—Te sorprendería saber lo que sabemos…
—Tener lo que tenemos…
—¿Acaso pensabas que tus servicios son producto de un hecho aislado?
—¿De las divagaciones febriles de un loco?
—Te guste admitirlo o no acaba una Era y comienza otra muy distinta.
—¿Estáis preparado señor Sorom?
—Te convendría saber de qué lado estar cuando llegue el momento.
—El Altar de Morkkian...
—¿Reconocéis ese nombre?
—El Altar....
—Está claro que los Jerivha ya no protegen sus reliquias....
—Deberíais estar del lado de los vencedores cuando llegue la hora...
—Elegid vuestro lugar con prudencia…
—Encontramos el Altar...
—El texto está siendo traducido...
—Vos podríais sernos de gran utilidad allí...
—Sí... allí... de gran utilidad...
—¿Os interesa... Sorom?
—¿De qué lado estáis?
El Altar. Entonces...
Todo empezaba a aclararse. Todo cobraba una luz nueva, una luz terrible. No se trataba sólo de una manera de hablar. ¡Era cierto! Una nueva Era. Un gran desastre. Los pilares del mundo iban a temblar y desmoronarse. Era cierto... angustiosamente cierto. Debía de estar entre los ganadores. El mundo no sobreviviría. Él tenía que sobrevivir. Sorom miró decidido a la infernal concurrencia.
—¿Cuánto vais a pagarme?
La estrepitosa risa de Ossrik lo inundó todo...
«El conocimiento es un camino...
Nunca se hubiera alcanzado el presente
si el primer hombre hubiera permanecido quieto
y en silencio».
1er Consejo de los Ärthras,
libros sagrados de los monjes de Avatar,
Dios de la Sabiduría
En algún punto. En algún lugar...
1.371 c.I (2.372 d.Es)
24 años después del Alzamiento.
Quizá nunca supieron a ciencia cierta cómo llegaron hasta allí...
Cómo dejaron atrás pasado, familias, amigos, identidad. Un mundo que parecía tan real. Una existencia que parecía única, encadenada a un destino prefijado de antemano y que nunca escaparía de las coordenadas que la regían.
Quizá nunca supieron, en realidad, cómo todo aquello simplemente se esfumó. Sin otra explicación, sin otra lógica. No, por más que lo pienso creo que nunca hallamos respuesta a esa pregunta tan sencilla: ¿Qué nos trajo allí? ¿Qué nos arrancó de nuestra rutina tan bien medida, tan ajustada a nuestra verdad y nos lanzó a aquel mundo hostil, salvaje y extrañamente bello a un tiempo? Preguntarse el «por qué» resultaba más sencillo. Quizá, al final, después de todo, las leyendas fuesen ciertas y simplemente acabásemos allí porque así había de ser. Porque existen fuerzas en el universo mucho más poderosas, demasiado complejas para nuestros análisis, que se ajustan por sí mismas y se definen a través de nuestros actos, pero que no podemos controlar. Quizá simplemente debíamos estar allí. Hoy no puedo verlo de otra manera. Nuestra historia tuvo ese incierto comienzo. La misma duda que comprime a quien encuentra un camino solitario y decide emprender la marcha, sin guía, sin ruta, sin meta.
¿Cómo llegamos a ese primer punto? ¿Cómo alcanzamos el primer peldaño de aquella escalera que nos condujo a una ascensión interminable hasta a nosotros mismos? Sólo dudas, sólo conjeturas. Pero creedme. Hoy sé que fui yo quien los trajo a todos. Sólo que aún queda mucho para que esa respuesta pueda significar algo para vosotros…
Silencio. Oscuridad. Tinieblas.
—¿Claudia? ¿Eres tú?
—¿¿Alex??
Aquella figura ensombrecida se aproximó despacio hacia la silueta recortada de la muchacha que le miraba sin expresión, como si estuviese ausente del mundo que la rodeaba.
—¿Claudia? ¿Qué haces en mi sueño?
—¿En tu sueño? —Ella miró a su alrededor despacio. Parecía no acabar de creerse aquella situación. Volvió sus ojos de nuevo hacia el chico. En sus pupilas podía adivinarse su estado de desconcierto. No daba la sensación de quedar demasiado satisfecha con aquella explicación. Sin embargo, Alex no daba señales de preocupación. De hecho parecía muy tranquilo. Vestía su amplia gabardina de cuero negro y anudaba a su cuello su peculiar bufanda blanca. Era el mismo vestuario con el que le recordaba de aquella pasada tarde.
—Esto… es… ¿Tu sueño?
—¿Qué puede ser si no? —en esta ocasión fue él quien le apartó la mirada para echar un prolongado vistazo a su alrededor.
Era una gigantesca caverna natural, como las de muchas postales de viaje. Húmeda y cuajada de formaciones calcáreas que goteaban sin cesar. Muchas de ellas ascendían formando auténticas columnas que sostenían, quizá, una bóveda demasiado alejada del suelo como para apreciarse a simple vista. El rítmico golpear de las gotas sobre los charcos que se formaban en el suelo era la única cadente melodía que rompía un silencio pesado y plomizo que lo envolvía todo. Algunas lanzas de luz hendían en haces aquellas tinieblas. Proporcionaban una iluminación difusa y tamizaba que rasgaba el manto de penumbra que les envolvía. Una sombra que no permitía hacerse una idea, ni siquiera aproximada, de las dimensiones reales del lugar. Claudia se abrazó a sí misma tratando de proporcionarse algo de calor. La humedad viciada de aquella enorme gruta la estaba congelando.
—No me parece... un sueño, Alex—. El muchacho sonrió ente la inocente incredulidad de su compañera.
—Hemos bebido demasiada cerveza esta noche —confesó—. Llegamos demasiado cansados. Hansi tuvo que ayudarme a meterme en la cama. He caído como un tronco.
Pero Claudia no lo percibía de aquel modo. Había algo demasiado real. Sus percepciones lo eran. Aquél frío húmedo. Aquella sensación de vacío, de ártica soledad. También ella recordaba haberse ido a la cama con un par de copas de más, pero su cabeza estaba demasiado lúcida en aquellos momentos. Se miró a sí misma por enésima vez en aquel rato. Sus ropas eran las mismas de aquella tarde también: su camisa negra favorita, aquella corta falda vaquera que tanto le gustaba y las mismas medias gruesas de colores con la que solía combinarla. Sus pequeños pies calzaban las pesadas botas con las que tantas veces Alex le bromeaba y de las que estaba segura de haberse desprendido aquella noche antes de ir a dormir...
—Venga, Claudia. Cuando te lo cuente mañana echaremos unas risas, seguro—. Ella volvió a mirarle.
—Esto no es un sueño, Alex —le dijo muy seria y posó su palma sobre una de aquella rugosas estalactitas. Su tanto se invadió de la fría capa de agua condensada en su superficie. Claudia se miró la mano impregnada de aquel líquido cristalino—. Es lo más real que he experimentado nunca… y estoy asustada.
La seguridad que parecía tener aquella chica, desconcertó a Alex y le hizo dudar por un instante. Pero su cabeza se esforzaba machaconamente en no dar crédito a tan absurda situación. ¿Si no era un sueño? ¿Qué otra cosa podía ser?
—Eres tú la que me estás asustando a mí, nena—. Alex estaba demasiado convencido de que tanto aquel lugar solitario como aquella conversación con su amiga solo habitaban en su cabeza y en los litros de cerveza responsables de tanto delirio. Nada más. Mañana, una monumental resaca y todo arreglado.
—Me temo que hay motivos para asustarse —dijo una voz a su espalda con fuerte acento germano. La pareja se giró en redondo, sorprendida. De una de aquellas columnas calcáreas surgió un tipo de inmensa estatura y cabeza rasurada que lucía en su cuadrado rostro ario unos grandes bigotes rubios. La ajustada camiseta de tirantes que vestía dejaba a la vista una complexión muscular que sólo es posible adquirir con muchas horas de sudor.
—¡Odín!
—¡Hansi! ¿Tú también?
—Llevo un buen rato aquí, Alex —confesó con gravedad mientras abandonaba las sombras y se aproximaba a la pareja—. Suficiente como para saber que no se trata de ningún sueño—. Alexis miró ambos con el rostro lleno de incredulidad.
—¿Venga, chicos? ¿Os estáis escuchando? ¿Qué estáis diciendo? Estoy sobando como un bendito. Tú mismo me metiste en la cama ¡joder, Hans! ¡Qué mierda... —Al volver la vista hacia Claudia, no lo esperaba. Aquella le soltó quizá la bofetada más dolorosa que nunca había recibido. Resultó tal la conmoción que casi se fue al suelo, llevándose por inercia las manos al rostro dolorido. Fue una reacción incontrolada que pilló desprevenido no solo a Alex, también al resto, incluida la propia joven.
—¡¡Lo siento, Alex!! Lo siento, de verdad. No pretendía darte tan fuerte —le imploraba echándose sobre su cuerpo e ignorando la quemazón en su mano.
—¡Joder, Claudia! —decía el chico sujetándose la cara cuya violencia le había llevado casi a arrodillarse—. ¿A qué ha venido eso? ¡Dios! —Odín le ayudó también a incorporarse—. Me has saltado las lágrimas, joder.
—¿Estás bien? —preguntó Odín.
—Lo siento Alex, de verdad—. Le suplicaba ella—. Pero tenía que comprobarlo. Lo siento... entiéndelo.
—Si. Creo que estoy bien —respondía a la primera pregunta—. ¿Comprobar qué, demonios?
—¿Te has despertado? —Alex se volvió instintivamente hacia Odín que le miraba serio y preocupado.
—No claro. Con suerte sigo consciente... —un súbito calor le ascendió por la espina dorsal hasta su nuca. Un calor agobiante y claustrofóbico que le enmudeció de repente. La mejilla le palpitaba dolorida. Sentía el bombear de su corazón intensamente en la acartonada parte de su rostro que había recibido el golpe. Una inesperada desazón le recorrió de parte a parte.
—Creías que dormías. Y yo también —reconocía el gigantesco Odín al ver la expresión atónita de Alex—. Lo he probado todo, amigo. Pellizcarme, golpearme, concentrarme en despertar.
—¡¡Lo sabía, lo sabía!! —Claudia entró en un estado de alteración incontrolado y se llevó las manos a la cabeza cuando fue realmente consciente de la inexplicable situación. Comenzó a caminar de un lado para otro—. ¡Dios, Dios! ¡Esto no puede estar pasando, chicos! No puede estar pasando. Maldita sea, tengo una necesidad horrible de llorar, os lo juro.
Alex seguía conmocionado. Apenas acertaba a parpadear, clavado en el sitio con su mano aún sobre su pómulo aunque ya no le importaba el dolor. De hecho, su cabeza lo había olvidado por completo. Claudia se paró en seco y miró desesperada a su alrededor. Aquella gruta tenebrosa pareció hacerse tan pequeña como una caja de cerillas. Se giró a hacia Odín buscando una angustiosa respuesta que nadie parecía poder dar.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es este maldito lugar, Hansi? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¡Oh, Dios. ¿Qué nos ha pasado? —una auténtica batería de preguntas de difícil solución.
—No sé mucho más que tú, cielo —se confesó el gigante descorazonado—. Recuerdo que dejé a Alex en su habitación y encendí un rato la tele. Aguanté muy poco tiempo esas estúpidas televentas que ponen de madrugada. Creo que no llegué a mi cama. Supongo que me quedé dormido en el sofá. Ni siquiera recuerdo apagar la tele.
—¡También dormías! —dijo ella creyendo ver una pequeña conexión en todo aquello—. Recuerdo que me acosté. Alex dormía. ¿Quizá...? ero Odín batía su cabeza en una evidente negativa. Sospechaba los forzados argumentos que iba a esgrimir aquella chica—. ¡¡Pero esto no tiene sentido, Hans!!
—¿Crees que para mi si? No sé que lugar es este, ni como he pasado del sofá del salón a... esto. Pero tengo claro que no es ninguna alucinación, creedme.
—¿Porqué? –el fornido Odín quedó unos segundos en silencio, como si lo que fuese a decir le sonase descabellado incluso a él.
—Porque no estamos solos —confesó, al fin. Aquella noticia sacó a Alex de su trance y le obligó aprestar atención a su amigo—. Acompañadme, lo entenderéis.
Después de unos instantes de deambular casi a ciegas por aquel laberinto de estacas de piedra, el fornido muchacho indicó a sus amigos que se ocultasen tras de una de las muchas informes masas calcificadas que crecían por la vasta gruta. Seguidamente les invitó a guardar silencio con un gesto. Claudia y Alex estaban tan asustados e impacientes que no dudaron en seguir su consejo. Odín estiró su cuello por encima de su cobertura y se volvió hacia sus amigos. Con un movimiento de cabeza les indicó que miraran ellos también.
En la distancia, parcialmente velado por las sombras de aquella caverna había un muchacho de unos veinte años. Estaba sentado y abrazaba sus rodillas con sus brazos con la mirada perdida en ninguna parte. Movía sus labios como si hablase solo y se balanceaba compulsivamente hacia delante y hacia atrás rítmicamente. Vestía caras ropas deportivas y lucía un corte de pelo agresivo. Su cuello se cuajaba de cadenas de oro. Su aspecto hablaba por él.
—¿Quién será? —dijo la chica bajando la voz. Estaban a buena distancia de él pero la chica prefirió no arriesgarse.
—Si te lo cuento no me crees —aseguró el gigante.
—¿Le conoces? —exclamó Alex extrañado.
—No exactamente —confesó Odín con cierta ironía—. Se pasó por el club. Esta tarde poco antes del concierto. Yo no estaba en la puerta, estaba Santy, pero había llegado tu amigo, el de la tienda de cómic, y me pasé a saludarlo. En esto se presentó ese. Iba con unos colegas. Pasadísimos, tío. Se habrían metido de todo. Quisieron entrar y como es normal, Santy les dijo que no. Así que la liaron fuera. Tuvimos que sacarlos de allí entre los dos. Montaron un buen jaleo ¿No os lo contamos después?
Aquella anécdota se cruzó por su memoria. Creía recordar aquella conversación cuando se fueron todos de cervezas después del concierto.
—Tienes razón—. Alex volvió su mirada a aquel tipo que continuaba allí acurrucado y balanceándose como en estado de shock— ¿Y qué puede hacer aquí?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —Advirtió Odín—. ¡Pero mírale! Yo diría que ya se ha dado cuenta que esto no es ningún sueño. ¿No crees?
Claudia se sintió tan mareada ante la evidencia que tuvo que apoyarse en la piedra. Los muchachos cayeron como plomos sobre la superficie húmeda y áspera de aquella roca que les servía de parapeto. Sus rostros abatidos lo decían todo. El mundo desplomado a sus pies y con él todo cuanto pudiese tener una lógica.
—No puedo creerlo. ¡Es cierto! —decía Alex quizá sólo para si—. Es cierto. Dios—. Demasiado caos en sus pensamientos. Demasiado denso como para reaccionar con otra coherencia. Pero había más.
—¿Hay más? —Claudia pensó que no podría asumir ninguna otra noticia sin llegar al colapso. Todo aquello resultaba demasiado difícil de digerir en frío como para seguir añadiendo ingredientes a la insólita receta.