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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (45 page)

BOOK: El día de las hormigas
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Juliette Ramírez supo mucho más tarde lo que representaban los planos. Se referían a una máquina bautizada por su inventor con el nombre de «Piedra Roseta». Al transformar las sílabas humanas en feromonas hormiga y viceversa, permitía dialogar con la sociedad mirmeceana.

—Pero…, pero…, pero ¡si ése era el proyecto de mi padre! —exclamó Laetitia.

La señora Ramírez le cogió la mano.

—Lo sé, y por eso siento tanta vergüenza de que ahora esté usted aquí. Precisamente ese paquete había sido enviado, por su padre, Edmond Wells, y el destinatario era usted, señorita Wells. El informe contenía las páginas del segundo volumen de su
Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
los planos eran los de su máquina de traducir el francés al hormiga. Y la carta, la carta…, la carta era para usted —dijo la señora Ramírez sacando una hoja blanca, cuidadosamente doblada, de un cajón de su escritorio.

Laetitia casi le arrancó el pliego de las manos.

Y leyó:
Laetitia, hija querida, no me juzgues…

Devoró la escritura amada que acababa con otras frases de cariño firmadas por Edmond Wells. Se sentía destrozada y a punto de echarse a llorar. Gritó.

—¡Ladrones, no son más que unos ladrones! ¡Era mío, todo era mío! Ustedes me robaron mi única herencia. ¡Ustedes han ocultado el testamento espiritual de mi padre! ¡Yo habría podido desaparecer sin saber nunca que sus últimos pensamientos habían sido para mí! Pero ¿cómo han podido…?

Y se dejó caer sobre Méliés, que pasó un brazo consolador alrededor de los frágiles hombros sacudidos por sollozos reprimidos.

—Perdónenos —dijo Juliette Ramírez.

—Estaba segura de que esta carta existía. ¡Sí, estaba segura! ¡La he esperado toda mi vida!

—Quizá nos odie usted menos si le aseguro que la herencia espiritual de su padre no cayó en malas manos. Llámelo azar o fatalidad… Es como si el Destino hubiera querido que ese paquete llegase a nuestra casa.

Arthur Ramírez había empezado a reconstruir la máquina inmediatamente. Incluso había aportado algunas mejoras. Y las hizo tales que, ahora, la pareja conversaba con las hormigas de su terrario. ¡Sí, se comunicaban con insectos!

Dividida entre la indignación y la maravilla, Laetitia no salía de su asombro. Como Méliés, tenía prisa por oír el resto del relato.

—¡Qué euforia sentimos los primeros tiempos! —Decía la mujer—. Las hormigas nos explicaban el funcionamiento de sus federaciones, contaban las guerras, las luchas entre especies. Descubrimos un nuevo paralelo, ahí mismo, al nivel de nuestras suelas, que desbordaba de inteligencia. ¿Saben? Las hormigas tienen herramientas, poseen una agricultura propia, han desarrollado tecnologías punta. Evocan incluso conceptos abstractos como la democracia, las castas, el reparto de tareas, la ayuda mutua entre los vivos…

Gracias a ellas, y tras aprender a conocer mejor su forma de pensar, Arthur Ramírez había elaborado un programa informático que reproducía el «espíritu del hormiguero». Al mismo tiempo, ideó minúsculos robots: las «hormigas de acero».

Su objetivo: crear un hormiguero artificial compuesto por centenares de hormigas-robot. Cada una estaría dotada de una inteligencia autónoma —un programa informático incluido en un BIT electrónico—, que podría conectarse con el conjunto del grupo para obrar y pensar en común. Juliette Ramírez buscó las palabras.

—¿Cómo decirlo? El conjunto formaba un único ordenador hecho de diferentes elementos, o también un cerebro compuesto de neuronas solidarias. 1 más 1 son 3 y por tanto 100 más 100 son 300.

Arthur Ramírez consideraba a sus «hormigas de acero» perfectamente adaptadas para la conquista del espacio. Así, en vez de enviar una sonda-robot a planetas alejados, técnica espacial habitualmente empleada, ¿por qué no enviar en su lugar mil pequeñas sondas-robot, con su inteligencia a la vez individual y colectiva? Si una de ellas se estropeaba o se rompía, otras novecientas noventa y nueve tomarían el relevo, mientras que si la sonda única resultaba víctima de un estúpido accidente mecánico, todo el programa espacial quedaba aniquilado.

Méliés estaba sorprendido.

—Incluso en cuestión de armamento —dijo—, es más fácil destruir un gran robot muy inteligente que mil pequeños, más simplistas pero solidarios.

—Es el principio de la sinergia —subrayó la señora Ramírez—. La unión supera la suma de los talentos particulares.

Pero había un problema: para todos aquellos grandes proyectos, los Ramírez carecían de dinero. Los componentes miniatura cuestan caros y ni la tienda de juguetes ni el empleo de funcionaria de Correos de Juliette bastaban para pagar a los proveedores. Del fértil ingenio de Arthur Ramírez brotó entonces una nueva idea: ¡que Juliette concursara en el programa «Trampa para pensar»! ¡Diez mil francos diarios, menuda ganga! Él enviaba a los productores los mejores enigmas contenidos en la
Enciclopedia del saber relativo
y
absoluto
de Edmond Wells, y ella los resolvía. Los enigmas wellsianos eran los que se utilizaban regularmente en el programa, porque nadie más podía inventar otros tan sutiles.

—Es decir, que todo estaba amañado —dijo ofuscado Méliés.

—Todo está amañado —dijo Laetitia—. Lo que interesa es saber cómo está amañado. Por ejemplo, no comprendo por qué fingió usted tanto tiempo que no comprendía el enigma de los «unos», los «doces» y los «treces».

La respuesta era simple.

—¡Porque la mina de Edmond Wells no es inagotable! Con los comodines puedo conseguir que el juego dure y continuar ganando los diez mil francos diarios.

Esos beneficios permitieron a la pareja vivir cómodamente mientras Arthur progresaba en la elaboración de sus «hormigas de acero» y en el diálogo interespecies. Todo fue bien en el mejor de los mundos paralelos hasta el día en que Arthur se estremeció al contemplar un anuncio publicitario en la televisión. Un anuncio para un producto CQG: «Por donde Krak Krak pasa, el insecto se asa.» En primer plano, una hormiga se debatía contra el insecticida que la roía por dentro.

Arthur se rebeló. ¡Cuánta perfidia para envenenar a un adversario tan pequeño! Una de sus hormigas de acero estaba ya lista. La envió inmediatamente a espiar a los laboratorios de la CQG. La hormiga mecánica descubrió que los hermanos Salta colaboraban con expertos internacionales en un proyecto más horrible todavía, llamado «Babel».

«Babel» era tan abominable que hasta los más eminentes investigadores de insecticidas trabajaban en el secreto más absoluto por miedo a que les cayesen encima los movimientos ecologistas. Incluso habían mantenido a los dirigentes de la CQG en la ignorancia de sus experimentos.

—«Babel» —dijo la señora Ramírez— es el formicida absoluto. Los químicos nunca han conseguido atacar de forma eficaz a las hormigas con los venenos clásicos de tipo órganofosforado. Pero «Babel» no es un veneno. Es una sustancia capaz de perturbar las comunicaciones antenarias entre las hormigas.

En su estadio final, «Babel» era un polvo que bastaba extender por el suelo para que emitiese un olor que parasitaba todas las feromonas mirmiceanas. Con unos pocos gramos podían contaminarse kilómetros y kilómetros cuadrados. Todas las hormigas de los alrededores se volvían incapaces de emitir o de recibir. Y, sin posibilidad de comunicarse, la hormiga ya no sabe si su reina está viva, ni cuál es su tarea, ni lo que es bueno o peligroso para ella. Si se untase toda la superficie del Globo con ese producto, en cinco años no quedaría una sola hormiga sobre la tierra. Preferirían dejarse morir antes que dejar de comprenderse unas a otras.

¡La hormiga es toda ella «comunicación»!

Los hermanos Salta y sus colegas habían comprendido ese dato esencial del sistema mirmeceano. Pero, para ellos, las hormigas no eran más que chusma a exterminar. Estaban orgullosos de haber descubierto que no es envenenando su sistema digestivo como se destruye a las hormigas, sino simplemente envenenando su cerebro.

—¡Espantoso! —dijo en un suspiro la periodista.

—Con su pequeña espía mecánica, mi marido tuvo todas las piezas del informe en la mano. Esa banda de químicos tenía la intención de erradicar de una vez por todas a la especie mirmeceana de la superficie del Globo.

—¿Fue en ese momento cuando el señor Ramírez decidió intervenir? —preguntó el comisario.

—Sí.

Los dos, Laetitia y Méliés, ya habían comprendido la forma en que se había comportado Arthur. Su esposa se lo confirmó: enviaba una hormiga exploradora para recortar un ínfimo trozo de paño empapado del olor de la futura víctima. Soltaba luego a la Manada que destruía al portador de la fragancia.

Feliz por haberlo adivinado con exactitud, el policía dijo en tono de experto.

—Su marido, señora, ha inventado la técnica de asesinato más sofisticado que he visto nunca.

Juliette Ramírez se ruborizó ante el cumplido.

—Ignoro cómo les sale a los demás, pero nuestro método ha resultado eficacísimo. Por otro lado, ¿quién podría sospechar de nosotros? Teníamos a nuestra disposición todas las coartadas del mundo. Nuestras hormigas actuaban solas, y nosotros podíamos estar a cien kilómetros del marco de operaciones.

—¿Quiere decir que sus hormigas asesinas eran autónomas? —preguntó sorprendida Laetitia.

—Por supuesto. Utilizar hormigas no es sólo una manera nueva de matar, es también una nueva forma de pensar un trabajo. ¡Aunque ese trabajo sea una misión de muerte! ¡Es tal vez el summum de la inteligencia artificial! Su padre, señorita Wells, lo comprendió perfectamente. ¡Mire, él mismo lo explica en su libro!

Y les leyó el pasaje de la
Enciclopedia
donde se demuestra que el concepto de hormiguero era capaz incluso de revolucionar la inteligencia artificial informática.

Las hormigas enviadas a casa de los Salta no estaban teledirigidas. Eran autónomas. Pero estaban programadas para llegar a un piso, reconocer un olor, matar todo lo que oliera a ese perfume y hacer desaparecer luego toda huella del asesinato. Otra consigna: suprimir a todos los testigos del drama, si los había. Y no marcharse dejando subsistir una sola fragancia de vida.

Las hormigas circulaban por las alcantarillas y las canalizaciones. Surgían en silencio y mataban perforando los cuerpos desde dentro.

—¡Un arma perfecta e indetectable!

—Y, sin embargo, usted escapó a ellas, comisario Méliés. De hecho, bastaba correr para evitar la muerte. Nuestras hormigas de acero avanzan muy despacio, usted se dio cuenta al venir aquí. Lo que ocurre es que la mayoría de la gente se asusta tanto cuando nuestras hormigas les atacan que se quedan clavados de miedo y sorpresa en vez de precipitarse hacia la puerta para escapar. Además, en nuestros días las cerraduras son tan complicadas que unas manos temblorosas tienen dificultades para abrirlas con la rapidez suficiente para salir antes del ataque. Paradoja de la época: ¡las personas que tenían los mejores sistemas de puertas blindadas han sido las que se han encontrado más acorraladas!

—Así fue como murieron los hermanos Salta, Caroline Nogard, Maximilien MacHarious, el matrimonio Odergin y Miguel Cygneriaz —dijo el policía recapitulando.

—Sí. Eran los ocho promotores del proyecto «Babel». Y enviamos a nuestras matadoras contra su Takagumi porque temíamos que una conexión japonesa se nos hubiese escapado.

—Hemos podido juzgar la eficacia de sus duendecillos, pero, ¿podemos verlos?

La señora Ramírez subió a buscar una hormiga al desván. Había que observarla muy de cerca para darse cuenta de que no se trataba de un insecto vivo, sino de un autómata articulado. Antena de metal, dos minúsculas cámaras de vídeo de objetivo gran angular a la altura de los ojos, un abdomen proyector de ácido gracias a una cápsula presurizada, mandíbulas inoxidables afiladas como hojas de afeitar. El robot sacaba su energía de una pila de litio situada en el tórax. En la cabeza, un microprocesador gobernaba todos los motores de las articulaciones y trabajaba sobre las informaciones proporcionadas por los sentidos artificiales.

Lupa en mano, Laetitia admiraba aquella obra maestra de miniaturización y de relojería.

—¡Cuántas aplicaciones posibles para este pequeño juguete! Espionaje, guerra, conquista espacial, reforma de los sistemas de inteligencia artificial… Y presenta la apariencia exacta de una hormiga.

—La apariencia no basta —subrayó la señora Ramírez—. Para que el robot resulte verdaderamente eficaz, también ha sido necesario copiar e insuflarle la exacta mentalidad de una hormiga. ¡Escuche a su padre!

Hojeó la
Enciclopedia
antes de señalarle un pasaje.

166. Enciclopedia

ANTROPOMORFISMO:
Los humanos siempre piensan de la misma manera, remitiendo todo a su escala y a sus valores. Porque están satisfechos y orgullosos de sus cerebros. Se encuentran lógicos, se imaginan sensatos. Por eso siempre ven las cosas desde su punto de vista: la inteligencia no puede ser más que humana, igual que la conciencia o la visión. Frankenstein es una representación del mito del hombre capaz de crear otro hombre a su imagen, como Dios creó a Adán. ¡Siempre el mismo molde! Incluso cuando fabrican androides, los humanos reproducen su manera de ser y de comportarse. Tal vez un día se den a sí mismos un presidente-robot, un papa-robot, pero eso no cambiará nada su forma de pensar. ¡Y hay tantas sin embargo! Las hormigas nos enseñan una de esas formas. Los extraterrestres tal vez nos enseñen otras.

Edmond Wells.

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II.

Jacques Méliés masticaba indiferente su chicle.

—Todo eso es muy interesante. Pero, de todos modos, sigue sin aclararse una cuestión que a mí me preocupa mucho. Por qué quisieron matarme a mí, señora Ramírez?

—Bueno, en primer lugar no era de usted de quien desconfiábamos, sino de la señorita Wells. Leíamos sus artículos y sabíamos que ella tenía fundamentos serios. En cuanto a usted, ignorábamos incluso su existencia.

Méliés masticó el chicle más nervioso. Juliette continuó.

—Para vigilar a la señorita Wells, metimos en su casa una de nuestras hormigas mecánicas. Nuestra espía nos transmitió el registro de las conversaciones de ustedes dos y entonces supimos que el más perspicaz era usted. Con su historia del flautista de Hamelín, se acercaba demasiado. Por eso decidimos enviarle la Manada.

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