Leyendo el periódico entre líneas, se podía seguir el desenlace: la muerte de Gordean irresuelta, sin sospechosos; la explicación del tiroteo, Mal y él «siguiendo una pista de un viejo caso»; el negro muerto atribuido a Coleman. Ninguna alusión a los comunistas ni a los homicidios de homosexuales: Ellis Loew tenía buenos contactos con el periodismo y odiaba las complicaciones. Reynolds y su hijo-amante eran sólo «viejos enemigos con cuentas pendientes»: la broma que superaba todas las bromas.
Mal Considine recibió los honores de un héroe. Al entierro asistió el alcalde Bowron, así como todo el Consejo, la Junta de Supervisores y altos oficiales de policía de la ciudad de Los Ángeles. Dudley Smith pronunció un panegírico conmovedor, donde mencionaba la «grandiosa cruzada» de Mal contra el comunismo. El
Herald
publicó una foto de Dudley acariciando la barbilla de Stefan, hijo de Mal, exhortándolo a «ser actor».
Johnny Stompanato era su contacto para obtener información sobre el gran jurado: de Ellis Loew a Mickey y a Johnny, y todo parecía material de 24 quilates.
Loew iniciaría la presentación de pruebas la semana siguiente: una sincronización perfecta, pues la UAES aún soportaba el embate de artículos en la radio y la prensa donde se la culpaban por la carnicería de Gower Gulch. Herman Gerstein, Howard Hughes y otros dos dueños de estudios cinematográficos habían dicho a Loew que echarían a la UAES el día en que se reuniera el gran jurado, violando el contrato del sindicato a partir de cláusulas en letra pequeña relacionadas con la expulsión por actividades subversivas.
Más buenas noticias de Johnny: Terry Lux había sufrido un ataque de apoplejía, resultado de una «prolongada privación de oxígeno» provocada por un fajo de dinero en la boca y una arteria reventada en la mano derecha. Se estaba recuperando bien, pero los tendones inutilizados de esa mano le impedirían volver a practicar la cirugía. Mickey Cohen había subido el precio de Meeks a veinte mil dólares, pero Buzz elevó su paga por el trabajo de Minear a veinticinco mil para que Stompanato no le metiera una bala en la cabeza. Mick había perdido la cabeza por Audrey: había levantado un altar con recuerdos de Audrey: sus fotos publicitarias de
strip-teaser
, la ropa que llevaba cuando trabajaba en el Burbank en el 38. Mickey escondió todos sus recuerdos en el dormitorio de su guarida, donde se pasaba horas suspirando. A veces se le oía llorar como un niño.
Y Turner Meeks, dueño del verdadero amor de la Chica Explosiva, engordaba cada vez más con pato
moo shu
, cerdo agridulce,
chop suey
de gambas y
kowlon
de carne: una buena cantidad de últimos deseos del condenado. Y con la muerte a un paso, sabía que había dos cosas que quería averiguar antes de meter el cuello en la soga: toda la historia de Coleman, y por qué la UAES aún no había puesto en práctica su plan extorsivo contra los estudios, fuera cual fuese. Y tenía la corazonada de que sabía dónde conseguir las respuestas.
Buzz fue a la recepción del motel, cambió un billete de cinco por monedas y caminó hasta la cabina telefónica del aparcamiento. Sacó la lista de residencias que había arrancado de las Páginas Amarillas el día del tiroteo y se puso a llamar, haciéndose pasar por policía. Se imaginó que Lesnick se ocultaría bajo un nombre falso, pero aun así daba a los empleados el nombre verdadero, describiéndolo como un «viejo», «judío», «víctima terminal de un cáncer pulmonar». Era tres dólares y diez centavos más pobre cuando una muchacha dijo:
—Por la descripción parece el señor León Trotski.
A continuación le dijo que el viejo se había ido a pesar de los consejos médicos y había dejado una dirección: el Seaspray Motel, Hibiscus Lane 10671, Redondo Beach.
Una broma comunista sin gracia le había facilitado las cosas.
Buzz fue a una casa de alquiler de coches y consiguió un sedán Ford, pensando que parecía bastante lujoso para ser el coche de un fugitivo. Pagó el alquiler de una semana por adelantado, mostró al empleado su permiso de conducir y pidió papel y lápiz. El empleado accedió. Buzz escribió:
Doctor Lesnick:
Colaboré un tiempo con la gente del gran jurado. Presencié la muerte de Coleman y Reynolds Loftis y sé lo que ocurrió con ellos del año 42 al 44. No he revelado a nadie esta información. Si no me cree, mire los periódicos. Debo largarme de Los Ángeles porque tengo un problema y me gustaría hablar con usted sobre Coleman. No confiaré al gran jurado lo que usted me diga: me perjudicaría hacerlo.
T. M
EEKS
Buzz se dirigió al Seaspray Motel, esperando que con la muerte de Mal la Fiscalía hubiera interrumpido la búsqueda de Lesnick. Era una propiedad frente a la playa, al final de un callejón sin salida; la oficina tenía forma de cohete apuntando a las estrellas. Buzz entró y llamó al recepcionista.
Un joven lleno de granos salió de la trastienda.
—¿Quiere una habitación?
—¿Aún está vivo el señor Trotski? —preguntó Buzz.
—Apenas. ¿Por qué?
Buzz le dio el mensaje y un billete de cinco.
—¿Está?
—Siempre está. Aquí o en la playa. ¿Adónde quiere que vaya? ¿A bailar?
—Dale el mensaje, hijo, y guarda los cinco. Si dice que sí, Abraham Lincoln tiene un hermano.
El chico de los granos le indicó que esperara fuera, Buzz aguardó junto al coche mientras el chico caminaba por la calzada y golpeaba una puerta. La puerta se abrió, el muchacho entró; un instante después salió con dos sillas de playa. Un viejo encorvado le aferraba el brazo. La corazonada era cierta: Lesnick quería que alguien lo escuchara antes de irse.
Buzz dejó que se acercaran. El viejo extendía las manos, tenía los ojos vidriosos por la enfermedad, la tez terrosa, y parecía hundido en todas partes. La voz era fuerte, y la sonrisa que la acompañaba indicaba que estaba orgulloso de ello.
—¿Señor Meeks?
Buzz le dio la mano con suavidad, temiendo romperle los huesos.
—Sí, doctor.
—¿Y cuál es su rango?
—No soy policía.
—¿No? ¿Y qué hacía con el gran jurado?
Buzz le dio cinco dólares al empleado y cogió las sillas de playa. El chico se fue sonriendo, Lesnick aferró el brazo de Buzz.
—¿Por qué, entonces? Pensé que todos los esbirros de Ellis Loew eran policías.
Lesnick no pesaba casi nada. Una pequeña brisa hubiese arrastrado al viejo hasta Catalina.
—Lo hice por dinero —respondió Buzz—. ¿Quiere hablar en la playa?
Lesnick señaló un lugar, cerca de unas rocas, donde no había botellas ni envoltorios de golosinas. Buzz lo llevó hasta allí, y las sillas le resultaban más pesadas que el hombre. Puso las sillas una frente a otra, cerca, para poder oír si la voz del doctor se debilitaba; lo acomodó y vio cómo se arropaba en su bata.
—Señor Meeks, ¿sabe cómo me convencieron para que diera información? —dijo Lesnick.
Típica conducta de soplón: tenía que justificarse. Buzz se sentó y comentó:
—No estoy seguro.
Lesnick sonrió, satisfecho de poder contarlo.
—En 1939, representantes del gobierno federal me ofrecieron la oportunidad de permitir que mi hija saliera de la prisión de Tehachapi, donde estaba encerrada por haber atropellado a un hombre. Entonces yo era el analista oficial del PC de Los Ángeles, y seguí siéndolo. Me dijeron que si les brindaba acceso a mis archivos para una evaluación, para la investigación realizada en 1940 por el fiscal general del estado y otras investigaciones futuras, pondrían en libertad a Andrea de inmediato. Como mi hija debía pasar en prisión no menos de cuatro años más y me había contado historias terribles acerca de los abusos de las carceleras y sus compañeras, no vacilé un instante en aceptar.
Buzz dejó que Lesnick recuperara el aliento y habló de Coleman.
—Y la razón por la cual no entregó las fichas de Loftis del 42 al 44 era porque Coleman figuraba en todas partes. ¿Correcto?
—Sí. Habría significado mucho sufrimiento innecesario para Reynolds y Coleman. Antes de entregar los archivos, busqué otras referencias a Coleman. Chaz Minear aludía a él, pero sólo tangencialmente, así que entregué su ficha. Hice lo mismo cuando entregué mis archivos a los investigadores del HUAC, pero mentí y les dije que había perdido la ficha de Loftis. Pensé que Ellis Loew no se creería esta mentira, así que guardé la ficha de Reynolds con la esperanza de morir antes de que me la pidieran.
—¿Por qué no quemó la maldita ficha?
Lesnick tosió y se arrebujó en la bata.
—Tenía que seguir estudiando el caso. Me apasionaba. ¿Por qué abandonó usted el gran jurado? ¿Escrúpulos morales ante los métodos de Ellis Loew?
—No creí que la UAES valiera la pena.
—Su declaración sobre los periódicos le da credibilidad, y me pregunto cuánto sabe usted exactamente.
Buzz elevó la voz sobre el repentino estrépito del oleaje.
—¡Trabajé en los homicidios y en el gran jurado! ¡Lo que no sé es la historia!
El ruido del mar disminuyó. Lesnick tosió y preguntó:
—¿Usted sabe…?
—Doctor, sé lo referente al incesto, la operación de cirugía plástica y el intento de Coleman de incriminar a su padre. La única otra persona que lo sabía era ese capitán de policía que murió en el club de jazz. Y creo que usted quiere contar lo que sabe, de lo contrario no habría hecho esa broma de estudiante con Trotski. ¿Qué opina?
Lesnick rió y tosió.
—Entiende usted el concepto de motivación subliminal, señor Meeks.
—No soy tan tonto, jefe. ¿Quiere oír mi teoría de por qué usted retuvo los archivos que iban desde el verano del 49 en adelante?
—Expóngala, por favor.
—La gente de la UAES que sabía la historia hablaba de la boda de Reynolds y Claire y de cómo la tomaría Coleman. ¿Verdad?
—Sí. Yo temía que los investigadores captaran las referencias a Coleman y trataran de usarlo como testigo voluntario. Claire trató de evitar que la noticia de la boda llegara a los periódicos para que Coleman no se enterara, pero no lo consiguió. El precio fue terrible, como usted sabrá.
Buzz miró el agua, mudo como una piedra: su truco favorito para hacer hablar a los sospechosos. Al cabo de un minuto, Lesnick continuó:
—Cuando los periódicos sensacionalistas hablaron de las dos víctimas siguientes, supe que el asesino tenía que ser Coleman. Fue mi paciente en la época de Sleepy Lagoon. Sabía que tenía que estar viviendo cerca de los clubes de jazz de Central Avenue, y lo encontré. En el pasado habíamos estado cerca, y pensé que podría razonar con él, llevarlo a una institución y terminar con esa insensata matanza. Augie Duarte demostró mi error, pero lo intenté. ¡Lo intenté! Piense en eso antes de juzgarme con excesiva dureza.
Buzz miró a ese muerto viviente.
—Doctor, no juzgo a nadie en este jodido asunto. Es sólo que dentro de un par de días me iré de la ciudad, y me gustaría averiguar todo lo que no sé.
—¿Y no se lo contará a nadie?
Buzz arrojó a Lesnick una migaja para tentarlo:
—Usted trató de proteger a sus amigos mientras seguía el juego, y yo también supe hacer lo mismo. Tengo un par de amigos que quisieran saber el porqué de todo, pero nunca van a saberlo. Por favor, cuéntemelo.
Saul Lesnick habló. Le llevó dos horas, con muchas y largas pausas para respirar y conservar la energía. A veces miraba a Buzz, a veces contemplaba el mar. Tartamudeaba en los episodios más conflictivos, pero nunca se interrumpía.
1942.
Cortes de luz en Los Ángeles por temor a los bombardeos, diez de la noche, toque de queda. Coleman tenía diecinueve años, y vivía en Bunker Hill con su loca madre Delores y dos hermanastras. Usaba el apellido «Masskie» porque la mamá criadora de esclavos necesitaba el nombre del padre para conseguir pagos del Servicio Social para el hijo y porque las siete letras concordaban con los enunciados numerológicos de la Hermana Aimee. Coleman dejó la escuela de Belmont porque no le permitieron tocar en la orquesta de la escuela; quedó abatido cuando el profesor de música le dijo que los estúpidos resuellos que lanzaba con el saxo eran sólo un ruido que no revelaba ningún talento, sólo buenos pulmones.
Coleman trató de enrolarse en el ejército dos meses después de Pearl Harbor. No aprobó el examen físico por problemas en las rodillas y un colon espástico. Repartía panfletos del Templo Angelus, ganó suficiente dinero para comprarse un nuevo saxo alto y pasó horas practicando acordes e improvisaciones que le gustaban sólo a él. Delores no lo dejaba tocar en casa, así que llevó el saxo a las colinas de Griffith Park y ofreció conciertos a las ardillas, los coyotes y los perros abandonados. A veces iba a la biblioteca y escuchaba discos con auriculares. Su pieza favorita era
El blues del glotón
, cantada por un viejo negro llamado Hudson Healy. El cantante masticaba las palabras, y apenas se le oía; Coleman inventó su propia letra, obscenidades sobre glotones follando, y a veces cantaba sin aliento. Escuchó tantas veces el disco que gastó los surcos al extremo de que apenas se podía oír, y empezó a cantar más alto para compensarlo. Finalmente, la anciana que estaba a cargo de la sala de audiciones oyó la letra y lo puso de patitas en la calle. Durante meses él se masturbó imaginando a Coleman el Glotón violando a la anciana por detrás.
Delores seguía pidiéndole dinero para la Hermana Aimee, Coleman consiguió un empleo en el taller dental Joredco, y le pasaba un porcentaje. El trabajo consistía en arrancar dientes de cabezas de animales, y le encantaba. Observó cómo los mecánicos más diestros hacían postizos con los dientes, transformando la argamasa y el plástico en dentaduras casi indestructibles. Robó unas mandíbulas de lince y jugó con ellas mientras tocaba el saxo en las colinas. Fingió que era un lince y que Delores y sus hermanastras le tenían miedo.
Joredco despidió a Coleman cuando el dueño descubrió a una familia de mexicanos dispuestos a trabajar por un salario mísero. Coleman lo sintió mucho y trató de conseguir empleo en otros talleres dentales, pero descubrió que Joredco era el único que hacía postizos con dientes auténticos. Se acostumbró a pasear después del anochecer, en plena oscuridad, cuando todos se encerraban con las luces apagadas temiendo que los japoneses descubrieran las luces y bombardearan Los Ángeles como habían bombardeado Pearl Harbor.
Coleman componía música mentalmente mientras paseaba; la curiosidad por lo que la gente hacía detrás de las cortinas lo volvía loco. Había una lista en la pared de una barbería local: buenos ciudadanos de Bunker Hill que realizaban tareas de defensa. La lista indicaba los turnos de trabajo. Coleman buscó los nombres en la guía telefónica y obtuvo las direcciones; luego hizo llamadas —una falsa encuesta —para descubrir quién estaba casado y quién no. Soltero y turno de noche significaba una incursión de Coleman.