thomas se quedó sin habla.

—Antes habíamos tirado cosas al Precipicio —dijo Minho—. ¿Cómo no se nos había ocurrido esto? Nunca había visto que desapareciera nada. Nunca.

Thomas tosió; notaba la garganta irritada.

—Repítelo. Quizás hemos parpadeado o algo así.

Minho le obedeció y tiró otra piedra al mismo sitio. Una vez más, se desvaneció.

—A lo mejor no os fijasteis bien las otras veces que tirasteis cosas —sugirió Thomas—. Bueno, debería ser imposible. A veces no nos fijamos en las cosas que no creemos que pasen o que puedan llegar a pasar.

Lanzaron el resto de piedras, apuntando al lugar inicial y a varios centímetros alrededor. Para sorpresa de Thomas, el sitio por el que las piedras desaparecían resultó medir sólo un par de metros cuadrados.

—No me extraña que no nos diéramos cuenta —dijo Minho al tiempo que anotaba dimensiones frenéticamente, esforzándose por hacer un diagrama—. Es bastante pequeño.

—Los laceradores apenas deben de caber por ese espacio —Thomas seguía con los ojos clavados en la zona del cuadrado invisible flotante, intentando grabar en su memoria la distancia y la ubicación, recordar dónde estaba exactamente—. Y, cuando salen, tienen que mantener el equilibrio antes de atravesar el agujero y saltar en el espacio vacío hacia el borde del Precipicio. No está tan lejos. Si pudiera saltar… Estoy seguro de que para ellos es fácil.

Minho terminó de dibujar y, después, alzó la vista hacia aquel lugar concreto.

—¿Cómo es esto posible, tío? ¿Qué estamos mirando?

—Como has dicho, no es magia. Debe de ser algo como que el cielo se haya vuelto gris. Algún tipo de ilusión óptica u holograma que esconde una entrada. En este sitio pasa algo raro.

Y Thomas admitió para sus adentros que también era muy guay. Su mente se moría por saber qué tipo de tecnología podía haber detrás de todo aquello.

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