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El hombre sonriente (18 page)

BOOK: El hombre sonriente
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«No caerá el agravio en el olvido. Ninguno de ustedes disfrutará de la posibilidad de morir en pecado. Morirán todos, tanto usted, Gustaf Torstensson como su hijo y la señora Dunér».

La otra carta era aún más escueta, pero Wallander observó que la letra era la misma: «Pronto quedará castigado el agravio».

La primera tenía fecha del 19 de junio de 1992. La otra estaba fechada el 26 de agosto del mismo año. Ambas tenían estampada la firma de la misma persona, Lars Borman.

Wallander apartó despacio las cartas y se quitó los guantes.

—Hemos estado buscando en los registros —explicó Martinson—. Pero ni Gustaf ni Sten Torstensson tuvieron nunca un cliente con ese nombre.

—Correcto —intervino de nuevo el hombre que respondía al nombre de Wrede.

—Este hombre habla de un agravio consumado —razonó Martinson—. Y debe de tratarse de algo muy grave. De no ser así, no es fácil justificar las amenazas de muerte contra los tres.

—Sí, seguramente tienes razón —aceptó Wallander en tono ausente.

De nuevo lo inundaba la sensación de que había algo que debería comprender y que escapaba a su conciencia.

—Muéstrame el lugar donde hallasteis el sobre —pidió al tiempo que se ponía en pie.

Svedberg lo condujo hasta un amplio armario metálico que había en el despacho donde la señora Dunér tenía su escritorio, y en el que Svedberg le señaló el cajón inferior. Wallander lo sacó y comprobó que estaba lleno de carpetas.

—Ve a buscar a Sonja Lundin —ordenó.

Svedberg regresó acompañado de la joven que, según Wallander notó, estaba muy nerviosa. Sin embargo, él estaba convencido de que la muchacha nada tenía que ver con los extraños sucesos acaecidos a los trabajadores del bufete, sin que aún pudiese explicar el porqué de su convencimiento.

—¿Quién tenía la llave de este armario? —inquirió.

—La señora Dunér —musitó Sonja Lundin, en un tono apenas audible.

—Por favor, hable más alto —rogó Wallander.

—La señora Dunér —obedeció ella.

—¿Sólo ella?

—Los abogados tenían sus propias llaves.

—¿Estaba siempre cerrado?

—La señora Dunér lo abría por la mañana, cuando llegaba, y lo cerraba antes de marcharse.

El hombre que se llamaba Wrede irrumpió en la conversación.

—Hemos requisado una llave de la señora Dunér —explicó—. La de Sten Torstensson. Esta mañana lo abrimos nosotros.

Wallander asintió.

Sabía que había algo más sobre lo que quería preguntarle a la joven, pero fue incapaz de recordar qué.

Entonces, se dirigió a Wrede.

—¿Qué opina usted acerca de estas amenazas? —le preguntó.

—Está claro que ese sujeto debe ser detenido de inmediato —aseguró.

—No era ésa mi pregunta —aclaró Wallander—. Lo que me interesa es su parecer.

—Los abogados solemos estar expuestos a ese tipo de reacciones.

—Supongo que todos reciben, antes o después, alguna carta de esta índole.

—Es posible que el Colegio de Abogados le pueda proporcionar datos estadísticos.

Wallander lo observó un buen rato, antes de formular su última pregunta.

—Y usted, ¿ha sido destinatario de alguna carta de este tipo? —inquirió.

—En alguna que otra ocasión.

—¿Por qué motivo?

—Lamento no poder revelárselo, pero eso iría contra mi deber profesional.

Wallander lo comprendía. Volvió a guardar las cartas en el sobre marrón, antes de declarar dirigiéndose a los tres hombres del Colegio de Abogados:

—Bien, el sobre nos lo quedamos.

—Ya, bueno, no es tan fácil como usted cree —objetó Wrede que, en todo momento, parecía hablar en nombre de los tres y que se había puesto en pie de un modo que hizo que Wallander se sintiese como en presencia de un tribunal.

—Es muy posible que nuestros intereses no coincidan en estos momentos —interrumpió Wallander, insatisfecho con su modo de expresarse—. Ustedes han venido para decidir el futuro de la sucesión del bufete, si es que se la puede llamar así. Nosotros, con el fin de buscar a uno o varios criminales que han cometido un delito. Así que este sobre vendrá conmigo.

—Pero nosotros no podemos aceptar que salga de aquí documento alguno hasta que no nos hayamos puesto en contacto con el fiscal encargado de la investigación previa —opuso Wrede.

—¡Estupendo! En ese caso, llame a Per Åkeson. Y salúdelo de mi parte.

Dicho esto, tomó el sobre y salió de la sala, seguido a paso rápido por Martinson y Svedberg.

—Habrá follón —aseguró Martinson cuando hubieron abandonado el bufete. Pero, según Wallander pudo oír, a su colega no parecía disgustarle la idea.

El inspector tenía frío. Aquel viento racheado no cesaba de arreciar.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó—. Y, ¿qué está haciendo Ann-Britt Höglund?

—En casa con un niño enfermo —informó Svedberg—. A Hanson le encantaría saberlo. Siempre dice que las mujeres policía no sirven como investigadoras.

—Sí, Hanson siempre anda diciendo esto y aquello… —protestó Martinson—. Los policías que asisten a todos los cursos de formación continua que se ofrecen tampoco resultan demasiado útiles.

—En fin. Las cartas tienen dos años —atajó Wallander—. Tenemos un nombre, el de alguien llamado Lars Borman. Un hombre que amenaza de muerte a Gustaf y a Sten Torstensson, además de a la señora Dunér. Les escribe una carta y, dos meses más tarde, otra más. Una de ellas fue enviada en un sobre con una especie de membrete de una empresa. Sven Nyberg es muy bueno y creo que podrá descifrar la leyenda del membrete. Además, claro está, del origen del matasellos. Así que, en realidad, no sé a qué esperamos.

Regresaron a la comisaría y, mientras Martinson llamaba a Nyberg, que seguía cavando en el jardín de la señora Dunér, Wallander se aplicó a intentar descifrar los matasellos.

Svedberg había ido a ver si localizaba el nombre de Borman en alguno de los registros centrales de la policía. Sven Nyberg estaba congelado de frío y llevaba las rodilleras del mono llenas de manchas de hierba cuando, quince minutos más tarde, hizo su entrada en el despacho de Wallander.

—¿Cómo va la cosa? —se interesó Wallander.

—Despacio —repuso Nyberg—. ¿Qué te habías creído? Las minas saltan en mil pedazos cuando explotan.

Wallander señaló el sobre marrón con las dos cartas que había dejado sobre la mesa.

—Hay que examinar esto bien a fondo —afirmó—. Pero, ante todo, deseo saber de dónde es el matasellos y lo que dice el texto de uno de los sobres. Todo lo demás puede esperar.

Sven Nyberg se encajó las gafas, ajustó la dirección del flexo de Wallander y se aplicó a observar los sobres.

—Los matasellos podemos leerlos al microscopio —aseguró—. El texto del sobre está tachado con rotulador, así que tendré que raspar un poco, pero creo que podré sacarlo sin tener que enviarlo a Linköping.

—Es urgente —lo apremió Wallander.

Sven Nyberg se quitó las gafas indignado.

—¡Sí, claro! ¡Todo es urgente! —gritó—. Necesitaré una hora. ¿Te parece mucho?

—Tómate el tiempo que precises —pidió Wallander reconciliador—. Ya sé que trabajas tan rápido como te es posible.

Nyberg tomó las cartas y salió del despacho. Martinson y Svedberg entraron casi al momento de que él se hubiese marchado.

—No tenemos a ningún Borman en los registros —declaró Svedberg—. He encontrado a cuatro Broman y a un Borrman. Pensé que tal vez estuviese mal escrito… Pero resulta que Evert Borrman se dedicó a viajar por Östersund extendiendo cheques falsos a finales de los años sesenta. Si aún vive, debe de tener ochenta y cinco años.

Wallander meneó la cabeza insatisfecho.

—Tendremos que aguardar a ver qué dice Nyberg —se resignó—. En cualquier caso, creo que acertamos al no abrigar demasiadas esperanzas en torno a las cartas. Cierto que la amenaza es brutal, pero imprecisa. Os avisaré en cuanto Nyberg dé señales de vida.

Una vez solo, tomó el archivador de piel que le habían dado aquella mañana en el castillo de Farnholm. Durante casi una hora, quedó absorbido por el esfuerzo que le suponía comprender el alcance del imperio empresarial de Alfred Harderberg. Aún no había concluido su lectura cuando oyó unos toques en la puerta, que se abrió para dejar paso a Nyberg. Wallander descubrió, no sin asombro, que todavía no se había quitado el mono lleno de manchas.

—Bien, aquí tienes la respuesta a tus preguntas —declaró antes de dejarse caer pesadamente sobre la silla que Wallander tenía para las visitas—. Los matasellos de las cartas son de Helsingborg. Y en uno de los sobres pude descifrar el texto «Hotel Linden»

Wallander echó mano de un bloc escolar y empezó a tomar notas.

—Hotel Linden —repitió Nyberg—. En la calle de Gjutargatan, doce. Incluso venía el número de teléfono.

—¿En qué ciudad? —quiso saber Wallander.

—Creí que lo habías deducido tú solo —comentó Nyberg—. Las cartas llevan matasellos de Helsingborg. El hotel Linden también está allí, claro.

—¡Estupendo! —exclamó Wallander.

—Yo no suelo hacer más de lo que me mandan —añadió Nyberg—. Sin embargo, como esto no me ha llevado mucho tiempo, hice algo más. Y creo que, lo que descubrí, te va a dificultar la tarea.

Wallander lo observaba inquisitivo.

—El caso es que llamé a ese número de teléfono de Helsingborg —explicó Nyberg—. Entonces oí una voz que me informaba de que el número no corresponde ya a ningún abonado. Le pedí a Ebba que investigara el asunto y no tardó ni diez minutos en averiguar que el hotel Linden lleva cerrado un año.

Nyberg se incorporó de la silla y sacudió el asiento.

—Y ahora, me voy a almorzar —puntualizó.

—Sí, claro. Vete. Y gracias por tu ayuda.

Cuando Nyberg se hubo marchado, Wallander comenzó a reflexionar sobre la información que aquél le había proporcionado. Después, llamó a Svedberg y a Martinson. Transcurridos unos minutos, ambos tomaban asiento en el despacho de Wallander con sendas tazas de café.

—Tiene que haber un registro general de hoteles —comenzó Wallander—. Un hotel es un negocio. Con un dueño, claro. No pueden cerrarlo sin que quede constancia en algún registro.

—¿Qué harán con los registros de los hoteles que ya no existen? —quiso saber Svedberg—. ¿Los quemarán, o se conservarán en algún lugar?

—Hemos de averiguarlo ahora mismo —los exhortó Wallander—. Lo más importante es dar con el dueño del hotel Linden. Si nos repartimos el trabajo, no debería llevarnos más de una hora. Nos vemos de nuevo cuando estemos listos.

Ya a solas otra vez, llamó a Ebba para pedirle que buscase el nombre de Borman en la guía telefónica de la zona de Escania y Halland. Acababa de colgar el auricular, cuando sonó el teléfono. Era su padre.

—No irás a olvidar tu promesa de venir a visitarme esta tarde, ¿verdad? —le recordó.

—No, claro. Allí estaré —aseguró Wallander mientras pensaba que, en realidad, estaba demasiado cansado como para ir hasta Löderup. Pero era consciente de que no podía negarse ni cambiar los planes.

—Llegaré sobre las siete —precisó.

—Ya veremos —lo provocó el padre.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Wallander, notando que empezaba a irritarse.

—Lo que quiero decir es que ya veremos si cumples tu promesa o no —repuso el padre.

Wallander tuvo que contenerse para evitar la discusión.

—Iré —afirmó antes de concluir la conversación.

De repente, la habitación donde se encontraba se le antojó cargada, el aire irrespirable. Salió y se dirigió pasillo arriba hasta la recepción.

—No hay ningún abonado llamado Borman —le comunicó Ebba—. ¿Quieres que siga buscando?

—No. Déjalo por ahora —respondió Wallander.

—Me gustaría invitarte a cenar a casa —declaró Ebba de pronto—. Y que me contases cómo estás de verdad.

Wallander contestó con un gesto afirmativo por toda respuesta.

Regresó al despacho y abrió la ventana. El viento seguía soplando, cada vez con más fuerza. Y sintió frío. Así que cerró de nuevo la ventana y se sentó ante la mesa. El archivador del castillo de Farnholm continuaba allí, abierto, pero lo apartó con la mano y empezó a pensar en Baiba, la mujer de Riga.

Veinte minutos más tarde, cuando Svedberg llamó a la puerta y entró, seguía aún sumido en aquellos recuerdos.

—Bueno, pues ya sé cuanto hay que saber sobre los hoteles suecos —aseguró—. Martinson no tardará en llegar.

Cuando Martinson hubo cerrado la puerta tras de si, Svedberg se sentó en una esquina de la mesa y dio comienzo a la lectura de las notas que había hecho en su bloc.

—El hotel Linden fue una propiedad gestionada por un hombre llamado Bertil Forsdahl —empezó—. Esa información la obtuve del Gobierno Civil. Era un pequeño hotel familiar que dejó de ser rentable. Por otro lado, Bertil Forsdahl es una persona mayor, de setenta años. Pero aquí tengo su número de teléfono, por si acaso. Y vive en Helsingborg.

Wallander marcó el número mientras Svedberg le dictaba las cifras. Tardaron bastante en responder.

Cuando, por fin, alguien descolgó el auricular, se oyó la voz de una mujer.

—Quería hablar con Bertil Forsdahl —anunció Wallander.

—Pues no está en casa —lo informó la mujer—. No llegará hasta esta noche. ¿De parte de quién?

Wallander reflexionó rápidamente antes de contestar.

—Me llamo Kurt Wallander —se presentó—. Y llamo desde la comisaría de Ystad. Tengo algunas preguntas que hacerle a su marido, acerca del hotel del que fue dueño hasta hace un año. No es que haya sucedido nada. Son sólo unas preguntas rutinarias.

—Mi marido es una persona honrada —sostuvo la mujer.

—De eso estoy convencido —la tranquilizó Wallander—. Es pura rutina. ¿Cuándo volverá a casa?

—Ha salido de excursión a Ven con un grupo de jubilados —aclaró la mujer—. Después irán a cenar a Landskrona. Pero lo más seguro es que esté de vuelta hacia las diez. Él nunca se va a la cama antes de medianoche. Una costumbre de sus tiempos como director de hotel.

—Dígale que volveré a llamarlo —advirtió Wallander—. Y que no hay nada de lo que preocuparse.

—No, si yo no me preocupo. Mi marido es un hombre honrado —insistió la mujer.

Wallander dio por finalizada la conversación.

—Iré a su casa esta noche —aseguró.

—Podrías esperar hasta mañana, creo yo —observó Martinson algo sorprendido.

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