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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

El hombre sombra (15 page)

BOOK: El hombre sombra
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Pero hay también otra presencia.

—¿No notáis ese olor? —pregunta Alan—. ¿Qué es?

—Perfume y sangre —murmuro.

—El ordenador está ahí —dice Leo, conduciéndonos al dormitorio.

La armonía muere aquí. Aquí es donde el asesino perpetró su crimen. Todo es deliberadamente opuesto a la belleza inconsciente de Annie. Aquí alguien se afanó en imponer la disonancia. Romper la serenidad. Destruir algo exquisito.

La moqueta está manchada de sangre, y mi olfato capta el penetrante y fétido olor a podredumbre, mezclado con el perfume de Annie. Son dos olores radicalmente opuestos: uno es el olor de la vida, el otro el hedor de la muerte. Una mesita de noche está tirada en el suelo, la lámpara está hecha añicos. Las paredes presentan un sinfín de arañazos, toda la habitación tiene un aire trastocado, descompuesto. El asesino violó esta habitación con su presencia.

Leo se sienta delante del ordenador. Pienso en Annie.

—Adelante —le digo.

Él palidece. Luego mueve el ratón, sitúa la flecha sobre un archivo y hace un doble clic. El programa de reproducción del vídeo se ejecuta, seguido por las imágenes de éste. Al ver a Annie siento que el corazón me da un vuelco.

Está desnuda y esposada a la cama. Al recordar lo que me hizo Joseph Sands siento unas náuseas que casi hacen que me ponga a vomitar, pero me domino.

El asesino va vestido de negro. Lleva una capucha que le cubre la cara.

—¡Va disfrazado de
ninja
! —masculla Alan sacudiendo la cabeza asqueado—. ¡Joder! ¡Para él es una puta broma!

Mis dotes de cazadora se activan automáticamente. El asesino parece medir un metro ochenta de estatura. Está en forma, tiene una complexión entre musculosa y fuerte. Por la piel que se ve alrededor de sus ojos compruebo que es de raza blanca.

Espero oírle decir algo. La tecnología para reconocer voces ha progresado mucho y podría ser un dato crucial. Pero el asesino desaparece unos momentos del visor de la cámara. Oigo unos pequeños sonidos, como si estuviera manipulando algo. Cuando aparece de nuevo mira directamente a la lente de la cámara, y por las arruguitas que se forman alrededor de sus ojos deduzco que está sonriendo detrás de la máscara. Luego alza una mano y cuenta con sus dedos. Uno, dos, uno-dos-tres-cuatro…

En el vídeo comienza a sonar una música que sofoca los demás sonidos. Tardo unos momentos en identificarla. Cuando lo hago, siento ganas de vomitar. Pero me controlo.

—Joder —murmura Charlie—. ¿Son los Rolling Stones?

—Sí.
Gimme Shelter
—responde Alan con contenida furia—. Para ese tarado todo es un cachondeo. Ha puesto una música para ambientarse.

La canción suena a todo volumen y a medida que la música se hace más rápida, el asesino se pone a bailar. Sostiene un cuchillo en una mano y baila para Annie y para la cámara. Es un baile enloquecido, frenético, pero el asesino sigue el ritmo. La locura a ritmo de rock.

—Ra-a-ape, murder
, violación, asesinato…

Por eso eligió esta canción. Ése es su mensaje. Me reafirmo en lo que pensé hace un rato: el asesino siempre va por delante de nosotros. Cierro los ojos unos instantes al ver en la expresión de Annie que también se ha percatado. Es una expresión de terror y pérdida de toda esperanza.

El asesino deja de bailar, aunque sigue moviéndose al ritmo de la música. Sus movimientos parecen casi inconscientes. Como alguien dando unos golpecitos en el suelo con el pie sin darse cuenta. Está junto a la cama, con los ojos fijos en Annie. La mira casi hipnotizado. Ella se debate tratando de soltarse. No oigo lo que dicen debido a la música, pero deduzco que Annie está gritando a través de la mordaza. El asesino mira de nuevo a la cámara. Luego se inclina hacia delante empuñando el cuchillo.

El resto es como dijo Leo. Un montaje. Unas imágenes como fogonazos de la tortura, la violación y el horror que padeció Annie. El asesino utiliza un cuchillo para torturarla lentamente. Disfruta cebándose en ella, infligiéndole largos cortes. La raja por todo el cuerpo con el cuchillo. Los fogonazos, las sacudidas y los espasmos se suceden mientras el asesino tortura a Annie, mientras la viola, mientras le practica cortes por todo el cuerpo, una y otra y otra vez, sin parar. ¡Santo Dios! Los ojos de Annie reflejan una agonía, un terror indecible, y al cabo de unos minutos muestran una mirada ausente, infinitamente perdida, como si ya no vieran nada. Aún está viva, pero es como si ya no estuviera ahí. El asesino se muestra jubiloso, exultante. Ejecuta una especie de danza de la lluvia, y la lluvia es sangre. Veo morir a mi amiga. Es una muerte lenta, atroz, desprovista de dignidad. Cuando el asesino termina con ella, hace mucho que Annie ha dejado de existir. Parece un pescado al que han arrancado las vísceras. Ver morir a esta mujer que sostuve entre mis brazos cuando era una niña, esta mujer con la que crecí y a la que quería, es como estar de nuevo en aquella cama, viendo gritar a Matt.

Lo cierto es que no he llorado por Annie desde que murió. Pero ahora compruebo que estoy llorando, que no he dejado de llorar en todo el rato.

Son unas lágrimas silenciosas, unos riachuelos que ruedan por mis mejillas. Lloro la muerte de la única persona, aparte de Matt, que me conocía a fondo. Estoy sola en el mundo. No tengo raíces, lo cual me produce una sensación insoportable.

«Tú no merecías esto, Annie», pienso.

No me enjugo las lágrimas. No me avergüenzan mis lágrimas. Tienen sentido.

El vídeo concluye y todos guardamos silencio.

—Quiero verlo otra vez —digo.

Quiero verlo otra vez, porque ese dragón que hay en mi interior se está despertando.

Necesito que se despierte enfurecido.

14


A
ver si lo entiendo —dice Alan—. De modo que ese tío no sólo filmó el vídeo, sino que lo montó.

Leo asiente con la cabeza.

—Sí. Pero no en este ordenador. El disco duro no es lo suficientemente grande, y no puedes montar vídeos en él. Probablemente llevaba consigo un ordenador portátil muy potente.

Alan emite un silbido.

—Menudo tipo más frío, Smoky. Esto significa que montó el vídeo mientras tu amiga yacía muerta y Bonnie observaba. O peor.

Nadie ha hecho ningún comentario sobre mis lágrimas. Me siento vacía, pero ya no estoy aturdida. Respondo a Alan:

—Frío, organizado, competente, con conocimientos técnicos, y no cabe duda de que responde al perfil.

—¿A qué se refiere? —pregunta Leo.

Me vuelvo hacia él.

—Ha cruzado una línea, como persona, de la que no regresará. Ha disfrutado haciendo lo que ha hecho. Le ha hecho sentirse vivo. Uno no hace algo con lo que disfruta sólo una vez.

Leo me mira, sorprendido por esa explicación.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Ahora ya pueden irse y pediré a James que venga.

Oigo mi voz al decir esto y me choca su frialdad. Perfecto, pienso. Ya ha empezado. El dragón sigue ahí. Excelente.

Charlie y Leo parecen confundidos. Alan me comprende. Sonríe, pero no con alegría.

—James y Smoky necesitan cierto espacio. Nosotros tenemos mucho que hacer. ¿Quieres que sustituya a James en el despacho del médico forense? —me pregunta Alan.

—Sí —contesto distraída, distante. Apenas me doy cuenta cuando se marchan. Mi mente es un lugar abierto, inabarcable. Tengo la vista fija en el infinito.

Porque se aproxima el tren funesto.

Lo oigo a lo lejos, resoplando, escupiendo humo, formado por dientes, calor y sombras.

Me topé con el tren funesto (como yo lo llamo) durante mi primer caso. Es difícil de describir. El tren de la vida circula sobre la vía de la normalidad y la realidad. Es el tren en el que viaja buena parte de las personas, desde que nacen hasta que mueren. Está lleno de risas y lágrimas, infortunios y triunfos. Sus pasajeros no son perfectos, pero hacen lo que pueden.

El tren funesto es otra cosa.

Circula por unos raíles compuestos por cosas que crujen, blandas y viscosas. Es el tren en el que viajan personas como Jack Jr. Utiliza como combustible el asesinato, el sexo, los gritos. Es una serpiente gigantesca, negra, ávida de sangre, con ruedas. Si te apeas del tren de la vida y echas a correr a través del bosque, puedes encontrarte con el tren funesto. Puedes caminar junto a la vía por la que circula, correr junto a él cuando pasa, contemplar el contenido de sus vagones, en los que resuenan los alaridos de dolor. Y puedes montarte en él, avanzar entre los cadáveres que llenan los coches, entre los murmullos y los huesos, hasta que te topas con el maquinista del tren. El monstruo que persigues es el maquinista, que presenta numerosos aspectos. Puede ser bajo, calvo, cuarentón. O alto, joven y rubio. A veces, raramente, es una mujer. En el tren funesto ves la auténtica faz del maquinista, debajo de la sonrisa falsa y los elegantes ternos. Contemplas la oscuridad, y en ese momento, si observas con atención, lo comprendes.

Los asesinos que yo persigo no tienen un fondo risueño y plácido. Cada célula de su cuerpo es un interminable y eterno alarido. Balbucean, miran con los ojos muy abiertos, son malvados y están cubiertos de sangre. Son unos seres que se masturban mientras devoran carne humana, que gimen de placer mientras se restriegan con sesos y heces. Sus almas no andan, se deslizan, se mueven espasmódicamente, reptan.

En definitiva, el tren funesto es donde arranco mentalmente la máscara del asesino. Donde le miro sin desviar la vista. Es el lugar donde no retrocedo, ni busco pretextos o razones, sino que acepto lo que hay. Sí, los ojos del asesino están llenos de gusanos. Sí, bebe las lágrimas de los niños que ha asesinado. Sí, aquí sólo hay muerte.

—Muy interesante —había comentado el doctor Hillstead durante una de nuestras sesiones, después de que le hablara del tren funesto—. Mi pregunta, lo que me intriga, Smoky, es lo siguiente: cuando se monta en ese tren, ¿qué le impide apearse, qué le impide convertirse en el maquinista?

Yo sonreí.

—Cuando ves realmente lo que es, no hay peligro de que eso ocurra. Comprendes que no eres así. Ni de lejos. —Volví la cabeza para mirar al doctor Hillstead—. Cuando le arrancas la máscara al maquinista, compruebas que es un alienígena. Una aberración, una especie distinta.

El doctor había asentido con la cabeza, devolviéndome la sonrisa. Pero sus ojos no parecían convencidos.

Lo que no le dije fue que el problema no residía en la posibilidad de convertirte en el maquinista. El problema era dejar de ver al asesino, de ver su auténtica faz una vez que le habías arrancado la máscara. Eso a veces llevaba meses, unos meses en que te despertabas al amanecer, empapada en un sudor frío después de haber sufrido una pesadilla. Lo más duro para Matt era que estaba formado por silencios. Por unas habitaciones cerradas en las que él no podía entrar.

Ése es el precio que pagas por montarte en el tren funesto. Una parte de ti se convierte en una soledad que la gente normal nunca tendrá y en la que ninguna otra persona puede entrar. Un pequeño fragmento de tu ser se transforma en una soledad eterna.

Allí, en el lugar donde murió Annie, siento que se aproxima a mí. Cuando llegue, tanto si me limito a observarlo pasar de largo o me muevo a través de sus vagones, no puedo tener a otras personas a mi alrededor. Asumo un talante distante y frío…, desagradable. La excepción es un compañero vagabundo. Alguien que conozca ese tren.

Como James. Al margen de sus muchos defectos, al margen de que sea un capullo, posee también ese don. Puede ver al maquinista, montarse en ese tren.

Metáforas aparte, el tren funesto es un lugar donde se agudiza la observación, creado por una empatía temporal con el mal.

Y es desagradable.

Miro a mi alrededor, asimilándolo. Siento al asesino, le huelo. Necesito percibir su sabor, oírle. En lugar de apartarlo, necesito acercarlo a mí. Como un amante.

Esto es lo que no le dije al doctor Hillstead. Creo que no lo haré nunca. Que esto, esta intimidad, no sólo es desagradable sino que crea adicción. Es excitante. El asesino persigue a todas sus víctimas. Yo sólo le persigo a él. Pero sospecho que mi sed de sangre es tan intensa e imperiosa como la suya.

El asesino ha estado aquí, por lo que yo debo estar aquí. Necesito dar con él, acercarme a sus sombras, sus gusanos, sus gritos.

Lo primero que intuyo siempre es lo mismo, y esta vez no es una excepción. La euforia del asesino al invadir los dominios de otra persona. Los seres humanos se separan, crean sus propios espacios. Acceden a respetar esos espacios privados. Es algo básico, casi primigenio. Tu casa es tu hogar. Después de cerrar la puerta, gozas de la intimidad que te ofrece, te relajas sin tener que seguir mostrando el rostro que muestras al mundo. Otros seres humanos pueden entrar en ella sólo si les invitas a hacerlo. Respetan tu intimidad porque quieren que tú respetes la suya.

Lo primero que hacen los monstruos, lo primero que les excita, es cruzar esa línea. Espían a través de las ventanas el interior de tu vivienda. Te siguen durante toda la jornada, observándote. Quizás entren en tu casa mientras estás ausente, paseándose por tus espacios privados, tocando tus pertenencias. Invaden tus dominios.

Su afrodisíaco es la destrucción de otras personas.

Recuerdo una entrevista con uno de los monstruos que atrapé. Sus víctimas eran niñas. Unas tenían cinco años, otras seis, pero no más. Yo había visto unas fotografías de las niñas con anterioridad a los hechos, luciendo lazos en el pelo y sonrisas radiantes. Había visto las fotografías tomadas posteriormente, después de haber sido violadas, torturadas, asesinadas. Cadáveres menudos cuyos rostros mostraban un rictus permanente de horror. Al finalizar la entrevista, cuando me disponía a salir de la habitación, se me ocurrió una pregunta. Me volví hacia el monstruo y le pregunté:

—¿Por qué unas niñas?

El monstruo me miró con una sonrisa de oreja a oreja, tipo Halloween. Sus ojos eran dos pozos vacíos y relucientes.

—Porque fue la peor salvajada que se me ocurrió, cariño. Cuanto más grande es la salvajada, mejor —añadió relamiéndose. Luego cerró sus ojos vacíos al tiempo que movía la cabeza hacia delante y hacia atrás, como sumido en un ensueño—. Esas niñas pequeñas… ¡Dios, qué salvajada tan dulce!

Es furia lo que alimenta esa necesidad. No una pequeña irritación, sino una furia que les devora como el fuego. Un fuego que nunca muere. Lo siento en este lugar. Por más que el monstruo trató de obrar con premeditación, al final destruyó a Annie en un arrebato de frenesí. Perdió el control.

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