—De un teléfono público en Los Ángeles.
La respuesta me sorprende.
—¿Los Ángeles? —Reflexiono sobre ello unos segundos—. Quizás ése era el motivo de que necesitara tres días. O es un viajante, o es de Los Ángeles.
—O pretende confundirnos. Si es de Los Ángeles, deduzco que vino aquí a por Annie —dice Jenny con una expresión tensa e irritada. Yo sé el motivo.
—Lo cual significa que el asesino quería reclamar mi atención.
Ya he aceptado esa posibilidad, mejor dicho, esa probabilidad, aunque aún no he podido enfrentarme a mis emociones. El hecho de que Annie muriera no sólo por lo que hizo sino porque era mi amiga.
—Ya. Pero son meras conjeturas. Miré mis correos electrónicos y…
—¿Desde dónde te envió el correo electrónico? —pregunto interrumpiéndola.
Jenny me mira, dudando.
—Desde el ordenador de tu amiga, Smoky. Era la dirección del correo electrónico de Annie.
Esto me provoca una repentina e inopinada furia. Sé que el asesino no lo hizo sólo para cubrir sus huellas, sino para demostrar que lo que había pertenecido a Annie ahora le pertenece a él.
—Sigue —digo desterrando esos pensamientos de mi mente.
—En el correo electrónico figuraba tan sólo el nombre y las señas de Annie, y llevaba cuatro cosas adjuntas: tres fotografías de tu amiga y la nota dirigida a ti. A partir de ahí nos lo tomamos muy en serio. Hoy en día puedes manipular cualquier fotografía, pero es como una amenaza de bomba. Por si acaso, desalojamos el lugar. De modo que mi colega y yo pedimos a unos agentes que nos acompañaran y fuimos a la dirección del correo electrónico. —Jenny hace una pausa para beber un sorbo de té—. La puerta no estaba cerrada con llave, y después de llamar insistentemente sin que nadie respondiera, sacamos nuestras pistolas y entramos. Tu amiga y su hija estaban en el dormitorio, tendidas en la cama. Annie tenía el ordenador instalado allí. —Jenny sacude la cabeza al recordar ese momento—. Era una escena tremenda, Smoky. Tú has visto cosas peores que yo, asesinatos en serie, pensados metódicamente, pero aun así creo que te habrías sentido tan horrorizada como yo. El asesino la había rajado de arriba abajo, le había arrancado las vísceras y las había metido en una bolsa. Le había rebanado el cuello. Pero lo peor era la niña.
—Bonnie.
—Sí. Estaba atada cara a cara a su madre. Sin miramientos. El asesino las había colocado vientre contra vientre y las había amarrado con una cuerda para que la niña no pudiera moverse. Estuvo así tres días, Smoky. Atada al cadáver de su madre. Ya sabes lo que le ocurre a un cadáver al cabo de tres días. El aire acondicionado no estaba conectado. Y ese cabrón había dejado entreabierta una ventana. La habitación estaba llena de moscas.
Por supuesto que lo sé. Lo que Jenny describe es inimaginable.
—La niña tiene diez años, la habitación huele que apesta, y está cubierta de moscas. Había vuelto la cara de forma que tenía la mejilla apoyada en el rostro de su madre. —Jenny tuerce el gesto e imagino el horror que debió sentir en esos momentos. Me alegro profundamente de no haber presenciado esa escena—. La niña estaba muda. No dijo una palabra cuando entramos en la habitación. Ni cuando la desatamos. Estaba inerte, con la mirada ausente. No respondió a nuestras preguntas. Estaba deshidratada. Pedimos inmediatamente una ambulancia y la envié acompañada por una agente. Bonnie está bien físicamente, y he apostado a un policía junto a la puerta de su habitación, por si acaso. Por cierto, está en una habitación privada.
—Te lo agradezco mucho.
Jenny hace un ademán para restarle importancia y bebe otro sorbo de té. Me sorprende observar un pequeño temblor en su mano. Es evidente que el recuerdo la afecta profundamente.
—La niña no ha dicho una palabra. ¿Crees que logrará superarlo? ¿Es posible que alguien pueda superar eso?
—No lo sé. No deja de sorprenderme lo que la gente es capaz de superar. Pero no lo sé.
Jenny me mira con gesto pensativo.
—Tienes razón. —Guarda silencio unos momentos antes de proseguir—: Cuando la ambulancia se llevó a la niña, clausuré el apartamento. Llamé a la Unidad del Escenario del Crimen, y les ordené que se pusieran en marcha de inmediato. Quizá me excedí, pero estaba… cabreada. No, esa palabra no basta para describir lo que sentía.
—Lo comprendo.
—Después os llamé y hablé con Alan. No puedo contarte mucho más, Smoky. Estamos en los primeros estadios del caso. Hemos recogido las pruebas, pero no he tenido tiempo de reducir la marcha y analizar los datos.
—Rebobinemos un poco. Deja que te interrogue como si fueras una testigo.
—De acuerdo.
—Lo haremos como si se tratara de una EC.
—Muy bien.
EC significa «entrevista cognitiva». Una de nuestras pesadillas son los recuerdos y relatos de los testigos. Las personas ven muy poco, o no recuerdan lo que han visto, debido al trauma y la emoción. Recuerdan cosas que no ocurrieron. La técnica de la EC se viene utilizando desde hace tiempo, y aunque se basa en una metodología específica, su aplicación constituye todo un arte. A mí se me da muy bien. A Callie todavía mejor. Y Alan es un maestro en ese arte.
El concepto básico de la entrevista cognitiva es que el hecho de conducir a un testigo desde el principio de los hechos hasta el final, una y otra vez, por lo general no le induce a recordar más detalles. En lugar de ello, utilizamos tres técnicas. La primera se refiere al contexto. En vez de comenzar por el principio del hecho, hacemos que el testigo nos relate cosas previas al hecho: cómo fue su jornada, cómo se sentía, qué preocupaciones/alegrías/banalidades pasaban por su mente. Hacemos que evoque el transcurso normal de su jornada con anterioridad al hecho que queremos que recuerde. La teoría se basa en que eso sirve para contextualizar el hecho que pretendemos que evoque. Al centrarse en unos recuerdos anteriores a él, al testigo le resulta más fácil relatar lo ocurrido y recordar más detalles. La segunda técnica consiste en modificar la secuencia de sus recuerdos. En lugar de hacer que empiece por el principio, pedimos al testigo que lo haga por el final y retroceda. O que empiece por la mitad. Eso hace que se detenga y analice de nuevo su testimonio. La última parte de la EC consiste en modificar la perspectiva. «Vaya —podemos decir— me pregunto qué pensaría la persona que estaba junto a la puerta.» Eso hace que el testigo analice el hecho desde otros ángulos y recuerde más datos.
Con una persona como Jenny, una inspectora de policía con experiencia y una memoria excelente, la entrevista cognitiva puede ser muy eficaz.
—Es a última hora de la tarde —digo, iniciando la entrevista—, estás en tu despacho y…
Jenny alza la vista al techo, tratando de recordar.
—Estoy hablando con Charlie. Estamos revisando un caso en el que trabajamos. Han matado de una paliza a una prostituta de dieciséis años y la han dejado en un callejón de Tenderloin.
—¿Qué comentáis al respecto?
La mirada de Jenny se entristece.
—Charlie dice que a la gente le importa un bledo que asesinen a una puta, aunque sólo tenga dieciséis años. Está cabreado y triste, y se desahoga conmigo. Charlie encaja mal la muerte de chicos o chicas jóvenes.
—¿Qué pensaste al oírle decir eso?
Jenny se encoge de hombros y suspira.
—Lo mismo que él. Estaba irritada. Triste. No manifestaba tanta rabia como Charlie, pero le comprendía. Recuerdo que mientras él se despachaba a gusto miré mi mesa y observé que de la carpeta que contenía el expediente de Annie asomaba una esquina de una de las fotografías. Era una fotografía del escenario del crimen, donde la encontramos. Se veía una parte de su pierna, de la rodilla para abajo. Parecía muerta. Me sentí cansada.
—Sigue.
—Al cabo de un rato Charlie se calmó. Cuando terminó de desahogarse, se quedó un rato en silencio. Luego me miró, con esa media sonrisa suya tan típica, y me pidió disculpas. Le dije que no tenía importancia. —Jenny se encoge de hombros—. Yo he desahogado mi rabia muchas veces delante de Charlie. Entre colegas es normal.
—¿Qué sentías en esos momentos por Charlie?
—Afecto —responde con un ademán ambiguo—. No se trata de un sentimiento romántico ni sexual. Eso nunca ha existido entre nosotros. Sólo afecto. Sé que él siempre estará ahí para apoyarme, y que él también puede contar conmigo. Me alegro de tenerlo como compañero, es un buen colega. Iba a decírselo cuando recibí la llamada.
—¿Del asesino?
—Sí. Recuerdo que me sentí un tanto… desorientada cuando empezó a hablar.
—¿Desorientada en qué sentido?
—Hasta ese momento todo transcurría con normalidad. Estaba hablando con Charlie y de pronto alguien me dice «tienes una llamada», yo digo «gracias» y respondo al teléfono… Circunstancias y gestos que he experimentado y he hecho mil veces. Normales. De pronto todo cambia. Paso de la normalidad a hablar con un sádico en un abrir y cerrar de ojos. —Jenny chasquea los dedos—. Me quedé helada. —Al decir eso observo en sus ojos un gesto de preocupación.
Ése es otro motivo por el que he decidido utilizar la técnica EC con Jenny. El mayor problema referente a la capacidad de los testigos de evocar los hechos es que apenas recuerdan nada debido al trauma que sufren. Las emociones intensas empañan la memoria. Quienes no pertenecen a las fuerzas de seguridad no comprenden que nosotros también experimentamos nuestros traumas. Niños estrangulados, violados, madres descuartizadas… Hablamos con asesinos por teléfono. Son experiencias terroríficas que nos producen emociones muy fuertes, por más que tratemos de dominarlas. Unas experiencias traumáticas.
—Te entiendo. Creo que tenemos un contexto, Jenny —digo con tono suave y quedo. Ella me permite que la sitúe en el «entonces», y quiero mantenerla pegada a ese momento—. Sigamos avanzando. Cuéntame lo que pasó a partir del instante en que te acercas a la puerta del apartamento de Annie.
Jenny achica los ojos como si mirara algo que yo no veo.
—La puerta es blanca. Recuerdo que pensé que era la puerta más blanca que había visto nunca. Eso me produjo una sensación de vacío en el estómago, de cinismo.
—¿A qué te refieres?
Me mira con una expresión que he visto en multitud de ocasiones.
—Comprendí que era mentira. Que ese color blanco era mentira. Lo presentí. Lo que había detrás de esa puerta no era blanco, sino oscuro, podrido, espeluznante.
Siento un escalofrío. Una especie de
déjà vu
perverso. Yo también he sentido lo que describe Jenny.
—Sigue.
—Picamos a la puerta al tiempo que llamamos a Annie por su nombre. Nada. Todo está en silencio. —Arruga el ceño—. ¿Sabes qué otra cosa me chocó? —pregunta.
—¿Qué?
—No se asomó ningún vecino para averiguar qué ocurría. Charlie y yo golpeamos la puerta insistentemente y con energía. Pero no se asomó nadie. No creo que Annie conociera a sus vecinos. O quizá no tenía amistad con ninguno.
Jenny suspira.
—Total, que Charlie me miró y yo le miré a él, miramos a los agentes que nos acompañaban y desenfundamos nuestras pistolas. —Jenny se muerde el labio—. El mal presentimiento que tenía era cada vez más intenso. Sentía como una opresión en la boca del estómago. Noté que a los demás les pasaba lo mismo. Sudor, adrenalina, temblores. La respiración entrecortada.
—¿Tuviste miedo? —pregunto.
Tarda unos momentos en responder.
—Sí. Tuve miedo. De lo que íbamos a encontrarnos —responde torciendo el gesto—. ¿Quieres que te cuente una cosa muy curiosa? Antes de dirigirme al escenario de un crimen siempre tengo miedo. Hace más de diez años que trabajo en Homicidios, he visto de todo, pero sigo teniendo miedo.
—Continúa.
—Giré el pomo de la puerta y cedió sin mayores problemas. Miré de nuevo a los demás y la abrí. Todos empuñábamos nuestras pistolas.
—¿Qué crees que fue lo primero que llamó la atención de Charlie? —pregunto para que Jenny cambie de perspectiva.
—El olor. Seguro. El olor, y la oscuridad. Todas las luces estaban apagadas, excepto la del dormitorio de Annie. —Jenny se estremece, pero no se percata de ello—. Desde donde nos hallábamos podíamos ver la puerta de su dormitorio. Estaba situada al fondo del pasillo, casi alineada con la puerta de entrada. El apartamento se hallaba prácticamente a oscuras, pero la puerta del dormitorio estaba en penumbra, débilmente iluminada por el resplandor que se filtraba del dormitorio. —Jenny se pasa la mano por el pelo—. Me acordé del «monstruo del armario» con el que estaba obsesionada de pequeña. Un monstruo que rascaba la parte interior de la puerta, tratando de salir. Un ser malévolo.
—Háblame del olor.
Hace una mueca.
—Olía a perfume y a sangre. El olor del perfume era más intenso, pero el olor a sangre era inconfundible. Un olor denso y cobrizo. Sutil, pero… angustioso. Inquietante. Como si vieras algo con el rabillo del ojo.
Tomo nota de eso.
—¿Luego qué pasó?
—Cumplimos los trámites de costumbre. Llamamos a los ocupantes de la casa. Registramos el cuarto de estar y la cocina. Utilizamos linternas, porque yo no quería que tocáramos nada.
—Muy bien —digo asintiendo con la cabeza.
—Luego hicimos lo que parecía más lógico, dirigirnos a la puerta de la habitación. —Jenny se detiene y me mira—. Antes de entrar dije a Charlie que se pusiera los guantes, Smoky.
Jenny me está diciendo que sabía, que presentía que al otro lado de la puerta contemplaría un asesinato. Que encontraría pruebas, no a los supervivientes.
—Recuerdo que miré el pomo de la puerta. No quería girarla. No quería mirar dentro. No quería que se escapara el monstruo del armario.
—Sigue.
—Charlie hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada por dentro. Tuvimos cierta dificultad porque había una toalla colocada en la parte inferior de la puerta que impedía que la abriéramos.
—¿Una toalla?
—Empapada en perfume. El asesino la había colocado allí para disimular el hedor que emanaba el cadáver de tu amiga. No quería que nadie lo encontrara hasta que a él le conviniera.
En ese momento siento que una parte de mí desea poner fin a esto. Desea levantarse, salir de esta cafetería, montarse en el avión y regresar a casa. Es una sensación que me invade con una fuerza abrumadora. Pero consigo dominarla.
—¿Y luego? —pregunto.