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Authors: Molière

Tags: #Clásico, Teatro

El enfermo imaginario (6 page)

BOOK: El enfermo imaginario
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LUISA.—¿En qué?

ARGANTE.—¿No te encargué que vinieras inmediatamente a contarme todo lo que vieras?

LUISA.—Sí, papá.

ARGANTE.—¿Y lo has hecho?

LUISA.—Sí, papá. Cuando he visto algo, he venido a contároslo.

ARGANTE.—Y hoy, ¿no has visto nada?

LUISA.—No, papá.

ARGANTE.—¿No?

LUISA.—No, papá.

ARGANTE.—¿Seguro?

LUISA.—Seguro.

ARGANTE.—Está bien; yo te haré que veas algo.
(Coge unas disciplinas)

LUISA.—¡Papá, papá!

ARGANTE.—¡Farsante.…! ¿No quieres decirme que has visto a un hombre en la alcoba de tu hermana?

LUISA.—¡Papá!

ARGANTE.—Yo te enseñaré a mentir.

LUISA.—
(Echándose a los pies de su padre.)
Perdón, papá, perdón. Mi hermana me rogó que no os dijera nada; pero yo os lo contaré todo.

ARGANTE.—Primero te tengo que azotar por haberme mentido; después, ya veremos.

LUISA.—¡Perdón, papá!

ARGANTE.—No.

LUISA.—¡No me azotes, papaíto!

ARGANTE.—Ahora lo verás.

LUISA.—¡Por Dios, papá!

ARGANTE.—
(Sujetándola para zurrarle.)
¡Vamos, vamos!

LUISA.—¡Me habéis herido.…! ¡Me muero!
(Cae, haciéndose la muerta.)

ARGANTE.—¿ Qué es esto.…? Luisa.…! Luisa.…! ¡Dios mío! ¡Luisa, hija mía…! ¡Ah, desventurado, que acabas de matar a tu hija! ¿Qué has hecho, miserable? ¡Malditas disciplinas.…! ¡Hija mía, Luisa!

LUISA.—No lloréis, papá, que no estoy muerta del todo.

ARGANTE.—¡Hay mayor trapacería.…! Te perdono por esta vez, pero me has de contar lo que has visto.

LUISA.—Sí, papá.

ARGANTE.—Mucho ojo conmigo, porque este meñique lo sabe todo, y si mientes me lo advertirá.

LUISA.—Pero no le digáis a mi hermana que yo os he contado.

ARGANTE.—No.

LUISA.—Pues estando yo en el cuarto de Angélica ha llegado un hombre.

ARGANTE.—¿Y qué?

LUISA.—Le pregunté qué deseaba y me dijo que era el maestro de canto.

ARGANTE.—¡Huy, huy, huy! ¡Ya hemos cogido la hebra.…! ¿Qué más?

LUISA.—A poco ha venido mi hermana.

ARGANTE.—¿Y qué?

LUISA.—Angélica le ha dicho: «¡Salid, salis, salid de aquí! ¡Por Dios, salid, salid o causaréis mi desesperación!»

ARGANTE.—Sigue.

LUISA.—Él no quería marcharse.

ARGANTE.—¿Qué le decía?

LUISA.—¡Yo no sé cuántas cosas!

ARGANTE.—¿Y qué más?

LUISA.—Seguía hablando: que por aquí, que por allá; que la amaba y que era la criatura más bella del mundo.

ARGANTE.—¿Y qué más?

LUISA.—Que se puso de rodillas.

ARGANTE.—¿Y después?

LUISA.—Que le besó las manos.

ARGANTE.—¿Y después?

LUISA.—Que viendo llegar a mi madrastra, huyó.

ARGANTE.—¿Y nada más?

LUISA.—Nada más, papá.

ARGANTE.—Mi meñique quiere decirme algo.
(Se mete el dedo en el oído.)
Aguarda.… ¡Sí, sí! Lo ves: dice que has visto algo más y no quieres contármelo.

LUISA.—¡Pues es un embustero vuestro meñique!

ARGANTE.—¡Cuidado!

LUISA.—No le hagáis caso, que miente; os lo aseguro.

ARGANTE.—Bien, bien; ya veremos. Márchate y ten mucho ojo.… ¡Cuántos quebraderos de cabeza! No le dejan a uno tiempo ni para pensar en sus enfermedades.… ¡No puedo más!
(Se deja caer en su sillón.)

Escena IX

ARGANTE y BERALDO

BERALDO.—¡Hola, hermano! ¿Cómo te va?

ARGANTE.—¡Muy Mal!

BERALDO.—¿Cómo es eso?

ARGANTE.—Tengo una debilidad y un decaimiento increíbles.

BERALDO.—¡Vaya por Dios!

ARGANTE.—¡Ni para hablar tengo fuerzas!

BERALDO.—Venía a proponerte un gran partido para mi sobrina Angélica.

ARGANTE.—
(Exaltado y levantándose del sillón.)
¡No me hables de esa bribona…! ¡Es una pícara, impertinente y desvergonzada, a la que encerraré en un convento antes de cuarenta y ocho horas!

BERALDO.—¡Esto va bien! Veo que recuperas las fuerzas y que mi vista te da ánimos. Ya hablaremos de eso luego. Ahora vamos a distraernos; eso te quitará el enojo y dispondrá tu ánimo para lo que hemos de tratar después. Me he tropezado con una comparsa de gitanos disfrazados de moros que bailan y cantan, y persuadido de que vas a divertirte, lo que vale tanto como una receta de Purgon, la he hecho venir… ¡Vamos!

FIN DEL SEGUNDO ACTO

Segundo Intermedio

BERALDO
para distraer a su hermano, da entrada a una comparsa de gitanos y gitanas, disfrazados de moros, que cantan y bailan
.

GITANAS

Aprovechad la primavera

de vuestros años juveniles

y consagraos a sus ternezas.

Los más seductores placeres,

sin el llamear del amor

no tienen bastante atractivo

para llenar mi corazón.

Aprovechad la primavera

de vuestros años juveniles

y consagraos a sus ternezas.

No perdáis sus instantes;

a la belleza

la borra el tiempo,

y presto acude

la edad de hielo,

que trueca los placeres en tristezas.

Aprovechad la primavera

de vuestros años juveniles

y consagraos a sus ternezas.

Danzan todos, haciendo saltar a unos monos que traen con ellos.

FIN DEL SEGUNDO INTERMEDIO

Acto Tercero
Escena I

ARGANTE, BERALDO y ANTONIA

BERALDO.—¿Qué te ha parecido? ¿No es esto más saludable que un purgante…? Es necesario que hablemos unos momentos mano a mano.

ARGANTE.—Aguarda, que ahora vuelvo.

ANTONIA.—Tomad… Ya se os olvidaba que no podéis andar sin apoyaros en el bastón.

ARGANTE.—Es verdad…

Escena II

BERALDO y ANTONIA

ANTONIA.—Por Dios, no abandonéis a vuestra sobrina.

BERALDO.—Haré cuanto pueda por el logro de sus deseos.

ANTONIA.—Es preciso impedir ese proyecto extravagante que se le ha metido en la cabeza a vuestro hermano. Yo había pensado que metiendo por medio otro médico que desacreditara al señor Purgon adelantaríamos mucho; pero como no tenemos de quién echar mano, he inventado una trama que yo misma voy a representar.

BERALDO.—¿Tú?

ANTONIA.—Una farsa que acaso dé buen resultado. Vos trabajad por vuestra parte y yo por la mía. Ya vuelve.

Escena III

ARGANTE y BERALDO

BERALDO.—Ante todo, te ruego que me oigas con calma y sin que se te vaya el santo al cielo.

ARGANTE.—Conforme.

BERALDO.—Que respondas acorde y sin exaltación a mis palabras.

ARGANTE.—Sí.

BERALDO.—Y que discurras sobre el asunto que vamos a tratar sin apasionamiento.

ARGANTE.—Sí; pero basta ya de preámbulo.

BERALDO.—¿Cómo es que teniendo una buena fortuna y una sola hija —porque la otra es aún muy pequeña— quieres encerrarla en un convento?

ARGANTE.—Porque, siendo yo el cabeza de familia, puedo hacer con ella lo que me dé la gana.

BERALDO.—Y ¿no obedecerá más bien a deseos de tu mujer? ¿No es ella la que te aconseja que te separes de tus hijas? Claro está que ella lo hace con la mejor intención y con el deseo de que sean dos excelentes religiosas.

ARGANTE.—¡Ya apareció aquello! Ya salió a relucir esa pobre mujer, a la que no puede ver nadie y a la que se culpa de todo.

BERALDO.—No es eso. No hablemos más de ella; ella es una mujer bonísima, animada de las mejores intenciones para los tuyos, llena de desinterés, que te ama tiernamente y que ha demostrado un afecto inconcebible hacia tus hijos; todo eso es exacto. No hablemos más de ella, y volvamos a tratar de tu hija. ¿Cuál es tu intención al desear casarla con el hijo de un médico?

ARGANTE.—Tener el yerno que necesito.

BERALDO.—Por eso a ella no le conviene, sobre todo presentándosele un partido mucho más ventajoso.

ARGANTE.—Para mí el más ventajoso es éste.

BERALDO.—Pero el marido ¿es para ella o para ti?

ARGANTE.—Para los dos; quiero tener en la familia las personas que me son necesarias.

BERALDO.—Según eso, si Luisa fuera mayor la casarías con un farmacéutico.

ARGANTE.—¿Y por qué no?

BERALDO.—Pero ¿es posible que te emperres en vivir zarandeado por médicos y boticarios y que quieras estar enfermo en contra de la opinión de todos y de tu misma naturaleza?

ARGANTE.—¿Qué me quieres decir con eso?

BERALDO.—Quiero decirte que no conozco hombre más sano que tú y que no quisiera más que tener una constitución como la tuya. La prueba más palpable de lo bueno que estás y de que tienes un organismo perfectamente sano es que, a pesar de todo lo que has hecho, no has conseguido quebrantar lo saludable de tu naturaleza ni has reventado con tanta medicina.

ARGANTE.—¡Gracias a ellas vivo, querido hermano! Y mil veces me ha repetido el señor Purgon que soy hombre muerto con que deje de atenderme nada más de tres días.

BERALDO.—Pues si no pones coto, tanto te atenderá que te enviará al otro mundo.

ARGANTE.—Seamos razonables, hermano mío… ¿Tú no crees en la medicina?

BERALDO.—No. Ni veo la necesidad de creer en ella para estar sano.

ARGANTE.—¡Cómo…! ¿Tú no tienes por verdadera una cosa establecida en todo el mundo y sancionada por los siglos?

BERALDO.—Lejos de creerla verdadera, te diré que la considero como una de las más desatinadas locuras que cultivan los hombres. Y si estudiamos la cuestión desde un punto de vista filosófico, creo que no hay farsa más ridícula que la de un hombre que se empeña en curar a otro.

ARGANTE.—Y ¿por qué no ha de poder un hombre curar a otro?

BERALDO.—Por la sencilla razón de que, hasta el presente, los resortes de nuestra máquina son un misterio en el que los hombres no ven gota; el velo que la naturaleza ha puesto ante nuestros ojos es demasiado tupido para que podamos penetrarlo.

ARGANTE.—Según eso, los médicos no saben nada.

BERALDO.—Sí, saben; saben lo más florido de las humanidades; saben hablar lucidamente en latín; saben decir en griego el nombre de todas las enfermedades, su definición y clasificación…; de lo único que no saben una palabra es de curar.

ARGANTE.—Pero estarás conforme, al menos, en que de esta materia los médicos saben más que nosotros.

BERALDO.—Saben lo que acabo de decirte, que maldito sí sirve para nada. Todas las excelencias de ese arte se reducen a un pomposo galimatías y una engañosa locuacidad que da palabras por razones y promesas por hechos.

ARGANTE.—Pues hay personas tan hábiles y cultas como tú que cuando se encuentran mal llaman a un médico.

BERALDO.—Síntoma de la flaqueza humana, no de la efectividad de ese arte.

ARGANTE.—Pero los médicos no tienen más remedio que creer en él, puesto que lo emplean en ellos mismos.

BERALDO.—Es que entre ellos los hay que participan de ese mismo error popular del cual se aprovechan, y los hay también que, sin creer en él, lo explotan. Tu señor Purgon, por ejemplo, es un hombre poco agudo: un médico de pies a cabeza, que cree en las reglas de su arte más que en las demostraciones matemáticas y que no admite discusión sobre ellas. Para él, la medicina no tiene punto obscuro, ni dudoso, ni complicado; impetuoso en sus apreciaciones, con una confianza inquebrantable y una brutalidad falta de sentido común y de raciocinio, suministra purgantes y sangrías a trochemoche, sin que haya nada que le detenga… Haga lo que haga, él no imagina que pueda perjudicarte nunca; con la mejor buena fe del mundo te manda al cementerio y, al matarte, no hace ni más ni menos que lo que hizo con su mujer y con sus hijos y lo que llegado el caso, haría consigo mismo.

ARGANTE.—Le tienes malquerencia al señor Purgon; pero tú dirás qué es lo que debe hacer uno cuando está enfermo.

BERALDO.—Nada.

ARGANTE.—¿Nada?

BERALDO.—Nada… Guardar reposo y dejar que la misma naturaleza, paulatinamente, se desembarace de los trastornos que la han prendido. Nuestra inquietud, nuestra impaciencia es lo que lo echa todo a perder; y puede decirse que la mayoría de las criaturas mueren de los remedios que les han suministrado y no de las enfermedades.

ARGANTE.—Convendrás en que hay una porción de cosas que pueden ayudar a la naturaleza.

BERALDO.—Ideas en las que nos agrada refugiarnos. En todas las épocas han germinado entre los hombres una cantidad de fantasías en las que todo el mundo ha creído porque eran halagüeñas, y lo lastimoso es que no fueran ciertas. Cuando un médico habla de ayudar, de socorrer, de aliviar a la naturaleza; cuando dice de quitarle lo que le sobra o de suministrarle lo que le falta; de restablecer la facilidad de sus funciones; de limpiar la sangre; de atemperar las entrañas y el cerebro; de reducir el bazo, normalizar el pecho, reparar el hígado, fortificar el corazón; restablecer y conservar el calor natural…; de secretos, en fin, para prolongar la vida, no hace precisamente más que narrar la novela de la medicina, dentro de la verdad y de la experiencia, no encontramos comprobación ninguna; es, como esos sueños deliciosos que no dejan al despertar más que la tristeza de haber creído en ellos.

ARGANTE.—En resumen: toda la ciencia de este mundo está encerrada en tu mollera, y tú sabes más que todos los grandes médicos de nuestro siglo.

BERALDO.—Tus grandes médicos tienen dos personalidades: si los oyes hablar, es la gente más lista del mundo; pero si los ves hacer, no hay hombres más ignorantes que ellos.

ARGANTE.—¡Ya, ya! Veo que eres doctísimo; pero celebrarla que se hallara presente alguno de esos señores para que rebatiera tus razonamientos.

BERALDO.—Yo no me dedico a combatir la medicina. Buenas o malas, cada uno tiene sus ideas, y cuanto te he dicho ha sido en el seno de la intimidad y con el propósito de sacarte de tu error. Ahora, para distraerte, te llevaría a ver una comedia de Molière precisamente sobre este tema.

ARGANTE.—¡Valiente impertinente está el tal Molière…! ¡Me parece de muy mal gusto hacer chacota de gente tan respetable como los médicos!

BERALDO.—No es de los médicos, sino de lo ridículo de la medicina.

ARGANTE.—Y ¿quién le manda a él inspeccionar la medicina? Es una necedad y una inconveniencia burlarse de las visitas y de las prescripciones y elegir un cuerpo de personas tan venerables para sacarle a escena.

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