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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (47 page)

BOOK: El día de las hormigas
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Las cucarachas están muy orgullosas de haber inventado la «prueba sublime». Según ellas no hay ningún animal infinitamente pequeño o infinitamente grande que pueda resistir la visión de su propia persona.

103 se vuelve hacia el espejo al mismo tiempo que su doble.

Evidentemente nunca ha visto un espejo. Por un momento se dice que probablemente sea el prodigio mayor al que ha asistido. ¡Una pared que hace aparecer a otro yo, moviéndose de forma simultánea!

Tal vez 103 haya subestimado a las cucarachas. Si son capaces de fabricar paredes mágicas, ¡tal vez sean realmente las dueñas de los Dedos!

Como has terminado por aceptarte, nosotras te aceptamos, como has terminado por querer ayudarte, nosotras te ayudaremos,
le anuncia la vieja cucaracha.

170. El reposo de los guerreros

Laetitia Wells caminaba junto a Jacques Méliés por la calle Phoenix. Guasona, le cogió del brazo.

—Me ha sorprendido que se haya mostrado usted tan razonable. Estaba convencida de que detendría inmediatamente a esa amable pareja de ancianos. Por norma general, los policías son bastante obtusos y siempre siguen a rajatabla el reglamento.

Él se salió por la tangente.

—La psicología humana nunca ha sido su fuerte.

—¡Qué mala fe!

—¡Es normal, usted detesta a los humanos! Nunca ha tratado de comprenderme. No ve en mí otra cosa que un bobo a quien hay que devolver constantemente el camino de la razón.

—¡Pero si no es usted más que un gran bobo!

—Aunque sea un bobo, no es usted quien debe juzgarme. Está llena de prejuicios. No quiere a nadie. Odia a todos los hombres. Para agradarle, es mejor tener seis piernas que dos y mandíbulas en vez de labios. —Afrontó la mirada violeta, ahora endurecida—. ¡Niña mimada! ¡Siempre jactándose de tener razón! Yo, aunque me equivoque, sigo siendo humilde.

—Usted no es más que un…

—Un hombre cansado, que ha demostrado demasiada paciencia con una periodista que pasa el tiempo destruyéndole, sólo para darse importancia ante sus lectores.

—No tiene ningún sentido insultarme, me voy.

—Por supuesto, es mucho más fácil huir que escuchar la verdad. Y se va, ¿adónde? ¿A precipitarse sobre su máquina de escribir y sacar esta historia a plena luz? Prefiero ser un policía que se equivoca a una periodista que tiene razón. He dejado a los Ramírez en paz, pero por su culpa, sólo porque a usted le gusta hacerse la interesante, corren el peligro de acabar sus últimos días entre rejas.

—No le permito…

Iba a darle una bofetada. Él interceptó su muñeca con mano cálida y firme. Sus miradas chocaron, pupilas negras contra pupilas violetas. Bosque de ébano contra océano tropical. Al instante sintieron ganas de echarse a reír, y rieron juntos. A mandíbula batiente.

¡Cómo! Acababan de resolver el enigma de su vida, de entrar en contacto con otro mundo, paralelo y maravilloso, un mundo donde los hombres fabricaban robots solitarios, se comunicaban con las hormigas y dominaban el crimen perfecto. ¡Y estaban allí, en aquella triste calle Phoenix peleándose como niños cuando juntos, cogidos de la mano, deberían aunar sus pensamientos, reflexionar en esos instantes fuera del tiempo!

Laetitia perdió el equilibrio y, para reír mejor, se sentó en la acera. Eran las tres de la mañana. Eran jóvenes, estaban contentos y no tenían sueño.

Fue Laetitia la primera en recuperar el aliento.

—¡Perdón! —dijo—. ¡Soy una tonta!

—No, tú no. Yo.

—No, yo.

De nuevo la risa los inundó. Un juerguista retrasado que volvía a casa algo achispado miró, compadecido, a la joven pareja sin hogar que sólo tenía la acera para divertirse. Méliés ayudó a Laetitia a levantarse.

—Vámonos.

—¿Adónde? —preguntó ella.

—¿No querrás pasar la noche en la calle?

—¿Y por qué no?

—Laetitia, tú, tan razonable, ¿qué te ocurre?

—Me ocurre que estoy harta de ser tan razonable. Son los no razonables los que tienen razón, quiero ser como todos los Ramírez del mundo.

Él la llevó hacia un rincón, bajo un soportal, para evitar que el rocío de la mañana humedeciese su cabellera sedosa y su cuerpo, tan delicado bajo el fino conjunto negro.

Estaban muy cerca. Sin pestañear, él adelantó la mano para acariciarle el rostro. Ella le esquivó.

171. Una historia de caracoles

Nicolás daba vueltas en su cama.

—Mamá, no consigo perdonarme el haberme hecho pasar por el dios de las hormigas. ¡Qué horror! ¿Cómo puedo repararlo?

Lucie Wells se inclinó sobre él.

—¿Qué es lo que está bien, qué es lo que está mal, y quién puede decidir?

—Evidentemente está mal. Siento vergüenza. He cometido la peor tontería que se pueda imaginar.

—Nunca se sabe con certeza lo que es bueno ni lo que es malo. ¿Quieres que te cuente una historia?

—¡Sí, por favor, mamá!

Lucie Wells se sentó a la cabecera de su hijo.

—Es un cuento chino. Había una vez dos monjes que paseaban por el jardín de un monasterio taoísta. De pronto uno de los dos vio en el suelo un caracol que se cruzaba en su camino. Su compañero estaba a punto de aplastarlo sin darse cuenta cuando le contuvo a tiempo. Agachándose, recogió al animal. «Mira, hemos estado a punto de matar este caracol. Y este animal representa una vida y, a través de ella, un destino que debe proseguir. Este caracol debe sobrevivir y continuar sus ciclos de reencarnación.» Y delicadamente volvió a dejar el caracol entre la hierba. «¡Inconsciente!, exclamó furioso el otro monje. Salvando a ese estúpido caracol, pones en peligro todas las lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto cuidado. Por salvar no sé qué vida, destruyes el trabajo de uno de nuestros hermanos.»

»Los dos discutieron entonces bajo la mirada curiosa de otro monje que por allí pasaba. Como no llegaban a ponerse de acuerdo, el primer monje propuso: «Vamos a contarle este caso al gran sacerdote, él será lo bastante sabio para decidir quién de nosotros dos tiene razón». Se dirigieron entonces al gran sacerdote, seguidos siempre por el tercer monje, a quien había intrigado el caso. El primer monje contó que había salvado a un caracol y por lo tanto había preservado una vida sagrada, que contenía miles de otras existencias futuras o pasadas. El gran sacerdote lo escuchó, movió la cabeza y luego dijo: «Has hecho lo que convenía hacer. Has hecho bien». El segundo monje dio un brinco. «¿Cómo? ¿Salvar a un caracol devorador de ensaladas y devastador de verduras; es bueno? Al contrario, habría que aplastar al caracol y proteger así ese huerto gracias al cual tenemos todos los días buenas cosas para comer». El gran sacerdote escuchó, movió la cabeza y dijo: «Es verdad. Es lo que convendría haber hecho. Tienes razón». El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó. «¡Pero si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! ¿Cómo pueden tener razón los dos?» El gran sacerdote miró largo rato al tercer interlocutor. Reflexionó, movió la cabeza y dijo: «Es verdad. También tú tienes razón».

Bajo las sábanas, Nicolás roncaba suavemente, tranquilo. Con ternura, Lucie le arropó.

172. Enciclopedia

ECONOMÍA:
Antiguamente los economistas estimaban que una sociedad sana es una sociedad en expansión. La tasa de crecimiento servía de termómetro, para medir la salud de toda estructura: Estado, empresa, masa salarial. Sin embargo, es imposible avanzar siempre hacia delante, con la cabeza gacha. Ha llegado el momento de frenar la expansión antes de que nos desborde y nos aplaste. La expansión económica no puede tener futuro. No existe más que un estado duradero: el equilibrio de fuerzas. Una sociedad, una nación o un trabajador sanos son una sociedad, una nación o un trabajador que no atacan y no son atacados por el medio que les rodea. No debemos tratar de conquistar, sino, al contrario, debemos integrarnos en la Naturaleza y en el Cosmos. Sólo puede haber una consigna: armonía. Interpretación armoniosa entre mundo exterior y mundo interior. Sin violencia y sin pretensiones. El día en que la sociedad humana deje de tener sentimientos de superioridad o de temor ante un fenómeno natural, el hombre estará en homeostasia con su universo. Conocerá el equilibrio.

Ya no se proyectará más en el futuro. No se fijará objetivos lejanos. Vivirá en el presente, simplemente.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

173. Epopeya en una alcantarilla

Suben por un corredor rugoso. 103 aprieta entre sus mandíbulas el capullo de mariposa de la misión Mercurio. Subida lenta. A veces una luz alumbra desde arriba el interminable corredor. Las cucarachas le hacen señas a la hormiga para que se pegue a la pared y recoja sus antenas hacia atrás.

Realmente, conocen bien el país de los Dedos. Porque inmediatamente después de la señal luminosa se oye un barullo espantoso y una masa pesada y olorosa cae a plomo por el corredor vertical.

—¿Has tirado la bolsa de la basura, querido? —Sí. Era la última. Acuérdate de comprar más, y más grandes. En éstas cabía muy poca cosa.

Los insectos van avanzando, con temor a nuevas avalanchas.

¿Adónde me lleváis?

Adónde quieres ir.

Franquean varios pisos, luego se detienen.

Aquí es,
dice la vieja cucaracha.

¿No me acompañáis?,
pregunta 103.

No. Un proverbio cucaracha dice: «Cada cual con sus problemas.» Arréglatelas con la ayuda de ti misma. Tú eres tu mejor aliada.

La anciana le indica una anfractuosidad en la trampilla del vertedero de basuras por la que 103 saldrá directamente al fregadero de la cocina.

103 se adelanta por ella apretando con fuerza su capullo.

Pero ¿qué he venido a hacer aquí?,
se pregunta. ¡Ella, que tanto miedo tiene a los Dedos, se pasea por el interior mismo de su nido!

Sin embargo está tan lejos de su ciudad, tan lejos de su mundo, que sabe que lo mejor que puede hacer es avanzar, seguir avanzando.

La hormiga anda por aquel país extraño donde todo tiene formas geométricas de una regularidad absoluta. Descubre la cocina mientras mordisquea una miga de pan que ha encontrado.

Para darse ánimos, la última superviviente de la cruzada canturrea una melodía belokaniana.

Llega un momento en que.

El fuego se enfrenta al agua.

El cielo se enfrenta a la tierra.

Lo alto se enfrenta a lo bajo.

Lo pequeño se enfrenta a lo grande.

Llega un momento en que.

Lo simple se enfrenta a lo múltiple.

El círculo se enfrenta al triángulo.

La oscuridad se enfrenta al arco iris.

Pero, mientras tararea esa melodía, siente de nuevo que el miedo se apodera de ella y que sus pasos tiemblan. Cuando el fuego se enfrenta al agua, brota el vapor; cuando el cielo se enfrenta a la tierra, la lluvia lo inunda todo; cuando lo alto se enfrenta a lo bajo, aparece el vértigo.

174. Contacto cortado

—Espero que tu equivocación no tenga demasiadas consecuencias.

Tras el incidente «divino», habían decidido destruir la máquina «Piedra de Roseta». Nicolás estaba arrepentido, desde luego, pero más valía defenderle de cualquier nueva veleidad divina. Después de todo, era un niño. Si el hambre le atenazase demasiado sería capaz de seguir haciendo tonterías. Jasón Bragel sacó el corazón del ordenador y todos lo pisotearon decididamente hasta que sólo quedaron las migajas.

«Contacto con las hormigas definitivamente cortado», pensaron.

Era peligroso creerse demasiado poderoso en un mundo tan frágil. Edmond Wells tenía razón. Era demasiado pronto y el menor error podía tener efectos devastadores para toda su civilización.

Nicolás miró a su padre directamente a los ojos.

—No te preocupes, papá. Probablemente las hormigas no han comprendido gran cosa de lo que les he contado.

—Esperémoslo, hijo mío, esperémoslo.

Los Dedos son nuestros dioses,
vocifera en una ardiente feromona una rebelde surgiendo del muro. Al punto una soldado bascula su abdomen bajo su tórax y dispara. La deísta cae al suelo. En un último reflejo, la rebelde coloca su cuerpo humeante en forma de cruz de seis brazos.

175. El ying y el yang

Por la mañana, Laetitia Wells y Jacques Méliés se dirigieron, sin prisa, hacia el piso de la joven periodista. Por suerte, estaba muy cerca. Como los Ramírez, como su tío en el pasado, Laetitia había decidido vivir junto al bosque de Fontainebleau. Su barrio, sin embargo, era más agradable que el de la calle Phoenix. Aquí había calles peatonales con tiendas de lujo, numerosos espacios verdes e incluso un campo de mini-golf, y, por supuesto, una oficina de Correos.

En el salón se quitaron las ropas húmedas y se derrumbaron en los sillones.

—¿Todavía tienes sueño? —preguntó cortésmente Méliés.

—No, yo he dormido algo.

En él, únicamente sus numerosas ojeras daban testimonio de que aquella noche no había pegado ojo, demasiado ocupado en contemplar a Laetitia. Su mente estaba despierta, preparada para nuevos enigmas, para nuevas aventuras. ¡Ojalá ella le propusiera nuevos dragones que matar!

—¿Un poco de hidromiel? Bebida de los dioses del Olimpo y de las hormigas…

—No pronuncies nunca más esa palabra. No quiero volver a oír hablar nunca más de hormigas.

Laetitia se apoyó en el brazo del sillón de Méliés y brindaron.

—¡Por el fin de la investigación sobre los químicos aterrorizados y por el adiós a las hormigas!

Méliés suspiró.

—Me encuentro en un estado… Me siento incapaz de dormir, y al mismo tiempo estoy demasiado cansado para trabajar. ¿Qué te parece si jugáramos una partida de ajedrez, como en los buenos tiempos en que, en la habitación del «Hotel Beau Rivage», acechábamos a las hormigas?

—¡Nada de hormigas! —dijo Laetitia riendo.

«Nunca me he reído tanto en tan poco tiempo», pensaron los dos a la vez.

—Tengo una idea mejor —dijo la joven—. Las damas chinas. Es un juego que no consiste en destruir las piezas del adversario sino en utilizarlas para avanzar con más rapidez las propias.

—Esperemos que no sea demasiado complicado, dado el reblandecimiento de mi cerebro. Enséñame una vez más.

BOOK: El día de las hormigas
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