—En aquellos días oscuros para la historia —continuaba—, muchos de los siervos que ayudaron al Príncipe Kaos en las míticas Guerras Divinas, ya entonces muy lejanas, aún campaban a sus anchas y eran perseguidos por los vástagos de la Luz—. Al abordar ese comentario comprobó cómo la faz del pontífice se torcía en una mueca agria. Continuó ignorando ese y cualquier otro gesto. Realmente carecían de importancia—. Mardoroth, El Príncipe Desollado; quien según las leyendas fue seducido el primero y recibió el Don de Kaos, parece que debía ser el más importante de todos ellos. Al menos, con seguridad, resultó el más peligroso o molesto. Fue quien probablemente más dolores de cabeza procuró a los gobernantes de aquellas distantes épocas—. Sorom, que miraba perdido, sin darle importancia a la inquietante concurrencia, se volvió a ellos con gesto chispeante, con cierta emoción en los ojos—. Fue entonces cuando Jerivha, señor de la Justicia, Avatar del Castigo Divino, decidió intervenir en la lucha para destruir de una vez a Mardoroth y alejarlo de la faz del mundo—. Sabía perfectamente que aquello no fue realmente así, pero poco importaba. Probablemente era lo que aquellos individuos deseaban escuchar—. Cuentan que mandó forjar el Cáliz bendito que llamó el Sagrado.
Había una ponderante sonoridad en sus palabras que hizo que el discurso ganase en solemnidad. A la misma vez, dirigió severo su brazo señalando el Cáliz, brillante y majestuoso sobre la pátera dorada en la que había sido de nuevo colocado.
—Una copa sagrada. Indestructible por medios humanos. Esencia de todo lo que significaba pureza. Con ella pretendía anular el poder corruptor de Mardoroth y eliminarlo para siempre—. El félido se detuvo unos instantes clavando una mirada de desafío sobre el rostro mezquino de Ossrik. Sorom no había percibido entre la constante penumbra que revestía y velaba el vasto salón, cómo la guardia del Sumo Pontífice se tensaba levemente, presta a que aquél descaro no fuese a más. Incluso el propio Ossrik percibió la fuerza de la osadía y no pudo evitar estremecerse ante la mirada hambrienta del félido. Sin embargo, las pupilas del gigantesco narrador no le miraban realmente a él. Se perdían más allá, en sus propias cábalas y pensamientos. La incertidumbre se mezcló con el silencio y ambas se sumaron a una inmovilidad general que parecía haberse apoderado de todos los allí presentes y sumir a cada cual en sus propias cavilaciones. Cuando aquella extraña atmósfera estuvo a punto de estallar, Sorom se relajó, adoptó una postura mucho más tranquila. Con una exquisita fineza se atusó los cabellos, sujetos en una cola y se envolvió en su larga capa dispuesto a continuar.
—Para asegurase la victoria, Jerivha mandó buscar a doce paladines, doce guerreros hábiles. Todos hombres valerosos y de alto sentido del honor. Muchos acudieron a la llamada. Fueron importantes nobles, avezados aventureros, guerreros poderosos y diestros. Incluso reyes. Eligió a Doce—. La actitud del buscador de artefactos volvió a crisparse, esta vez mirando sin pudor a la muralla espectral de los Arcanos. —Tres —exclamó mostrando el mismo número de dedos a la concurrencia— escogidos de entre los señores humanos, lo que habla de la importancia de este grupo racial ya en esa distante época. Nueve, de entre los elfos, señores del Mundo por entonces... si es que hemos de creer lo que cuentan. Con ellos fundó la Orden de los Caballeros de Jerivha, los jueces y verdugos de la Ley Divina. A ellos entregó el Cáliz del Sagrado y encomendó la tarea de encontrar y destruir a Maldoroth.
De nuevo hubo silencio. Aquel silencio hondo y desgarrado, con cierta tensión latente. Aquella que se crea cuando alguien retrasa la conclusión de lo inevitable. Aquel silencio, aquella aplastante presión se mezclaban como la lucidez y la locura en los sueños. Con la pesada oscuridad del recinto y su olor rancio gastado, como de siglos. Un olor de inherente maldad que hacía eco y se multiplicaba contra las negras esculturas y relieves de las paredes del templo, junto a la sonora reminiscencia de las palabras del félido—. Aunque Mardoroth no fue muerto, ni siquiera vencido—. La voz de Sorom se había convertido en un vago susurro, ahora apenas perceptible—. De hecho, los caballeros Jerivha e incluso su mentor habían subestimado el poder de aquel demonio primigenio. Maldoroth atrapó a todos y cada uno de los héroes de Jerivha, apoderándose también del Sagrado que pervirtió y corrompió con su sangre putrefacta. Ese mismo escanciado veneno le hizo beber a sus cautivos, quienes perdieron irremisiblemente su alma inmortal convirtiéndose en paladines negros de la Oscuridad. Desde entonces se les conoce como los doce Innombrables, los hijos de Maldoroth. El Cáliz, ahora manchado por la Oscuridad, quedó, igual que los infortunados héroes, al servicio del Corrupto. El Arma de la Luz se volvió al reverso. Se hizo terriblemente oscura.
Desde las altas cúpulas, inexistentes a la vista, perdidas entre las sombras, podía aún escucharse el eco potente de las palabras del acicalado félido, trotando de una pared a otra por entre los ornados muros del santuario, subiendo en una ascensión terrible y sonora por las mal iluminadas cumbres y techumbres que les cubrían y separaban del mundo. Sorom se detuvo aquí, sentía la garganta reseca y creía haber notado que empezaba a sudar. Él había sido desde un principio consciente del valor de la reliquia que había ayudado a conseguir pero, quizá, trayendo de vuelta de manera tan entusiasta su escalofriante y distante historia, se sentía aún más empequeñecido por el tiempo y el aura que emanaba el Sagrado, allí, en pie, brillando ante sus ojos, a sólo unos metros de distancia. Se secó el sudor y se acercó a su inquietante audiencia.
—Cuenta la tradición que el propio Jerivha se embutió en su armadura pesada y aferró sus armas legendarias partiendo él mismo a la caza del demonio y de las criaturas que en cierta medida él había ayudado a crear. Pero lo único que halló fue la muerte a manos de sus enemigos. El culto a Jerivha se perdió. Luego se supo que había continuado en clandestinidad dando forma a una orden secreta que se extendió como una plaga por todos los continentes, razas y pueblos. Reclutaban a los mejores de entre los mejores. Tardaron mucho tiempo en ser toda una legión, cuya finalidad última era acabar con Maldoroth y sus Innombrables para restituir el valor sagrado del cáliz de Jerivha. Tantos ojos y tantos oídos en las sombras descubrieron al fin el refugio del demonio y le dieron caza. Una vez lo supieron solo, sin la férrea defensa de sus oscuros paladines, Doriam Fittefurghs, general de los nuevos caballeros Jerivha, atravesó con su lanza el pecho, arrancándole el corazón, que cayó al suelo y se convirtió en una piedra negra, según la leyenda—. Sorom respiró hondo esta vez, su corazón palpitaba frenético y no sabía si de emoción o miedo. Sus palabras, tras la pausa, volvieron a escucharse serenas y calmadas.
—El Cáliz no podía destruirse, pues había sido concebido indestructible, y tampoco santificarse, pues muerto Jerivha, nadie poseía los atributos necesarios para ello. Ante todo, Maldoroth no había muerto. Había quedado derrotado, en un letargo profundo. Tan solo el poder del Cáliz podría destruirle. Los nuevos caballeros Jerivha realizaron un sortilegio de encierro. Para ello se sirvieron del malogrado cáliz e hicieron irreversible el estado en el que había quedado el demonio y del que no podría ser despertado sin la reliquia. Se utilizó como sello la piedra extraída del propio Maldoroth que fue separada en dos mitades para hacer más fácil su custodia y en consecuencia más ardua la tarea de su búsqueda por las huestes del demonio. Así es como Mardoroth ha permanecido durmiendo hasta nuestros días—. Algo recorrió la espalda del félido. Con la misma fuerza con la que golpea la intuición, creyó dilucidar los descabellados propósitos del Culto. Por todos los Dioses. «¡Quieren despertar a Maldoroth!» Se dijo. Un calor angustioso, un sudor frío, sacudió su tremendo cuerpo. Los ojos del pontífice habían cobrado para Sorom la aureola de un loco. Ahora le ensartaban como si fuesen capaces de atisbar su pensamiento y supieran lo que pensaba de ellos y de su demoníaco fanatismo. La voz de ultratumba de uno de los Arcanos le sacó de aquel angustioso trance.
—¿Y qué pasó entonces... Sorom? —Por primera vez el félido tuvo verdadero miedo. Tragó saliva, respiró hondo y contestó.
—Persiguieron a los Innombrables, que habían formado su propio ejército de sirvientes a los que llamaron Laäv-Aattani. Eran como malas reproducciones de ellos mismos. Durante generaciones los discípulos armados de Jerivha persiguieron y exterminaron a estas viles creaciones del mal. Uno tras otro, los mismos Innombrables fueron corriendo una suerte similar a la de su señor. En una sala secreta conocida como la sala de los Doce Espejos fueron encerrados los Doce. Cuando los Doce fueron capturados y se exterminó al último de los Laäv-Aattani, el círculo sagrado de los caballeros Jerivha se volcó a la custodia santa de las reliquias: el cáliz, ahora maldito, los sellos encerraban a los Doce y los fragmentos de la piedra negra. Se volvieron los paladines de la luz, los guardianes de la ortodoxia, los protectores frente a todo lo que significase corrupción. De todos es sabido que durante siglos fueron el pilar que sostuvo al Imperio y a sus Emperadores hasta que aquellos decidieron prescindir de sus servicios. La Orden de los Paladines de Jerivha regresó a la sombra, al secreto del que una vez surgieron. Muchos sostienen que la Orden simplemente se disolvió. Sin embargo otros aseguran que quizá, como una vez hicieron, continúen aún en la clandestinidad protegiendo sus secretos... —Sorom calló dejando el eco de sus últimas palabras vagando sobre el denso ambiente—. Eso es todo —anunció tras una breve pausa con una seca gravedad.
—Eso es… todo... —repitió una voz hueca e indócil. Un eco oscuro y rancio que hablaba con una evidencia mordaz que asustaba—. Hasta ahora, señor Sorom... hasta... ahora.
—Hasta ahora —repitió a su vez el félido sin poder asegurar qué emoción embargaba su espíritu. El recelo le inundaba. Allí se estaba empezando a jugar con fuego. Un fuego legendario y peligroso, capaz de quemar más y con mayor violencia que el fuego real. Lord Ossrik se incorporó de su fastuoso trono y todos los pliegues de sus gruesas vestiduras se deshicieron en ondas, derramándose hasta rozar el frío suelo. La pedrería que engalanaba las ricas telas emitió un fugaz e irrepetible juego de chispas y brillos danzantes de muy corta existencia. La guardia no se movió y Sorom quedó un instante mirando a aquél humano perverso de respetable talla y torso aún compacto, a quien él aún superaba en muy amplia estatura. Desde luego no temía a aquel mortal por su físico, ni le impresionaba su desmesurado atavío. Por importarle, bien poco lo hacía incluso la siniestra deidad a la que adoraban o todas las perversiones que se comentaban de ellos. Pero si de unos instantes a este momento le inspiraba un temerario respeto, lo fomentaba el poder atisbar lo que pretendían.
—Muy bien. Me he divertido mucho con la historia. Sois un fantástico narrador. Los niños harán las delicias con vos.
Sorom sonrió con una marcada complacencia fingida e hizo una reverencia. Si no fuese porque aún no le había pagado -amén de su formidable compañía- le habría arrancado la cabeza de un mordisco a aquel estúpido fantoche. Le irritaban tales comentarios que no tenían otro fin más que el de ridiculizarlo. Era la misma treta que utilizaba ‘Rha para enfadarle. Pero él era quien pagaba y había de sonreír a todos sus sarcasmos. Ese era el precio cuando se es un mercenario.
—Aún no hemos terminado, maese Sorom —añadió mientras bajaba los escalones que separaban al trono del félido—. Ahora nuestro
experto
debe asesorarnos. Decidnos ¿Qué se puede hacer exactamente con el Cáliz, erudito?
El félido le miró con preocupación... y su duda se dejó traslucir en sus pupilas. No le había gustado en absoluto el tono con el que había pronunciado la palabra
experto
, pero tampoco cuál era la intención real de aquella pregunta.
—¡Oh… no… No nos malinterpretéis, Maese! —dijo un Arcano Criptor al adivinar por dónde irían los pensamientos del félido.
—Nosotros sabemos perfectamente qué se puede hacer con el Sagrado... —aseguró otro de ellos.
—Así que procurad ser elocuente y no obviar ningún detalle... —apostilló un tercero.
—Eso nos haría… desconfiar de vos.... y podría
enfriar
nuestra fructífera relación —añadía con malevolencia un nuevo Lictor.
—Debemos cuidar ciertos… detalles... Lo entendéis ¿verdad? —concluyó de nuevo el primero de ellos.
Sorom maldijo en silencio al execrable religioso y su galería de fanáticos. Se frotó las manos y le plegó una nueva artificial sonrisa antes de contestar.
—Técnicamente es una llave.
—¿Técnicamente?
—Fue forjada como arma de ritual, como ofrenda purificadora. Pero al ser contaminada perdió tal poder. Aún puede servir para ello pero sólo en las manos apropiadas y mis conocimientos no abarcan tales campos, desde luego. Tras la caída de Mardoroth, la Orden de Jerivha la conjuró como sello y le proporcionó el poder de encerrar y de liberar. Su poder inmediato, por tanto, es el de una llave. Aplicando el ritual concreto, los materiales necesarios e invirtiendo la cantidad de poder equivalente, el Sagrado puede encerrar o liberar a cualquier entidad mortal o divina.
—Según eso... podemos encerrar o liberar lo que se nos antoje... incluso... ¿un Dios?
—Ilusos. ¿No habéis escuchado? Eso no es tan fácil. Para liberar a Maldoroth necesitaríais además del Cáliz y otros elementos menores... ¿Qué estoy diciendo? ¡Es una locura! Y en la remota posibilidad de que esto fuese así, ni todos vuestros monjes, clérigos y magos juntos reunirían la energía necesaria para invocarle.
—¡¡Silencio desgraciado!! —bramó un Lictor, pero toda la jauría de mitras veladas se estremeció como si formasen parte de un único cuerpo—. No vamos a tolerar una más de tus insolencias.
—Nadie ha dicho que se quiera despertar al Primero... aún.
—Nadie...
—Nadie...
—Respondemos a intereses más cercanos.
—Mucho más cercanos...
—Pese a todo, incrédulo aprendiz, te sorprendería saber cuánto conoce y posee este culto.
Conforme hablaban, la hilera hierática que formaban antes los Arcanos se deshizo y avanzaban encorvados con sus dedos amenazantes hacia el félido. Este que había logrado subir algunos escalones no tuvo más remedio que volver a bajarlos obligado por la sangrienta marea de togas rojas. Al tiempo, los señores sin alma proseguían su lluvia de amenazas sobre el empalidecido Sorom.