En esta ocasión, había sido él quien abordase al consumido sacerdote justo en el ángulo del castillo de proa, mientras aquél miraba al cercano horizonte. No resultaba difícil saber qué mantenía al siervo de la sombra tan callado y quieto, como fuera de sí; acaso como una réplica en piedra de sí mismo. Miraba las murallas de la Ciudad Imperio. Incluso una mente poco sagaz hubiera podido advertir que sus pupilas atravesaban los muros inexpugnables de la formidable metrópoli y trataban de imaginar los edificios interiores que tras ellos se elevaban. Quizá miraba Belhedor, el gran bastión imperial. Pero era mucho más probable que sus vetustas pupilas estuviesen clavabas en el templo pontificio de Kallah. Era allá hacia donde se dirigían y meta última del viaje.
Las negras cúspides del santuario podían intuirse tras la línea almenada como lanzas revestidas de sangre fresca. Aquél era el templo único y en sus simientes también había un trono donde se sentaba quien equivalía al propio emperador entre los suyos. Lord Ossrik, pontífice máximo de la orden de la Luna de Kallah, con quien habían concertado una entrevista. Tal vez era él quien había sumido en un trágico mutismo al decrépito monje. Y tenía motivos para hacerlo, Ossrik no era precisamente un alma piadosa.
—Es la primera vez. ¿No es cierto? —comentó Sorom al viejo monseñor, situándose a su lado y lanzando una fugaz mirada a la creciente silueta de la ciudad. ‘Rha le miró con una mueca de sarcasmo en su rostro y no le contestó. El soplo fresco de la brisa movía las vestiduras y agitaba los cabellos en una caricia agradable.
—No tenéis que contestarme, ‘Rha. Hay cosas que puedo ver aunque vuestra lengua no las delate. No le habéis visto jamás, ¿me equivoco? Y le teméis. Le teméis con un terror inhumano. Es vuestro... jefe ¿no? —dijo a falta de un calificativo más acertado. El monje le dedicó otra dura y agria mirada que provocó la sonrisa del félido. A aquél le divertía sobremanera ver al monje torvo y seco aparentar firmeza cuando se le removían sus miedos como una llaga mal cerrada.
—Ese Ossrik… —continuó con ironía. Es un tipo interesante. Me resulta simpático y tiene palabra, lo que es toda una proeza en estos tiempos. Le apasiona la antigüedad y conoce mucho de los artefactos de antaño. Al fin un hombre culto, de buen gusto y no la panda de fanáticos con la que estoy obligado a tratar.
A ‘Rha le molestaba de manera irritante que hablase con tanta ligereza y tan falto de respeto del sumo pontífice. Aquella bestia no tenía la menor idea de lo que decía ni de quién lo estaba diciendo.
—Vuestra lengua será algún día vuestra tumba, Sorom—. Y hubo un destello maligno en sus ojos que inquietaron al félido, como si en aquellas palabras hubiese encerada una profecía, un vaticino. Al menos ‘Rha quiso que sonasen como tal. Entonces la conversación dio un giro pretendido para salir de aquel ambiente hostil donde el félido tenía todas las cartas en su mano para amargarle lo que restaba de travesía.
—El Cáliz, Sorom. ¿Está seguro? —preguntó. El ostentoso hombre león volvió a sonreír con sarcasmo y un brillo perverso anidó en sus pupilas de sierpe.
—Ese no es mi problema, monseñor, sino el vuestro. Yo he sido contratado para encontrarlo. Sois vos quien debéis asegurar su regreso sin contratiempos. Mi parte, sin duda la más exigente, se ha saldado con un rotundo éxito. Vuestro gran señor se enfadaría mucho si algo llegase a ocurrirle al Sagrado. ¿No es cierto, monseñor? Os empalaría en una estaca ardiente y os echaría a los cuervos, supongo.
—¡Calla de una vez, bestia! Ahórrate tus sarcasmos. Nada tiene que ocurrirle al Sagrado. Pero si así fuera te aseguro que nadie podrá probar nunca que una vez salió de su templo.
—Por favor… —respondió el félido sin sentirse intimidado. Sabía que había herido al monje donde más escocía.
—¿Dónde esta la carga? —inquirió seguidamente, refiriéndose a la reliquia robada.
—En la bodega con el resto de las cosas.
—¡En bodega! —Exclamó tan airado el clérigo que incluso el propio félido le aconsejó moderarse con un gesto—. Al menos habréis dejado guardia.
—¡Oh, no! ¿Tendría que haberlo hecho? —Añadió el hombre león con un fingido aire de preocupación—. Pensé que llamaría menos la atención si nadie la custodiaba—. El monje enrojeció de ira.
—¡¡Insensato!! ¡Maldito puerco animal insensato! Tus necedades nos costarán caras a ambos, estúpido. No dudes que Lord Ossrik te decapitará igualmente y colgará de su trono tu rostro de animal si le das la menor oportunidad—. Y se alejó con aire apresurado, gesticulando y maldiciendo mientras llamaba a sus hombres.
—En absoluto, ‘Rha —susurró en voz queda para sí el hombre león mientras contemplaba la apresurada marcha del sacerdote—. A mí me necesitan pero tú no vales nada. Cualquiera puede ocupar tu lugar. Pero yo... yo soy imprescindible—. Y se llevó una de sus enormes manos al pecho. El Cáliz estaba a salvo y a buen recaudo. De mala gana lo entregaría al cabo de unas horas al hombre que tanto temía aquél monje. Jamás abandonaría algo de tamaño valor en las tripas húmedas de un barco sin guardia alguna. A veces pensaba que ni todo aquel fanático ejercito de culto podría defender la reliquia de los Jerivha como ésta se merecía. Así que desde que hubiesen abandonado el santuario del Sagrado, el Cáliz no se había separado de él.
Las inmensas murallas blancas de Ciudad-Imperio parecían llegar hasta el cielo. Sobrecogía las almas de la tripulación cuando la fragata de guerra hubo de pasar por entre sus pétreas entrañas, bajo los desmesurados arcos de piedra blanca que permitían el acceso a la ciudad siguiendo la corriente del río. El caudaloso fluir del Torinm seccionaba en parte la extensa y amurallada urbe cuyos vigilados accesos fluviales resultaban aquellas tremendas oquedades en las murallas.
Una vez superada la inspección de la nave, la cubierta y los hombres se sumieron momentáneamente en una oscuridad parcial. La repentina noche tamizó la visión y empañó con sus alas sombrías cuanto pasaba bajo aquella arcada de piedra. Durante esos momentos nada perturbó un silencio de sepulcro. Un silencio solemne, de compungido respeto. Cruzaban el umbral del Imperio. El mascarón de proa asomó al otro lado y, como obrando un milagro, la luz de los soles iluminó los rostros. Todo regresó a su estado natural. El siempre frenético interior de las murallas dio la bienvenida al siniestro buque y a su secreto cargamento. Sólo un instante después se hallaban en los puertos.
Los mayores puertos fluviales de todo el orbe conocido. Allí se abigarraban, entraban o salían un centenar más de embarcaciones de todos los tamaños, formas y funciones. Mercantes Rurkos, corbetas Siryannas, Kysues o buques senatoriales elfos, junto a pesqueros Yulos, Galinos o Chabbas Tebannos... barcazas de lujo, Flameras de muy diversas procedencias y estandartes. Aquello resultaba un caos, a veces ininteligible, de lenguas y blasones, estandartes y mercancías, razas y colores. Pero en definitiva eso era la Capital Inmortal. Ese era, en fin, el carácter definitorio de la gran Ciudad-Imperio: un crisol de los más variados especímenes del orbe conocido, donde la mezcla no solamente resultaba inevitable sino imprescindible a pesar de que ellos lo negaran. Altas torres de vigía custodiaban amenazantes y solemnes los muelles, junto a buques de la Armada Imperial. Soldados lanceros y alabarderos de la Cruz Estigia
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velaban por la seguridad y el buen funcionamiento de lo allí concurrido. La incesante riqueza que generaban los puertos fluviales había favorecido al crecimiento de todo un complejo urbanístico en las inmediaciones y éste precisaba de la garantía de seguridad que las brillantes corazas, espadas y lanzas, los emblemas y órdenes imperiales brindaban. Desde posadas y tabernas para viajeros cansados y sedientos a establecimientos y oficios variados. Herreros, toneleros, herbolarios, curanderos, carpinteros ofrecían sus servicios allí. Había casas de intérpretes y cambistas de moneda, pequeñas capillas. Algo más distantes, lugares de ocio y arriendo de carros, caballos y mulas. Un gran mercado perenne hacía las primeras transacciones con las mercancías recién llegadas o la pesca del día. Se prestaba un mayor interés a toda la artesanía exótica de tierras o culturas lejanas. No resultaba extraño encontrarse clavados a tablones para tal efecto y a postes, carteles y anuncios con las ofertas y demandas más extrañas, incluyendo la socorrida contratación de mercenarios y marineros.
Tanto movimiento, tan caótico como controlado, tan salvaje como civilizado, apabullaba a cualquiera que lo contemplase por vez primera, ya fuese por lo dilatado de su concepción, por lo impresionante y rico de sus oficios o por la variedad tan inconcebible de especies y elementos.
Un siniestro carruaje de negras formas e inconfundibles emblemas aguardaba al comité y a su preciado tesoro para conducirlos hasta el Templo Pontificio de la Diosa Kallah. Un ligero traquetear de los ejes y ruedas del carromato por entre las amplias y empedradas calles de la ciudad mecía con cierta altisonancia la reducida cabina tirada por dos fogosos rocines.
—¿Lo tienen? —Había preguntado el ocupante de la calesa antes de que los viajeros estuvieran tras discreción de las cortinillas, en el interior del carro. Sorom, todavía en tierra hizo el amago de extraerlo.
—No. Aquí no —se apresuró a ordenar—. Primero subid. Aquí hay demasiados ojos.
—Es fantástico. Fantástico —diría poco después, con un medido y controlado entusiasmo Lord Velguer, Tercera Luna del Cónclave, al tener la reliquia en sus manos. Todos estaban ya en el celoso interior y aquella calesa se había puesto en marcha—. Lord Ossrik estará complacido. Muy complacido, sin duda, Maese Sorom.
Ahora todo era silencio. Tan solo se escuchaba el repicar de los cascos herrados contra el empedrado. Nadie pronunciaba una palabra, como si los monjes no quisieran comenzar ninguna cuestión que hubiera de surgir de los labios de su más alto jerarca. Todo se sumía en un tenso mutismo.
El félido cuyas dimensiones extraordinarias le hacían inapropiado para los reducidos espacios de la carroza, mitigaba su incómoda postura tratando de atisbar el paisaje que se extendía más allá de las opacas cortinillas que velaban los vidrios del vehículo. La gente se apartaba presurosa y con un temor supersticioso del carromato. Hacían señales o desviaban la vista al paso de éste. De pronto, lo sobrecogedores perfiles del santuario se desplegaron en todo su esplendor ante la visión de sus pupilas.
Sus altísimas cresterías negras, como una empalizada colosal, rozaban los cielos igual que si quisieran, en un alarde de arrogancia, alcanzar el hogar de los dioses. Aquellas formas, aún en la fulgurante luz de los soles gemelos resultaban escalofriantes incluso para quien no era ajeno al lugar. Inspiraban ese mismo miedo supersticioso y vulgar que tanto exasperaba al félido. Y un temor aún más inexplicable.
El cochero detuvo a los caballos justo ante el portón mayor y bajaron. A los pies de aquel retorcido cuerpo de negra simiente todo parecía empequeñecer y perder importancia. Un tremendo escalofrío laceró el cuerpo del fornido Sorom y una inquietante angustia se apoderó de él, como si estuviese siendo observado por la mismísima diosa a cuyo nombre se había levantado tamaña monstruosidad. Aquello no podía ser otra cosa que la morada de la Señora de la Noche.
Las grandes puertas dobles del salón principal fueron abiertas con una lenta dedicación. Descorrido el telón, el escenario se dilataba en todas direcciones como un horizonte limpio. Un pasillo humano de corazas flanqueaba y marcaba el paso, concentrando por obligación la mirada en un punto distante: el trono, levantado sobre un pequeño podium escalonado. Un alargado respaldar sobresalía muchas veces la estatura de un hombre como una bandera, abrumado de decoración y ornamento.
En él se sentaba Ossrik, cuyo rostro era una máscara impávida. Se ataviaba con todos sus enseres y toda la parafernalia que lo distinguían como máximo referente de la orden. Estaba allí acompañado de cortesanos, siervos y otros miembros de su séquito. Tras él, en pié y hieráticos como una muralla humana de sangrientas vestiduras, se situaban los que eran considerados los verdaderos detentores del poder en el Culto. El cuerpo de Arcanos. Los señores sin alma. Lictores y Criptores de Kallah. No en vano, la elección del pontífice era una de sus atribuciones. Sus largas estelas y mitras veladas encerraban una identidad desconocida, acaso inhumana. Ellos inspiraban aún más temor que el propio Ossrik.
A ambos lados del jerarca estaban también miembros de la Guardia Inmortal, la custodia personal del pontífice. Se protegían con una artificiosa armadura que simulaba las estrías musculares y tapaban sus rostros con máscaras de seres legendarios. Apenas si se le percibía con claridad entre la vasta sala, oscura y trémula, de alargadas vidrieras y alumbrada con la luz pulsante de cientos de velas ennegrecidas. Se respiraba una tensión maligna, una presencia fuerte y malsana que lo envolvía todo con su mano deforme y poderosa. Y un silencio mortal, denso como la cerveza amarga, había enmudecido a la numerosa presencia allí congregada. Como si todos supiesen quienes eran los visitantes y esperasen con ansiedad las nuevas que estos traían. ‘Rha tragó saliva con dureza.
Al llegar a los pies del plinto, los tres personajes se inclinaron ante el oscuro monarca.
—Su Voluntad —anunció solemne la Tercera Luna, el Archiduque Velguer, con la mirada aún sumisa, pegada al suelo—. El reverendo ‘Rha y Sorom, el Buscador, regresan del Sagrado con importantes nuevas.
Ossrik era alto y recio, pero su cuerpo desaparecía entre tan recargados hábitos, estolas, anillos y emblemas. Todas las capas de su parafernalia estaban cubiertas de lujosa pedrería, caros adornos y runas arcanas. No resultaba aún alguien a quien considerar viejo, aunque su rostro revelaba la consunción de la senda prohibida, el deterioro que somete al cuerpo y al espíritu hasta devorarlo. Tenía el aspecto poderoso y las sienes hundidas le endurecían con sarcasmo las miradas. El rictus de su cara dibujaba mordacidad. Resultaba desagradable. Henchido de arrogancia desmedida. Lleno de un desprecio corrosivo por todo lo demás. Sorom rezó porque, tal como él deseaba, le siguiese necesitando.
—¿Tenéis el Sagrado? —preguntó una voz de susurrante tono envilecido que rebosaba malignidad. Ossrik no había movido un labio. Tampoco el lacayo que Sorom había reconocido desde la distancia como su chambelán. Así que el félido ignoraba por aquellos entonces el dueño de voz tan viperina.