Velguer, sin alzar la cabeza chasqueó con fuerza los dedos, señal ante la cual habría de irrumpir en la sala un monje portando el Cáliz en una bandeja dorada sobre manto púrpura y acercarlo hasta el sombrío pontífice. Como ocurrió.
Ossrik no emitió comentario alguno cuando tuvo la brillante copa a la altura de su mano. La joya resplandecía como si generase luz propia. Era hermosa, de trazo limpio, sin mucho ornamento. Una pieza fina, elegante. Inspiraba algo de temor saber que el mito se había hecho carne ante sus ojos y que de alargar los dedos, aquellos rozarían su milenaria existencia y el tiempo se fundiría en un instante, perdiendo el sentido real entre el pasado remoto y el futuro lejano. Sus ojos, por el contrario, delataban la excitación de aquel instante y se iluminaban con un deleite insano.
Entonces, como buitres hambrientos, se acercaron desde atrás los Arcanos agitando sus vestiduras sangrientas como un mar enfurecido que se despeñaba en un oleaje caótico de voluminosos pliegues y extensos velos. Se tornaron sobre la pieza como si ésta fuese carroña de la que desgajar el trozo más suculento. La observaron con la avidez de una bestia tras la red que velaba sus rostros mitrados. Sorom tuvo que contener unos celos inconfesables cuando aquella infernal bandada de cuervos se precipitó sin ningún control ante el Sagrado, rozando con sus manos huesudas de larguísimas afiladas uñas, como zarpas, el legendario perfil de la pieza.
Uno de ellos se volvió hacia el jerarca y le susurró algo al oído al tiempo que el resto regresaba a la compostura y a su hierática formación junto al trono. Ossrik hizo un gesto a su ayudante de cámara y éste prorrumpió en una estentórea proclama.
—¡El día grande de la venganza está próximo! —anunció a la concurrencia. El salón respondió al unísono de manera mecánica con una palabra cuyo significado se escapó al félido—. ¡La hora del Imperio agoniza! —añadió seguidamente, a lo que el auditorio respondió con otra inteligible frase.
Sorom se percató que tanto ‘Rha como Velguer, con sus cabezas sumisas, se sumaban a aquellas respuestas preparadas como parte de un ritual. Él era el único que parecía estar allí fuera de todo lugar.
—¡Instauraremos nuestro lugar y la Profecía se hará carne! ¡¡Y la Muerte caminará entre los hombres por siempre! —El chambelán desencajó en un gemido la última palabra. Su tono había elevado preso de una repentina agitación. Y como si ello fuese la gota que desatase el delirio, la soldadesca desenvainó sus aceros y gritaron poniendo los cabellos de punta al poderoso buscador de artefactos que imaginó, en ese estado febril, se lanzarían sobre él a hacerlo pedazos. Para su fortuna no ocurrió nada de eso y sólo unos instantes después, como se evaporan los efectos del alcohol ante el agua helada, los hierros volvieron a sus vainas y todos regresaron a sus posturas rígidas y artificiosas. De nuevo vino el silencio. Todo aquello empezaba a inquietar severamente a Sorom. Ossrik, con un gesto llamó de nuevo a su interlocutor y le habló en secreto.
—Su Excelsa Voluntad desea que se levanten —anunció presto el legado. Aliviados de dejar tan incómoda posición los tres obedecieron y tuvieron la libertad de mirar directamente al sumo pontífice. Aquél susurró de nuevo algo que el nuncio, presuroso y obediente, se aprestó a poner en conocimiento de la sala.
—Su Excelsa Voluntad me comunica que se halla gratamente complacido ante tales progresos. Solicita encarecidamente que aguardéis en calidad de invitados en el palacio de su Voluntad hasta que podáis ser recompensados debidamente. Arüh-Kallahves, Neffary.
—Arüh-Kallahves, Su Voluntad —respondieron ellos con suma reverencia al tiempo que se aproximaba un pequeño séquito que habría de acompañarles fuera de los Salones principales del Templo Máximo. Lentamente se acercaron al pontífice y besaron sus pies antes de ponerse en camino.
Sorom se retrasó hasta el último lugar. No le hacía ninguna gracia besar los pies de aquel individuo así que tras una deferente inclinación de cabeza se colocó su emplumado sombrero y se encaminó en dirección a las puertas de salida. Pensó que lo peor había pasado, pero apenas si había avanzado un par de pasos escuchó al ministro pronunciar su nombre. Sorom se volvió sin delatar su creciente angustia. Ese no resultaba, precisamente, el mejor lugar donde probar su testarudez. Pero conocía la dureza de su carácter y sabía que le sacarían muerto antes de obligarlo a rebajarse ante nadie. Entonces miró el recargado trono e intentó no pensar en cómo quedaría su espléndida cabeza colgando sobre él.
—Su Grandeza… —respondió Sorom lo más cordial que pudo aflorar la voz de sus cuerdas. Sin duda, aquel temple era de acero y sus nervios habían sido testados en mil batallas.
—Maese Sorom. Su Magna Voluntad desea saber por qué no rendís pleitesía a su persona. El protocolo... lo exige, Señor—.
—Con todos mis respetos, Milord, pero yo no pertenezco a vuestra orden. Vuestro rango no me implica en absoluto. Tampoco vuestro protocolo. Ante lo cual, no tengo nada que rendir a vuestros pies—. El aire se enrareció al instante y la tensión se volvió tan palpable que pudo cortarse como un fiambre. El Chambelán replicó airado sin que sus palabras respondiesen a la voluntad del pontífice.
—¿Qué clase de osadía arrogante es ésta? ¿Cómo os atrevéis? ¡En su presencia! Bestia deslenguada. Plebeyo cretino, ¡Arrodillaos ante la Voluntad de la Señora!
—Señor, no he realizado un viaje cargado de penalidades —le manifestó con evidente malestar el félido al sumo pontífice, ignorando al interlocutor —no me he jugado la vida, he soportado la insufrible compañía de vuestro reverendo sacerdote ni os he traído hasta aquí la más valiosa de las leyendas Jerivha para ser insultado por un loro parlanchín. Por esta alcahueta que no dudaría en vender a su madre a cambio de un venerable salivazo de vuestra Abrumadora Voluntad. Sabed que soy un profesional al que se le encomendó una misión imposible y que ha regresado con éxito. No esperaba trompetas y festejos, pero ¡Por los Dioses! Tampoco las sandeces de vuestro entrenado lacayo. Si he venido a esta casa para que se me insulte, al menos tened la decencia de insultarme vos mismo—. Incluso ‘Rha que se había detenido a medio camino de la salida admiró en aquellos instantes de tensión la osadía de aquel félido.
—¡Arrodillaos! ¡Arrodillaos o lo lamentaréis! —bramaba el Chambelán enrojecido de ira.
—Con mis disculpas, Milord —arremetió el félido, suponiendo que tras lo dicho poco más podía empeorar su situación allí—. Antes me dejaría desollar vivo que arrodillarme ante un humano—. Y echó mano a su desproporcionada espada que jamás llegó a aflorar de su vaina. Nada más intuir aquél gesto la guardia, incluidos los temibles Inmortales, empuñaron las suyas. Eso congeló la mano del félido alrededor de la guarnición de su sable. La desventaja se tornaba en dirección al félido. No en vano se hallaba en las entrañas de la bestia.
—Maese Sorom... —la voz se escuchó calmada, llena de tranquilidad frente al vendaval que arreciaba hacía sólo unos instantes. Una voz tenebrosa que obligó a toda la concurrencia a prestarle atención desatendiendo cualquier otro asunto. Era la voz de Ossrik, Portador de la Voluntad de la Señora—. Acercaos. No os lo rogaré delante de mi propia corte—. Sorom entendió que aquél punto era el máximo de bravuconadas permitidas. Continuar aquella actitud llevaría a una muerte sin remedio y tampoco su orgullo valía tanto. Obedeció.
—Tenéis agallas. Ese es un mérito escaso entre quienes me rodean. Pero no sois muy listo, no. Despellejado vivo antes que sumiso. Si ordenase que se cumpliesen vuestras palabras no tardaríais un minuto en maldecir vuestra lengua—. Lord Ossrik indicó con un inequívoco gesto a la concurrencia que abandonara la sala.
Lo hicieron todos, monjes, consejeros y ministros, siervos y soldados. Tan solo permanecieron en su puesto, bajo sus siniestras máscaras, así fueran inmunes a los deseos de su señor, los miembros de la élite de la Legión Inmortal que custodiaban el trono. Tras el solio pontificio, el telón que suponían las veladas figuras de los Arcanos tampoco se movió. Aquel salón inmenso quedó en completo silencio, como el de un sepulcro. Un silencio hosco y pesado que oprimía el pecho.
Sorom se sentía inquieto. Inseguro en aquel lugar. Fue entonces cuando escuchó de nuevo aquella voz amarga y malévola que antes no reconociese. Pertenecía a uno de los velados rostros de aquella siniestra cohorte que eran los Arcanos. Había surgido de los insondables secretos que se escondían tras las mitras enrejadas. Y sonaba cargada de sarcasmo.
—Verdaderamente sois el más indicado para nuestros planes... Maese—. Sorom pudo tan solo distinguir unos leves movimientos de pliegues en las telas del Lictor.
—Eres el mejor en la materia... —añadió una segunda voz, aún más amarga y cansina que la anterior—. Nosotros te elegimos.
—El mejor... después del Señor de las Runas, por supuesto —aclaró una nueva voz que compartía con aquellas su marcado tono hiriente.
—Por… supuesto —susurró para sí el félido con amarga repugnancia. Ante él se hallaba la verdadera cúpula del Culto. Aquellos hombres sin alma, de rostros velados y ampulosas togas sangrientas. Aquellas voces anicientas y rebosantes de malignidad eran los últimos hilos de la marioneta. Incluso Ossrik, que había sido elegido por ellos, habría de responder ante el tribunal de los Arcanos.
—Parecéis ser todo un experto—. Se dirigió a él un nuevo criptor que al separar sus manos dejó ver su carne cenicienta y arrugada—. Algunos de nosotros... albergábamos... nuestras dudas...
—Pero hemos sido convencidos con evidencia... —concluyó esta vez la segunda voz avanzando hasta coger con sus dedos huesudos de largas uñas la copa que llamaban el Sagrado y alzarla sobre su oculta mirada—. Con... exquisita evidencia...
—Aunque... —comenzó a decir otra de las voces —nuestras aspiraciones van mucho más allá de la colección de antiguallas, señor Sorom.
Al félido le ponía nervioso no poder ver los rostros de quienes se dirigían a él. Sus voces parecían diferentes tonalidades de un mismo color. Como si fuesen varios registros de una misma persona. Sus figuras, de altivas mitras, ataviadas en el color púrpura de la sangre, de idéntica estatura y complexión, hieráticas, exudaban el mal en estado puro. Era como multiplicar a una sombra. Sin identidad. Sin diferencias. Sin emoción.
—Si no sois el mejor... —anunció un nuevo Lictor —si, al menos, el más caro. Vuestros honorarios no son lo que puede entenderse por... «habituales».
—Vuestras demandas tampoco lo son, Señorías—.Ossrik sonrió ante la nueva demostración de alarde del félido. Ni siquiera ante los Arcanos era capaz de enterrar su orgullo.
—Decidnos Sorom... —el aura de poder de los Arcanos crecía gracias a la gelidez de sus voces marchitas—. ¿Qué es exactamente lo que nos traes?
—Vuestras Señorías lo conocen a la perfección —añadió con suma cortesía.
—Vamos… Sorom...
—Deseas impresionarnos...
—Demuestra tus... cualidades, tu conocimiento...
—Tienes ansias de gloria...
—Éste es el momento... Demuestra que eres el aliado que necesitamos...
—o... desaparece...
Sabían como penetrar en su mente, en sus deseos, en su ánimo. Como si sus ojos ocultos pudieran vaciar su cerebro. En realidad, Sorom deseaba manifestar todo lo que sabía de aquel antiguo y poderoso artefacto. No sin otro motivo que el de colocarse por encima de ellos. Aquella cohorte maligna tendría el poder acumulado de varias generaciones pero no eran más que fanáticos al servicio de una Diosa de cruenta elegancia. Él era el verdadero erudito, el sabio. Tenía la convicción de que el Culto no tenía siquiera una idea aproximada de la verdadera naturaleza del Sagrado. Que para ellos no era sino una golosina de ricos metales. Por una parte, quería reírse de la ignorancia de aquellos seres marchitos y solemnes. Por otra, no quería caer en ninguna trampa. El Culto era sibilino como una sierpe.
—Es una historia larga, señorías —declaró asépticamente al fin.
—Tenéis... tiempo, Maese...
—Todo…
—El Tiempo…
—Del mundo…
Parecía no existir ninguna vía de escape. Sorom aguardó un tanto desconfiado, sin terminar de mostrarse totalmente convencido por empezar la narración que con tanta insistencia le solicitaban. Asimismo brindaba algo de tiempo a las ideas en su cabeza para que se organizaran y distribuyeran. Entresacaba de aquí y de allá los datos, nombres y fechas menos recurridas para darles un orden lógico antes de presentarlas al mundo. Sería una narración mitológica. No quería aburrirles con datos y explicaciones exhaustivas. Les contaría un cuento a aquellos siniestros personajes. El que querían escuchar. Puede que incluso fuese divertido.
—El Cáliz fue forjado por orden del dios Jerivha. No se sabe cómo o cuándo exactamente. No hay referencias de este hecho en ningún lugar o aún no se han encontrado—. La voz del félido resurgió con tono firme. Había recuperado la solidez de antaño, borrando cualquier residuo de angustia pasado—. Tampoco se conoce a los maestros a quienes les fue encomendado el trabajo pero hubo de ser hace demasiado tiempo—. Sorom se dio una tregua para comprobar la expresión en el único rostro posible entre su audiencia, el del seco pontífice Ossrik. Aquél le observaba en silencio, con un rictus malsano en su gesto. Sin decir palabra. Sin perder detalle. Si hubiese dispuesto de una concurrida asistencia de jóvenes aprendices, éstos no hubiesen prestado tanta atención al relato como lo hacían aquellos viejos y quebrados personajes.
—Como imagino será del conocimiento de esta venerable audiencia, según las cosmogonías al uso, Jerivha, quien sería padre de Artos, que a su vez lo fue de Yelm, era el Dios de la Justicia Divina en tiempos de los primeros reyes elfos. En tiempos donde las leyendas y la realidad se confunden en una frontera difusa difícil de delimitar históricamente—. Sorom comenzó a sentirse cómodo. El discurso derretía con esfuerzo el tremendo bloque de hielo levantado por el recelo, temor y la desconfianza que le procuraban sus siniestros oyentes. Todo lo que fuese conversar acerca del pasado y sus mitos le hacían olvidarse en breve de cuanto pudiera haber ensombrecido éste o cualquier otro asunto. Pronto habría dejado de hablarle directamente al sombrío monarca o a la solemne muralla de togados que eran los Arcanos, cuya presencia le había dejado poco a poco de impresionar. Caminaba de un lado a otro, lentamente, con una pausa sosegada y exquisita delectación, mientras recordaba pasajes y conversaba. Sus movimientos se tornaron más fluidos y expresivos hasta el punto que, en más de una ocasión, se diría que hablaba para sí mismo.