Un calor insano recorrió el cuerpo de aquella Virgen de Hergos. ¡¡Äriënn!! ¡Aquel bárbaro aún podía estar allí! Un dolor por encima de lo concebible inundó a la sacerdotisa que suplicó por que aquel hombre del norte hubiese podido ponerse a salvo. Pero estaba demasiado próxima a aquel matadero. Una señal de alarma le indicó que estaba en grave peligro. Antes de darse cuenta tenía aquella rugiente cabeza de dragón lanzando un torrente de magma sobre ella.
Äriel alzó sus brazos desesperados y una muralla de hielo se levantó frente a ella deteniendo el mortal caudal de fuego que se le venía encima. A duras penas salió fuera del alcance de las llamas que tropezaron sobre aquel mágico muro hasta convertirlo en agua. Aquella nueva presa y sus sorprendentes habilidades robaron la atención del anciano dragón. Pronto olvidó al resto de sus víctimas que continuaron corriendo.
Ariom perseguía a la carrera a uno de aquellos bárbaros. Su preciado equipaje le había salvado de ser atravesado por una de sus lanzas o flechas. Le llevaba ventaja pero la agilidad de Ariom le hacía más moverse más rápido. El mercenario supo que antes o después le atraparía. Por eso buscó refugiarse entre la arboleda cercana. Gran error. Nadie escapa de un elfo a la sombra de un bosque.
La cobertura de los árboles dio momentáneamente tranquilidad al perseguido. Era corpulento y pesado. En otras circunstancias aquello habría sido una ventaja. Huyendo de un elfo se convertía en un serio obstáculo. Sus pulmones le quemaban como ascuas encendidas y la pesada armadura de pieles era un duro lastre que cargar. Aún así, continuó corriendo un buen trecho hasta que su recurrente mirada a la espalda dejó de encontrar al cazador tras de sí. Resollando, comenzó a aminorar su marcha. Pronto sus piernas no pudieron dar un paso más y hundió las rodillas en la nieve ártica que alfombraba aquella arboleda.
Los sonidos se habían detenido. Ni siquiera escuchaba a sus compatriotas por los alrededores. Se sintió lo suficientemente seguro como para apartar a aquella criatura de su pecho. El bebé lloraba desconsolado. Había sido su salvoconducto durante su esforzada huída pero aquellos lloros ponían en peligro su escondite. Delataban su presencia en aquel bosque. El elfo podía haber sido despistado, pero seguramente no era sordo. Tenía que poner fin a aquel llanto.
Los fornidos brazos del guerrero pusieron aquel paquete en el suelo. Por un instante dudó entre dejarlo allí y desaparecer o hacerle callar de algún modo. Había gastado demasiadas fuerzas en ganar aquella distancia. Apenas podía dar un paso. El remedio tenía que ser más contundente. Echando mano a su cinto, sacó el pesado martillo de guerra que pendía de él.
Surgió de las sombras. Como si hubiese sido alumbrado por la misma tierra de aquel bosque. No pudo haberlo visto acercarse. Cuando tuvo certezas de su presencia ya tenía una lanza incrustada en su pecho. En el otro extremo había un elfo que le miraba directamente a sus ojos mientras retorcía el asta desgarrándolo por dentro.
El coloso bramó de dolor, rompiéndose la garganta en el esfuerzo, pero seguía en pie y aún parecía tener fuerzas suficientes para levantar su martillo. Ariom extrajo la punta de un enérgico golpe y volvió a hundirla en aquel tronco de roble. El aullido esta vez fue feroz. Casi sin tregua repitió la maniobra. Pero en esta ocasión le enterró la afilada moharra hasta la madera atravesándole el cuello. Solo un débil gorgoteo se escapó de aquella garganta quebrada. Los ojos del gigante se volvieron y al fin. Las rodillas le flaquearon haciéndole caer a plomo. Ariom respiró hondo cuando vio al bárbaro exhalar el último aliento de su cuerpo. Sólo entonces se atrevió a darle la espalda y agacharse sobre el desconsolado cuerpo del bebé. Un rápido examen revelo que Äriënn solo estaba asustada.
—Ya está pequeña. Pronto regresarás junto a tu madre.
Entonces Ariom recordó algo. Algo terrible. Algo que no debería de haber pasado por alto. Cuando un espantoso rugido inundó aquellos bosques, ni siquiera dudó a quién pertenecía.
...Apenas había cesado el abrasador baño. Apenas se había aclarado la escena de los humos y vapores de la exhalación, cuando la oscura silueta dio paso a una nueva terrible embestida, esta vez, de los espolones en sus garras. Äriel apenas tuvo tiempo para interponer su bastón y activar su protección mágica. Aquella invisible barrera no pudo evitar que su protegida saliese nuevamente despedida. Afortunadamente la magia evitó que fuera despedazada por aquellas espadas de marfil. Äriel rodó sin control. El señor de los Ennartû no aguardó ni mostró clemencia. Lanzó su dentellada brutal contra la hechicera.
Un frío y dentado acero penetró la negra coraza que era el cuerpo de aquella bestia. Un dolor eléctrico cercenó aquél cuello largo y placado, obligando a su dueño a doblarse y bramar de dolor. La herida se abrió en su carne, rasgando. Por primera vez en siglos su sangre espesa comenzó a manar. Eso frenó la dentellada y forzó al rey de reyes a tornarse en una nueva dirección. Anhk-Ahra se revolvió con ira renovada hacia su atacante. Allí distinguió a la perfección a otro insignificante hombrecillo. Entre su parafernalia de batalla había unos adornos que parecían provocar a conciencia su cólera.
La capa de paño que el lancero vestía sobre sus abrigos estaba sujeta a su espalda por unas llamativas hombreras, ciertamente inusuales. Aquellas no eran de metal o cuero, como hubiera resultado esperar. Por el contrario eran las mandíbulas superiores y las cornamentas incipientes de un par de crías de su especie. Resultaban lo bastante pequeñas como para servir a tal efecto. Ni siquiera se les había desprendido de su piel coriácea, de una tonalidad antaño verde esmeralda y que el tiempo había empalidecido.
—¡¡Äriel!! Tu hija. La he dejado en la arboleda—. Ella quedó desconcertada. Apenas se había repuesto de aquella embestida de ariete y Ariom parecía haber surgido de entre las sombras para decirle que su hija estaba sana y salva, cuando ella ya la hacía en las tripas de la bestia. Apenas pareció reaccionar a la sobrecarga de información.
—¡¡Vamos, hermana!! No sé cuánto tiempo podré entretener a esta bestia.
Ariom se apresuró a colocarse el yelmo cimerado sobre sus cabellos. De un fugaz movimiento ocultó su delicado rostro de elfo tras la máscara del visor. Sus ojos brillantes se perdieron tras el telón de acero de aquella careta de metal ornamentado, contemplando con un aplomo heroico cómo aquella bestia colosal se le venía encima. No existía la más remota posibilidad de sobrevivir al ataque de una criatura con semejante tamaño y poder. Pero el cazador se preparó como si quien cargara contra él fuese una de sus habituales piezas. El suelo crujía bajo sus inconmensurables zarpas. Como si aquellos ancianos picos, testigos de la creación del mundo, fuesen a venirse abajo tras las sacudidas feroces de tan poderosas pisadas. Afianzó su tremendo escudo en su muñeca. Era toda una suerte que fuese tan liviano a pesar de su tamaño. Empuñó la lanza y...
La sacerdotisa Dorai se apresuró en su huida sin atender a la suerte del cazador, tal y como él quería. El Señor de los Dragones Ennartû había iniciado ya la carrera y ella se había salvado con mucha suerte de ser atropellada por sus descomunales garras. Con todo el dolor de su alma le dejó solo y trató de alcanzar aquella arboleda lo antes posible. Quizá con suerte pudiera regresar a tiempo para sumarse a aquella batalla suicida.
Las zarpas golpearon en la nieve pero el golpe resonó como si se hubiese desplomado la misma pared de la montaña sobre su cabeza. Aquellas garras, como los espolones que arman los navíos de guerra, hendieron el terreno penetrando en la corteza terrestre hasta herirla de muerte. Mucho peor resultado hubiese sido haber impactado sobre el cuerpo del cazador elfo que esquivó la embestida en un alarde de agilidad. Si la bandeja de la balanza se hubiese decantado en otra suerte suerte, ahora alguien se estaría entreteniendo en despegarlo de entre los dedos del dragón.
Ariom conocía bien sus puntos fuertes y sus debilidades. Sabía de sus destrezas, las cuales le habían procurado un muy merecido prestigio en su singular ocupación. De la misma manera también confiaba en tener su oportunidad ante una bestia como aquella. Sin duda era un ejemplar soberbio, todo un emperador de dragones. Digno de portar la monstruosa leyenda que ondeaba a sus espaldas. Así, la sensatez le recomendaba permanecer a cierta distancia. Poner, así fuese posible, naciones y reinos de por medio. Era su veteranía en estas lides la que le advertía que su única posibilidad de sobrevivir residía en mantenerse cuanto pudiese lo más cerca posible del poderoso
animal. Y lo más cerca posible era estar bajo su panza.
Con aquellas desproporcionadas dimensiones, Anhk-Ahra podía alcanzarle antes de que él tan siquiera pensase hacia dónde irían a parar sus pies. La única salida era convertir su aparente desventaja en un aliado y utilizar su pequeñez ante su siniestro adversario para colarse entre sus patas y ponerse bajo el gigante alado.
El salto evitó que las garras lo destrozaran, aunque no bastaron para impedir completamente el área de efecto de tan descomunal golpe. El aire levantado por la acometida lo elevó sobre el suelo obligando a prolongar su vuelo de manera incontrolada varios metros más de los calculados. Aterrizó sobre la blanda frialdad de la nieve. Primero sobre sus brazos, interponiendo el dilatado escudo antes de colisionar. Únicamente hubo tiempo para volverse.
Por un instante, la visión en las pupilas del elfo se oscureció. El cielo se cubrió de brillantes escamas de ébano fulgurante, una impenetrable coraza de obsidiana viviente. La musculatura tensaba y contraía unos miembros pocas veces contemplados por el ojo humano. Gigantescos como las montañas que acogían el fatal duelo, pertenecientes a una criatura sobrenatural. En aquel fugaz vistazo, una idea imposible apartó muchas otras al pasar. La gesta a la que se enfrentaba era tan descabellada como un marinero y su barca que retan a muerte al huracán.
Un alarido espantoso cruzó los picos afilados revestidos de blanco, silenciando al viento. Las fauces se contrajeron en una mueca terrible antes de que la formidable bestia se irguiese sobre sus robustas patas traseras y mirase desde las alturas al insignificante elfo. La adrenalina reemplazó a la sangre en sus venas. Un sexto sentido advirtió al lancero del inminente peligro. Una chispa delatora anidaba en las inalcanzables pupilas del reptil. Una marca, reveladora y siniestra, que anticipaba no sólo el hecho, sino la intención misma. El cuello del dragón se agitó, como se agita el cuerpo ante una arcada. Las tremendas estacas de su mandíbula abrieron paso al vómito letal. Una cascada de magma surgía de las entrañas de la poderosa criatura precipitándose desde las alturas. La tierra se estremeció como si el fuego la abrasase, igual que quema y duele contra la carne viva. Ariom corría con los músculos de sus piernas exhalando vapor cuando el terrible aliento se estrelló tras él consumiendo lo incombustible. Y aún, a pesar de sus reflejos y la potente carrera, sintió el calor tremendo que dejaba atrás. Las altas temperaturas lo envolvieron como un paño invisible y asfixiante. El aire a su alrededor se volvió irrespirable. Como una ola, aquél vaho agobiante le perseguía a una velocidad que pocas piernas fuertes y rápidas pueden igualar. La mezcla de vapores se hacía espesa ante su rostro. El tacto frío del aire se mezclaba en una proporción desigual con la tormenta viciada y tórrida levantada por el vómito de fuego. Súbitamente, una sombra inabarcable se dibujó a su espalda, una sombra que crecía sin parar y las delatoras pisadas resonaban atronadoras a su espalda. El dragón le perseguía.
El Shar’Akkolôm no gastó esfuerzo en volver la mirada. No quiso verlo. El corazón golpeaba su pecho como el puño de un preso la jaula que lo aprisiona. Los ojos se le salían de sus órbitas a medida que la gigantesca sombra aplastaba árboles en su carrera y alcanzaba incluso la pared rocosa que tenía frente a sí. Suplicó a los dioses llegar antes de que la dentellada del gran rey pusiese fin a tan cruento juego.
Los ojos de Ariom buscaron con precisión un lugar a donde dirigir su siguiente movimiento sin que éste acabase entre las fauces o las garras del poderoso dragón que le seguía. Una grieta, un saliente, un instante de respiro que le permitiese algo más que unos segundos para programar el próximo movimiento. Demasiado pequeño. Demasiado alta. Poco profunda. Inestable... Los metros se consumían con una lentitud pasmosa. Esa misma dilatación que sufre el tiempo cuando algo nos angustia. Sin embargo, todo aquello sucedía a un ritmo vertiginoso. Apenas si le proporcionaba un segundo que gastar en la duda o la indecisión. La pared estaba demasiado cerca. El coronado dragón... ¡sus pisadas retumbaban como si el cielo se estuviese desplomando a sus pies! Demasiado cerca, también. Demasiado cerca...
¡¡Aquí!!
A toda velocidad el cuerpo del ágil elfo se escurrió y plegó como un muñeco maleable encajándose entre los pliegues de la roca. Se embutió como la pieza última del rompecabezas en una grieta abierta en la montaña. Cerró los ojos y se protegió. Conocía lo que ahora iba a suceder. Sin respiro, apenas unos segundos arañados al tiempo, las descomunales uñas de la bestia golpearon la roca y todo alrededor tembló y se quebró con una sacudida salvaje.
Tampoco Ariom dilató por mucho más la reacción. Aprovechando aún el polvo y el desorden de la furiosa acometida contra la roca, el elfo salió de su recién habitado escondite. Corrió entre los tremendos pilares de músculo y coraza escamosa que eran las patas del dragón. Por un instante, Anhk-Ahra quedó desconcertado. Tal vez no esperase tan rápida huida, quizá menos aún en tan temeraria dirección. Siempre resulta turbador ver al cordero correr hacia el matadero. Aunque, lo cierto es que las pupilas avezadas del cazador silvanno habían tenido el tiempo y la fortuna de atisbar un posible camino de huida. Antes de refugiarse en el socorrido abrazo de la piedra, Ariom divisó a unos metros de escalada sobre la rugosa superficie de las montañas una abertura que delataba el acceso a una gruta. Tal vez sólo una grieta algo más profunda. De ser así, sobre seguro se convertiría en su sepultura. Pero no había más opción que el riesgo. Su tiempo en este mundo estaba contado y sentenciado de igual manera si permanecía en el frío exterior. Girándose en redondo y desprendiéndose del escudo, el cazador de dragones volvió sobre sus pasos y se encaramó en la piedra cuajada de salientes.
«¿Por dónde?» Su cerebro, como una máquina de precisión planteaba a una velocidad desorbitada el peligroso e incierto camino a seguir. Sus brazos y piernas, impulsados por el nervio terrible y el coraje de acero, iban de una roca a otra con una destreza insuperable. No esperaba vivir lo suficiente como para coronar su ascensión. No obstante, sus dedos ensangrentados posaron las yemas sobre el saliente que daba paso a la entrada de la cueva. Como un gamo se irguió de un salto y miró a su adversario. Encontró la ornamentada testa de Anhk-Ahra a sólo dos palmos. Un oportuno salto hacia atrás le hizo penetrar en el agujero abierto en las montañas y evitó que fuera despedazado por los afilados colmillos de la bestia, igual que un vulgar muslo de ave.