El enviado (2 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Lem Forjadorada, hijo de Ishar Forjadorada, provenía de una legendaria estirpe de herreros. Aunque no toda su vida lo fue, hoy era simplemente un artesano del hierro en la pacífica y próspera ciudad de Tagar. Tal vez, y muy posiblemente, el mejor herrero de toda la comarca. Su nombre bastaba para promocionar Tagar fuera de sus murallas. Pero no era por su natal habilidad para doblegar el hierro por lo que solía ser requerida su presencia en el Concejo del Gobernador. Lem Forjadorada era sin asomo de duda uno de los hombres más respetados por el pueblo de Tagar. Aquel corpachón que parecía estar hueco cuando se decidía llenarlo de cerveza enana tenia en su pecho un corazón dos veces mayor que sus bíceps. Contaban de él maravillas de sus habilidades en la fragua, pero también que competían ferozmente con su contagioso buen humor, una radiante personalidad y un poderoso carisma. El «gigante rojo», como cariñosamente le bautizó el pueblo, tenía tanta influencia sobre sus conciudadanos que casi pudiera decirse que le consideran un líder popular. Un líder que según el Gobernador Goshlein haría que hasta las vacas y las gallinas le acabaran dando la razón. Tal personalidad supo el viejo Goshlein atraérsela para sí. Obviamente no era aconsejable tener a un hombre tan carismático en su contra. Siendo como era el gobernador un hombre sencillo y cercano, ambos trabaron una amistad fructuosa para ellos y para la ciudad. Ahora bien, que un hombre del tamaño y apariencia de un oso cavernario fuera la voz más influyente del Gobernador era cosa que irritaba a más de uno entre la clase alta de la ciudad. Sobre todo los comerciantes más ricos y los nobles terratenientes. Agravándose más aún por el hecho de que muchos de ellos resultan el resto de los allí presentes.

—¡Ah, Lem, mi querido amigo! —Exclamó el Gobernador en una licencia inusualmente cordial para una sesión del Concejo—. Pasa y toma asiento. Te esperábamos.

Goshlein desplegó una sonrisa sincera y le invitó con un gesto a acomodarse en la oscura mesa de nogal en la que los demás contertulios se sentaban. El herrero se disculpó solemnemente ante la sala por su demora. Achacó su tardanza al crudo tiempo invernal de aquella tarde. Sin embargo, los comentarios susurrados no se hicieron esperar.

—No sé cómo tu tío deja que esta especie de ogro peludo ensucie los tapices.

Lem se descubrió la cabeza quitándose el gorro de piel cubierto de nieve y su capa de oso también nevada. Sacudiendo ambas prendas, se las entregó al mayordomo que prácticamente desapareció sepultado bajo ellas. Aquél hizo una reverencia poco perceptible y marchó dejándolos solos. Antes de acercarse Lem se sacudió la barba donde se había acumulado pequeñas formaciones de hielo que daban veracidad a su historia. La tarde había sido infernal.

—Caliéntate un poco, Lem —ofreció cortésmente el gobernador al ver su aspecto. Parecía haber traído sobre sus pronunciadas espaldas la mitad de la nieve despeñada por los cielos aquella tarde—. No nos matará aguardarte unos minutos más antes de empezar.

El coloso herrero agradeció la oferta y se aproximó a la inquietante chimenea antes de dirigirse definitivamente a la mesa de reuniones. De grandes dimensiones, aquella chimenea estaba tallada en buena piedra de cantera por el cincel de un magnífico artista. Su talla parecía más del ingenio de un escultor que de la mano de un cantero. De un color gris ceniza, perfilaba a gran perfección y realismo las fauces abiertas y la testa crestada de un enorme dragón. Dentro de aquellas amenazantes mandíbulas ardía crepitante, al menos, un costal de leña recia de la mejor calidad. Una llama lánguida iba apoderándose lentamente de la superficie virgen de los maderos más grandes, cuyos centenarios anillos aguardaban con reposo y serenidad el triste destino mientras la sangre retornaba lentamente a las manos del herrero. El fulgor de la llama hacía cobrar vida a las cuencas vacías y marmóreas de los ojos de la bestia. Parecía esconder la furia adormecida en las huecas pupilas de aquel reptil de piedra, en aquel juego de brillos y sombras danzantes. Allí, frente a aquel monstruo de piedra con los ojos encendidos de ira y la cavidad de la boca iluminada sobre las ascuas, daba la sensación de que el dormido ser no estaba tan dormido, y que, en el instante menos esperado regalaría a los presentes el mortal baño de fuego de su terrible aliento.

Con la sensación de tacto de nuevo sobre la yema de sus dedos, Lem acercó pesadamente hacia el asiento sus más de cien kilos de peso y sus sobrados dos metros de estatura. Ese asiento, como el resto de las sillas ya ocupadas, hacía juego con una soberbia mesa élfica, sin duda la otra gran pieza de la sala.

Apenas el herrero ocupó su lugar, el gobernador se dispuso a abrir la sesión. El concejo de la ciudad debía aprobar una nueva ley de precios, la construcción de nuevas viviendas para la milicia local, la restauración de las caballerizas y nuevos cargos y atribuciones de cara al próximo torneo de lucha, entre los asuntos de menor trámite. Dejarían los temas más arduos para el mayor debate posterior.

La sesión comenzó sin incidentes. Los ciudadanos estaban tranquilos sabiendo que Lem defendería sus intereses hasta sus últimas consecuencias. De hecho, muchos de ellos estimaban al gobernador porque Lem así lo hacía. Si el herrero le aprecia es porque debe ser un hombre de honor, decían muchos en las calles. Pero contra él tratarían de imponerse por norma y naturaleza el resto de los miembros de la sala.

Frente al gigante, unos gélidos ojos azules casi incoloros y un enorme bigote militar escrutaban con desconfianza al herrero. Iliam Festar de rostro impasible y frío contemplaba al resto de la sala con el aire marcial con el que todos los grandes caballeros impregnan sus altivas miradas. Festar era un noble apuesto pese a haber entrado ya en una edad. Telas de alto precio daban forma a un elegante uniforme, híbrido entre aristócrata y militar. Al tiempo, el mango de dos manos tallado en ébano de una elegante espada de doble hoja sobresalía de la vaina de cuero labrado y curtido que pendía de su cinto. Festar portaba el considerable peso del arma con fines estéticos más que defensivos. Aunque vestía como tal y alardeaba de sus orígenes guerreros, había pasado prácticamente la mayoría de su vida exhibiendo el formidable acero sin usarlo. Como la mitad de su linaje.

Junto a él, Agor Edelmore. Rostro imberbe y modales refinados. Poseía el monopolio caravanero de la exportación de grano en las rutas del sur. Uno de los hombres más jóvenes y ricos, por añadidura. De temperamento vanidoso y egoísta, se había granjeado una dudosa fama entre la gente más modesta. Incluso entre sus compatriotas. No en vano heredó a su padre aún vivo después de que sus hermanos muriesen trágica e inesperadamente.

Lord Inar Gogain Goshlein, sobrino del Gobernador, ocupaba el lugar adyacente. Poseía el cargo de censor. La barrera de más de veinte años que le separaban de su tío le convertía en un «joven» diplomático en cuanto al ejercicio de la política se refería. Era un rumor extendido que en privado Lord Inar no compartía muchos de los criterios de gobierno de su tío. Resultaba muy frecuente verlo exhibirse por los círculos aristocráticos de Tagar. Le gustaba rodearse de acaudaladas y rancias amistades que, esperaba, en su día apoyasen su candidatura como sucesor de su tío, si este no veía a bien vincularlo al cargo en su momento.

A la derecha del herrero descansaban las enormes posaderas de Offgud Niveland, un rico mercader de la zona con una muy merecida fama de usurero. Offgud era poseedor de una complexión de lo más grotesca. Bastante corto de estatura, la grasa se acumulaba de tal forma en él que casi resultaba repulsivo. La abundancia de masa corporal hacía apenas visible el cuello. Sus piernas parecían mucho menores y deformes de lo que en realidad eran. Anillos enormes con descomunales pedruscos engalanaban los cortos y rechonchos dedos. Daba la sensación que le estrangulaban la carne allí donde presionaban. Su incipiente calva resaltaba una pobre melena crecida en los lugares donde su cabello aún resistía la lucha de la edad. Y una deshilachada y mediocre la barba que alcanzaba incluso su abultada papada completaban los poco agraciados rasgos de un hombre que sus aires de grandeza -y su inmensa fortuna- le llevaban a comportarse como un auténtico déspota.

Offgud desbarataba el tópico. Ciertamente resultaba tan repugnante como aparentaba. Pero su indecente fortuna le convertía en una pieza indispensable en los asuntos de la ciudad. Era relativamente fácil convencerlo para que aportase cierta cantidad de dinero si a cambio se le ofrecen ciertas
condiciones ventajosas
. La última vez se consiguió que donara la mitad de la costosa ampliación de La Arena, como se conoce al anfiteatro de Tagar, ahora el tercer recinto para espectáculos más lujoso y grande del Mundo Conocido. A cambio obtuvo el monopolio de la organización de las luchas y la venta de productos dentro del lugar de festejos. Ni que decir tiene que sus beneficios han multiplicado en mucho sus inversiones.

La última de las aquellas singulares sillas élficas correspondía a una mujer delgada y aún atractiva. Tenía cabellos morenos salpicados, no obstante, por algún que otro mechón que no había podido por más tiempo seguir revistiéndose con el oscuro ropaje de antaño. Lydia Nellw era una mujer madura y de mentalidad mucho más abierta de lo que era costumbre encontrar entre los de su clase. Quizás la única a la que Lem dirigía las palabras con cierta simpatía. Aunque no es que arrojase piedras a su propio lecho pues poseía vastas extensiones de viñedos, frutales y el control de molinos y acequias -posiblemente uno de los negocios más prósperos de la región- y, por tanto, traicionase su condición de terrateniente. Sin embargo, estaba bastante más concienciada con los problemas de la ciudad que el resto de sus camaradas de mesa. Sin duda, Nellw sacrificaría parte de sus beneficios o de su negocio para el bien social y eso gustaba al herrero.

Pasaba la tarde. Los soles declinaban en el horizonte. La única forma de  averiguarse era por la simple intuición ya que las espesas nubes persistentes evitaban que los rayos alargaran, como era habitual, las sombras en el primer ocaso. La fuerte tormenta había pasado a ser una ligera caída de copos de nieve, aunque aún seguía siendo amenazador el aspecto del cielo. El viento amainaba por momentos dando por olvidadas aquellas ensordecedoras ráfagas huracanadas que aquella tarde habían hecho vibrar los cristales de palacio y doblar las ramas de los árboles más recios.

Entonces, interrumpiendo una más de aquellas acaloradas discusiones en las que habitualmente derivaba una sesión de la consejería, Festar, airado, dejó su asiento para marcharse a la ventana. Pensó que sería bueno rebajar la tensión y ¿por qué no? quizá dejar que algo del ártico viento exterior entrase en aquella cargada sala y enfriase los ánimos de los que allí batallaban. Pero su gesto quedó en un amago al percibir una situación anormal en las inmediaciones de la mansión.

—¿Ocurre algo, Iliam? —Advirtió Lydia Nellw, sorprendiendo al marcial terrateniente congelado en un gesto poco natural.

—Hay alboroto en los aledaños —manifestó firme—. La guardia se agolpa fuera de la mansión. Parece ocurrir algo. Da la impresión de ser… ¿un herido? —añadió sin tener certezas.

—¿Qué decís? —exclamó el gobernador. Con el semblante contrariado se apresuró a incorporarse y abrir una de las ventanas más próximas. El resto le siguió utilizando los demás ventanales que comunicaban esa sala con el exterior. Una gélida ráfaga se apoderó del salón, apagando algunas y haciendo bailar a la mayoría de las velas que alumbraban aquella mortecina tarde. El contacto con el frío abrazo del aire obligó a fruncir el ceño y a esperar unos segundos a que la piel se acostumbrara al roce amargo del viento.

—Diría que… aquello de ahí parece un caballo, señor —anunció Edelmore que ocupaba un ángulo más privilegiado. Su dedo índice apuntaba a una silueta tendida en la nieve entre los cuerpos de una docena de alabarderos.

—¿Podéis ver al jinete? —Preguntó Lord Istban alzando la voz para romper la resistencia del viento.

—Señor, con el debido respeto: la guardia puede ocuparse de él —replicó Niveland. —Esta sesión tiene cosas más importantes que tratar que la suerte de un plebeyo—. Sin embargo, nadie pudo replicar al mercader. Uno de los alabarderos de la gobernación irrumpió en la sala de concejos con el rostro desencajado y perseguido por el vociferante mayordomo.

—Mi señor, disculpad mi atrevimiento, señor. Pero debéis acompañadme enseguida.

—¿Qué es lo que ocurre? —Preguntó el noble.

—¡Tan grave es que molestáis una sesión de la consejería! —apostilló el grueso mercader, aún indignado.

—Me temo que lo es, señor —se apresuró a contestar el soldado—. Un mensajero de Durgan Lynn. Le han matado, señor. Eso creemos.

—¡¡Dioses!! ¡En mi propia casa!

Sin más, la partida de hombres se apresuró a abrigarse y partió fuera de la mansión. Se precipitaron por la escalera regia que presidía el salón y salieron al inclemente exterior. Al alcanzar los aledaños de la espléndida casa solariega se tropezaron con la dotación de hombres de guardia que regresaba cargando con el cuerpo exánime del jinete. El rostro de la mayoría de los nobles allí presentes se arrugó en un gesto de repugnancia. Al mando de la comitiva había un hombre alto y corpulento de espesa barba negra. Iba embutido en una peculiar armadura galonada. Era Kart Ümah, el jefe de la guardia personal de Lord Goshlein. El maduro regidor se detuvo un momento apoyándose en el joven Edelmore a recobrar el aliento perdido en la apresurada carrera.

—Ya estoy demasiado viejo para semejantes trotes —se confesó—. ¿Cómo está el herido, oficial?

—Me temo, señor —anunció aquel con gravedad—, que el jinete no ha sobrevivido. El caballo está literalmente reventado—. La noticia causó estupor.

—¿Qué motivos tendría alguien para destrozar de esa manera a un animal? —Sugirió a modo de pregunta el joven hacendado. Su gesto aún andaba parcialmente oculto tras su mano.

—Motivos de Estado, mi señor —contestó el severo oficial—, aunque este hombre no ha muerto de agotamiento. Le han asesinado y ha sido dentro de los muros de la ciudad.

—¡¿Qué estupidez estáis diciendo?! —Exclamó alarmado el otro Goshlein, allí presente—. ¿Qué os hace pensar que alguien…

Pero el gesto inequívoco de la mano de su tío evitó que pudiera continuar con su exasperación.

—Escucho —anunció solemne el anciano.

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