Vasko miró a Escorpio.
—¿Viene, señor?
—Os sigo en un momento. Ve delante y preséntate. Diles solo que eres Vasko Malinin, un miembro de la DS, y que has participado en la misión para traer a Clavain. Pero no digas ni una palabra más hasta que yo llegue.
—Sí, señor. —Vasko dudó un momento—. Señor, una cosa más.
—¿Qué?
—¿Qué ha querido decir con apariciones?
—No necesitas saberlo —dijo Escorpio.
Escorpio los vio marcharse hacia las entrañas de la nave, esperando hasta que sus pisadas se desvanecieron, y estuvo seguro de que estaba solo en la plataforma. Entonces se dirigió hacia la entrada, asomándose con la punta de sus zapatos romos e infantiles peligrosamente cerca del borde. El viento soplaba contra su cara, aunque hoy no era especialmente fuerte. Siempre sentía el riesgo de que el viento lo arrojara al vacío, pero la experiencia le había enseñado que el viento normalmente soplaba hacia dentro de la cámara. De todas formas se preparó para agarrarse al lado izquierdo de la puerta con la intención de apoyarse si un remolino amenazaba con empujarle por el borde. Parpadeando por el viento y con los ojos llorosos, vio el banco con forma de garra en el que se sustentaba la nave y retrocedió. Miró hacia abajo, contemplando la colonia que, a pesar del regreso de Clavain, seguía siendo responsabilidad suya.
A kilómetros de allí, Primer Campamento resplandecía en la curva de la bahía. Estaba demasiado lejos para distinguir ningún detalle, excepto las estructuras más grandes como la Gran Caracola. Incluso esos edificios se quedaban en casi nada desde la altura a la que se encontraba Escorpio. Las felices y mugrientas calles de chabolas eran invisibles. Todo parecía inquietantemente pulcro y ordenado, como si lo hubieran establecido así mediante estrictas reglas cívicas. Podría ser casi cualquier ciudad en cualquier mundo en cualquier momento de la historia. Incluso había finos hilos de humo elevándose de las cocinas y fábricas. Pero aparte de humo, no había nada que se moviera, nada a lo que pudiera señalar. Sin embargo, al mismo tiempo, todo el asentamiento temblaba en un frenesí de movimiento subliminal, como si lo mirara a través de la calima.
Durante mucho tiempo, Escorpio había pensado que nunca se acostumbraría a la vida fuera de Ciudad Abismo. Se deleitaba con la crepitante maraña de aquel lugar. Adoraba sus peligros casi tanto como los retos y las oportunidades. En un día cualquiera, podía suceder que hubiera seis o siete intentos de asesinato contra él, organizados por otros tantos grupos rivales. También habría otros diez o doce demasiado estúpidos como para prestarles atención. En un día cualquiera, el propio Escorpio podría dar la orden de acabar con alguno de sus enemigos. Con Escorpio nunca se trataba solo de negocios, siempre era algo personal.
El estrés de enfrentarse a la vida siendo un importante criminal en Ciudad Abismo podía parecer abrumador. Muchos no lo resistieron, o bien se quemaron y se retiraron a las esferas limitadas a los pequeños delitos que les daban de comer, o bien cometían el tipo de error del que ya no se podía aprender.
Pero Escorpio nunca se vino abajo, y si alguna vez había metido la pata, había sido una única vez, e incluso entonces no había sido exactamente culpa suya. Eran tiempos de guerra, después de todo. Las reglas cambiaban tan deprisa que en alguna ocasión Escorpio descubría que estaba actuando dentro de la legalidad. Eso sí que daba miedo.
Pero el único error que había cometido casi se convierte en el último. Dejarse atrapar por los zombis y después las arañas… Y por ese motivo había caído bajo la influencia de Clavain. Y después de todo aquello le quedaba una pregunta por resolver: si la ciudad lo había moldeado por completo, ¿qué significaba para él dejar de estar en la ciudad?
Le llevó bastante tiempo averiguarlo. De algún modo únicamente había podido encontrar la respuesta cuando Clavain se marchó y la colonia quedó por completo bajo el control de Escorpio. Sencillamente se había levantado una mañana y la añoranza por Ciudad Abismo había desaparecido. Su ambición ya no se centraba en algo absurdamente egoísta como la riqueza personal, o el poder o el estatus. Antes adoraba las armas y la violencia. Aún tenía que mantener a raya su ira, pero le costaba recordar la última vez que había cogido una pistola o un cuchillo. En lugar de enemistades y ajustes de cuentas, estafas y golpes, las cosas que ahora llenaban sus días eran cuotas, presupuestos, líneas eléctricas, el desconcertante lodazal de la política interpersonal. Primer Campamento era una ciudad más pequeña, en realidad apenas podía llamarse ciudad, pero la complejidad de dirigirla a ella y al resto de la colonia era más que suficiente para mantenerlo ocupado. Jamás lo hubiera creído cuando estaba en Ciudad Abismo, pero aquí estaba, de pie como un rey contemplando su imperio. Había sido un viaje muy largo, cargado de reveses y contratiempos, pero en algún momento durante el trayecto, quizás aquella primera mañana cuando se despertó sin echar de menos su antigua tierra, se había convertido en algo parecido a un estadista. Para alguien que había comenzado su vida como un esclavo sin derecho ni a un nombre, era desde luego el destino menos predecible.
Pero ahora le preocupaba que todo estuviera a punto de desaparecer. Siempre había sabido que la estancia en este mundo pretendía ser temporal, una escala en la que esta particular banda de refugiados pudiera esperar a que Remontoire y los otros fueran capaces de reagruparse. Pero conforme pasaba el tiempo y se acercaba la simbólica fecha de veinte años y finalmente la dejaban atrás sin incidentes, se había formado en su cabeza la atractiva idea de que quizás esto fuera permanente. Que quizás Remontoire no se estaba retrasando. Que quizás el creciente conflicto entre la humanidad y los inhibidores iba a dejar al asentamiento en paz.
Ésta nunca había sido una esperanza del todo realista, y ahora creía que estaba pagando las consecuencias por esos pensamientos. Remontoire no solo había llegado, sino que se había traído el campo de batalla con él. Si el relato de Khouri era cierto, la situación era verdaderamente grave.
La ciudad distante brillaba. Parecía irremediablemente transitoria, como una pátina de polvo en el paisaje. Escorpio notó en las entrañas el repentino presentimiento de que un ser querido estaba en peligro de muerte. Se alejó bruscamente de la apertura de la plataforma de aterrizaje y se dirigió a la sala de reuniones.
Ararat, 2675
La sala de reuniones se encontraba en las profundidades de la nave, en la cámara esférica que una vez había sido su enorme centro de mando. El proceso de llegar hasta ella le parecía ahora como la exploración de una gran serie de cavernas con fríos y serpenteantes laberintos por pasillos, túneles en espiral, intersecciones y mareantes huecos. Había subcámaras con eco y rincones claustrofóbicos. Unos extraños e inquietantes bultos cuajaban las paredes: aquí el espumarajo de un leproso, allí una masa braquial que recordaba al tejido pulmonar petrificado. Una serie de ungüentos goteaban constantemente del techo. Escorpio sorteó los obstáculos y fluidos rezumantes con experta facilidad. Sabía que no había nada realmente peligroso en las exudaciones de la nave (químicamente no eran de gran interés), pero incluso para alguien que había vivido en el fango, la sensación de repulsión era abrumadora. Si la nave siempre hubiera sido algo meramente mecánico, lo aceptaría. Pero no podía olvidar el hecho de que gran parte de lo que veía tenía su origen, en cierto sentido arcano, en la memoria del cuerpo biológico del Capitán. Era una cuestión semántica pensar que caminaba por una nave que había adquirido ciertos atributos biológicos o por un cuerpo que había crecido hasta tener el tamaño y la forma de una nave. Le daba igual cuál fuera más exacto, ambas opciones le repugnaban.
Escorpio llegó a la sala de reuniones. Tras la oscuridad de los pasillos, la sala estaba demasiado limpia e iluminada. Habían equipado la antigua sala de mando esférica con un falso suelo y una gran mesa de congresos. Un proyector nuevo colgaba sobe la mesa como una lámpara demasiado grande que emitía imágenes aleatorias del planeta y su espacio aéreo circundante.
Clavain ya estaba esperando, ataviado con un serio uniforme negro que no parecería escandalosamente pasado de moda en ningún momento de los últimos ocho siglos. Había permitido que alguien mejorase su aspecto: las arrugas y sombras seguían en su rostro, pero tras algunas horas de sueño por fin se podía reconocer al Clavain de siempre. Se atusaba la recortada barba con un codo apoyado en la pulida superficie negra de la mesa. Con la otra mano tamborileaba una marcha militar contra la madera.
—¿Te has entretenido con algo, Escorp? —preguntó suavemente.
—Necesitaba reflexionar durante un momento. Clavain lo miró e inclinó la cabeza.
—Lo entiendo.
Escorpio se sentó en el asiento que le habían reservado junto a Vasko entre un grupo mayor de oficiales de la colonia. Clavain presidía la mesa. A su izquierda se sentaba Blood, cuya poderosa estructura ocupaba el ancho de dos espacios normales. Blood, como era habitual, parecía un matón que acabara de colarse en un una fiesta privada. Tenía un cuchillo en una pezuña y se limpiaba las uñas de la otra con la punta de la hoja, arrojando la porquería extraída al suelo.
A la derecha de Clavain y en claro contraste, se encontraba Antoinette Bax. Era una humana que Escorpio conocía desde sus últimos días en Ciudad Abismo. Entonces ella era muy joven, apenas acababa la adolescencia. Ahora tenía unos cuarenta y seguía siendo atractiva, a su juicio, pero con mayor dureza en el rostro y con incipientes patas de gallo alrededor de los ojos. Lo que sí permanecía igual y que probablemente se llevaría a la tumba era la franja de pecas que le atravesaban el puente de la nariz. Siempre parecía que le acabaran de pintar una tira perfectamente moteada. Llevaba el pelo más largo, retirado de la frente con una raya asimétrica. También llevaba joyas complejas de manufactura local. Bax había sido en su tiempo una magnífica piloto, pero últimamente no había tenido muchas oportunidades para volar. Se quejaba de ello con buen humor, pero al mismo tiempo arrimaba el hombro con el trabajo de la colonia. Había resultado ser una excelente mediadora.
Antoinette Bax estaba casada. Su marido, Xavier Liu, era algo mayor que ella y su pelo negro, recogido en una sencilla coleta, comenzaba a entreverarse de plata. Llevaba una pequeña perilla y le faltaban dos dedos de la mano derecha por un accidente industrial en los muelles hacía unos quince años. Liu era un genio de la mecánica, especialmente con los sistemas cibernéticos. Escorpio siempre se había llevado bien con él. Era uno de los pocos humanos que verdaderamente parecía no ver a un cerdo cuando le hablaba, solo a otra alma de mente mecánica, alguien con quien realmente podía hablar. Xavier estaba a cargo del fondo común de máquinas, controlando la reserva limitada y menguante de sirvientes operativos, vehículos, naves, bombas, armas y lanzaderas. En teoría era un trabajo de despacho, pero siempre que Escorpio lo llamaba, Liu estaba con las manos en la masa. Nueve de cada diez veces Escorpio terminaba también ayudando.
Junto a Blood estaba Pauline Sukhoi, un personaje pálido y espectral, aparentemente embrujada por algo invisible, o quizás parecía ella misma un fantasma. Sus manos y su voz temblaban constantemente y sus episodios de lo que podría llamarse locura pasajera eran conocidos por todos. Hace años, bajo el mecenazgo de uno de los individuos más oscuros de Ciudad Abismo, Pauline había trabajado en un experimento sobre la alteración local del vacío cuántico.
Hubo un accidente, y en el latigazo de las distintas posibilidades de la transición del vacío cuántico, Sukhoi había visto algo horrible, algo que la empujó hasta el borde de la locura. Incluso ahora apenas podía hablar de ello. Se decía que pasaba el tiempo haciendo tapices.
También estaba Orca Cruz, una de las antiguas socias de Escorpio de sus días en el fango. Tuerta, pero aún tan aguda como una guadaña. Era el ser humano más duro que conocía, incluyendo a Clavain. Dos de los antiguos rivales de Escorpio cometieron el error de infravalorar a Orca Cruz. Lo único que supo Escorpio fue que le contaron de sus funerales. Cruz vestía con excesivo cuero negro y tenía su arma de fuego favorita sobre la mesa; sus uñas color escarlata tamborileaban sobre el cañón ornamentado con motivos japoneses. Escorpio pensó que su ademán era más bien inapropiado, pero nunca había elegido a sus socios precisamente por su sentido del decoro.
Había una docena más de notables en la sala, tres de ellos nadadores de la sección de contacto con los malabaristas que eran obligatoriamente jóvenes humanos de base. Sus cuerpos eran lustrosos y eran audaces como nutrias. Su piel estaba moteada por leves marcas verdes de las muestras biológicas. Todos vestían túnicas sin mangas que dejaban ver la anchura de sus hombros y el impresionante desarrollo muscular de sus brazos. Tenían tatuajes elaborados a partir del complejo estampado de cachemira de sus marcas que tenían un significado jerárquico inescrutable, comprensible solo para el resto de nadadores. A Escorpio no le gustaban demasiado los nadadores. No era simplemente porque ellos tenían acceso a un mundo luminoso que él como cerdo nunca conocería, sino porque parecían distantes y arrogantes con todo el mundo, incluyendo a los demás humanos de base. Pero no podía negar que eran útiles y que en cierto sentido tenían motivos para ser arrogantes. Ellos habían visto cosas y lugares que nadie vería jamás. Como recursos de la colonia, debían ser tolerados y aceptados.
Los otros nueve notables eran todos mayores que los nadadores. Eran personas que ya eran adultas en Resurgam, antes de la evacuación. Como con los nadadores, las caras cambiaban cuando rotaban los turnos. Escorpio asumía como deber propio conocerlos a todos, con una atención a los detalles personales que reservaba únicamente a sus amigos más cercanos y a los enemigos mortales. Sabía que este conocimiento exhaustivo de los datos personales era uno de sus puntos fuertes, como compensación a su falta de habilidad para pensar por anticipado.
Por lo tanto, le molestaba profundamente que hubiera una persona en la sala a la que apenas conocía. Khouri se sentaba casi frente a él, asistida por el Doctor Valensin. Escorpio no sabía nada de ella, ninguna pista de sus puntos débiles. Esta ausencia de datos le molestaba tanto como la falta de un diente. Se preguntaba si alguien más en la sala sentiría lo mismo, cuando el murmullo de las conversaciones cesó repentinamente. Todos, incluyendo Khouri, se volvieron hacia Clavain, esperando que él dirigiese la reunión.