El hombre inquieto (27 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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—¡Sí! —vociferó a su vez Wallander—. ¡No hemos dado con los desaparecidos, pero he encontrado una cosa…!

Martinsson lo llamó a las ocho y media para recordarle la reunión que se celebraría aquella misma mañana. Una de las bandas de moteros suecos estaba comprando una propiedad a las afueras de Ystad. Lennart Mattson había convocado una reunión y Wallander le confirmó que allí estaría a las diez en punto.

Wallander no pensaba revelarle a Nordlander el lugar exacto donde había encontrado el cilindro. Tras la visita inopinada que detectó al volver a casa, había decidido no confiar en nadie o, al menos, no sin cierta reserva. Claro que la persona que había entrado en su casa podía haberlo hecho movida por otra razón, no necesariamente relacionada con Håkan y Louise von Enke. Pero, en ese caso, ¿de qué razón se trataría? Wallander inspeccionó la casa a fondo en cuanto se levantó aquella mañana. Una de las ventanas que daban al este, la de la habitación en la que había dispuesto una cama para las visitas que nunca se presentaban, estaba entreabierta. Y Wallander sabía con certeza que él no la abrió. De modo que un ladrón bien podía haber entrado y salido por ella sin dejar demasiado rastro. Pero ¿por qué no se llevó nada, si entró a robar? Pues, de hecho, ahora estaba convencido de que no faltaba nada en absoluto. Sólo se le ocurrían dos alternativas. O bien el ladrón no encontró lo que buscaba, o bien entró a dejar algo. De ahí que Wallander prestase atención no sólo a lo que podía faltar, sino también a la presencia de algún objeto que no hubiese estado allí con anterioridad. Se fue agachando para mirar bajo las sillas, las camas y el sofá, le dio la vuelta a los cuadros y miró entre los libros. Después de una hora, aproximadamente, justo antes de que Nordlander le devolviese la llamada, dio por terminada la búsqueda sin ningún resultado. Sopesó la posibilidad de hablar con Nyberg, el experto perito de la policía de Ystad, y de pedirle que intentase detectar posibles micrófonos, pero desechó la idea, pues ello implicaría demasiadas preguntas y demasiados rumores.

Sten Nordlander lo llamó tal y como le había dicho, desde una terraza de Sandhamn, donde se había sentado a tomar café.

—Voy hacia el norte —le explicó—. Unas vacaciones que me llevarán hasta Härnösand, luego por la costa de Finlandia y de allí regreso vía Land. Dos semanas de soledad compartida con el viento y el mar.

—O sea, que un marino jamás se cansa del mar, ¿no es eso?

—Jamás. Bueno, ¿qué habías encontrado?

Wallander le describió el cilindro de acero hasta el mínimo detalle. Con ayuda de una vara de medir —la vieja vara de su padre, salpicada de manchas de pintura—, fue anotando la longitud exacta y, para el diámetro, se sirvió de un cordel.

—¿Dónde lo hallaste? —preguntó Sten Nordlander cuando Wallander hubo terminado.

—En el sótano de Håkan y de Louise —mintió—. ¿Sabes lo que puede ser?

—No, no tengo la menor idea, pero lo pensaré. En su sótano, ¿dices?

—Sí. ¿Tú no has visto nunca nada parecido?

—Los cilindros poseen cualidades aerodinámicas y náuticas que los convierten en objetos aplicables para muchos fines. Pero uno como el que describes…, no, no recuerdo ninguno. ¿Has sacado alguno de los cables?

—No.

—Pues hazlo, puede facilitarte más información.

Wallander fue a buscar un escalpelo y sajó con cuidado uno de los revestimientos de color negro, que dejó al descubierto unos cables aún más finos, semejantes a un hilo.

—En ese caso, no se trata de cables eléctricos —aseguró Sten Nordlander—, sino más bien para instalaciones de comunicación, pero sigo sin poder decirte qué es exactamente. Déjame pensarlo.

—Bien, ya me contarás cuando sepas algo más —respondió Wallander.

—Es extraño que no figure el lugar de fabricación. Ese dato y el número de serie suelen grabarse en los objetos de acero. Me pregunto cómo fue a parar a casa de Håkan. Y de dónde lo sacó.

Wallander miró el reloj y comprobó que debía partir rumbo a la comisaría si no quería llegar tarde. Sten Nordlander concluyó la conversación describiendo con displicencia el inmenso yate que, en ese momento, se aproximaba a la bocana del puerto.

La reunión sobre la banda de moteros duró cerca de dos horas. A Wallander lo hacía sufrir y sudar la incapacidad de Lennart Mattson para agilizar la reunión, pues jamás lograba llegar a ninguna conclusión práctica. Se impacientó tanto que, al final, interrumpió a Mattson para sugerir que debería ser posible detener la compra del inmueble apretándole las tuercas directamente al propietario del mismo. A partir de ahí, ya continuarían desarrollando estrategias para dificultar e impedir la actividad de los moteros. Sin embargo, Mattson no se dio por aludido y continuó insistiendo. Wallander guardaba, no obstante, otro as en la manga de cuya existencia ninguno de sus colegas tenía conocimiento. Le había dado la noticia Linda, que, a su vez, la había conocido por un colega de Estocolmo. De modo que pidió la palabra y les explicó el asunto tal como era:

—Hemos de contar con una complicación —anunció—. Hay un médico, aún desconocido, que, entre sus aportaciones más extraordinarias incluye haber logrado expedir bajas por enfermedad a nada menos que catorce miembros de una de esas bandas. De modo que todos ellos cobran la baja, pues sufren una grave y compleja depresión. —Un curioso regocijo estalló en la sala—. Dicho médico acaba de jubilarse y, por desgracia, se ha mudado a Ystad —prosiguió—. Y se ha comprado una bonita casa en el centro. Ni que decir tiene que existe el riesgo de que siga certificando las bajas por enfermedad de los pobres muchachos moteros, que sufren un abatimiento tal que se encuentran incapacitados para trabajar. En la Dirección Nacional de la Seguridad Social lo están investigando, pero ya sabemos hasta qué punto podemos fiarnos de ellos.

Wallander se levantó y escribió el nombre del médico en un bloc.

—Todos deberíamos estar pendientes de este hombre —sentenció antes de abandonar la sala. Por lo que a él se refería, la reunión había terminado.

Durante el resto de aquella calmosa mañana, continuó cavilando sobre el cilindro. Cogió el coche y se dirigió a la biblioteca, donde pidió que le ayudaran a encontrar todo lo que tuvieran sobre submarinos y buques de guerra en general, así como libros de consulta sobre táctica bélica moderna. La bibliotecaria, que fue compañera de Linda en el instituto, le seleccionó una buena pila. Iba a marcharse, pero entonces se acordó y le pidió también las memorias del espía Wennerström. Wallander llevó los libros al coche y se dirigió a Saltsjöbaden, allí se sentó a almorzar en un restaurante junto al mar. No acababan de servirle la comida cuando apareció Kristina Magnusson y le preguntó si podían compartir mesa. La colega le confirmó su sensación de que la reunión había sido aburrida y poco fructífera.

—Yo estaba al borde del infarto —admitió Kristina.

—Bueno, uno llega a acostumbrarse —observó Wallander—. Por cierto, ¿cómo sabías que estaba aquí?

—No lo sabía, es sólo que, de pronto, me entraron ganas de comer fuera y tomar el aire.

Después del almuerzo dieron un paseo por el carril bici de la playa. Wallander no habló mucho, la que hablaba era Kristina. Así supo que la colega estaba descontenta con gran parte de lo que ocurría en la comisaría, y en particular con algunas cuestiones de organización. Al cabo de un rato, Wallander se detuvo, la miró y le preguntó:

—¿Estás pensando en pedir el traslado?

—No. Pero habría que cambiar tantas cosas. Me pregunto cómo serían las cosas si tú fueras el jefe.

—Eso sería una catástrofe —aseguró Wallander—. Yo no tengo ninguna habilidad para relacionarme con los burócratas de los órganos centrales, con sus reglas y directrices, ni para elaborar presupuestos que nunca son suficientes.

De este modo zanjó el asunto. Por el camino de regreso, intercambiaron unas frases sobre el inminente puente del solsticio de verano. Kristina le dijo que el pronóstico del tiempo anunciaba lluvia y fuertes vientos. «Vaya», se dijo, «no es exactamente el tiempo que yo quería ofrecerle a Klara…»

Ya en su despacho, leyó unas transcripciones de interrogatorios y varios informes periciales, habló con un patólogo de Lund sobre un caso ya antiguo y dedicó el resto de la tarde a hojear los libros que había sacado de la biblioteca. Hacia las cuatro de la tarde recibió la llamada de un periodista de Estocolmo. Wallander había olvidado por completo su promesa de responder a una encuesta para el próximo número de la revista
Svensk Polis
, que versaría sobre la formación de nuevos policías en prácticas. En realidad, él no tenía ninguna idea que aportar, pero respondió que en Ystad no existía la menor dificultad, puesto que seguían desde hacía ya mucho tiempo un sistema con mentores individuales gracias al cual los recién llegados siempre contaban con una persona que los guiase y a la que podían recurrir. No obstante, no les dijo que aquel año él se había negado a ser mentor, puesto que llevaba ya casi quince años ejerciendo de tal y consideraba que ya era hora de que fuese otro quien asumiese esa responsabilidad.

A las cinco de la tarde, Wallander se marchó a casa e hizo la compra por el camino. Por la mañana, antes de salir, había pegado en puertas y ventanas pequeñas tiras de cinta adhesiva bien disimuladas. Al regresar comprobó que todas estaban intactas. Cenó gratén de pescado y se aplicó a leer los libros que tenía apilados en la mesa de la cocina. Leyó hasta que no pudo más. Hacia la medianoche, cuando se disponía a acostarse, empezó a llover con tal fuerza que las gotas resonaban en el tejado. Se durmió de inmediato. El tamborilear de la lluvia siempre lo había inducido al sueño, desde niño.

Al día siguiente llegó a la comisaría calado hasta los huesos. Había decidido ir caminando al trabajo, por lo que dejó el coche en la estación de ferrocarril. Se había tomado como un reto el nivel de glucemia detectado el día anterior. Tenía que hacer ejercicio más a menudo. Pero en pleno paseo hacia la comisaría cayó una lluvia breve, aunque torrencial. Ya en su despacho, colgó a secar los pantalones mojados y se puso otros que tenía en la taquilla. Enseguida comprobó que había ganado peso, pues le quedaban pequeños. Fue tal el enojo que cerró de golpe la puerta de la taquilla justo cuando entraba Nyberg, que observó a Wallander sin comprender su violenta reacción.

—¿Cabreado?

—Pantalones empapados.

Nyberg asintió y respondió con su singular mezcla de desánimo y buen ánimo.

—Te entiendo perfectamente. Todos podemos soportar que se nos mojen los pies, pero lo de los pantalones es mucho peor. Es como si te hubieras meado encima. Se produce una agradable pero efímera sensación de calor.

Wallander se sentó ante el escritorio y llamó a Ytterberg, que había salido sin dejar dicho cuándo regresaría. Wallander ya había intentado localizarlo en el móvil, pero sin éxito. Camino de la máquina del café se encontró con Martinsson, que iba camino de la calle para tomar un poco el aire. Ambos salieron y se sentaron ante la comisaría. Martinsson le habló del caso del pirómano asesino al que aún no habían atrapado.

—¿Tú crees que esta vez lo cogeremos? —preguntó Wallander.

—Siempre acabamos deteniéndolo —observó Martinsson—. La cuestión es si podemos quedárnoslo, pero en esta ocasión disponemos de un testigo en el que yo tengo confianza. De modo que esta vez sí cabe la posibilidad de que lo metamos en chirona.

Volvieron adentro y se encaminaron cada uno a su despacho. Wallander se quedó unas horas más antes de irse a casa, aún sin haber localizado a Ytterberg. En cualquier caso, había relacionado en un papel los puntos más importantes y tenía intención de seguir insistiendo e intentar dar con él a lo largo de la tarde, pues Ytterberg era el responsable de la investigación de las desapariciones, de modo que le entregaría el material de que disponía, el archivador negro y el cilindro de acero, a fin de que sacase él mismo las conclusiones oportunas y posibles. En realidad, Wallander no tenía nada que ver con aquel caso, no era el investigador responsable, sólo el padre de Linda, es decir, no le gustaba la idea de que los futuros suegros de su hija hubieran desaparecido sin dejar rastro. En cualquier caso, ahora se concentraría en celebrar el solsticio y en tomarse unas vacaciones.

Sin embargo, nada resultó según sus planes. En efecto, al llegar a casa, vio un coche desconocido, un Ford desvencijado con las puertas delanteras muy oxidadas aparcado ante la puerta. Wallander no tenía ni idea de quién sería el propietario. Antes de entrar en el jardín, reflexionó un instante sobre a quién podía pertenecer aquel coche. Una de las sillas blancas del jardín, la misma que en la que él se había quedado dormido la noche anterior, estaba ahora ocupada por una mujer.

Y ante ella, sobre la mesa, una botella de vino sin descorchar, aunque sin copas.

Presa de un profundo malestar, se adelantó hasta la mujer para saludarla.

17

Sentada en aquella silla estaba Mona, su ex mujer. Hacía ya muchos años desde que se vieron por última vez, muy de pasada, cuando Linda concluyó sus estudios en la Academia de Policía. Después de aquello habían hablado por teléfono brevemente en varias ocasiones, pero poco más.

Ya tarde, aquella misma noche, con Mona descansando en el dormitorio, mientras él, como una visita, se retiraba al cuarto de invitados, se sintió incómodo y desanimado. Los sentimientos de Mona fueron siempre cambiantes y a lo largo de los años sufrió varios ataques iracundos, que a él le costaba digerir. Mona estaba bastante ebria cuando él llegó. Se tambaleó al levantarse para darle un abrazo y a punto estuvo de caer de espaldas, aunque él llegó a tiempo de agarrarla en el último minuto. Wallander se percató de que estaba tensa y nerviosa por verlo y de que iba más maquillada de lo conveniente. La muchacha a la que Wallander conoció y de la que se enamoró hacía cuarenta años no usaba prácticamente maquillaje y no necesitaba ningún refuerzo.

Fue a verlo aquella noche porque se sentía herida, alguien le había hecho tanto daño que él era la única persona a la que podía recurrir. Wallander se sentó a su lado en el jardín, con el revoloteo de las golondrinas a su alrededor, y experimentó la extraña sensación del despertar de un tiempo pretérito. De algún rincón aparecería Linda a los cinco años saltando y reclamando la atención de ambos.

Sin embargo, apenas había pronunciado unas torpes frases de bienvenida cuando Mona estalló en un sentido llanto. Aquello lo dejó un tanto confundido. Así habían sido los últimos años de su vida en común. Entonces, él creyó durante mucho tiempo en sus argucias sentimentales Mona fue convirtiéndose en una actriz que actuaba en el drama de su matrimonio. Se había atribuido un papel que, en realidad, no era el adecuado para ella. No tenía dotes para lo trágico, quizá tampoco para lo cómico, sino más bien para una normalidad que resistía mal los grandes impulsos sentimentales. En cualquier caso, allí estaba Mona llorando y a Wallander no se le ocurrió otra cosa que ir a buscar un rollo de papel higiénico para que se enjugase las lágrimas. Al cabo de un rato, Mona dejó de llorar y se disculpó, pero no le resultaba fácil hablar sin balbucir. A Wallander le habría gustado que Linda hubiese estado allí, pues su hija sabía bien cómo tratar a Mona.

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