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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

El enviado (10 page)

BOOK: El enviado
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—Detén a tus perros, Sorom. Sólo entonces te escucharemos —exclamó fuerte. Y hubo un silencio hondo tan sólo roto por el gemir del aire rasgado entre las afiladas muescas de la montaña.

Sorom dio la orden de detener el avance. La mayoría de aquellos hombres se apostaron en la nieve, atentos a la amenaza invisible. Eran perros de la guerra, acostumbrados a obedecer a un amo, aunque la mitad de ellos necesitasen protestarle. La mayor parte de la hueste eran bárbaros pertenecientes a clanes norteños del Ycter. Volgos, Auros y Thorvos de Nevada. Mercenarios y saqueadores. Baja estofa incluso para los suyos, barata y resistente. Sin embargo, soportaban con una entereza feroz la adversa climatología de aquellos lugares y se dejaría asar a fuego lento por un puñado de Ares de plata. No importaba, de hecho era un aliciente interesante que para ganarlos se hiciera necesario que otros sangrasen. Sin embargo, en esta ocasión eran sus cuerpos los que sembraban los alrededores. Se extendían en un reguero intermitente, ensartados por la puntería de Ariom en flechas elfas. Eso les había servido para respetar y temer la amenaza que aquel oculto arquero representaba.

—Basta de perder el tiempo, Sorom —apremió ácidamente el monje al gigantesco personaje que había iniciado el parlamento a voces. Sorom se volvió hacia él cansado de tanto apremio inconsciente.

—¿Aún no lo entiendes? Estamos acorralados.

—Eso es lo que me exaspera, Sorom. Con dos docenas de tus bastardos del norte y estamos aquí, encerrados como ratas en un agujero. Te pagamos para que nos llevaras hasta el Sagrado, no para que parlotees con viejos y elfos. Deja ese trabajo a los brutos que has traído contigo antes de que esas flechas acaben con todos y apresurémonos hacia el templo.

El leónida le miraba desde las alturas con un marcado atisbo de ira en sus pupilas. Las manos de los soldados de culto que protegían al apotecario se fueron por inercia a sus armas. Nadie sabía lo que podía suceder con aquél félido fuera de sí y ‘Rha estaba dando argumentos sobrados para enfurecerle por encima de lo razonable. Doblaba ampliamente en estatura al más afortunado de los bárbaros por lo que, como adversario, debía de ser un hueso más que duro de roer, a pesar de estar allí en calidad de erudito. Sin embargo, lo que más inquietaba a aquellos simples soldados no resultaban sus generosas proporciones. Lo hacía, probablemente, lo inusual de su aspecto. Son muy pocos los que pueden contar haber visto aunque fuese en los grabados que ilustran los libros a uno sólo de estos guerreros leónidas. Pocos son los que conocen siquiera el vocablo que designa a tan singular raza y menos aún los que saben que un félido es algo más que un cuerpo privilegiado coronado por una extraordinaria cabeza de felino con la que suelen superar con generosidad la difícil barrera de los dos metros de estatura. Tener la certeza de saber que aquel impresionante y sombrío personaje quizá no precisara de las armas que portaba para desmembrar a ese clérigo oscuro le hacía aún más respetable y digno del temor.

—No me gusta que me digan cómo he de ganarme el sueldo—. La voz de Sorom había adquirido una tonalidad agresiva.

—¡Entonces haz aquello para lo que has sido contratado! —concluyó con energía tambaleándose sobre la silla de montar de su caballo. Aquella augusta faz de león se había contenido por última vez.

—¡¡Asqueroso engendro!! Maldito gusano podrido y nauseabundo —montó en cólera sin atender, sin ni siquiera dedicar un fugaz atisbo, a los guardias más temerarios que no dudaron en desnudar sus aceros ante su amenazante tono—. ¡No tienes idea de quienes nos acosan ¿verdad?! Habéis pasado demasiado tiempo recluido entre los pútridos muros de esos santuarios malditos que levantáis, prodigando perfidias a vuestra zorra divina. ¡Sois estúpido, humano, además de pervertido! Esos no son viejos ni elfos cualquiera. ¡Maldita sea! Es el Shar’Akkolôm
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quien nos apunta con su arco. Es al mismísimo Guardián del Conocimiento a quien llamas viejo con tanta gratuidad. Pero ¿qué pretendo creer? Ni tú, ni tu estúpida hueste de escoria servil tenéis el atisbo de lucidez necesario para saber que cien pasos no serán nunca suficientes si detrás de vuestra cabeza apunta un arco silvanno o si una Virgen del Dragón sostiene su báculo. Y te aseguro, maldito perro faldero de Kallah, que, en este lugar que profanamos esos no son los más graves de nuestros males.

—¡¿Cómo osas, mercenario...

—¡¡Silencio, bastardo!! —bramó—. Te guste o no, sigo al mando de esta expedición y se hará lo que yo ordene—. El tamaño terrible de sus fauces, como espinas de marfil, asomaban a cada pliegue de sus labios. Aquello heló la sangre del más bravo. El félido no dejó de hablar en aquel con tono que no ocultaba su desprecio ante aquella reunión de monjes liderada por ‘Rha—. Si mis métodos no os satisfacen, Monseñor, os ruego que presentéis las quejas a vuestros superiores. A los mismos que consideraron que mi presencia era «insustituible» en esta expedición. Quizá ellos puedan daros explicaciones oportunas. Y quizá yo aproveche para exponer mi parecer sobre vuestra aportación a esta empresa—. El clérigo se mordió los labios y se tragó su orgullo envenenado. El leónida tenía las de ganar si continuaba arremetiendo contra él.

Desde su avanzada posición, Sorom elevó la mirada hacia las cumbres hasta descubrir difuminadas entre las nieblas y aún en la distancia. Vislumbró cómo la silueta afilada del antiguo templo del Sagrado desafiaba al tiempo y a la leyenda desde su escarpada ubicación.

—El santuario no está lejos —anunció regresando a una aparente calma—. Si tú y tu curia de lacayos queréis vivir lo suficiente como para llegar hasta él, callaos y haced lo que os ordene. Ten por seguro que vamos a necesitar más hombres de los que imaginas, ‘Rha.

El siniestro monje estaba fuera de sí pero conocía muy bien su desventaja. Odiaba a aquel buscador de artefactos con todo el odio del que podía hacer acopio, pero necesitaba los inestimables servicios que sus conocimientos arcanos les proporcionarían más adelante. Mal que lo quisiera, tampoco podía obviar las habilidades y méritos por los cuales se había ganado una increíble reputación a ojos del Culto. Por descontado, tampoco podía prescindir de esa panda de brutos mercenarios del norte que había traído consigo, por muy malgastados que los considerara a manos de aquel arrogante leónida.

El Culto estimaba la ayuda de aquel enorme félido a pesar de sus críticas. Después de este trabajo la estimaría aún más, por mucho que ello le envenenase la sangre. Así que había de andarse con cuidado. Quizá hubiese otro momento para la venganza. Quizá cuando todo concluyese. Cuando el Sagrado estuviese en poder de los Arcanos Lictores y Criptores de su Diosa. Cuando el Cáliz cumpliese su objetivo y trajese al Némesis Exterminador desde lo más profundo del Pozo para convocar a las legiones. Entonces, el principio del fin de una Era dejaría de ser un sueño profético acaso inalcanzable. Tal vez, entonces, aquel irrespetuoso infiel, aquel odioso desenterrador de antiguallas pudiera ser castigado como se merecía.

—Voy a acabar con esto de una vez. ¡Traedme a la niña! —solicitó el leónida. El monje aguardó con un escaso indicio de paciencia.

De las manos de uno de aquellos recios hombres del norte Sorom recogió un pequeño fajo de pieles envueltas que acunó enterrándolas en su amplio abrazo. Por un momento, un leve gesto de dulzura asomó a su augusta faz de león recubierta de partículas de hielo y nieve. Dentro de aquél pequeño receptáculo de piel, como una codiciada perla, dormitaba ajena e inocente a cuanto sucedía una pequeña niña. No era más que un diminuto y gordito bebé de pálida piel cuyas orejas, como las velas triangulares de un navío, se apuntaban hacia arriba aún en una pequeña y rechoncha mueca de lo que serían más adelante. Su rostro despedía esa paz casi de otro mundo que parece habitar en todo durmiente. Probablemente hubo de ser eso lo que arrancara al impávido leónida un gesto de tregua en aquel semblante bestial. Pero el milagro se desdibujó con la misma fugacidad con el que había aparecido.

Alzando el delicado petate frente su testa leonina lo mostró al frío soplo del viento y a los ojos que debían de estar observando tras las grietas salientes, veladas por las nieblas y vahos ante su mirada.

—Ofrezco un cambio, Rexor. Entrégate y devolveré la hija de la hechicera —anunció. Aunque sus ojos no vieran a nadie sabía a la perfección que le observaban—. Acepta. O el bebé morirá.

—Äriel. Tiene a tu hija —exclamó Ariom volviendo su rostro desencajado hacia la sacerdotisa elfa. Los ojos de ésta evidenciaron sin dilación la amarga noticia. Saltando de su escondite se puso a la altura del arquero y contempló la escena que se sucedía entre la nieve y el vendaval a unos cientos de pasos de allí. El enorme félido aguantaba sobre su pecho el pequeño envoltorio de pieles que ella reconoció sin equívoco.

—¡Hergos Todopoderoso! ¡¡Es Äriënn!!

—Äriel... —se apresuró a sugerir el arquero—. ¿Y... si es una trampa? No sabemos si lo que hay bajo esas pieles es en realidad tu pequeña.

—Lo es, Asymm’Shar. Créeme. Puedo sentirla—. Ariom estaba demasiado acostumbrado a la certeza de las corazonadas de su bella compañera como para cuestionarlas en aquel momento. Bastó aquella sospecha para que él la convirtiera en una seguridad.

—Si no hay otra opción… acabaré con él a un gesto tuyo.

—No es buena idea, Ariom. Sé que Sorom no pretende hacerle daño. Solo quiere tomar ventaja de su situación —argumentó la Virgen Dorai con extraña calma en sus palabras—. Pero si él cae, no puedo asegu0rar que esos clérigos de Kallah sean tan generosos.

—Comprendo —suspiró el elfo—. Basta de pantomimas. Ha llegado el momento de dar la cara. Prepárate, hermana.

—Rexor ¡Mira lo que tu cobardía está obligándome a hacer! —continuó el félido. ‘Rha seguía dudando de la utilidad de todo aquel teatro—. No quiero hacerle daño, Rexor; pero no puedo permitir que te interpongas de nuevo. Tu actitud te hará cómplice de una desgracia que yo no deseo. ¡Vamos, da la cara de una vez! —Sorom barría con la mirada aquel escenario neblinoso y ártico sin que nada delatase movimiento.

Todos sus hombres estaban nerviosos. Allí, en mitad de ningún lugar, arrasados por el frío y hostigados por un enemigo invisible. Habían descubierto amargamente que aquellas flechas eran capaces de encontrar las fisuras en la muralla de escudos. Sus rostros barbados y agrestes, cuajados de señales y pinturas de guerra, no se atrevían a asomarse más allá de la inútil protección de sus defensas. Se miraban entre ellos, temerosos, exhalando nubes de vaho de sus pulmones a un ritmo feroz y confiando que aquel fantasma que les escupía los venablos eligiese a otro en su lugar.

Sorom estaba a punto de agotar su última carta. Sólo aquel castigado gemido del viento acuchillado por las grietas de la montaña rompía el hosco y tenso silencio. Quizá, ni aún aquella amenaza fuese suficiente para desenmascarar a su rival.

Pero entonces... el fantasma dio la cara.

Los ojos de aquella hueste no hubiesen reparado en esa imagen si uno de los thorvos no hubiese alertado a todos. Apuntaba con su dedo crispado entre la niebla y gritaba un nombre en la lengua ruda de las montañas. ‘Rha comprobó como la agrupación de bárbaros se agitaba como un solo hombre. Estaban impacientes por actuar. Miró atrás, a sus escoltas y les indicó con un gesto que aprestaran los arcos. Aquellos soldados de culto comenzaron a obedecer. Sorom se percató de aquellos sutiles movimientos a su espalda que pretendían pasar inadvertidos. Pronto comprendió las intenciones de aquella pandilla de monjes impertinentes. Con voz queda, quizá solo para los oídos de ‘Rha, lanzó su amenaza sin apenas volver el gesto.

—Si alguno de tus hombres actúa sin mi permiso, Monseñor, haré que mis thorvos los destripen y tú correrás la misma suerte. El descuento en mis honorarios si ninguno de vosotros regresa, creedme, es un precio que puedo permitirme.

‘Rha maldijo en silencio a aquel félido y a los ojos de debía ocultar a su espalda... De mala gana, ordenó a sus hombres que regresaran las flechas a los carcajs.

Por entre la densa cortina de polvo helado empezó a dibujarse una figura que caminaba a paso tranquilo y calmado como si el número de aquella tropa carnicera ni siquiera le perturbase. Empuñaba un bastón largo, un báculo, cuyo extremo ornamentado brillaba entre las miles de partículas de nieve levantadas por el viento feroz de las cumbres. Sorom supo enseguida que no era Rexor, de eso no cabía duda.

La sombra pronto dibujó sus perfiles y siluetas ante la mirada inquieta de aquellos hombres que la esperaban como a una revelación. Äriel vestía los exóticos hábitos Dorai de las Vírgenes del Hergos, padre de la Magia, el Dios-Dragón. Su cuerpo delicado se movía al compás sinuoso de sus pasos con una cadencia exquisita. Mostraba una figura que avanzaba en una evidente posición de recelo mientras les apuntaba con su báculo. La oscura y larga cabellera de ébano de aquella hermosa elfa se escapaba por entre los bordes de la adornada caperuza blanca en la que terminaba su capa armiñada. Le cubría la cabeza ensombreciendo de misterio sus cincelados rasgos. A cierta distancia de la partida, la hechicera se detuvo. El invisible enemigo parecía mostrarse sin pudor y el grueso de bárbaros hizo el amago de atacar. Al menor movimiento de sus hombres Sorom se volvió hacia ellos rugiendo una orden en su áspera lengua del norte. Los bárbaros se detuvieron como cachorros amonestados por su furioso amo, clavados en el sitio. Se les escuchó refunfuñar entre dientes, pero no avanzaron más. Sorom regresó los ojos a la elfa. Apenas una leve tensión en su mirada advertía que la hechicera se había preparado para recibir la embestida de hombres. Sorom quiso aparentar serenidad ignorando que el enemigo que tenía en frente, a pesar de la fragilidad de su imagen, era un rival que no debía infravalorar.

—Äriel... —la nombró con su voz poderosa y grave—. Dulce es encontrarte en estas asoladas tierras... pero no es a ti a quien busco, me temo.

Ella le aguantó la mirada al león. Incluso ‘Rha desconfió ahora del aplomo de aquella exquisita hembra que se atrevía a encararse a toda aquella hueste de salvajes en solitario.

—Deja a mi hija, Sorom. Yo acepto tu oferta —dijo con una firmeza en su voz que hacía olvidar su habitual tono dulce —Si le haces daño, morirás aquí y ahora—. Sorom tomó en serio aquella advertencia, pero decidió apostar fuerte en aquella negociación. Tratando de aparentar indolencia, desanudó el capazo que envolvía a la pequeña y permitió que su madre comprobase el aspecto de su diminuta prisionera. Una hermosa niña de finísimos cabellos blancos se escondía bajo los fajos de pieles y gruesas mantas que la abrazaban. Su aspecto era sano y estaba despierta. Aquellas manillas torpes trataban de agarrar el aire frente a ella, ignorante de su suerte. Aquello produjo realmente el efecto buscado por el mercenario. La voluntad de Äriel pareció quebrarse ante la visión de su hija, pero trató de mantenerse firme.

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