Con esa sensación convivía en Wallander otra que le costaba admitir, pero que iba y venía luchando por abrirse paso: el deseo de llevarla de la mano al dormitorio. Su presencia lo excitaba y poco faltó para que intentase ver si funcionaba. No obstante, nada hizo, como es natural. Con paso incierto, Mona se dirigió al recinto vallado de
Jussi
, que daba saltos de expectación. Wallander fue tras ella, más como un guardaespaldas que como acompañante, preparado para agarrarla si se caía. El perro no tardó en perder el interés y, cuando Mona le dijo que tenía frío, entraron en la casa. Dio una vuelta para verla, le pidió a Wallander con vehemencia que se lo
enseñara todo
, como si estuviera en una galería. Le
parecía espléndido
, no tenía palabras para describir lo bonito que estaba, aunque debería haber desechado aquel sofá horrible que tenían de recién casados cuando vivían en el apartamento. De repente, Mona vio en una cómoda la fotografía de boda y rompió a llorar de nuevo, de forma tan forzada en esta ocasión que Wallander sintió deseos de pedirle que se marchase. Pero no lo hizo, preparó café, quitó de en medio la botella de whisky que estaba en la mesa y consiguió que se sentara a la mesa de la cocina.
«Un día la amé como no he amado a otra mujer en mi vida», pensó Wallander una vez servidos los cafés. «Aunque conociera otro gran amor, Mona seguiría siendo la mujer más importante de mi vida. Ese hecho no cambiará jamás. Puede que un amor venga a sustituir a otro, pero un viejo amor siempre pervive. Vivimos la vida con un doble fondo, probablemente para no hundirnos si uno se abriese bajo nuestros pies.»
Mona se tomó el café y enseguida empezó a recobrar la sobriedad. Wallander recordó que, en ocasiones, también fingía estar más borracha de lo que realmente estaba.
—Perdona que me comporte así, y que haya venido sin avisar. ¿Quieres que me vaya?
—No, en absoluto. Pero me gustaría saber por qué has venido.
—¿A qué viene tanto rechazo? No creo que puedas quejarte de que venga a molestar muy a menudo.
Wallander retrocedió de inmediato ante su tono amenazador. El último año vivido con Mona transcurrió en medio de una lucha constante, en un denodado esfuerzo por no verse arrastrado al mundo de acusaciones y amenazas que ella creaba a diario. Ni que decir tiene que, según Mona, él se había comportado exactamente igual, y Wallander sabía que no le faltaba razón. Ambos eran autores y víctimas de una maraña que sólo podía desentrañarse con medidas drásticas. El divorcio, cada uno por su lado.
—Cuéntame —la animó con cierto reparo—. ¿Por qué estás tan abatida?
Y ella inició un interminable canto lúgubre, una balada con una cantidad de versos al parecer infinita, una mezcla de la
Cruz en la tumba de Ida
y
Elvira Madigan
, en versión de Mona, se dijo Wallander. El año anterior, Mona había conocido a un hombre que, a diferencia del anterior, no se dedicaba a jugar al golf y a vivir de unas rentas que, Wallander estaba convencido, había ganado saqueando empresas tapadera. Antes al contrario, éste era algo tan prosaico como dueño de un supermercado ICA, en Malmö. Tenía la misma edad que Mona y también había estado casado. Sin embargo, Mona no tardó en comprobar con horror que también un simple y honrado comerciante de productos alimentarios era capaz de mostrar rasgos psicóticos. Así pues, empezó a controlarla, a dejarse caer con veladas amenazas hasta que, finalmente, llegó al maltrato físico. En un acceso de imperdonable ingenuidad, ella pensó que aquello pasaría, que sus celos tendrían remedio, pero no fue así, de modo que ahora había roto con él. Y sólo podía recurrir a Wallander, pues estaba convencida de que el dueño del supermercado empezaría a perseguirla. Sencillamente, tenía miedo y ésa era la razón por la que había ido a visitarlo. Wallander se preguntó cuánto había de verdad en lo que le había contado. Mona no siempre era de fiar, a veces mentía, incluso sin mala intención, pero en aquel caso Wallander pensó que debía creerla y, desde luego, se indignó al oír que la habían maltratado.
Cuando Mona terminó de hablar, se sintió mareada y se apresuró en dirección al baño. Wallander se apostó junto a la puerta cerrada, desde donde la oyó vomitar; no se trataba, pues, de ninguna actuación teatral, con él como único espectador. Mona fue a tumbarse después en el sofá que, según ella, Wallander debería haber desechado hacía tiempo, estuvo llorando un ratito más y se durmió, bien arropada con una manta. Wallander se sentó en el sillón y continuó con la lectura del material que había retirado de la biblioteca, pero, como cabía esperar, no logró concentrarse. Mona se despertó sobresaltada al cabo de dos horas escasas. Cuando tomó conciencia de que se encontraba en casa de Wallander, estuvo a punto de romper a llorar de nuevo, pero Wallander la calmó y le dijo que había llorado bastante. Asimismo, le propuso que cenara un poco, si le apetecía, y que se quedase a dormir. Al día siguiente podría hablar con Linda, que sería mucho mejor consejera que él. Mona no tenía hambre, de modo que Wallander preparó sólo una sopa y una cantidad excesiva de rebanadas de pan, con las que llenó su estómago. Sentados a la mesa de la cocina, uno frente al otro, Mona empezó a hablar de lo buena que, en su día, fue la relación entre ambos. Wallander se preguntó si no sería aquél el verdadero motivo de su visita y si Mona no estaría en algo así como una fase de renovación del cortejo de antaño. De ser así, si Mona lo hubiese intentado un par de años atrás, habría logrado su propósito, se dijo Wallander. «De hecho, yo creía que, un día, podríamos volver a vivir juntos. Hasta que comprendí que era una ilusión, lo habíamos dejado todo atrás, y yo ni deseaba ni pedía volver al pasado.»
Después de la cena, Mona le pidió algo de beber, pero él se negó asegurándole que no le ofrecería ni una gota de alcohol mientras estuviera en su casa. Si no lo aceptaba, podía tomar un taxi y alojarse en un hotel de Ystad. Ella hizo amago de ir a protestar, pero se abstuvo, pues comprendió que Wallander no tenía intención de ceder.
Cuando, a eso de la medianoche, fue a acostarse, hizo un discreto intento de llevarlo a la cama consigo, pero Wallander supo sortearlo y, con una palmadita en la cabeza, salió de la habitación. En varias ocasiones la oyó moverse al otro lado de la puerta. Mona estuvo despierta un buen rato, pero terminó por dormirse.
Wallander salió al jardín, soltó a
Jussi
y se sentó en la hamaca que estuvo en su día delante de la casa de su padre. Hacía una clara noche estival, sin viento y preñada de aromas.
Jussi
iba y venía a tumbarse a sus pies. A Wallander lo invadió súbitamente una sensación de malestar. No había vuelta atrás en la vida, por más que, en su inmensa ingenuidad, él así lo deseara. Nunca cabía la posibilidad de dar un paso atrás.
Cuando por fin fue a acostarse, se tomó medio somnífero para no quedarse dando vueltas en la cama. Sencillamente no quería seguir pensando ni en la mujer que ahora dormía en su cama ni en las ideas que lo habían atormentado mientras estuvo fuera, en el jardín.
Por la mañana, cuando se levantó, vio con asombro que Mona había desaparecido. Él, que a la mínima se despertaba, no la había oído abandonar la casa en silencio. En la mesa de la cocina encontró una nota en la que había escrito: «Perdón por haberme metido en tu casa antes de que llegaras». Sólo eso, ni una palabra de lo que esperaba de él. Recordó cuántas veces, durante sus años de matrimonio, Mona le dejó ese tipo de notas de disculpa. Una cantidad ingente de notas, que ni quería ni podría calcular.
Se tomó un café, le dio de comer a
Jussi
y sopesó si llamar a Linda y hablarle de la visita de Mona; pero puesto que, ante todo, necesitaba hablar con Ytterberg, decidió que ya lo haría después.
Era una fría mañana, soplaban vientos del norte y el verano parecía haber desaparecido momentáneamente. Las cabras del vecino pastaban en su dehesa y se veía una bandada de cisnes rumbo al este.
Wallander llamó a la oficina de Ytterberg, que respondió enseguida.
—Creo que me habías llamado. ¿Has encontrado a los Von Enke?
—No, sólo quería saber cómo te iba a ti.
—Ninguna novedad digna de mención.
—¿Nada?
—No. Y tú, ¿tienes algo que contar?
Wallander tenía decidido referirle a Ytterberg su viaje a Bökö y hablarle del extraño cilindro que había encontrado, pero ahora, de repente, cambió de idea sin saber por qué: al menos en Ytterberg sí debería confiar.
—No, en realidad no.
—Bien, pues ya hablaremos.
Una vez concluida la breve y, en el fondo, absurda conversación, Wallander se dirigió a la comisaría. Tendría que invertir la jornada en revisar un irremediable caso de agresión en el que requerían su presencia como testigo. Todos se acusaban unos a otros y la víctima de la agresión, que llevaba en coma dos semanas, no conservaba el menor recuerdo del incidente. Wallander fue uno de los primeros en llegar al lugar del suceso y ahora debía dar cuenta de sus observaciones en el juzgado. Sin embargo, le suponía un esfuerzo indecible recordar lo que había presenciado e incluso el informe que él mismo había escrito se le antojaba irreal.
De repente, Linda entró en su despacho. Habían dado las doce.
—Parece que tuviste una visita inesperada —le dijo.
Wallander apartó los archivadores que había dejado abiertos sobre la mesa y observó a su hija. Le dio la impresión de que tenía la cara menos hinchada y pensó que tal vez hubiese perdido algunos kilos.
—Vamos, que Mona se presentó en tu casa —intuyó Wallander.
—Bueno, me llamó desde Malmö. Y se quejó de lo mal que la habías tratado.
Wallander quedó perplejo.
—¿A qué se refería?
—Dijo que la dejaste entrar a duras penas, pese a que se encontraba mal. Luego apenas quisiste ofrecerle nada de comer y la encerraste en la habitación.
—No hay nada de cierto en todo eso. Esa bruja miente.
—No le digas eso a mi madre —replicó Linda con voz sombría.
—Te digo que miente, te guste o no. La recibí, la dejé entrar, le sequé las lágrimas y le preparé una cama limpia.
—Pues sobre su nueva pareja no mintió. Yo lo conozco y sé que es tan encantador como suelen serlo los psicópatas. Mamá tiene la curiosa habilidad de sentirse atraída por el hombre equivocado.
—Gracias.
—Comprenderás que no me refería a ti. Pero aquel golfista loco tampoco es que fuese mucho mejor que el que tiene ahora.
—La cuestión es qué puedo hacer yo.
Linda meditó un instante antes de responder. Se pasaba el índice de la mano izquierda por la nariz. «Exactamente igual que su abuelo», pensó Wallander sorprendido, pues no se había dado cuenta hasta ese momento, y rompió a reír. Ella lo miró extrañada, él se lo explicó y entonces fue ella quien se echó a reír.
—Tengo a Klara en el coche —le dijo—. Sólo quería intercambiar contigo unas palabras sobre lo de mamá. Ya hablaremos después.
—¿Has dejado a la niña sola en el coche? —preguntó Wallander lleno de preocupación—. ¿Cómo has podido hacer algo así?
—Está con una amiga, ¿qué te habías creído?
Ya en la puerta del despacho, se dio media vuelta.
—Creo que mamá necesita nuestra ayuda —observó.
—Yo siempre estoy disponible —respondió Wallander—. Pero me gustaría que estuviera sobria cuando viniese a pedirla. Y que me llamase antes.
—¿Tú estás siempre sobrio? ¿Y siempre llamas antes de hacer una visita? ¿No te has encontrado mal nunca?
Linda no aguardó respuesta, sino que, simplemente, se dio media vuelta y se marchó pasillo arriba. Wallander acababa de enfrascarse otra vez en su informe cuando recibió la llamada de Ytterberg.
—Me voy de vacaciones dentro de un par de días —dijo Ytterberg—. Olvidé decírtelo antes.
—¿Tú que haces en tu tiempo libre?
—Lo pasaré en una antigua cabaña para mantenimiento de carreteras, situada en un hermoso paraje junto a un lago, a las afueras de Västerås. Pero…, quería contarte lo que pienso sobre el asunto de la pareja Von Enke. Fui demasiado conciso cuando hablamos hace un rato.
—Te escucho.
—Bien, digamos que tengo dos teorías sobre su desaparición, con las que mis colegas están de acuerdo, por cierto. Quiero comprobar si tú eres de la misma opinión. Por un lado, puede que hayan planeado su desaparición juntos. Por alguna razón, decidieron no marcharse al mismo tiempo, para lo cual pueden existir diversas explicaciones. Por ejemplo, si pretendían cambiar de identidad, puede que él emprendiese en primer lugar el viaje a algún lugar desconocido, a fin de preparar la llegada de ella, para ofrecerle un camino de rosas y hojas de palma, como dice la Biblia. Pero, lógicamente, puede haber otras razones. Ésa es una de las líneas que seguimos. Aparte de esa hipótesis, sólo existe otra posibilidad razonable, naturalmente. Que hayan sido víctimas de algún tipo de agresión. O sea, que estén muertos. La explicación de por qué habrían sido víctimas de un acto violento y, además, en momentos diferentes, resulta más difícil de dilucidar. Como quiera que sea, aparte de esas dos posibilidades, no vemos ninguna otra, todo es un agujero negro.
—Sí, yo creo que habría razonado igual que tú.
—He consultado a los mejores expertos del país sobre las circunstancias imaginables que pueden rodear las desapariciones de personas. Nuestra misión es sencilla, en el sentido de que sólo tenemos un objetivo.
—Encontrarlos.
—Exacto. O, al menos, comprender por qué no los encontramos.
—¿No ha surgido ningún dato nuevo?
—Nada. Aunque, claro está, hay una persona con la que debemos contar.
—¿Te refieres al hijo?
—Sí, es necesario. Si suponemos que han representado su desaparición, podemos preguntarnos por qué lo exponen a algo tan espantoso. Es inhumano, por decirlo de alguna manera. Y, por lo que sabemos de ellos, no tenemos la impresión de que sean personas crueles. Tú sabes de qué te hablo, puesto que los conociste en persona. Lo que hemos podido averiguar de Håkan von Enke apunta a que fue un mando militar apreciado, un oficial sin aires de grandeza, sensato, justo, nunca colérico. Lo único negativo que hemos oído de él es que, en ocasiones, podía mostrarse impaciente, pero ¿y quién no? En cuanto a Louise y a su faceta de maestra, siempre fue muy querida por sus alumnos. Algo introvertida, según muchos de los interrogados, pero no hablar constantemente no es motivo de sospecha, desde luego. Alguien que escuche de vez en cuando tiene que haber. En cualquier caso, no parece verosímil que hayan llevado una doble vida. Incluso hemos hablado con expertos de la Europol. Yo he hablado en persona con una agente de la policía francesa, mademoiselle Germain, de París, que me facilitó información muy interesante y que, además, me confirmó la idea de que, por supuesto, hay que barajar otra hipótesis totalmente distinta.