El Encuentro (37 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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—¡Ja, ja, qué idiota eres! No hay nadie... —gritó.

Pero se equivocaba. Durante un breve instante se oyó un sonido siseante, acto continuo palabras inteligibles, o bastante inteligibles, al menos. Una voz aguda y extrañamente tensa dijo:

—Nos voy...ahacer...danio...

A Klara le costó un considerable esfuerzo entender el sentido de aquellas palabras, y una vez que las hubo comprendido, no alcanzaron el objetivo que las había guiado. ¿Sonaban a lo que decía? Había algún ser extraño, con un considerable defecto al hablar, que decía: No os voy a hacer daño. ¿Y por qué habría de decir eso? Para tranquilizarle a uno en un momento en el que no hay razón para creer que hay motivos para no estar tranquilo. Lo cual es poco tranquilizador.

Wan fruncía el ceño.

—¿Qué es eso? —chilló—. ¿Quién hay ahí? ¿Qué es lo que quiere? —siguió gritando con voz aguda mientras empezaba a sudar.

No hubo respuesta. Y la razón de que no hubiera respuesta era que el Capitán había agotado su vocabulario y estaba ensayando su próxima frase; no obstante, para Wan y Klara, el silencio fue más significativo que las palabras.

—¡La pantalla! —exclamó Wan—. ¡Mujer estúpida, conecta la pantalla! ¡Averigua qué es!

A Klara le llevó algún tiempo hacerse con los controles; el uso de la pantalla de navegación Heechee era un conocimiento que había empezado a adquirir durante aquel viaje, ya que nadie de su tiempo había sabido cómo manejarla. Se aclaró para mostrar una nave de gran tamaño. Era la más grande que había visto Klara, mayor aún que las Cinco que se utilizaban en Pórtico en su época.

—¿Qué... qué... qué —gimoteó Wan, y sólo en el cuarto intento consiguió acabar la frase—... qué es eso?

Klara, ni trató de contestar. No lo sabía. Pero le daba miedo. Temía que se tratara de lo que todo prospector de Pórtico temía y esperaba a la vez, y cuando el Capitán acabó de ensayar su nueva frase y la pronunció, no le cupieron dudas:

—Voy...asubir...a bordo.

¡Iba a subir a bordo! Klara sabía que no era imposible que una nave abordara a otra en movimiento; se había hecho. Pero ningún piloto humano poseía tanta práctica.

—¡No le dejes subir! —chilló Wan—. ¡Corre, escóndete! ¡Haz algo! —Miró a Klara muerto de miedo, y entonces, arremetió contra los controles.

—¡No hagas locuras! —gritó ella al tiempo que intentaba cortarle el camino.

Klara era una mujer fuerte, pero en aquel momento fue más de lo que pudieron sus fuerzas. El miedo le había dado ánimos a Wan. La echó a un lado y ella salió dando tumbos, en tanto que Wan, llorando, se abalanzaba sobre los controles.

Aun en medio del terror de aquel encuentro inesperado, Klara experimentó un terror todavía más profundo. Todo lo que le habían enseñado a propósito de las naves Heechees insistía en que jamás, jamás debía intentar variarse el rumbo una vez establecido. La adquisición de nuevos conocimientos había hecho posible que pudiera hacerse, y ella lo sabía; pero también sabía que no debía hacerse a la ligera, sino solamente después de haberlo calculado y planeado cuidadosamente, y Wan no estaba en condiciones de hacer bien ninguna de ambas cosas.

Y aun así no cambió nada. La enorme nave en forma de escualo seguía acercándose.

Muy a su pesar, Klara contempló con admiración cómo el piloto de la otra nave igualaba el cambio de curso y el incremento de velocidad sin dificultad. Era un proceso técnicamente fascinante. Wan se quedó helado en los controles, mirándolo, con la boca abierta y cayéndole la baba. Entonces, al aumentar de tamaño la otra nave y desaparecer de la vista de los scanners, y al oírse un chirriante gemido que procedía de la escotilla del módulo, gritó de puro miedo y salió corriendo en dirección al lavabo. Klara se encontró sola en el momento en que la escotilla del módulo se abrió; y fue así como Gelle-Klara Moynlin fue el primer ser humano que estuvo en presencia de un Heechee.

Emergió de la escotilla, se quedó de pie y enfrentó su mirada. Era más bajo que ella. Apestaba a amoníaco. Sus ojos eran redondos —ya que éste es el mejor diseño para un órgano que ha de rotar en todas direcciones— pero no eran ojos humanos. No había un círculo de color concéntrico en torno a una pupila central. No había pupila, sino únicamente una mancha oscura en forma de cruz en el centro de un mármol rosado que la miraba. Su pelvis era ancha. Colgando por debajo de la pelvis, entre lo que habrían sido sus muslos si sus piernas se hubieran articulado de manera similar a la humana, había una cápsula de brillante metal azul. A lo que más se parecía un Heechee era a un bebé con los pañales sucios.

La idea atravesó el terror de Klara y lo alivió, un poco, muy brevemente, pero no lo suficiente. Al moverse la criatura hacia delante, Klara se echó atrás.

Al moverse Klara, el Heechee se movió a su vez. Empezó a hacerlo cuando se abrió de nuevo la escotilla y emergió de ésta una nueva criatura. Por la tensión y la vacilación de sus movimientos, Klara intuyó que estaba tan atemorizado como ella misma, por lo que dijo, no con la esperanza de que la entendiera, sino porque le resultaba imposible seguir sin decir nada:

—Hola.

La criatura la estudió. Una lengua bífida de color negro humedeció las arrugas de su rostro. Produjo un sonido extraño, ronroneante, como si estuviera pensando. Entonces, en algo que se parecía a un inglés inteligible, dijo:

—Soy Hitchi. No...te...voy ahacer...danio.

Observó con fascinación y repugnancia a Klara; murmuró apresuradamente algo al otro ser, quien empezó a registrar la nave. No les costó gran trabajo encontrar a Wan, ni les costó demasiado conducir a ambos, a Klara y a Wan, a través de la escotilla y a través de los módulos ensamblados, al interior de la nave Heechee. Klara oyó el chasquido de las escotillas al cerrarse, y un instante después, notó la sacudida que significaba que la nave de Wan había sido lanzada al espacio.

Se encontraba prisionera de los Heechees, en una auténtica nave Heechee.

No le hicieron ningún daño. Si tenían intención de hacérselo, por lo menos no tenían ninguna prisa. Eran cinco, y estaban todos muy atareados.

Klara no podía saber qué era lo que les mantenía tan atareados, y aparentemente, el único que poseía aquel vocabulario inglés tan reducido, estaba demasiado ocupado como para tomarse la trabajosa molestia de explicárselo. Lo que de verdad querían ellos de Klara en aquel momento, era que no estorbara. No tuvieron ningún problema a la hora de hacérselo entender. La tomaron con pocos miramientos del brazo, con una garra dolorosa, y la arrastraron al lugar donde querían que se quedara.

Wan no dio trabajo alguno. Se quedó tumbado hecho un ovillo en un rincón, con los ojos fuertemente cerrados. Cuando descubrió que Klara estaba a su lado, la miró con un solo ojo y le dio un golpe en la espinilla para llamar su atención, y le susurró:

—¿Tú crees que lo decían de verdad, eso de que no querían hacernos daño?

Ella se encogió de hombros. Él sollozó casi imperceptiblemente, y acto seguido volvió a su posición fetal. Klara observó con asco como un hilillo de saliva se le escapaba de la boca. Estaba casi catatónico.

Si alguien iba a echarle una mano, desde luego no iba a ser Wan. Tendría que enfrentarse a los Heechees sola... fuera lo que fuese lo que tenían intención de hacer con ellos.

Pero lo que estaba teniendo lugar era fascinante. ¡Tantas cosas le resultaban nuevas a Klara! Había pasado las décadas de vertiginoso incremento del saber acerca del fenómeno Heechee dando vueltas alrededor del núcleo del agujero negro casi a la velocidad de la luz. Su conocimiento de las naves Heechees se limitaba a los modelos antiguos que ella, yo y los demás prospectores de Pórtico habíamos manejado.

Pero esto era distinto. Era mucho mayor que una Cinco. Por lo que hacía al equipamiento, eclipsaba incluso a la nave de Wan. No tenía un único panel de control: tenía tres; claro está que Klara ignoraba que los otros dos estaban destinados a otras funciones que las del mero pilotaje de la nave. Esos dos poseían instrumentos que ella no había visto antes. No era únicamente que tuviera un volumen ocho o diez veces superior al de una Cinco, sino que, comparativamente, la instrumentación ocupaba menos espacio. ¡Podía uno moverse con bastante libertad! Incluía los artilugios acostumbrados: el aparato con forma de gusano que se iluminaba mientras se viajaba a MRL, los asientos en forma de V, y todo lo demás. Pero tenía también cajas de metal brillante que zumbaban, parpadeaban y se iluminaban, y otro aparato en forma de gusano —se lo dijo Wan aterrorizado— que servía para penetrar en los agujeros negros.

Y, por encima de todo, la nave llevaba Heechees.

¡Heechees! ¡Los casi míticos, sorprendentes, semidivinos Heechees! Jamás un ser humano había visto uno, ni siquiera una fotografía. Y allí estaba Gelle-Klara Moynlin, con no menos de cinco a su alrededor, todos refunfuñando, bisbiseando y desprendiendo un olor bastante extraño.

También su aspecto era extraño. Eran de talla más pequeña que la humana, y sus caderas desmesuradamente anchas les hacían caminar como a esqueletos. Su piel era suave como el plástico y casi toda ella oscura, aunque presentaba manchas y dibujos de color dorado y escarlata que parecían las pinturas de guerra de un indio. Su fisonomía no era meramente magra. Era famélica. Apenas si había carne en aquellos dedos y miembros ágiles y fuertes. A pesar de que sus rostros parecían esculpidos en plástico brillante, eran lo suficientemente elásticos como para mostrar expresiones faciales... por más que Klara no pudiera estar segura de lo que aquellas expresiones significaran.

Y balanceándose entre las piernas de todos ellos, lo mismo machos que hembras, colgaba un gran cono.

En un principio, Klara pensó que formaba parte de sus cuerpos, pero cuando uno de ellos se retiró a lo que a todas luces parecía un lavabo, el cono le molestó y se lo quitó. ¿Era una especie de mochila? ¿De libro de bolsillo? ¿Una bolsa colgante en la que llevar lápices, papel y una fiambrera para el almuerzo? Fuera lo que fuera, podían quitárselo a voluntad, y cuando lo llevaban puesto, explicaba uno de los grandes misterios de la anatomía Heechee, a saber: cómo hacían para sentarse en aquellos incomodísimos asientos en forma de V. Eran los conos colgantes lo que llenaban el hueco en forma de V. El Heechee propiamente dicho se encaramaba cómodamente sobre éste. Klara sacudió la cabeza con incredulidad... con tantos chistes y lucubraciones como se habían hecho al respecto en Pórtico, y que a nadie se le hubiese ocurrido aquello.

Durante décadas, los «Molinetes de Oración Heechees» constituyeron un misterio. No sabíamos que eran de hecho el equivalente a libros y bancos de memoria, dado que las mejores mentes del momento (incluida la mía) no encontraban el modo de leerlos, ni tan siquiera la menor indicación que permitiera conjeturar que contenían algo para ser leído. La razón estribaba en que. aunque su desciframiento era bastante sencillo, sólo podía tener lugar en presencia de un fondo de microondas determinado.

Los Heechees no tenían ese problema, ya que sus conos emitían constantemente la radiación precisa de microondas. puesto que estaban en constante contacto con los bancos de datos que contenían las memorias de sus antepasados, que estaban en sus conos. Es excusable que a los seres humanos no se les ocurriera que los Heechees llevaran datos entre sus piernas, ya que su fisiología no lo permite. (Que sea excusable en mi caso, es mas discutible.)

Sintió el caliente aliento de Wan contra su nuca.

—¿Qué están haciendo? —le preguntó.

Casi se había olvidado de que estaba allí. Casi había olvidado estar atemorizada, tan fascinante era lo que estaba viendo. No era prudente. ¿Quién podía estar seguro de lo que iban a hacer aquellos monstruos con sus prisioneros humanos?

Por lo demás, ¿quién podía saber qué era lo que estaban haciendo en aquel momento? Estaban todos gorjeando y murmurando con nerviosismo, los cuatro de mayor tamaño apiñados en torno al —no, definitivamente a la— de menor volumen, que llevaba marcas azules y amarillas en sus extremidades superiores. Ninguno de los cinco prestaba la menor atención a los prisioneros humanos. Estaban concentrados frente a uno de los paneles, que mostraba una carta astral que a Klara le resultó vagamente familiar. Un grupo de estrellas con alrededor una nube de marcas de atención. ¿No había mostrado esa misma carta la pantalla de la nave de Wan?

—Tengo hambre —masculló Wan junto a su oído.

¡Hambre! Klara se alejó decididamente de él, con tanta perplejidad como repugnancia. ¡Hambre! Ella estaba mareada, con el estómago revuelto por culpa del miedo y la preocupación y también, se dio cuenta, por culpa de un olor peculiar, entre amoníaco y madera podrida que parecía proceder de los propios Heechees. Además, necesitaba ir al lavabo... ¡Y a este otro monstruo sólo se le ocurría decir que tenía hambre!

—Por favor, cállate —le dijo Klara medio volviendo el rostro, provocando así la fácil ira de Wan.

—¿Cómo? ¿Qué me calle? —le preguntó—. ¡No, más bien cállate tú, estúpida mujer! —Estuvo a punto de erguirse, pero no fue más allá de estar en cuclillas, volviendo rápidamente a tenderse sobre el suelo, porque uno de los Heechees se volvió a mirarles y se dirigió hacia ellos.

Se plantó delante suyo durante un instante, mientras ensayaba lo que tenía que decirles con su boca grande de labios finos.

—Sed buenos —dijo claramente, y movió un brazo delgado hacia la pantalla.

Klara ahogó nerviosamente la risa que pugnaba por escapársele de la garganta. ¡Que fueran buenos! ¿Con quién? ¿Por qué?

—Sed buenos —repitió—, porque...esosson...losAsesinos.

Allí estaba mi Klara, mi único y verdadero amor. En cuestión de semanas había padecido el terror del agujero negro, el shock de haber perdido décadas de su vida, las miserias de Wan, el insoportable trauma de ser capturada por los Heechees. Y mientras tanto...

Y mientras tanto, yo tenía mis propios problemas. Aún no había sido ampliado y no sabía dónde estaba ella; no oí la advertencia de guardarse de los Asesinos; ni siquiera sabía entonces que existieran los Asesinos. No podía acudir a su lado para confortarla, no sólo porque no lo supiera, sino porque yo mismo estaba lleno de temores. Y el peor de todos ellos no tenía nada que ver con Klara o con los Heechees; ni siquiera con mi aberrante programa Albert Einstein; eran mis vísceras.

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