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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

El enviado (3 page)

BOOK: El enviado
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La tarde estaba próxima a expirar. En el cielo, los tonos claros iban dando paso a un gris más oscuro. La noche se acercaba y ya podían verse las primeras luces en los hogares. Yelm, hacía unos instantes que había desaparecido en la línea del horizonte durante el primer ocaso. Minos, el segundo sol, no tenía la fuerza suficiente como para penetrar por sí mismo en la infranqueable muralla de nubes. El frío no parecía disminuir y el viento había vuelto a recrudecer su aliento. Una espesa niebla empezaba a cubrir todo a un palmo por encima del suelo. Mientras, frente a las verjas de la mansión del Gobernador aquellos hombres miraban incrédulos el cadáver de aquel infortunado jinete.

—Es un correo de Durgan Lynn —confirmó el oficial—. Por alguna razón ha sido enviado aquí con tanta urgencia que ha destrozado al animal. Parece increíble.

Offgud, más cansado de lo que quería aparentar, se había quedado mirando el cadáver. El rictus de dolor en el destrozado rostro del difunto. Parecía fomentar una morbosidad malsana. Su observación le llevó desde su rostro a sus ropas y armas. Allí descubrió cómo una mancha oscura en su costado se extendía y empapaba la blanca estera de nieve. También las manos de quienes cargaban con su peso. Casi pierde el sentido.

—¡Eso es sangre! —Chilló preso de un inquietante nerviosismo—. Oh, por los dioses, creo que voy a desmayarme.

—¡¿Sangre?!

—Es una herida de flecha, señor —desveló el soldado—. Al menos diez centímetros de asta han logrado atravesar la carne entre las costillas. La flecha le hirió de muerte y la caída hizo el resto—. Las caras de asombro no se hicieron esperar.

—¿Realmente estáis sugiriendo que alguien ha matado a un emisario de Durgan Lynn? ¿A las puertas de mi casa? —preguntó el gobernador como si tal hecho aún no entrase en su lógica.

—Las evidencias son claras, señor. A menos que él mismo se disparara una flecha en los pulmones, me temo que sí.

—He visto muchas heridas como ésta —argumentó Lem—. Aunque no siempre es fulminante, si logra alcanzar los pulmones es mortal. Tan sólo magia rápida podría evitar este trágico fin. Y me temo que no hayamos llegado a tiempo.

—Probablemente le esperaran dentro de la ciudad —concluyó secamente el oficial—. No cabe duda, mi señor. De otro modo la guardia en las murallas lo hubiese auxiliado de haberle visto venir herido.

—¿Por qué alguien querría matar al mensajero de Dungar Lynn aquí? Y… ¿Cómo saber de su llegada? —Las dudas del Gobernador parecían un buen enigma.

—Tal vez esto lo responda. Iba a entregárselo ahora. Lo llevaba en su bolsa—. El veterano oficial le acercó enrollado en su guante de cuero un pergamino sellado con el blasón de la casa gobernante de Durgan Lynn en el lacre—. Fuera quien fuese quien abatió a este jinete sabía a la perfección que portaba este mensaje e intentó evitar que llegara a vuestro poder. No me cabe otra explicación, señor —advirtió el soldado con gesto adusto.

—Tiene mucha lógica, Gobernador —apostilló el gigante del pelo rojo.

Lord Goshlein miró a Lem a los ojos. Ambas pupilas se confundieron un instante. Atraídos por la curiosidad muchos de los nobles se acercaron a la pareja. Tras  un instante de incertidumbre el Gobernador se apresuró a romper el sello de cera que aseguraba el mensaje. Con las manos algo temblorosas por el frío desenrolló el pergamino que la Casa Gobernante de la ciudad vecina le había mandado. Sacó unas lentes de la capa y se las colocó. Cuando esto ocurrió, su sobrino no pudo reprimir una queja.

—¡Querido tío: hace un frío endemoniado aquí fuera! ¿No podemos continuar con esto al calor de una hoguera? A ese pobre diablo no le importará que prosigamos dentro.

—¡Cállate, sobrino! —le espetó con una dureza poco habitual sin despegar los ojos del texto. Aquellos devoraban las líneas como una bestia hambrienta. Los orbes parecían querer salirse de la sorpresa. El rostro se compungía y su respiración se pronunciaba haciéndose más fuerte y sonora. Los vapores de frío que exhalaba su nariz golpeaban con fuerza el recio pergamino que contenía, al parecer, espeluznantes noticias. Terminó de leer y su rostro hizo lo posible por volver a la serenidad. Apretó los labios fuertemente y hundió su cara en la mano que no contenía el panfleto. La tensión era palpable y el nerviosismo creciente.

—¿Malas noticias, mi Señor? —El herrero fue el primero en romper el abismo del silencio.

—Muy malas, amigo mío. Temo no puedan ser peores. Apenas puedo creerlas —reconoció sin mirar a los presentes—. He aquí que si lo que cuenta es cierto, temo augurar una situación muy grave.

—¿Cómo de grave, señor? —Quiso saber Festar.

—La más grave. Nos han declarado la guerra.

—¡¿La guerra?! ¡¿A Tagar?! ¿Durgan Lynn nos declara la guerra? —Aquello sonaba a disparate aún sin que fueran los labios de aquel engreído de Agor Edelmore los que la hubieran verbalizado.

—No a Tagar, joven Agor. A todo el Imperio. Y no son nuestros nobles vecinos de Durgan, sino las huestes de la Diosa Lunar—. La reacción de los presente fue de estupor y perplejidad. Se miraron como si nada de ello tuviera el menor sentido o lógica.  

—Temo, mis leales consejeros, que esta noche la sesión de la Consejería acaba de convertirse en un gabinete de crisis. Y no sé muy bien por dónde empezar—. Nadie estaba preparado para digerir lo que aquel sobrio y elocuente dignatario acababa de anunciar. Pero algo ocurriría en los instantes inmediatos capaz de volver aún más caótica aquella situación.

Entre el viento, que durante un instante había decidido abandonar la idea de tumbar los árboles, los agudos oídos de Lem percibieron un zumbido característico que puso sus músculos en tensión. Fueron sólo unas décimas de segundo. Un instante tan breve que imposibilita cualquier reacción. Pero en su cabeza sus pensamientos parecieron ser capaces de procesar la información de manera retardada. Algunos de sus viejos instintos se conservaban tan en forma que sus reacciones mentales surcaban el espacio a velocidades de vértigo. Eso era lo que el campo de batalla proporcionaba a sus veteranos.  Aquel herrero, con medio siglo a sus espaldas, se había pasado la mitad de su vida forjándose en las trincheras. Silbidos de sierpe. Que rasgan el viento y lo cortan a cuchillo. Seguidos de un imperceptible batir que deja una huella sonora, latente. Una estela como del batir de alas de un colibrí. Es un zumbido metálico, difícil de precisar. Difícil de olvidar si se aloja en la mente, gravado a fuego en el recuerdo. Habitualmente, le sigue un golpe seco. Y tras él un alarido. Un alarido de muerte.

Al gigante rojo se le erizaron los pelos de la nuca. A sus labios afloró un aviso. Pero llegaba tarde. Lamentablemente todo solía discurrir con demasiada rapidez.

El aullido fue de Festar. Le siguieron otros. Casi al unísono. Y el caer de hombres al suelo. La visión resultaba dantesca. Una flecha atravesaba el cuello de Festar que se derrumbó con los ojos fuera de sus órbitas. Entonces vino el aviso de Lem. Tarde. Demasiado tarde.

—¡¡Al suelo!! ¡¡Arquero!! —pero aquella orden ya se hacía innecesaria. De puro instinto la guardia había interpuesto sus escudos cubriendo a los nobles más cercanos.  Los cuerpos se habían agazapado por actos reflejos.

—¡El gobernador. Cubrid al gobernador! —pero también las órdenes del jefe de la guardia se volvían superfluas. Tres escudos parapetaban por entonces el cuerpo del gobernador de Tagar.

—¡A mí, a mí la guardia! ¡¡Protegedme!! —chilló como loco el afeminado Edelmore que había quedado apartado del grupo. Apenas hubo un instante para prestarle atención y contemplar sus últimos instantes. La primera flecha le impactó en la espalda. La segunda le atravesó el cráneo.

—¡¡Rápido, al interior!! —los hombres se movilizaron raudos. En la huída, uno de los soldados que escoltaban a Lydia Nelly recibió una saeta que se colaría por debajo de la protección de su escudo. Le alcanzó en el abdomen por encima de la ingle. La mujer tuvo el acceso de ayudarlo pero el otro soldado que la acompañaba tiró de ella evitando que se expusiera. Fue Lem quien acabó arrastrando el cuerpo gimiente del esforzado soldado. Las puertas se trancaron tras de ellos. La histeria se había apoderado de la mayoría.

—Dumond, aprisa. Mi martillo —exigió el coloso al mayordomo que entraba en ese instante en escena. Su gesto parecía desorientado sin tener certezas de lo que ocurría. Como buen criado, se giró en redondo dispuesto a cumplir con aquello que se le solicitaba.

—Acompañadle —ordenó el gobernador a uno de los soldados que le habían escoltado hasta la seguridad del interior—. Mi servicial camarero apenas podrá levantarlo.

Salvando el histerismo de los nobles supervivientes, Kart Ümah repartía órdenes a los soldados que comenzaban a llegar. Aprovechó un instante para volverse hacia Lem. Todos los hombres de armas sabían confiar en el veterano y le consideraban un oficial sin rango.

—¿Cuántos son? —le preguntó—. ¿Has podido… —no terminó la frase.

—Muy poco, Kart —se anticipó a la pregunta—. Por los ángulos de impacto son al menos tres. Festar ha sido abatido desde poniente. Las flechas que mataron a Lord Edelmore venían de direcciones distintas. Quizá más, no sé. Y tienen buena puntería. A ese guardia le han acertado entre un hueco de los escudos.

—¿Quién… quien puede atentar contra esta Casa? —Goshlein no salía de su estupor.

—Eso no es lo más urgente, mi señor. Preservar su persona, sí lo es. Los asesinos de ese mensajero aún están aquí y son peligrosos. ¿Cuál es la habitación más segura de toda la mansión?

—El ala privada, supongo. Las habitaciones privadas. 

—Le llevaremos a ellas y doblaremos la guardia—. Lem miró al curtido oficial con una mirada de complicidad—. A la escalera. Meteremos al personal civil en el ala privada y la sellaremos hasta que pase el peligro—. Ümah asintió de un firme cabeceo.

La comitiva se apresuró a avanzar hacia la solemne escalinata regia. Apenas habían avanzado unos metros cuando se escucharon gritos de alarma procedentes del piso de arriba. Les siguieron gritos de dolor. Lem lo vio aparecer antes que ningún otro. Una sombra. Una silueta, embozada, desde uno de los ángulos muertos de aquella escalinata que se abría en dos y se perdía en la inmensidad de la sala capitular. Su reacción fue decisiva. Rodeando con sus brazos al gobernador le apartó lo suficiente como para que la flecha rozase su abultado brazo haciéndole brotar la sangre. Pero no fue un disparo fallido después de todo. El grito desesperado de Lydia Nellw le llenó de certezas. El grueso mercader se derrumbaba al suelo con diez centímetros de asta en su pecho y moría entre espantosos estertores a los pies de la horrorizada mujer. Ümah resultó el primero en reaccionar después del herrero arrastrando a la dama hacia atrás.

—¡Han entrado! ¡¡Cobertura!! —ordenaba a sus hombres mientas desnudaba su acero con la mano que le quedaba libre. Dos de sus soldados se apresuraron a volcar una robusta mesa a modo de parapeto desparramando los costosos objetos que se exhibían en ella. Algunos candelabros de plata se quebraban en la colisión y un bellísimo jarrón de porcelana Tylhana de varios cientos de Ares se hacía añicos contra el suelo. Pero aquello resultaba entonces un daño menor. Cuando el oculto tirador lanzó el segundo venablo encontró el grueso cuerpo de madera cubriendo a sus objetivos.

Tres soldados hicieron su entrada desde las habitaciones anexas. Dos eran ballesteros. Su fuego de cobertura resultaría crucial habida cuenta que las alabardas que portaban la mayoría de los soldados destinados al exterior resultaban de escasa utilidad ante el enemigo que les hostigaba. Cuando las flechas regresaron a escena hubo respuesta desde el salón. El tercero era el soldado que cargaba el martillo de combate de Lem. Ni siquiera hizo el intento de lanzarlo. Una pieza como aquella no volaría dos metros ni aún cuando poseyese alas. Se limitó a dejarlo en el suelo y darle un buen empujón que lo deslizara hasta el herrero. Tal y como podía predecirse quedó algo corto.

La voz del mediano chambelán se dejó sentir antes que su figura. Venía del patio interior.

—¡¡Fuego, fuego, mi señor!! ¡El ala norte del segundo piso arde! —La mano de uno de los guardias evitó que el esforzado ayudante de cámara cruzase el umbral y se expusiese a las flechas de los arqueros.

—Mi mujer y los niños están en ese ala —alertó descorazonado el gobernador.

—¡Maldición! ¿Cómo han podido llegar hasta ahí?- blasfemó el capitán—. Nos ocuparemos de eso, mi señor. Os doy mi palabra —e hizo un gesto a la nueva partida de hombres que se acercaban por los pasillos interiores. Uno de ellos reveló con un gesto que la esposa y los niños del gobernador ya estaban a salvo.

—Gracias al cielo —suspiró Lord Goshlein al entender el mensaje.

—La mansión ya no es segura, Kart —añadió Lem—. Tenemos que sacarlos de aquí.

—Llevaos al gobernador y a los consejeros a las cocinas. Sacarlos a todos por el área de servicio —ordenó el oficial a sus hombres—. Coged un par de caballos y avisad a la dotación de la milicia. Necesitamos sofocar el incendio.

—Dame dos ballesteros de cobertura, Kart y te traeré al que dispara desde las escaleras.

—Son tuyos—. De un gesto asignó a los dos ballesteros más próximos—. Pero no tienes que mezclarte en esto. Es cosa de mis hombres.

—Insisto.

—Te seré franco. Agradezco tu ayuda. No la despreciaría por nada del mundo—. El Gobernador se volvió hacia la pareja de veteranos.

—No quiero perder más consejeros esta noche, Lem.

—Perded cuidado, señor. Estaré listo para ese gabinete de crisis. Le doy mi palabra.

Ningún cruce de palabras ralentizó más la situación. Un signo. Una orden.

—¡¡Cobertura!!

Las ballestas apostadas vomitaron sus dardos mortales. Lem saltó de su parapeto en busca de su martillo. El resto emprendió fuga en la dirección opuesta. Lem pegó su espalda al muro de piedra mirando hacia la esquina tras la cual debía esconderse el hostigador invisible. Ahora tenía su poderosa arma entre sus manos y aquello siempre le recobraba las fuerzas. El mango era de madera de roble centenario decorado con filigranas, runas, y cuero tratado para la empuñadura. Quince kilos de hierro daban forma a la cabeza cuya figura no daba margen a la imaginación. Era una cabeza de yunque empotrada al mango. Tan austero como letal.

La cabeza del arquero volvió a asomar entre la balaustrada del segundo piso. Lem ya enfilaba el primer tramo de escaleras seguido de sus tiradores, que anticipándose al peligro, se habían apresurado a montar el arma, disparando de nuevo. En esta ocasión creyeron identificar una queja después del último disparo.

BOOK: El enviado
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