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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

El hombre sombra (14 page)

BOOK: El hombre sombra
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Ella calla. Su apariencia de mujer dura se ha disipado unos momentos y me mira con una tristeza desprovista de lástima.

—No te preocupes —dice escuetamente.

Yo sigo respirando hondo, al tiempo que mi respiración se normaliza. Entonces me percato de una cosa. Al igual que en el sueño, el dolor del momento desaparece.

Bonnie vuelve la cabeza y me mira. Por su mejilla se desliza una lágrima. Me levanto, me acerco a la cama y le tomo la mano.

—Hola, cariño —murmuro.

Bonnie no contesta, y yo no insisto. Nos miramos, dejando que las lágrimas rueden por nuestras mejillas. A fin de cuentas, para eso sirven las lágrimas. Es como si sangrara el alma.

12

L
OS ciudadanos de San Francisco conducen de forma parecida a los neoyorquinos: a lo bestia. En estos momentos el tráfico no es muy denso, y Jenny se enzarza en feroces maniobras con los otros vehículos mientras nos dirigimos de regreso al cuartel general de la policía de San Francisco. Estamos envueltas en una ensordecedora sinfonía de bocinazos y palabrotas. Me tapo un oído con el dedo para oír a Callie mientras hablo con ella por el móvil.

—¿Cómo te ha ido en la Unidad del Escenario del Crimen?

—Son unos magníficos profesionales, cielo. Excelentes. Lo estoy revisando todo a fondo, pero creo que ellos ya han analizado todos los datos desde el punto de vista forense.

—Deduzco que no han encontrado nada.

—Ese tipo tomó sus precauciones.

—Ya. —Me siento deprimida y me apresuro a desterrar esa sensación—. ¿Has hablado con los otros? ¿Sabes algo de Damien?

—No he tenido tiempo.

—Estamos a punto de llegar a la comisaría. Sigue con lo que estabas haciendo. Yo hablaré con los otros.

Callie guarda silencio unos momentos.

—¿Cómo está la niña, Smoky?

¿Cómo está la niña? Ojalá supiera la respuesta. No lo sé, y en estos momentos no quiero hablar de ello.

—Está bastante mal.

Cuelgo antes de que Callie pueda responder y miro por la ventanilla mientras circulamos por la ciudad. San Francisco constituye una mezcolanza de empinadas colinas y calles de una sola dirección, conductores agresivos y tranvías. Posee una belleza un tanto brumosa que siempre he admirado, un carácter singular. Es una mezcla de lo culto y lo decadente, que avanza rápidamente hacia la muerte o el éxito. En estos momentos no me parece tan singular, sino otra ciudad en la que se cometen asesinatos. Eso es lo malo, que pueden producirse asesinatos en el Polo Norte o en el ecuador. Pueden cometerlos hombres o mujeres, jóvenes o adultos. Sus víctimas pueden ser pecadores o santos. En todas partes se cometen asesinatos, y los asesinos forman legión. En estos momentos lo veo todo negro. No hay blancos ni grises, sino una negrura como boca de lobo, densa y compacta.

Llegamos a la comisaría. Jenny se desvía, dejando atrás la concurrida calle, y entra en el parking de la policía de San Francisco, más tranquilo. Es difícil encontrar aparcamiento en esta ciudad, pero pobre del que intente hurtar uno de estos espacios.

Entramos por una puerta lateral y echamos a andar por un pasillo. Alan está en el despacho de Jenny, hablando con Charlie. Ambos están absortos en un expediente abierto ante ellos.

—Hola —nos saluda Alan. Noto que me escruta atentamente, pero finjo no darme cuenta.

—¿Sabes algo de los otros?

—No me ha llamado nadie.

—¿Has encontrado algo?

Alan niega con la cabeza.

—Aún no. Me gustaría decir que los polis de San Francisco sois unos chapuceros, pero no es cierto. La inspectora Chang dirige un magnífico equipo —dice chasqueando los dedos y sonriendo a Charlie—. Es así, lo siento. Incluyendo a su leal colega, por supuesto.

—No me jodas —contesta Charlie sin alzar la vista del expediente.

—Seguid con lo que estáis haciendo. Voy a llamar a James y a Leo.

Alan responde alzando el pulgar y continúa leyendo el expediente.

De pronto suena mi móvil.

—Barrett.

Oigo la voz avinagrada de James.

—¿Dónde diablos se ha metido la inspectora Chang? —pregunta.

—¿Qué ocurre?

—El forense se niega a empezar a cortar hasta que aparezca tu amiga. De modo que ya puede venir pitando.

Cuelga antes de que yo pueda responder. El muy cretino.

—James te espera en el depósito de cadáveres —digo a Jenny—. No quieren empezar hasta que tú estés presente.

Ella esboza una pequeña sonrisa.

—Deduzco que ese capullo está cabreado.

—Más que cabreado.

—Bien —responde Jenny sonriendo satisfecha—. Voy para allá.

Se marcha. Ha llegado el momento de llamar a Leo, nuestro novato. Mientras marco el número pienso en algo que no tiene nada que ver: ¿qué tipo de pendiente luce en la oreja cuando no está trabajando? El teléfono suena cinco o seis veces antes de que responda, y cuando lo hace el tono de su voz me alarma. Es una voz hueca, aterrorizada. Le castañetean los dientes.

—Aquí… Carnes.

—Soy Smoky, Leo.

—El vídeo…, el vídeo es…

—Tranquilícese, Leo. Cálmese y cuénteme qué ha ocurrido.

Leo contesta con una voz que es apenas un murmullo. Sus palabras hacen que resuene en mi cabeza un ruido horrible.

—El vídeo del asesinato es horripilante…

Alan me mira con gesto preocupado, como si adivinara que ha ocurrido algo desagradable.

Por fin consigo decir:

—Quédese ahí, Leo. No se mueva. Enseguida vamos para allá.

13

R
ECUERDO esta zona de cuando vine a visitar a Annie después de que su padre falleciera. Vivía en un gigantesco edificio de apartamentos, también muy al estilo de Nueva York, donde los apartamentos parecen condominios, con comedores y bañeras empotradas en el suelo. Nos detenemos delante del edificio.

—Bonito edificio, bonita zona —comenta Alan contemplándolo a través del parabrisas.

—El padre de Annie tenía dinero —digo—. Se lo dejó todo en su testamento.

Miro a mi alrededor. Es una zona limpia y segura. Aunque ninguna zona de San Francisco puede calificarse de residencial, la ciudad posee unos barrios considerados «respetables». Te alejan del ruido de la ciudad, y algunos están en unas zonas tan elevadas que ofrecen una vista de toda la bahía. Hay barrios antiguos, con viviendas de estilo victoriano, y urbanizaciones recientes. Como ésta.

Pienso de nuevo que ningún lugar está a salvo de posibles asesinatos. El hecho de que aquí sean más infrecuentes que en los barrios miserables no significa que los cadáveres estén menos muertos.

Cuando nos apeamos del coche, Alan llama a Leo.

—Estamos frente al edificio, hijo, enseguida subimos.

Entramos en el vestíbulo por la puerta principal. El recepcionista observa cómo montamos en el ascensor. Subimos en silencio hasta la cuarta planta.

Durante la subida Alan y yo apenas despegamos los labios y seguimos callados. Ésta es la peor parte de nuestro trabajo. Contemplar el hecho en sí. Una cosa es analizar pruebas en un laboratorio, asomarse a la mente de un asesino como ejercicio, y otra muy distinta contemplar un cadáver. Oler la sangre en una habitación. Como dijo Alan en cierta ocasión: «Una cosa es pensar en mierda y otra comértela».

Charlie está callado y serio. Quizá se acuerda de anoche, cuando giró el pomo de la puerta y vio a Bonnie.

Llegamos a la cuarta planta, salimos del ascensor y echamos a andar por el pasillo. Al doblar la esquina vemos a Leo, que nos espera fuera. Está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza entre las manos.

—Déjame a mí —murmura Alan.

Asiento con la cabeza y le observo acercarse a Leo. Se arrodilla frente a él y apoya su enorme manaza sobre el hombro del joven. Sé por experiencia que pese a su tamaño esas manos son capaces de acariciarte con gran delicadeza.

—¿Cómo se siente?

Leo le mira. Está pálido y demudado, con el rostro cubierto de un sudor grasiento. No se molesta en sonreír.

—Lo siento, Alan. He perdido los nervios. Cuando lo vi, me puse a vomitar, no podía quedarme ahí dentro… —Leo habla con tono apagado y no termina la frase.

—Escuche, hijo —dice Alan. La voz de ese gigantón es suave, pero reclama atención. Charlie y yo esperamos. Por más que deseamos entrar en el apartamento y cumplir con nuestro deber, comprendemos lo que Leo está pasando. Éste es un momento crucial para los de nuestra profesión. El bautismo de sangre, cuando te asomas por primera vez al abismo, cuando compruebas que el hombre del saco existe y ha estado ocultándose debajo de la cama todo el rato. Cuando te enfrentas al mal. Sabemos que éste es el momento en que Leo o logrará sobreponerse o cambiará de profesión—. ¿Cree que es un pusilánime por reaccionar así ante lo que ha visto?

Leo asiente con gesto avergonzado.

—Pues se equivoca. Lo malo es que ha visto demasiadas películas y ha leído demasiados libros que le han dado una falsa impresión sobre lo que significa ser duro. Que pretenden mostrar la forma en que un policía debe reaccionar cuando contempla cadáveres o una escena de una violencia extrema. Cree que debe tener una frase ocurrente en la punta de la lengua, sostener un sándwich de jamón en la mano, mostrarse indiferente y demás chorradas. ¿No es así?

—Sí.

—Y si no reacciona así, significa que es un marica y se siente avergonzado ante unos polis veteranos. Quizá piense que no sirve para esta profesión porque ha vomitado. —Alan se vuelve hacia nosotros—. ¿Cuántas escenas contemplaste antes de dejar de vomitar, Charlie?

—Tres; no, cuatro.

Al oír esto Leo alza la vista.

—¿Y tú, Smoky?

—Más de una.

Alan se vuelve de nuevo hacia Leo.

—En mi caso fueron al menos cuatro. Hasta Callie ha vomitado, aunque como es la reina se niega a reconocerlo. —Alan mira a Leo entrecerrando los ojos y prosigue—: Hijo, no hay nada en la vida que le prepare a uno para contemplar estas atrocidades por primera vez. Nada. Por más fotografías que haya visto o más historiales que haya examinado. Un cadáver de carne y hueso es otra cosa muy distinta.

Leo mira a Alan con una expresión que reconozco. Una expresión de respeto rayano en veneración, como la de un discípulo al mirar a su mentor.

—Gracias —dice.

—De nada. —Ambos se incorporan.

—¿Está listo para informarme, agente Carnes? — le pregunto con tono un tanto severo. En estos momentos es lo que le conviene.

—Sí.

Leo ha recobrado el color en las mejillas y muestra una expresión más resuelta. A mí me parece un chiquillo. Leo Carnes es un crío que acaba de contemplar su primer asesinato y está destinado a envejecer antes de tiempo. Bienvenido al club.

—Adelante.

—Cuando llegué hice las comprobaciones iniciales, para asegurarme de que el ordenador no contenía ninguna trampa ni ningún virus. Luego hice lo primero que hago siempre, comprobar qué archivo había sido modificado recientemente. Era un archivo de texto llamado «leedmefederales».

—¿En serio?

—Sí. Al abrirlo vi que contenía una sola frase: «Mirad en el bolsillo de la chaqueta azul». No vi ninguna chaqueta azul, pero luego miré en el armario. En el bolsillo izquierdo de una chaqueta azul femenina, encontré un cedé.

—Y decidió echarle un vistazo. Es lógico. Yo hubiera hecho lo mismo.

Leo prosigue, más animado:

—Cuando creas un cedé, puedes darle un nombre. Cuando vi el nombre de éste me picó la curiosidad. —Leo traga saliva—. Se llamaba
La muerte de Annie.

—Hijoputa— dice Charlie torciendo el gesto—. Jenny se va a cabrear con nosotros por no haber descubierto ese cedé.

—Siga— digo a Leo.

—Miré cuántos archivos contenía el cedé. Sólo había uno. Es un archivo de vídeo de gran calidad y alta resolución. Llena todo el cedé. —Leo traga saliva de nuevo y vuelve a palidecer un poco—. Abrí el archivo, que ejecutó un programa que reprodujo el vídeo. Era… —Sacude la cabeza, tratando de dominarse—. Lo siento. El asesino codificó y creó este vídeo. No muestra los hechos de principio a fin, que probablemente no cabrían en un cedé debido a la duración del vídeo, sino que es un montaje.

—Del asesinato de Annie —digo para facilitarle la tarea a Leo. Sé que no quiere decirlo él mismo.

—Sí. Es… indescriptible. Yo no quería verlo, pero no podía apartar los ojos de la pantalla. Luego me puse a vomitar. Cuando llamaron, salí del apartamento y les esperé fuera.

—¿Vomitó en el dormitorio? —pregunta Charlie.

—No, conseguí llegar al baño.

Alan da a Leo una palmada en la espalda con una de esas manos que parecen el guante del receptor de béisbol. De haber llevado el joven una dentadura postiza, la habría escupido debido al impacto.

—¿Lo ve? Por supuesto que está capacitado para ser un buen policía, Leo. No tiene que avergonzarse por haber vomitado. Eso es bueno.

El joven informático le mira sonriendo tímidamente.

—Echémosle un vistazo —digo—. No es necesario que esté presente si no quiere, Leo. Lo digo en serio.

Él me mira con una inusitada mezcla de madurez y reflexión. Enseguida adivino lo que está pensando. Piensa que Annie era mi amiga. Que si yo soy capaz de contemplar su muerte, cualquiera es capaz de hacerlo. Casi me parece oír lo que piensa. Sus ojos, que han adquirido una expresión dura, lo corroboran.

—No, señora —responde al fin negando enérgicamente con la cabeza—. Todo lo referente al ordenador es cosa mía. Es mi obligación.

Aprecio su presencia de ánimo como apreciamos ciertas cosas, sin darles importancia.

—De acuerdo. Entremos en el apartamento. Usted primero, Leo.

Él abre la puerta de la vivienda y entramos. Apenas ha cambiado de como la recuerdo. Consta de tres dormitorios, dos baños, una amplia sala de estar y una cocina enorme. Lo que más me llama la atención es el hecho de que Annie está en todas partes. Su presencia sigue viva en la decoración, en la esencia de la casa. Su color favorito era el azul, y veo unas cortinas de color azul, un jarrón azul, una fotografía que muestra un inmenso cielo azul. Es una vivienda con clase, con una calidad natural, sin cantos dorados ni pan de oro. Todo combina entre sí, pero no de forma irritantemente obsesivo-compulsiva, con el propósito de epatar. Es un ejemplo de belleza y discreción. De serenidad.

Annie siempre tuvo ese don. La habilidad de elegir acertadamente los complementos. Todo, desde la ropa que lucía hasta su reloj de pulsera, era estiloso, sin parecer pedante o repipi. Elegante sin resultar ostentoso. En Annie era una cualidad instintiva, que siempre consideré una prueba de su belleza interior. No elegía las prendas que se ponía pensando en lo que opinarían los demás, sino porque le gustaban. Porque encajaban con su personalidad. Porque le sentaban bien. El apartamento constituye un reflejo de eso. Está cubierto por el polvo fantasmal del alma de Annie.

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