El Desfiladero de la Absolucion (52 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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—Jaccottet y Khouri pondrán a la niña en la incubadora —dijo—. Mientras tanto, tú y yo podemos encargarnos de Clavain.

—¿Señor?

—Su último deseo. Quería ser enterrado en el mar. —Escorpio se volvió para regresar al interior de la nave—. Creo que le debemos al menos eso.

—¿Fue eso lo último que dijo, señor?

Escorpio se giró lentamente para mirar a Vasko de frente durante un largo momento, con la cabeza inclinada. Vasko notaba como si lo estuviese evaluando de nuevo, igual que había hecho el anciano, y la experiencia le produjo exactamente el mismo sentimiento de ineptitud. ¿Qué querían estos monstruos de su pasado? ¿Qué esperaban de él?

—No, no fue lo último que dijo, no —respondió lentamente Escorpio.

Depositaron la bolsa con el cuerpo en el contorno de hielo que rodeaba al iceberg. Vasko tenía que repetirse constantemente que no era más que media mañana, aunque el cielo estuviese húmedo y gris, cuajado de nubes de un horizonte al otro, como un techo rozando la punta del iceberg. A unos pocos kilómetros, mar adentro, había un marcado y amenazante borrón de tinta húmeda en ese mismo techo, como un ojo negro. Parecía avanzar en contra del viento, como si buscara algo allí abajo. En el horizonte, los relámpagos describían líneas de cromo sobre el cielo de plata deslustrada. La lluvia distante caía en lentas cortinas, negras como el hollín.

Alrededor del iceberg, el mar formaba un oleaje turbio y plomizo. Por todas partes, la superficie del agua era constantemente interrumpida por manchas fantasmales de un color verde turquesa aceitoso. Vasko ya las había visto antes: rompían la superficie, se quedaban flotando y desaparecían antes de que el ojo tuviera tiempo siquiera de enfocarlas. La impresión era la de que un enorme banco de seres parecidos a ballenas estaba rodeando el iceberg. Los fantasmas subían y giraban entre las olas y la espuma. Se fundían y se dividían, hacían un círculo y se sumergían, haciendo imposible determinar su forma y tamaño exactos. Pero no eran animales, eran grandes agrupaciones de microorganismos que actuaban de forma conjunta.

Vasko vio cómo Escorpio miraba el mar. Había una expresión en la cara del cerdo que no había visto antes. Vasko se preguntaba si era aprensión.

—Pasa algo, ¿verdad? —preguntó Vasko.

—Tenemos que llevarlo más allá del hielo —dijo Escorpio—. La barca durará todavía unas horas. Ayúdame a meterlo dentro.

—No deberíamos retrasarnos mucho, señor.

—¿Crees que importa lo más mínimo cuánto tardemos?

—Por lo que ha dicho, a Clavain le importaba.

Subieron con esfuerzo la bolsa a la barca negra más próxima. A la luz del día su casco parecía estar en peor estado de lo que Vasko recordaba. La lisa superficie de metal estaba estropeada y agujereada por la corrosión. Algunos de los agujeros eran lo suficientemente profundos como para meter su dedo pulgar. Incluso mientras subían la bolsa por la borda, trocitos de la barca se desmoronaron en esquirlas metálicas allí donde Vasko había apoyado la rodilla. Ambos subieron a la barca. Urton, que había permanecido en el contorno del iceberg, les ayudó a salir con un empujón. Escorpio arrancó el motor. El agua burbujeó y la barca se adentró en el mar, retrocediendo por el canal que había abierto antes en el contorno helado.

Vasko siguió la voz. Era Jaccottet saliendo del iceberg con la incubadora colgando de su mano, obviamente más pesada que cuando Vasko la había llevado.

—¿Qué pasa? —gritó Escorpio, parando el motor.

—No podéis marcharos sin nosotros.

—Nadie se está marchando.

—La niña necesita atención médica. Debemos llevarla a tierra firme lo antes posible.

—Eso es exactamente lo que va a pasar. ¿No has oído lo que dijo Vasko? Un avión viene de camino. No te muevas de ahí y todo saldrá bien.

—Con este tiempo el avión puede tardar horas en llegar y no sabemos lo estable que es el iceberg.

Vasko notó la rabia de Escorpio. Se le erizaba la piel como si tuviera electricidad estática.

—¿Qué intentas decir entonces?

—Digo que debemos irnos ya, señor, con ambas barcas, de la misma forma que vinimos. Ir hacia el sur. El avión nos localizará mediante el transpondedor. Así ahorraremos tiempo y no tendremos que preocuparnos por si esta cosa se hunde bajo nuestros pies.

—En mi opinión tiene razón, señor —dijo Vasko.

—¿Quién te ha preguntado a ti? —saltó Escorpio.

—Nadie, señor, pero diría que todos tenemos interés en que esto salga bien, ¿no?

—Tú no pintas nada, Malinin.

—Clavain parecía opinar lo contrario.

Supuso que el cerdo lo mataría en ese mismo instante. La posibilidad siguió amenazándolo en su mente incluso cuando Escorpio apartó la vista hacia el profundo ojo negro en las nubes. Ahora estaba más cerca, a no más de un kilómetro del iceberg, y parecía descender, llegando casi a tocar el mar. Era un tornado, cayó en la cuenta Vasko: justo lo que les faltaba.

Pero Escorpio solo gruñó y volvió a arrancar el motor.

—¿Vienes conmigo o no? Si no, bájate y espera en el hielo con los demás.

—Voy con usted, señor —dijo Vasko—. Simplemente no veo por qué no podemos hacer lo que Jaccottet dice. Podemos partir con las dos barcas y enterrar a Clavain de camino.

—Sal de aquí.

—¿Señor?

—He dicho que te bajes. Esto no es negociable.

Vasko empezó a decir algo. Una y otra vez, cuando reproducía el incidente en su mente, nunca pudo saber con claridad qué pretendía decirle al cerdo entonces. Quizás sabía que en ese momento ya se había pasado de la raya y que nada de lo que dijese o hiciese lo repararía.

Escorpio se movió a la velocidad del rayo. Soltó el control del motor, agarró a Vasko con ambas pezuñas y lo sacó por la borda. Vasko notó el borde de metal de la barca desmoronarse bajo su muslo, como chocolate quebradizo. Luego su espalda golpeó una igualmente fina y quebradiza madeja de hielo y finalmente se hundió en un agua tan fría como nunca se hubiese imaginado, el glacial escalofrío le recorrió la médula espinal como un fulgurante disparo de dolor y conmoción. No podía respirar. No podía gritar ni agarrarse a nada sólido.

Apenas si recordaba su nombre, ni si ahogarse era tan mala idea al fin y al cabo.

Vio la barca alejarse hacia el mar. Vio a Jaccottet depositando la incubadora en el suelo y a Khouri acercándosele por detrás y caminando rápido, pero con cuidado, hacia él. Arriba, el cielo era un espacio vacío del color de la materia gris, excepto por el ensombrecido centro del ojo de la tormenta. El cono de negrura casi tocaba el mar, girando hacia un costado y dirigiéndose hacia el iceberg.

Escorpio detuvo la barca. Se balanceaba en una ola de un metro de alto, no tanto flotando sobre el agua como apoyado en una balsa de materia orgánica de color azul verdoso. La balsa se extendía muchos metros en todas direcciones, pero era más espesa en su epicentro, donde parecía precisamente estar la barca. Rodeándola, había una banda color carbón de agua relativamente limpia, y más allá había otras cuantas islas de materia malabarista. Bajo la superficie del agua, brillando de forma intermitente entre las olas y la espuma había indicios de frondosas estructuras tentaculares, gruesas como tuberías. Se balanceaban y mecían y ocasionalmente se movían con la lenta y espeluznante deliberación de colas prensiles.

Escorpio rebuscó en la barca algo para taparse la cara. El olor estaba taladrando su cerebro. Los humanos decían que era malo, o al menos abrumadoramente fuerte y potente. Olía a excrementos de gallina, abono, amoniaco, aguas residuales y ozono. Para los cerdos era insoportable. Encontró una venda en el botiquín y le dio dos vueltas alrededor de la cabeza, dejando solo los ojos al descubierto. Le escocían y lloraban sin cesar, pero no podía hacer nada para impedirlo. Se puso de pie con cuidado de no desequilibrarse ni él ni a la barca, y cogió la bolsa con el cuerpo. La furia que había sentido cuando había sacado a Vasko de la barca había acabado con las pocas fuerzas que le quedaban. Ahora la bolsa parecía tres veces más pesada de lo que debería, y no dos. La agarró con las pezuñas a ambos lados del extremo de la cabeza y comenzó a tirar hacia atrás. No quería arriesgarse a tirar el cuerpo por uno de los costados, por miedo a que la barca zozobrara con el peso de dos adultos tan lejos del eje longitudinal. Si arrastraba el cuerpo hacia la popa o hacia la proa, sería más seguro.

Se resbaló. Sus pezuñas perdieron agarre y salió volando hacia atrás, aterrizando sobre su insensible trasero. La bolsa golpeó con fuerza la cubierta. Se enjugó las lágrimas de los ojos, pero eso solo empeoró las cosas. El aire estaba cuajado de microorganismos. Una neblina verde sobrevolaba el mar y lo único que había logrado era introducir aún más en su cuerpo esa irritación. Se volvió a levantar. Advirtió distraídamente el tronco de negrura que descendía del cielo. Agarró la bolsa una vez más y empezó a empujarla hacia la popa. Las formas orgánicas se coagulaban alrededor de la barca en una constante procesión de inquietantes efigies, siluetas de color verde botella que aparecían y desaparecían como obras de un cortador de setos loco. Cuando las miraba directamente, las formas no tenían ningún significado, pero por el rabillo del ojo veía figuras anatómicas alienígenas: un zoológico de miembros confusamente unidos, caras y torsos extrañamente formados. Bocas abiertas de par en par. Agrupaciones de ojos que lo miraban en un mecánico escrutinio. Partes de alas articuladas desplegadas como abanicos. Cuernos y garras que emergían de la materia verde, manteniéndose un instante antes de derrumbarse en algo amorfo de nuevo. Los constantes cambios en la estructura física de la biomasa malabarista estaban acompañados por una brisa húmeda y cálida y de un sonido de rápidos gorgoteos y chasquidos.

Se giró, dejando la bolsa entre él y la popa. Se inclinó sobre la bolsa, la tomó por los hombros y la subió por la borda metálica de la barca. Parpadeó, intentando enfocar la vista. A su alrededor, el frenesí verde continuaba incansable.

—Lo siento —dijo.

Todo debía haber sucedido de otra forma. En su imaginación, Escorpio había pensado con frecuencia en las posibles circunstancias de la muerte de Clavain. Asumiendo que viviría lo suficiente como para ser testigo de ello, siempre había imaginado el entierro de Clavain en términos heroicos, con una ceremonia solemne con antorchas y la asistencia de miles de personas. Siempre había asumido que si Clavain moría, sería apaciblemente y en el seno de la colonia, siendo sus últimas horas arropadas por una devota vigilia. Si eso no era posible, sería en una valerosa e inesperada acción, actuando heroicamente como había hecho cientos de veces, presionando su mano contra una pequeña y en apariencia inocente herida en el pecho, mientras su rostro se volvía del color del cielo en invierno, aguantando la respiración y la consciencia lo suficiente como para susurrar un mensaje a los que debían seguir sin él. En su imaginación, siempre había sido Escorpio quien transmitiera esa despedida.

Su muerte sería digna, con un sentido legítimo de conclusión. Y su entierro sería un acto de admiración y tristeza, algo de lo que se hablaría durante generaciones. Pero no era así como estaba sucediendo.

Escorpio no quería pensar en lo que había dentro de la bolsa, o en lo que le había hecho. No quería pensar en la obligada lentitud de la muerte de Clavain, ni en el importante papel que había jugado en ella. Ya habría sido suficientemente doloroso haber sido un mero espectador de lo que había sucedido en el iceberg. Saber que había participado era reconocer que una parte irremplazable de sí mismo había quedado vacía.

—No les abandonaré —dijo—. Mientras estuviste retirado en tu isla, siempre intenté hacer las cosas como tú las habrías hecho. Eso no quiere decir que me considerase a tu altura. Sé que eso no será nunca posible. Tengo dificultades para planificar las cosas más allá de mi nariz. Como suelo decir, soy un tipo práctico.

Los ojos le escocían. Pensó en lo que acababa de decir, en su amarga ironía.

—Supongo que así ha sido hasta el final. Lo siento, Nevil. Te merecías algo mejor. Fuiste un hombre valiente y siempre hiciste lo correcto, sin importar las consecuencias para ti mismo.

Escorpio hizo una pausa, recuperando el aliento, acallando la vaga sensación de que era absurdo hablarle a una bolsa. Los discursos nunca habían sido su especialidad. Clavain lo habría hecho mucho mejor, si los papeles estuvieran cambiados. Pero él estaba aquí y Clavain era el hombre muerto de la bolsa. Tenía que hacerlo lo mejor posible, intentando salir del paso tal y como había hecho la mayoría de las cosas en su vida. Clavain lo perdonaría, pensó.

—Te voy a dejar marchar ahora —dijo Escorpio—. Espero que esto sea lo que querías, amigo. Espero que encuentres lo que buscabas.

Le dio un último empujón por la borda. Desapareció instantáneamente en la balsa verde que rodeaba la barca. Durante los siguientes minutos hubo una aceleración en la actividad de las formas malabaristas. La constante procesión de formas alienígenas se volvió más frenética, alcanzando un excitado clímax.

En el cielo, el torbellino negro se había curvado casi horizontalmente, buscando a tientas al iceberg. Su extremo no era más que una protuberancia roma que había comenzado a expandirse, dividiéndose en múltiples dedos negros que a su vez iban creciendo y dividiéndose, retorciéndose en el aire.

No podía hacer nada al respecto. Miró de nuevo hacia la representación de las formas malabaristas, creyendo por un instante haber visto un par de rostros humanos femeninos aparecer en la tormenta de imágenes. Las caras eran sorprendentemente parecidas, pero una poseía una madurez de la que la otra carecía, una serena y cansada resignación. Era como si ya hubiese visto demasiado, imaginado demasiado para una vida humana. Con los ojos lisos como estatuas, le miraron de frente durante un helador instante, antes de disolverse de nuevo en la danza de máscaras.

A su alrededor, la balsa comenzó a romperse. La cambiante pared de formas desapareció, hundiéndose de nuevo en el mar. Incluso el olor y las irritantes miasmas comenzaron a perder acritud. Suponía que eso significaba que había cumplido con su deber. Pero por encima del mar, la masa negra continuaba acercando sus extremidades ramificadas hacia el iceberg. Escorpio aún tenía trabajo que hacer.

Dio la vuelta a la barca. Cuando llegó hasta el iceberg, la otra barca ya estaba en el mar. Vasko, Khouri, la incubadora y los dos guardias de seguridad estaban dentro. Los adultos se acurrucaban para protegerse de las salpicaduras al estar la barca muy hundida en el agua. Los malabaristas habían redoblado su actividad tras la calma que había seguido a la entrega de Clavain al océano. Escorpio estaba seguro ahora de que estaba relacionado con esa cosa que venía del cielo: a los malabaristas no les gustaba nada. Estaban agitados como una colonia de animalitos viendo cómo se acerca una serpiente.

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