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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (44 page)

BOOK: El día de las hormigas
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Todas se lavan e intercambian las últimas trofalaxias. Las excitadoras emiten sus feromonas más salvajes.

¡A la carga!

La línea de las quinientas setenta últimas cruzadas avanza, terrible y decidida. Las abejas revolotean por encima de las antenas, han desenvainado su dardo envenenado. Los escarabeidos hacen crujir sus mandíbulas.

9 pretende rehacer un agujero y poner de nuevo en él el veneno de abeja. Después de todo, es la única técnica de caza que ha dado resultado contra los Dedos.

¡Ya está! La primera y la segunda línea de infantería ligera se agitan, y jinetes de largas patas gráciles caracolean en sus flancos. ¡Qué soberbio ejército forman esta mezcla de belokanianas, de zedibeinakanianas, de askoleínas, de moxiluxienses! Los escarabeidos quieren vengar a sus congéneres aplastados contra la pared transparente surgida de la nada.

La tercera y cuarta olas de asalto se ponen a su vez en marcha. Están formadas por líneas de artillería ligera y de artillería pesada. Hasta el momento, nadie las ha inquietado.

La quinta y la sexta olas de asalto se preparan para rematar a los Dedos moribundos untando la punta de sus mandíbulas con veneno de abeja.

Nunca un ejército insecto ha peleado tan lejos de sus respectivos nidos. ¡Todas saben que de esa batalla depende tal vez la conquista de todos los territorios periféricos del planeta!

9 es muy consciente de ello y, viendo la forma agresiva con que tiende sus mandíbulas, no hay duda de que no tiene ninguna intención de hacerlo con delicadeza.

Las cruzadas están sólo a unos pocos miles de pasos de aquel nido de Dedos que las provoca.

8:30 horas. La puerta de la agencia de Correos acaba de abrirse. Los primeros clientes entran sin sospechar lo que se están jugando.

Los insectos pasan del trote al galope.
¡Adelante, a la carga!

El servicio de limpieza municipal pasaba todas las mañanas a las 8.30 horas. Era un pequeño camión con volquete, lleno de agua jabonosa que regaba la acera para lavarla.

¿Qué pasa?

Espanto en la cruzada: sobre ellas cae un ciclón de agua áspera.

Todo el ejército cruzado queda abatido y sumergido.

¡Dispersión!,
aúlla 103.

La ola, de una altura de varias decenas de pasos, ahoga a todo el mundo. El agua rebota y sube hacia el cielo para golpear a las legiones volantes.

Las cruzadas reciben una lluvia de lejía.

Algunos escarabeidos consiguen despegar llevándose racimos de hormigas enloquecidas. Cada cual lucha por salvar su propia pata. Las hormigas empujan a las termitas. ¡Se terminaron la solidaridad y el entendimiento entre los pueblos! Que cada cual se ocupe de su propio caparazón.

Recargados de pasajeros, los escarabeidos revolotean a duras penas y se convierten en plato de las obesas palomas.

Abajo se produce la hecatombe.

Legiones enteras quedan diezmadas por el tifón. Los cuerpos acorazados de las soldados ruedan por el suelo y, van a parar a la reguera.

Es el final de una hermosa aventura militar. Después de cuarenta segundos de chorro de agua jabonosa intensivo, el ejército cruzado ha dejado de avanzar. De los tres mil insectos de especies diversas que se habían unido para acabar con el problema de los Dedos, sólo queda un puñado de supervivientes más o menos lisiadas. La mayoría de las soldados han sido arrastradas por la ola desencadenada por el servicio de limpieza municipal.

Deístas, no-deístas, hormigas, abejas, escarabajos, termitas, moscas, todas son barridas sin distinción por el tornado líquido.

Y para mayor INRI, el agente municipal que conducía el volquete no se ha dado cuenta de nada. Ningún humano se ha dado cuenta de que el
Homo sapiens
acababa de obtener la victoria en la Gran Batalla del Planeta. La gente sigue dirigiéndose a sus ocupaciones pensando en lo que va a comer a mediodía, en las tareas del día y en su trabajo en el despacho.

En cuanto a los insectos, saben de sobra que han perdido la guerra del mundo.

Todo ha sido tan rápido y tan definitivo que el desastre apenas resulta concebible. En cuarenta segundos, todas esas patas que han recorrido kilómetros, todas esas mandíbulas que se han batido en las peores condiciones y todas esas antenas que han olido los aromas de las zonas más exóticas, han quedado reducidas al estado de piezas sueltas flotando en una sopa olivácea.

La primera cruzada contra los Dedos ya no avanza, y ya no avanzará nunca más. Ha quedado engullida bajo una tromba de agua jabonosa.

163. Nicolás

Nicolás Wells se unió a los demás. Con su onda propia, enriqueció la vibración colectiva: OM. Por un momento sintió que se convertía en una nube inmaterial y ligera que se elevaba, se elevaba y atravesaba las materias. Era mil veces mejor que ser dios entre las hormigas. ¡Libre! Era libre.

164. Ajuste de cuentas

9 tiene un reflejo salvador. Clava profundamente sus garras en una ranura de la tapa de la alcantarilla. Lastimosamente, se arrastra por los adoquines de la plaza peatonal. Por su parte, 103 ha tenido tiempo suficiente para tomar altura con «Gran Cuerno» y ha evitado el ciclón. Ha salido indemne, igual que 23, que está agazapada en un agujero del asfalto.

Más lejos, unos escarabajos supervivientes huyen arrastrando sus cornamentas. Unas pocas termitas, las últimas, escapan lamentando no haberse quedado en la isla de la cornígera.

Las tres belokanianas consiguen reunirse.

Son demasiado fuertes para nosotras,
dice desolada 9, secándose ojos y antenas irritados por el desinfectante.

Los Dedos son dioses. Los Dedos son omnipotentes. No parábamos de proclamarlo y vosotras no nos creíais. ¡Ya veis el desastre!,
suspira 23.

103 todavía tiembla de miedo. Que los Dedos sean o no sean dioses no cambia nada, son terribles.

Las hormigas se friccionan, intercambian trofalaxias desesperadas, como sólo saben hacerlo las que han salido indemnes de una cruzada definitivamente derrotada.

Sin embargo, para 103 la aventura no termina en aquella plaza. Le queda una misión por cumplir. Aprieta tan fuerte contra ella su capullo de mariposa que 9, que hasta entonces no le había prestado atención, le pregunta.

¿Y qué hay en esa cosa que llevas a cuestas desde el principio de la cruzada?

Nada importante.

Enséñalo.

103 se niega.

9 se acalora. Declara a la soldado que siempre le ha parecido sospechosa de ser espía a sueldo de los Dedos. ¡Ha sido 103 quien las ha conducido directamente hacia aquella trampa, ella que decía ser su guía!

Confiando su paquete a 23, 103 acepta el duelo.

Las dos hormigas se sitúan frente a frente, separan cuanto pueden sus mandíbulas, lanzan la punta de sus antenas. Giran para evaluar mejor los puntos más vulnerables de su enemiga. Y luego, de pronto, se produce el choque. Se lanzan una contra otra, sus caparazones chocan, se empujan con el tórax.

9 fustiga el aire con su mandíbula izquierda y la clava en la coraza de quitina de su adversaria. Fluye una sangre transparente.

103 esquiva un segundo golpe de hoz. Como su adversaria se ve arrastrada por su impulso, 103 lo aprovecha para cortarle el extremo de una antena.

¡Detengamos este combate inútil! Sólo quedamos nosotras. ¿Quieres realmente rematar el trabajo de los Dedos?

9 se encuentra en un estado que no atiende a razones. Lo único que quiere es clavar su antena buena en la órbita ocular de aquella traidora.

Yerra el blanco por poco. 103 quiere disparar con ácido, apunta su abdomen y suelta una gota corrosiva que va a perderse en la vuelta del pantalón de un cartero.

También 9 dispara y, ahora, el saco del veneno de 103 está vacío. La excitadora cree llegado el momento de rematar su presa, pero a la soldado le queda todavía un recurso. Avanza con las mandíbulas separadas y le agarra la pata mediana izquierda retorciéndosela de adelante atrás.

9 hace lo mismo con la pata posterior derecha de 103. Ambas luchan para ver cuál de las dos arranca antes la pata a la otra.

103 recuerda una de sus lecciones de lucha.

Si se ataca cinco veces de la misma manera, el adversario parará el sexto asalto de la misma forma que los cinco primeros. No será difícil entonces sorprenderle.

Por quinta vez, 103 golpea la boca de 9 con la punta de su antena. Entonces ya sólo le queda aprovechar la posición de repliegue de las mandíbulas de la otra para agarrarla por el cuello. Con un movimiento seco, decapita a la hormiga.

La cabeza de 9 rueda por el resbaladizo asfalto.

Queda inmóvil. Su adversaria acude a contemplarla. Las antenas vencidas todavía se agitan. En las hormigas, todas las partes del cuerpo conservan cierta autonomía incluso después de la muerte.

Te equivocas, 103,
dice el cráneo de 9.

La soldado tiene la impresión de haber vivido ya esa escena de un cráneo que trata de entregar su último mensaje. Pero no era aquí ni era el mismo mensaje. Era en el estercolero de Bel-o-kan y lo que le había dicho entonces la rebelde había cambiado por completo el curso de su existencia.

Las antenas del cadáver de 9 siguen moviéndose.

Te equivocas, 103. Crees que se puede estar con todo el mundo, pero no se puede. Hay que escoger. O estás a favor de los Dedos, o estás a favor de las hormigas. Con bellas ideas no se escapa a la violencia. Sólo con la violencia se escapa a la violencia. Hoy has ganado porque eras más fuerte que yo. Bien, muy bien. Pero te daré un consejo: no flaquees nunca, porque entonces ninguno de tus hermosos principios abstractos podrá ayudarte.

23 se acerca y dispara contra aquel cráneo decididamente demasiado charlatán. Felicita a la soldado y le tiende el capullo.

Ahora ya sabes lo que te queda por hacer.
103 lo sabe.

¿Y tú?

23 no responde de inmediato. Permanece evasiva. Afirma que es servidora de las divinidades dedescas. Piensa que, cuando sea preciso, los Dedos le indicarán lo que debe hacer. Mientras tanto, vagará por este mundo que está más allá del mundo.

103 le desea ánimo. Luego la soldado monta sobre «Gran Cuerno». Se cuelga en sus antenas. El escarabajo pone en funcionamiento sus élitros y despliega sus largas alas pardas. Contacto. Las velas nervadas agitan el aire contaminado del país de los Dedos. 103 despega y se dirige hacia la cima del primer nido de Dedo que le hace frente.

165. El señor de los duendes

La mañana se había levantado, y Laetitia Wells y Jacques Méliés seguían escuchando, suspendidos de los labios de Juliette Ramírez, el relato de una historia extraordinaria.

Sabían ya que el hombre con aspecto de papá Noel retirado, Arthur Ramírez, era su esposo. Supieron que desde su infancia había sentido la pasión del bricolaje. Fabricaba juguetes, aviones, coches y barcos que dirigía con un mando a distancia. Objetos y robots obedecían la menor de sus órdenes. Sus amigos le habían apodado «el señor de los duendes».

—Todo el mundo posee un don que sólo tiene que cultivar. Por ejemplo, tengo una amiga que es una artista haciendo punto de cruz. Sus alfombras son…

Pero a su auditorio no le importaban nada las maravillas realizables con el punto de cruz. Ella prosiguió.

—En cuanto a Arthur, supo que, si tenía un pequeño «plus» que aportar a la Humanidad, sería gracias a su habilidad para manejar un mando a distancia.

Naturalmente, se orientó hacia la robótica y obtuvo en seguida su diploma de ingeniero. Inventó el cambio automático de neumáticos reventados, el engranaje injertable en el interior del cráneo e incluso el rascador de espaldas teledirigido.

Durante la última guerra, inventó unos «lobos de acero». Estos robots de cuatro patas eran evidentemente más estables que los androides de dos patas. Además, iban provistos de dos cámaras infrarrojas que permitían apuntar en la oscuridad, dos ametralladoras a la altura de las fosas nasales y un cañón corto de 35 Mm. en la boca. Los «lobos de acero» atacaban de noche. Unos soldados perfectamente a cubierto los teledirigían a más de cincuenta kilómetros de distancia. Los robots resultaron tan eficaces que no sobrevivió ningún enemigo para denunciar su existencia.

Sin embargo, cierto día Arthur estaba visionando imágenes ultraconfidenciales sobre los daños provocados por sus «lobos de acero». Los soldados encargados de dirigirlos se hallaban dominados por la fiebre del juego y, como en un videojuego, habían machacado sobre sus pantallas de control todo lo que se movía.

Desalentado, Arthur optó por una jubilación anticipada y abrió aquella tienda de juguetes. En adelante pondría su talento al servicio de los niños puesto que los adultos eran demasiado irresponsables para hacer buen uso de sus descubrimientos.

Fue entonces cuando conoció a Juliette, que era funcionaria de Correos. Ella le entregaba sus cartas, giros, tarjetas postales y cartas certificadas. El flechazo fue inmediato. Se casaron y vivieron felices en la casa de la calle Phoenix hasta el día en que ocurrió el accidente. Así era como ellos denominaban el suceso: «el accidente».

Mientras distribuía la correspondencia, durante el servicio, un perro la atacó. Arremetió contra la saca de la correspondencia, la mordió a dentelladas y reventó un paquete.

Juliette terminó su trabajo y llevó el paquete estropeado a casa. Arthur, tan hábil con sus Dedos, podría repararlos y el destinatario nunca se daría cuenta de nada, lo cual le evitaría posibles molestias con usuarios siempre dispuestos a reclamar.

Arthur Ramírez no llegó a reparar nunca el paquete.

Al manipularlo, le intrigó su contenido: un grueso informe de varios centenares de páginas, los planos de una curiosa máquina y una carta. Su curiosidad natural prevaleció sobre su discreción igual de natural: leyó el informe, leyó la carta, examinó los planos.

Y su vida dio un vuelco.

Arthur Ramírez fue presa de una obsesión única: las hormigas. Instaló en el granero un inmenso vivario. Decía que las hormigas eran más inteligentes que los hombres porque la unión de las mentes de un hormiguero supone la suma de las inteligencias que lo componen. Aseguraba que, entre las hormigas, 1 más 1 son 3. La sinergia social funcionaba. Las hormigas mostraban la forma de materializar una nueva manera de vivir, en grupo. En su opinión, esa manera de vivir hacía evolucionar el pensamiento humano, ni más ni menos.

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