Authors: Frederik Pohl
Aunque tal vez lo que dijo fue: «Una Vida Nueva.»
Y las estrellas seguían pasando. Parecía que no les importara lo que le estaba sucediendo a un mamífero bípedo inteligente —bueno, semiinteligente— simplemente porque se trataba de mí. Siempre he subscrito la visión egocéntrica del mundo. Yo estoy en el centro y todo lo demás se dispone a mi lado o al lado de otra persona; «normal» es lo que yo soy; «importante» es lo que está próximo a mí; «relevante» es lo que yo percibo como importante. Ése era el punto de vista que yo subscribía, pero que no compartía el resto del universo. Todo seguía igual como si yo no tuviera ninguna importancia.
La verdad es que, entonces, yo no tenía la menor importancia ni siquiera para mí mismo, porque estaba fuera del curso del universo. A muchos años luz a nuestras espaldas, en la Tierra, el general Manzbergen estaba dando caza a otro grupo de terroristas que habían secuestrado una nave espacial, y los comisarios detenían a la persona que había atentado contra mi vida en Rotterdam; no tenía ni la más remota idea, y de haberla tenido no me habría importado en absoluto. Mucho más cerca, y aun así tan lejos como Antares lo está de la Tierra, Gelle-Klara Moynlin estaba tratando de entender lo que le decían los Heechees; tampoco de eso tenía yo noticia. Mucho más cerca, mi mujer, Essie, estaba tratando de hacer algo que no había hecho nunca antes —aunque ella había inventado el proceso— con la ayuda de Albert, que tenía todo el proceso almacenado en sus bancos de datos pero que carecía de manos para efectuarlo. En cuanto a esto, de haber sabido lo que se traían entre manos, me habría preocupado bastante.
Pero, claro está, no podía saberlo, dado que estaba muerto.
Aunque no permanecí en tal estado demasiado tiempo.
De pequeño, mi madre solía leerme historias. Había una sobre un hombre cuyos sentidos habían quedado algo dañados después de una operación de cerebro. No recuerdo quién era el autor; Verne, tal vez, o Wells, o cualquiera de los grandes maestros de la Edad de Oro, no sé. Lo que recuerdo es la trama. El individuo sale de la operación viendo sonidos, oyendo el tacto, y al final de la historia acaba preguntándose «¿Qué huele a púrpura?»
Ésa era la historia que mi mamá me contaba de pequeño. Ahora, yo era ya un adulto. Y ya no era una historia.
Era una pesadilla.
Estaba siendo bombardeado por impresiones sensoriales y no sentía lo que eran. Actualmente, no soy capaz de describir lo que sentía mejor de lo que pueda describir... esmerglich. ¿Saben lo que es un esmerglich? No. Y yo tampoco, porque acabo de inventarme la palabra. No es más que una palabra. No tiene ningún significado hasta que se le dé uno, como tampoco lo tenían los millones de unidades de impresión que todos aquellos colores, sonidos, presiones, escalofríos, tirones, pellizcos, picores, retorcimientos, quemazones y ahogos ejercían sobre el pobre de mí. No podía reconocer su significado. Ni lo que eran. Ni aquello de lo que advertían. Ni tan siquiera sabía con qué compararlos. Tal vez nacer sea algo parecido. Lo dudo. Si así fuera, no creo que ninguno de nosotros sobreviviera.
Sin embargo, sobreviví.
Sobreviví por una única razón. No me era posible no sobrevivir. Esa es la última regla del libro: No puedes pegarle a ana mujer embarazada, ni tampoco matar a alguien que ya ;está muerto. «Sobreviví» porque toda partícula de mi persona que podía morir, estaba muerta.
¿Son capaces de imaginárselo?
Inténtenlo. Agredido. Descuartizado. Y por encima de todo, consciente de que estaba muerto.
Entre las historias que mi madre solía leerme estaba el «Infierno» de Dante, y a veces me pregunto si Dante pudo prever cómo sería para mí. Si no, ¿de dónde sacó su descripción del Infierno?
Lo que pudo durar todo esto, no lo sé, pero me pareció eterno.
De pronto, todo disminuyó. Las luces penetrantes se alejaron y empalidecieron. Los inquietantes sonidos se aquietaron. Los pellizcos, los apretones y las turbulencias disminuyeron.
Durante un rato no hubo nada, como en las Carlsbad Caverns, en ese aterrador instante en el que apagan las luces para que veas lo que es la oscuridad. No había luz. No había nada más que un murmullo distante y confuso que muy bien podía haber sido la circulación sanguínea al pasar a través del yunque y el martillo de mi oído interno.
De haber tenido oído interno.
Y poco a poco, de entre el murmullo se fue aclarando una voz, y palabras, y, a mucha distancia, la voz de Albert Einstein:
Intenté recordar cómo se hablaba.
—¿Robín? Robín, mi querido amigo, ¿me oyes?
—¡Sí! —grité, no sé muy bien cómo—. ¡Estoy aquí! —Como si hubiera sabido dónde era aquí.
Hubo una larga pausa. A continuación, de nuevo la voz de Albert, todavía débil pero acercándose.
—Robin —dijo, espaciando las palabras como si le hablara a un niño pequeño—; escucha, Robin, estás a salvo.
—¿A salvo?
—Estás a salvo —repitió.
No le contesté. No sabía qué decir.
—Te voy a enseñar, Robin —me dijo—, poco a poco. Ten paciencia, Robin. Dentro de poco serás capaz de ver y de oír y de comprender.
¿Que tuviera paciencia? ¿Y qué otro remedio tenía? No tenía más opción que la de soportar pacientemente mientras me enseñaba. Yo confiaba en el bueno de Albert, incluso entonces. Acepté su palabra de que podía enseñar a ver a los ciegos y a oír a los sordos.
¿Pero podía enseñar a vivir a los muertos?
No me apetece especialmente revivir la pequeña eternidad que vino a continuación. Según el tiempo de Albert y el de los relojes de celsio que concertaban los territorios humanos de la galaxia, no duró más de ochenta y cuatro horas y un poquito más. Eso, según su tiempo. No según el mío: fue interminable.
Aunque lo recuerdo muy bien, algunas cosas sólo las recuerdo vagamente. No por incapacidad. Sino porque no quiero, y por el factor velocidad, también. Voy a aclarar esto último. El rapidísimo intercambio de bits en el interior de un banco de datos es mucho más veloz que el mundo orgánico que acababa de dejar atrás. El pasado queda desdibujado al incrementarse los estratos de nueva información. Y, ¿saben una cosa?, tanto mejor de esta manera, porque cuanto más alejado está aquel período de transición de mi presente, tanto mejor.
A pesar de mi reticencia a rememorar algunas de las partes más tempranas de aquella información, la primera que voy a traer a colación es de las importantes. ¿Que cuánto de importante? No lo sé. Mucho.
Albert dice que tiendo a antropomorfizar. Probablemente sea cierto. ¿Qué hay de malo en ello? Pasé la mayor parte de mi vida con la forma de un hombre, y los hábitos contraídos en la infancia son difíciles de erradicar. Así que una vez que Albert me hubo estabilizado y yo me encontré —creo que ésta es la única palabra— ampliado, era en forma de un individuo antropomórfico como yo me veía a mí mismo. Teniendo presente, por supuesto, que ese ser era más grande que las galaxias, más viejo que las estrellas y tan sabio como ha aprendido a serlo la humanidad entera a lo largo de toda su historia. Contemplaba el Grupo Local —nuestra galaxia y sus vecinos más próximos— como si se tratara de un salpicón en un mar cuajado de masa y energía. Podía verlo todo. Pero lo que miraba más atentamente era nuestro hogar, la galaxia madre y M—31 a su lado, con las Nubes de Magallanes meciéndose muy cerquita y el resto de pequeñas nubes, glóbulos, tufos y retufos de gas veteado y luz de estrellas. Y —ésta es la parte antropomórfica del asunto— alcancé a tocarlas y a sostenerlas en mis manos y a pasar los dedos a su alrededor, como si fuera Dios.
La verdad es que no era Dios, ni siquiera lo suficientemente divinomórfico como para poder tocar de verdad ninguna galaxia. No podía tocar ninguna cosa en absoluto, dado que carecía de con qué tocarlas. No era sino una ilusión óptica, como Albert y su pipa. Allí no hay nada. Ni Albert ni pipa.
Ni yo. No del todo. No era capaz de operar a la manera de un Dios, puesto que carecía de existencia tangible. No podía crear ni cielos ni tierra, ni destruirlos. No podía afectarles en lo más mínimo de una manera física.
Pero podía contemplar espléndidamente. Desde dentro, desde fuera. Podía estar en el corazón de mi galaxia madre y ver, más allá de Masei 1 y 2, los millones y billones de otros grupos y galaxias alargarse en una inmensidad espejeante hasta los límites visibles del universo, allí donde flotan racimos de estrellas a tal velocidad que la luz no puede volver a ellos para mostrarlos a la vista... y más allá incluso, si bien lo que podía yo ver más allá del límite óptico no era muy distinto... ni era más, me decía Albert, que una mera hipótesis almacenada en los molinetes de datos Heechees entre los que me estaba moviendo.
Porque, por supuesto, eso era todo. No se trataba de que el viejo Robín se hubiese vuelto de pronto inmenso. No era más que los escasos restos de Robinette Broadhead quien, en ese punto, no era más que un amasijo de bits de memoria encadenados nadando en el océano de datos de los rollos y molinetes de información de la
Único Amor.
Una voz desgarró mi inmenso y eterno ensueño; era la voz de Albert:
—Robín, ¿estás bien?
No quise engañarle.
—No. Ni bien ni nada que se le parezca.
—Verás como todo se arregla, Robin.
—Eso espero —le contesté—... ¿Albert?
—¿Sí?
—No te culpo por haber perdido el juicio —dije—, si es que era con esto con lo que tenías que vértelas.
Hubo un silencio momentáneo, y a continuación, una risa sofocada.
—Robin —me dijo—, aún no has visto qué es lo que me ha vuelto loco.
No me es posible decir cuánto duró todo aquello. Ni tampoco qué significa el concepto «tiempo», ya que a nivel electrónico, que es donde me encontraba, los parámetros temporales no se ajustan demasiado bien a nada «real». Se malgasta mucho tiempo. Las inteligencias electrónicamente almacenadas no operan tan eficientemente como la maquinaria con la que todos nacemos: un algoritmo no es un buen sustituto de la sinapsis. Por otra parte, todo se mueve mucho más rápidamente en el mundo de las subpartículas, donde los femtosegundos son unidades que pueden sentirse. Si se hace la media entre las demoras y el tiempo que se gana, resulta que yo me encontraba en algún punto en el que el tiempo era entre diez y diez mil veces más rápido del que yo estaba acostumbrado.
Por descontado que hay patrones objetivos para medir el tiempo real, y cuando digo real quiero decir el tiempo a bordo de la
Único Amor.
Essie marcaba los minutos muy cuidadosamente. Preparar un cadáver para el delicado semialmacenaje que efectúan en su sociedad Vida Nueva, lleva bastante tiempo. Preparar ese fiambre en particular que era yo para el almacenaje, incluso un poco más sofisticado, que era capaz de realizar en sus cintas —un almacenaje igual al de Albert—, llevó aún más tiempo. Cuando su parte del trabajo terminó, se sentó con una copa en la mano a esperar. Copa que no se bebió, ni contestó a los esfuerzos de Audee y Janie por iniciar una conversación, aunque a veces tampoco ellos oyeron lo que ella les decía. No era aquél un grupo alegre, el que esperaba a bordo de la
Único Amor
para ver si era posible acceder a alguna parte de lo que quedaba de Robinette Broadhead, y la espera duró más de tres días y medio.
Para mí, encerrado en aquel mundo de aturdimiento y encanto y color y órbitas prohibidas al que se me había llevado a habitar, la cosa duró... bien, digamos que eternamente. Al menos, así lo sentí yo.
—Lo que tienes que hacer —me ordenó Albert—, es aprender a usar tus inputs y tus outputs.
—¡Vaya, fantástico! —grité con agradecimiento—. ¿Y nada más? ¡Joder, pero si está chupado!
Un suspiro.
—Me alegro de que conserves tu sentido del humor —me dijo, lo que significaba: «Porque te va a hacer más falta de la que te imaginas»—. Ahora te va a tocar trabajar, me temo. No me resulta fácil seguir encapsulándote de esta manera...
—¿ Encapsuqué ?
—Protegerte, Robin —dijo con impaciencia—. Estoy limitando tus accesos para que no padezcas demasiada confusión ni desorientación.
—Albert, ¿has perdido el juicio? —le dije—. ¡Pero si ya he visto el universo entero!
—No has visto nada más que lo que yo te he permitido que vieras, Robin. Pero con esto no basta. No puedo seguir controlando tus accesos para siempre. Tienes que aprender a hacerlo por ti mismo. Así que voy a bajar la guardia, en cuanto estés preparado.
Me preparé.
—Estoy listo.
Pero no me había preparado lo suficiente.
No podrían imaginar lo doloroso que es. Las voces gorjeantes, agudas, quejosas, suplicantes de todos los inputs me asaltaron... bueno, asaltaron esos lugares carentes de geometría espacial que yo seguía empeñado en considerar como mis oídos. Fue una tortura. ¿Fue tan horrible como mi primera exposición inerme a todas aquellas sensaciones nuevas? No. Fue todavía peor. En la primera y terrible explosión de sensaciones algo había jugado a mi favor. Todavía no había aprendido a identificar los ruidos con el sentido, el dolor como dolor. Ahora sí sabía hacerlo. Distinguía el dolor como dolor cuando lo sentía.
—¡Por favor, Albert! —aullé—. ¿Qué es eso?
—No es más que los molinetes y las cintas de información a los que tienes acceso, Robin —dijo con ánimo tranquilizador—. Sólo los que están a bordo de la
Único Amor
, más telemetría y más algunos sensores de la nave y de los propios pasajeros.
—Páralo.
—No puedo. —El tono de su voz era auténticamente compasivo, si bien no había ninguna voz allí, realmente—. Tienes que hacerlo, Robin. Escoge uno cualquiera y bloquea todos los demás.
—¿Qué? —exclamé, más confundido que nunca.
—Que elijas uno, Robin —dijo paciente—. Algunos de ésos son nuestros propios bancos de datos, otros son molinetes con información Heechee. Y también hay alguna que otra cosa. Tienes que aprender a interceptarlos, Robin.
—¿ Interceptarlos ?
—A consultarlos, Robin, como si fueran libros de consulta de una biblioteca. Como si se tratara de libros sobre un estante.
—¡Pero los libros no le gritan a uno! ¡Y esas cosas me están gritando!
—Claro. Es su manera de reclamar tu atención... de la misma manera que los libros que hay sobre un estante son perceptibles a tus ojos. Pero basta que mires al que quieres consultar. Hay uno en particular que creo que te lo va a hacer más fácil. Mira si puedes dar con él.