Wallander volvió a su despacho y buscó otro número en su abultada agenda. Sería la última conversación que pensaba hacer aquella mañana, antes de abandonar el asunto de la pareja desaparecida y de regresar a su habitual trabajo policial. Un poco antes, esa misma mañana, había dejado un mensaje en un contestador. En esta ocasión buscó el número de móvil del mismo abonado, y ahora sí obtuvo respuesta.
—¿Hans-Olov?
Wallander reconoció enseguida la voz frágil, casi infantil del joven catedrático de geología al que había conocido hacía unos años. Prestó un servicio muy valioso como experto a la hora de averiguar qué tipo de arenilla llevaba en los bolsillos un hombre que hallaron muerto en la playa de Svarte. Han-Olov Uddmark efectuó un análisis rápido y exhaustivo y les explicó que había tres clases de arenilla. Dicha información fue de capital importancia para identificar el escenario del crimen, que era distinto del lugar donde habían encontrado el cadáver, y su ayuda condujo a la detención del asesino. Wallander oyó de fondo el anuncio de la salida de un avión.
—Hola, soy Wallander. Estás en un aeropuerto, ¿no?
—Sí, en Kastrup. Acabo de regresar de un congreso de geología celebrado en Chile. Parece que mi maleta se ha extraviado.
—Necesito tu ayuda —le dijo Wallander sin más preámbulo—. Quisiera que comparases unas piedras.
—Claro, pero ¿podrías esperar a mañana? No soporto tantas horas de vuelo.
Wallander recordó que Uddmark, pese a ser tan joven, tenía nada menos que cinco hijos.
—Espero que los regalos para tus hijos no fuesen en la maleta.
—Y algo peor, también llevaba dentro unas piedras de gran belleza.
—¿La dirección del trabajo sigue siendo la misma? Porque en ese caso, te mandaría las piedras hoy mismo.
—Pero ¿qué quieres que haga, además de determinar a qué tipo de roca pertenecen?
—Quiero saber si es posible que alguna de ellas proceda de Estados Unidos. Si es que se puede concretar tanto.
—¿Podrías ser un poco más preciso?
—En las proximidades de San Diego, en California, costa este de Estados Unidos, la zona de Boston.
—Veré qué puedo hacer, pero no suena fácil. ¿Tienes idea de cuántas clases de rocas existen?
Wallander le respondió que no tenía ni idea, lamentó una vez más la pérdida de la maleta, concluyó la conversación y se apresuró a acudir a la reunión de la mañana, en la que debía participar. Alguien le había dejado una nota en su mesa advirtiéndole de que era importante. Fue el último en llegar a la sala de reuniones, las ventanas estaban abiertas de par en par pues el día se presentaba caluroso. Pensó en todas las ocasiones en que él mismo había convocado las reuniones. Ahora que no era responsabilidad suya experimentaba una sensación ambigua. A lo largo de todos los años en que fue jefe de investigación y responsable de los encuentros matinales, soñó con el día en que se viera libre de tal carga. Ahora que eran otros quienes dirigían las diversas investigaciones añoraba la época en que él llevaba la batuta, distribuía las tareas y daba las directrices.
Ese día dirigía la reunión un inspector llamado Ove Sunde. Había llegado el año anterior a Ystad procedente de Växjö. Alguien le fue a Wallander con el rumor de que pidió el traslado por un lado, a causa de una dolorosa separación, y por otro, a raíz de una malograda investigación que provocó un encendido debate en el periódico Smålandsposten. Era originario de Gotemburgo y jamás hizo el menor esfuerzo por ocultar su dialecto. Se lo consideraba bueno en su trabajo, aunque algo indolente. Según otro rumor, Ove Sunde había encontrado una nueva pareja en Ystad, una mujer tan joven que bien podía ser su hija. Wallander desconfiaba de los hombres de su edad que buscaban compañía en mujeres demasiado jóvenes. Esas historias rara vez tenían buen final y solían abocar a nuevas y tormentosas separaciones.
Sin embargo, se le antojaba altamente dudoso que su soledad permanente fuese una alternativa mejor.
Sunde dio comienzo a su exposición sobre la mujer hallada en el baúl, pues lo más probable fuera que no se tratase sólo de un caso de suicidio, sino también de un asesinato. En efecto, su marido fue hallado muerto en su casa, en un pueblecito cercano a Marsvinsholm. Complicaba el asunto el hecho de que el marido hubiese estado en Ystad pocos días antes para declarar ante la policía que sospechaba que su mujer quería acabar con su vida. Sin embargo, el policía que redactó la denuncia no la consideró tan grave, pues el hombre parecía confuso y ofreció una cantidad nada despreciable de datos contradictorios. Ahora se trataba de esclarecer con la celeridad suficiente cómo se habían desarrollado los hechos para que los medios de comunicación no se enterasen de lo sucedido y utilizasen el argumento de que no se prestó atención a la denuncia. A Wallander lo irritó el tono de Sunde, excesivamente oficioso a su juicio. En efecto, él consideraba que poner de manifiesto tanto temor ante la opinión que pudieran tener los medios de comunicación no era sino la expresión de la más genuina cobardía. Cuando se cometía un error, había que admitirlo.
Pensó que así debería señalarlo, con calma y tranquilidad, con firmeza, pero sin perder el temple. Sin embargo, optó por no decir nada. Al otro lado de la mesa estaba Martinsson, que le sonreía. «Él sabe qué ideas me rondan en estos momentos por la cabeza», intuyó Wallander. «Y está de acuerdo conmigo, lo diga o no.»
Después de la reunión partieron hacia la casa donde hallaron el cadáver del hombre. Con una serie de fotografías del escenario del crimen y unas fundas de plástico en los zapatos, Martinsson y él recorrieron la casa en compañía de un perito. De repente experimentó un
dejà vu
, tuvo la sensación de haber estado ya en aquella casa efectuando una
inspección ocular
del lugar del crimen, como la habría llamado Lennart Mattson. Ni que decir tiene que no era verdad, pero se había visto tantas veces en la misma situación… Hacía unos años se compró en las rebajas un libro que trataba sobre los delitos en el siglo XIX. Cuando lo leyó, algo escéptico en un principio, luego con creciente entusiasmo, tuvo la sensación de que habría podido incorporarse al relato y, junto con el gobernador y el superintendente provincial, resolver el caso de doble asesinato de una pareja de labriegos de Värmdö, a las afueras de Estocolmo. El ser humano funcionaba siempre igual, los delitos más comunes no eran más que repeticiones de los crímenes de las generaciones anteriores. Entre las causas de todo delito se hallaban siempre las disputas por dinero, los celos y quizá también el deseo de venganza. Y antes que él ya habían hecho esas mismas observaciones las generaciones precedentes de policías, gobernadores y superintendentes provinciales, o los fiscales. En la actualidad habían perfeccionado los medios técnicos para asegurar pruebas, pero la capacidad de observación seguía siendo decisiva.
Wallander se paró en seco, se le fue de la cabeza lo que estaba pensando. Se hallaba en el dormitorio del matrimonio, vio sangre en el suelo y en un lado de la cama, pero lo que llamó su atención fue un cuadro que colgaba en la pared, sobre los almohadones, encima del cabecero. En efecto, representaba un urogallo en un bosque. De repente, apareció Martinsson a su lado.
—Obra de tu padre, ¿verdad?
Wallander asintió y meneó la cabeza con incredulidad.
—Siempre me causa la misma sorpresa.
—Desde luego, nunca hubo de temer que lo falsificaran —observó Martinsson pensativo.
—Por supuesto que no —convino Wallander—. Desde un punto de vista artístico son una porquería.
—Hombre, no digas eso —protestó Martinsson.
—Las cosas como son —insistió Wallander—. ¿Dónde está el arma del crimen?
Los dos colegas salieron al jardín, donde hallaron una vieja hacha cubierta por una funda de plástico que alguien había retirado. Wallander se percató de que había sangre hasta el extremo del mango.
—¿Tenemos algún móvil lógico? ¿Cuánto tiempo llevaban casados?
—El año pasado celebraron sus bodas de oro. Tienen cuatro hijos mayores y un montón de nietos. Nadie se lo explica.
—¿Habrá dinero de por medio?
—A decir de los vecinos, ambos eran ahorrativos y un tanto miserables. Aún no sé cuánto dinero tenían, el banco está investigando, pero supongo que bastante.
—Parece que hubo una pelea —observó Wallander tras unos minutos de reflexión—. Él opuso resistencia, pero hasta que no encontremos a la mujer no podremos decir cuántas lesiones sufrió.
—La ciénaga no es muy extensa —señaló Martinsson—. Cuentan con encontrarla a lo largo del día.
Regresaron a la comisaría tras abandonar el descorazonador y desolado ambiente del lugar del crimen. Wallander pensó que era como si el paisaje estival se hubiese transformado por un momento en una imagen en blanco y negro. Después de balancearse en la silla durante un buen rato volvió a marcar el número de Eskil Lundberg. En esta ocasión fue su mujer quien respondió y le comunicó que había salido con el barco. Wallander oía de fondo las voces de unos niños y supuso que Eskil Lundberg era el niño que aparecía en la fotografía.
—Me figuro que está pescando —aventuró Wallander.
—¿Qué iba a hacer si no? Tiene kilómetro y medio de red en el mar. Él suministra a Söderköping cada dos días.
—¿Anguila?
La mujer pareció casi ofendida al responder.
—Si hubiese querido pescar anguila, no habría echado redes, sino que habría utilizado nasas. Pero como no hay anguilas… Pronto no habrá pescado de ninguna clase.
—¿Aún conserva el barco?
—¿Cuál de ellos?
—La trainera grande, la NRG 123. Wallander percibió en la mujer un creciente rechazo rayano en la suspicacia.
—Ah, ésa… intentó venderla hace ya mucho tiempo, pero nadie quería comprar semejante desastre y terminó pudriéndose. Al motor le sacó cien coronas. ¿Qué quieres exactamente?
—Hablar con él —respondió Wallander con amabilidad—. ¿Lleva un móvil?
—Bueno, en el mar hay poca cobertura. Será mejor que vuelvas a intentarlo cuando haya llegado a casa, dentro de un par de horas.
—Bien, eso haré.
Logró terminar la conversación antes de que la mujer volviese a preguntarle qué quería. Se retrepó en la silla y puso los pies sobre la mesa. No tenía ninguna reunión, ningún cometido que requiriese su presencia, de modo que echó mano de la cazadora y salió de la comisaría, pero lo hizo por el garaje, para no arriesgarse a que, en el último minuto, alguien lo viese y reclamase su ayuda. Fue caminando hasta la ciudad y sintió que su paso era liviano. Después de todo, no era tan viejo ni podía decirse que estuviese acabado. El sol y el calor lo hacían todo más llevadero.
Almorzó cerca de la plaza, leyó el
Ystads Allehanda
y uno de los diarios vespertinos. Después se sentó en uno de los bancos del parque. Aún debía esperar un cuarto de hora del plazo indicado por la mujer de Eskil Lundberg. Se preguntó dónde se encontrarían Håkan y Louise en aquel momento. ¿Seguirían con vida o estarían muertos? ¿Se habrían puesto de acuerdo para fingir su desaparición? Pensó en el caso del espía Bergling, pero le costaba hallar similitudes entre el honrado capitán de fragata y el vanidoso Bergling. Wallander dio cabida en su mente a otra idea que, muy a su pesar, le parecía de capital importancia. Håkan von Enke había ido a visitar a su hija con regularidad. ¿Estaría dispuesto ahora a decepcionarla y a abandonarla desapareciendo de la faz de la tierra? Parecía inevitable concluir que Von Enke debía de estar muerto.
Naturalmente existía otra posibilidad, se decía Wallander mientras, con expresión ausente, observaba a la gente que rebuscaba entre viejos elepés de vinilo que vendían en un quiosco del mercado. Él vio que Von Enke tenía miedo. ¿No sería, pues, razonable pensar que aquel o aquellos a quienes temía lo habían atrapado? No hallaba respuestas, sólo preguntas que debía esforzarse por formular con tanta claridad y exactitud como le fuese posible.
A la hora indicada llamó a Bökö al mismo tiempo que un hombre algo ebrio se sentaba en el otro extremo del banco de madera. Después de muchas señales de llamada le respondió una voz masculina. Wallander tenía decidido ser muy claro. Se presentó y dijo que era policía.
—Verás, te llamo porque hallé una fotografía tuya en el archivador de un hombre llamado Håkan von Enke. ¿Lo conoces?
—No.
Fue una respuesta tan rauda como firme y Wallander creyó percibir que Lundberg estaba en guardia.
—¿Conoces a Louise, su mujer?
—No.
—Pues vuestros caminos han debido de cruzarse de algún modo en algún momento. De lo contrario no me explico por qué había de tener él una fotografía tuya, en la que apareces con un hombre que, supongo, sería tu padre. Y el barco, NRG 123, ¿no es tuyo?
—Mi padre lo compró en Gotemburgo allá por la década de 1960. Cuando empezaron a fabricar barcos más grandes en cuya construcción no utilizaban la madera. Lo compró barato. Entonces había bastante arenque. Wallander le describió la fotografía y le preguntó dónde se había tomado.
—En Fyrudden —respondió Lundberg—. Allí era donde teníamos el barco, que se llamaba
Helga
. La hicieron en unos astilleros del sur de Noruega. Creo que la ciudad se llamaba Tönsberg.
—¿Quién tomó la instantánea?
—Sería Gustav Holmqvist. Él construía barcos de madera, y cuando no estaba trabajando, andaba siempre haciendo fotografías.
—¿Es posible que tu padre conociera a Håkan von Enke?
—Mi padre está muerto. Y nunca se relacionó con ese tipo de gente.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué tipo de gente?
—Con gente noble.
—Håkan von Enke también es marino. Como tú y tu padre.
—Pues yo no lo conozco. Y mi padre tampoco.
—En ese caso, ¿cómo llegó a sus manos la fotografía?
—No lo sé.
—Quizá debería preguntarle a Gustav Holmqvist. ¿Tienes su número?
—Holmqvist no tiene teléfono. Lleva quince años muerto. Igual que su mujer. Y su hija. Todos están muertos.
No parecía que pudiese conseguir mucho más y nada indicaba que Eskil Lundberg estuviese mintiendo. Sin embargo, a Wallander no le abandonaba la sensación de que algo no encajaba. Sólo que ignoraba qué podía ser.
Se disculpó por haberlo molestado y se quedó así, con el teléfono en la mano. El borracho se había dormido a su lado en el banco. De pronto, se dio cuenta de que lo conocía. En efecto, lo había detenido hacía unos años, junto con otros delincuentes, por una serie de robos perpetrados en varios chalets. Después de pasar un tiempo en la cárcel se marchó de Ystad, pero al parecer había vuelto a la ciudad.