El hombre sombra (48 page)

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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: El hombre sombra
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Patricia prosigue con gesto inexpresivo.

—Era lo opuesto a Halloween. En lugar de un ser humano que luce la máscara de un monstruo, Keith era un monstruo que lucía una máscara humana. —Patricia se estremece—. Yo era virgen cuando me casé con él. Keith se portó maravillosamente hasta el momento en que me tomó en brazos para atravesar el umbral de aquella sórdida habitación de hotel. En cuanto cerró la puerta, se quitó la máscara.

»Jamás olvidaré su sonrisa. Una sonrisa como la que imagino que mostraba Hitler al pensar en los judíos que morían en esos espantosos campos de concentración. Keith sonrió y luego me propinó un sonoro bofetón. Con una fuerza que me hizo perder el equilibrio; la nariz me sangraba. Aterricé de bruces en la cama. Veía las estrellas y trataba de convencerme de que estaba soñando. —Patricia aprieta los labios con gesto sombrío—. Pero no era un sueño. En todo caso, una pesadilla. “Aclaremos algunas cosas”, dijo Keith mientras me arrancaba la ropa. “Me perteneces. Te considero un útero reproductor. Eso es todo.” Creo que fue su voz, más que lo que hizo, lo que me aterrorizó. Hablaba con una voz neutra, normal. No encajaba con lo que hacía. Me obligó a arrodillarme y… no se puede decir que practicáramos el sexo. No. Por más que fuéramos marido y mujer. Me violó. Me amordazó para silenciar mis gritos mientras me violaba.

»Keith habló durante todo el rato con voz serena. “Nos quedaremos unos días aquí para enseñarte cuál es el lugar que te corresponde. Para que aprendas a obedecerme sin vacilar y sin hacer preguntas. El castigo por desobedecerme, aunque sea una falta leve, será más doloroso de lo que puedas soportar.”

Patricia calla durante largo rato. Nosotros esperamos a que reanude su relato, respetando su silencio. No tengo prisa. No tengo la menor duda de que nos conducirá a lo que queremos averiguar.

Cuando Patricia prosigue, lo hace con una voz que es casi un murmullo.

—Keith tardó tres días en doblegarme. Me hizo cortes con una navaja, quemaduras con cigarrillos. Me pegó. Hasta que accedí a hacer lo que me ordenara, por asqueroso y degradante que fuera. —Patricia esboza un rictus de desprecio hacia sí misma—. Por fin me reveló su última mentira. Me sacó del hotel y me trajo a esta casa. —La anciana asiente con la cabeza—. Vivía en esta casa. No vivía en Texas. Había salido en busca de una mujer que le diera un hijo.

—Peter —digo como si fuera una afirmación.

—Sí —responde Patricia—. Mi querido y dulce hijo —dice pronunciando la palabra «dulce» con un tono sarcástico—. Keith me ataba por las noches para impedir que huyera de él. Me golpeaba, me utilizaba. Me obligaba a hacer unas cosas repugnantes. Entonces me quedé embarazada. Fue la única época en que me dejó tranquila. Durante mi embarazo no me puso una mano encima. Yo era importante para él, iba a darle un hijo. —Patricia se lleva una mano a la frente—. Di gracias a Dios de no tener una hija. Keith la habría matado nada más nacer. Ahora comprendo que el tener un hijo fue también una desgracia en cierto aspecto.

Patricia hace una pausa para recobrar la compostura antes de proseguir.

—Keith me obligó a parir en casa. Él mismo me ayudó. Me dio un trapo con el que limpiarme mientras él hacía mimos y carantoñas al pequeño Peter. Después de que me aseara y durmiera un rato, me entregó de nuevo al niño. Y me dio un ultimátum. —Patricia se frota las manos, un gesto inconsciente que delata su nerviosismo—. Me dio a elegir. Me dijo que podía matarme en aquel instante y él criaría solo a Peter, o podía quedarme y criar a Peter junto con él. Dijo que si me quedaba no volvería a levantarme la mano. Incluso dormiríamos en camas separadas. Pero si me quedaba y trataba de huir, me perseguiría y haría que tardara varias semanas en morir. —Patricia enlaza las manos con fuerza—. Yo le creí. Debí decir que sí y matar a Peter y a mí misma en aquel momento. Pero aún albergaba una esperanza. Aún confiaba en que las cosas cambiarían.

Sus ojos, su rostro y su boca revelan una profunda amargura.

—De modo que accedí. Keith cumplió su palabra. No volvió a golpearme. Dormía en su habitación, y yo en la mía. Como es natural, Peter dormía en la habitación con su padre. Para evitar que yo me fugara con él una noche. Keith era un tipo astuto y muy cauto. Peter creció, y cuando cumplió cinco años, casi me había convencido a mí misma de que la situación había mejorado. La vida era normal. No maravillosa, pero aceptable. Qué ingenua fui. Las cosas no tardaron en empeorar. Y aunque Keith dejó de maltratarme, empezó a hacer algo infinitamente peor. —Patricia hace una pausa y sonríe débilmente—. Lo siento, pero necesito una taza de café antes de continuar. ¿Seguro que no les apetece un café?

Presiento que Patricia se sentiría más cómoda si aceptáramos su ofrecimiento.

—Me encantaría un café —digo sonriendo.

Jenny y Don coinciden conmigo, y Alan pide un vaso de agua. Sólo James se abstiene de pedir algo.

—¿Crees lo que nos ha contado? —me pregunta Alan en voz baja mientras Patricia está en la cocina.

—Yo diría que sí —respondo al cabo de unos momentos—. Sí —añado volviéndome hacia él—, la creo.

Patricia regresa portando una bandeja con nuestras bebidas y nos las ofrece. Luego se sienta y mira a Alan.

—He oído lo que ha dicho.

Alan la mira sorprendido y turbado, lo cual no es nada frecuente en él.

—Lo siento, señorita Connolly. No quise ofenderla.

Patricia le sonríe.

—No me ha ofendido, señor Washington. Cuando una vive con un hombre perverso, aprende a reconocer a los hombres decentes. Usted es un buen hombre. Además, era lógico que hiciera esa pregunta. —Patricia se vuelve en su silla para situarse frente a nosotros—. ¿Le importa bajar la cremallera de la espalda de mi vestido, agente Barrett? Es suficiente con que la baje hasta la mitad.

Me levanto con el ceño fruncido y dudo unos instantes.

—Adelante, no tema.

Bajo la cremallera del vestido de Patricia. Lo que veo me obliga a cerrar los ojos unos momentos.

—Todo un espectáculo, ¿no? —pregunta la anciana—. Ande, bájela más para que sus compañeros lo vean también.

La zona de la espalda de Patricia constituye una masa de viejas cicatrices. La parte de mi ser que no se siente horrorizada, que las contempla desde un punto de vista clínico, observa que esas cicatrices fueron causadas por diversos medios, en distintos momentos. Seguramente a lo largo de varios años. Algunas son cicatrices circulares, quemaduras producidas por cigarrillos. Otras son alargadas y finas. Como cortes. Deduzco que muchas han sido producidas por un látigo. Todos las contemplamos, pero brevemente. Esas cicatrices confirman la veracidad de la historia de Patricia, le confieren tres dimensiones. Es un espectáculo horrendo. La ayudo a ajustarse el vestido y subo de nuevo la cremallera.

A continuación se produce un silencio sombrío e incómodo. Es Alan quien lo rompe.

—Lamento lo que le ocurrió —dice a Patricia—. Y lamento haber dudado de su historia.

Patricia Connolly le sonríe. Es una sonrisa que deja entrever a la muchacha que era.

—Agradezco su amabilidad, señor Washington.

Apoya las manos en su regazo y tarda unos momentos en recobrar la compostura.

—Deben comprender que no supe lo que Keith se llevaba entre manos hasta al cabo de un tiempo, cuando era demasiado tarde. Él solía pasar muchas horas por la noche en el sótano, con Peter. Siempre cerraba la puerta con llave. Al principio, el niño subía de nuevo con aspecto de haber llorado. Al cabo de un año, subía con cara risueña. Un año más tarde, subía con gesto inexpresivo. Sólo sus ojos mostraban cierta arrogancia. Cuando cumplió diez años, la arrogancia desapareció. Mostraba el aspecto de cualquier niño de su edad. Era listo, divertido. Te hacía reír.

Patricia menea la cabeza.

—Eso es lo que veo al echar la vista atrás. En aquel entonces no di importancia a los cambios que se operaron en Peter. Los arrinconé en mi mente y dejé que se pudrieran ahí.

»Durante esos años, Keith cumplió su palabra. No me tocó. No trató de acostarse conmigo. Era como si yo no existiera para él. Lo cual me parecía de perlas. Pero… pero… —Patricia se detiene.

La emoción que la embarga ha aparecido con la fuerza de una tormenta de verano. Las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas.

—Pero era por un motivo egoísta. Keith me dejaba tranquila, sí, pero era porque estaba ocupado con Peter. Y yo jamás le pregunté nada ni le espié. Me limité a entregarle a mi hijo. —La voz de Patricia rebosa de desprecio hacia sí misma—. ¿Qué clase de madre era yo?

La tormenta pasa. La anciana se enjuga los ojos con el dorso de la mano.

—Porque cuando miré con atención, observé cambios en mi hijo. Vi la sonrisa de su padre, la sonrisa con que Keith me había mirado en aquella habitación en nuestra noche de bodas. Sentí en Peter la misma frialdad. —Patricia guarda silencio unos instantes. Luego emite un prolongado suspiro y continúa—: Ocurrió cuando Peter tenía quince años. —Sus ojos adquieren de nuevo una expresión distante.

»Habían transcurrido muchos años sin que Keith me golpeara o violara. Unos años durante los cuales tuve tiempo de mirar en mi interior, de pensar sin que nada me distrajera. En cierto modo, era como estar encerrada en una torre. Pero ese aislamiento me permitió volver a ser yo misma. De modo que tomé una decisión. Entonces empecé a urdir un plan. Estaba decidida a que mi hijo y yo nos liberáramos de aquel yugo. En cierto momento, el dolor que sentía empezó a dar paso a la ira. Empecé a planear el asesinato de Keith.

El rostro de Patricia no muestra emoción alguna.

—Opté por el método más sencillo. Le invitaría a acostarse conmigo. Lo cual le pillaría por sorpresa. Le dejaría hacer lo que quisiera conmigo. Y luego lo mataría con el cuchillo que tenía oculto debajo de mi almohada. Después de matarlo, mi hijo y yo abandonaríamos esta casa y regresaríamos a Texas. Comenzaríamos una nueva vida. —Patricia se vuelve hacia mí—. Supongo que algunas personas son más hábiles que otras a la hora de matar. O quizá no es que yo no tuviera ninguna habilidad, sino que Keith era muy, pero que muy astuto. Cosa que yo no sabía en aquel entonces, pero que no tardaría en averiguar.

La mujer acaricia una cadenita de oro que lleva colgada alrededor del cuello.

—Keith se mostró sorprendido, desde luego. Le dije que le echaba de menos en mi cama. Vi reflejarse en sus ojos la llama del deseo. Estaba preparada para que me maltratara de nuevo, pues era la única forma con que Keith gozaba del sexo. Me condujo a mi dormitorio y prácticamente me arrancó la ropa. —Patricia sigue acariciando la cadena de oro—. Yo le dejé que hiciera lo que quisiera durante largo rato. Fue tan espantoso como de costumbre, pero ¿qué eran unas pocas horas de suplicio si ello me permitía acabar con él de una vez para siempre? —Patricia asiente con la cabeza—. Quería que Keith agotara sus fuerzas. Cuando terminó, yo tenía un ojo morado, un labio hinchado y la nariz me sangraba. Él alzó su sudoroso cuerpo del mío, se tumbó boca arriba y cerró los ojos mientras suspiraba de satisfacción. —La anciana abre mucho los ojos mientras nos cuenta lo que ocurrió a continuación—. ¿Quién podía adivinar que un ser humano era capaz de reaccionar con semejante rapidez? En cuanto Keith cerró los ojos, metí la mano debajo de la almohada y saqué el cuchillo. Al cabo de un segundo me dispuse a clavárselo en la garganta. —Patricia menea de nuevo la cabeza con gesto de incredulidad—. Pero él me aferró la muñeca una fracción de segundo antes de que yo le clavara el cuchillo. Me la sujetó con fuerza, impidiéndome llevar a cabo mi plan. Era un hombre increíblemente fuerte, nunca he conocido a nadie tan fuerte.

»Keith me sujetó por la muñeca, sonrió como solía hacer y meneó la cabeza. “Ha sido una mala idea, Patricia”, me dijo. “Me temo que voy a tener que matarte”. —Observo que le tiemblan un poco las manos—. Yo estaba aterrorizada. Keith me arrebató el cuchillo y me propinó una soberana paliza. Me golpeó durante largo rato y con saña. Me saltó un par de dientes. Me partió la nariz y la mandíbula. Yo apenas estaba consciente. Cuando estaba a punto de desmayarme, se inclinó sobre mí y me susurró en el oído: “Disponte a morir, cerda”. Luego todo se hizo oscuro.

Patricia guarda silencio. Contemplo fascinada el movimiento de esa cadena de oro mientras la anciana juguetea con ella.

—Me desperté en el hospital. Me dolía todo el cuerpo. Pero no me importaba, porque sabía una cosa. Si aún estaba viva, significaba que Keith había muerto. Miré a Peter, que estaba sentado junto a mi cama. Cuando vio que yo había recuperado el conocimiento, me tomó la mano. Permanecimos así una hora, en silencio.

»El sheriff me contó lo ocurrido unas horas más tarde —prosigue Patricia con los ojos llenos de lágrimas—. Fue Peter. Al oír mis gritos entró en la habitación en el preciso momento en que Keith iba a degollarme. Y lo mató. Mató a su padre para salvarme la vida.

Patricia se abraza, parece perdida.

—¿Imaginan las emociones que sentí en esos momentos? ¿Al cabo de tantos años y de lo que había tenido que soportar? Sentí un alivio casi insoportable. Mi hijo me había demostrado que era hijo mío, en última instancia me había elegido a mí en lugar de a su padre. —Las lágrimas siguen rodando por sus mejillas—. Yo había temido perderlo para siempre. Discúlpenme un momento.

Se levanta y se acerca a un estante en el que hay una caja de pañuelos de papel. Toma la caja, saca un pañuelo para enjugarse los ojos y se sienta de nuevo.

—Disculpen este arrebato.

—No tiene que disculparse —respondo.

Lo digo sinceramente. Los sufrimientos que ha padecido esa mujer son inimaginables. Algunos quizá la despreciarían por haber soportado esos malos tratos durante tantos años. Por no haber sido fuerte. Yo quiero pensar que soy más inteligente que esas personas. Patricia se seca los ojos con el pañuelo mientras recobra la compostura.

—Cuando me curé de mis heridas, Peter y yo regresamos a casa. Fue una época maravillosa. Él me adoraba. La hora de la cena ya no transcurría en silencio, sin que nadie despegara los labios. Éramos… —Patricia hace una pausa—. Formábamos una familia. —Su rostro se ensombrece de pronto, mostrando de nuevo el dolor y la amargura, como si luciera una máscara negra—. Pero duró poco.

Acaricia de nuevo la cadena de oro que lleva alrededor del cuello. Juguetea con ella, la retuerce.

—Peter seguía bajando al sótano cada noche. Pasaba horas allí. Nunca me dejó entrar, por lo que yo ignoraba qué hacía allí. Pero estaba asustada. Era algo que había hecho su padre, y en el fondo yo sabía que no podía ser nada bueno.

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