El hombre sonriente (46 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—Siento llegar tarde —se excusó.

—Yo también —repuso ella—. ¿Qué es lo que quieres? Tengo que volver al castillo. ¿Tienes dinero para el taxi?

Wallander sacó el monedero y le dio un billete de quinientas coronas.

—¿Es suficiente?

Ella negó con la cabeza.

—Necesito mil coronas —aseguró.

—¿Es posible que cueste mil coronas una carrera de ida y vuelta a Simrishamn? —inquirió asombrado.

Le entregó, pues, otro billete de quinientas mientras pensaba que, con total seguridad, estaría engañándolo. Se sintió algo malhumorado ante la idea, pero la desechó pues disponían de poco tiempo.

—¿Qué vas a tomar? ¿Has pedido algo?

—Tomaré un café —repuso ella—. Y un bollo.

Wallander se dirigió a la barra, realizó el pedido y, cuando iba a pagar, pidió que le expidieran un recibo. Hecho esto, regresó a la mesa con la bandeja.

Ella lo miró con una expresión que él interpretó súbitamente como de desprecio.

—Roger Lundin —dijo ella con sarcasmo—. No sé cuál será tu verdadero nombre ni me importa. Pero estoy segura de que no es Roger Lundin. Y de que eres policía.

Wallander decidió enseguida que, en realidad, bien podía decirle la verdad.

—Así es —admitió—. No me llamo Roger Lundin. Y es cierto que soy policía. Pero no tienes por qué saber cuál es mi verdadero nombre.

—¿Y por qué no?

—Porque lo digo yo —replicó Wallander dejando claro que hablaba en serio.

La muchacha notó que había cambiado de actitud hacia ella y lo miró con cierto interés.

—Bien, ahora, prepárate para escuchar con atención —prosiguió Wallander Algún día te explicaré el porqué de tanto misterio. Ahora te basta con saber que soy policía y que estoy llevando a cabo la investigación de dos asesinatos particularmente brutales, para que comprendas que no se trata de ningún juego. ¿Está claro?

—Es posible —repuso la joven.

—En fin. Quiero que contestes a algunas preguntas —continuó Wallander—. Después podrás marcharte de nuevo al castillo.

El inspector recordó los folios que llevaba en el bolsillo. Los sacó y los puso sobre la mesa, junto con un bolígrafo.

—Cabe la posibilidad de que te hayan seguido, así que es conveniente que finjas estar rellenando un impreso o algo así. Puedes escribir tu nombre.

—¿Quién iba a seguirme? —inquirió ella al tiempo que miraba a su alrededor.

—Mírame a mí —ordenó Wallander—. No mires en ninguna otra dirección. Si te han seguido, él te verá a ti, pero puedes estar segura de que tú no vas a divisarlo a él.

—¿Cómo sabes que se trata de un hombre?

—No lo sé.

—Esto no tiene ni pies ni cabeza.

—Tómate el caté, cómete el bollo, escribe tu nombre y mírame. Si no haces lo que te digo, me encargaré de que nunca vuelvas a trabajar con Sten Widén.

La muchacha pareció dar crédito a sus palabras pues, a partir de aquel instante, hizo exactamente lo que él le indicaba.

—¿Qué te ha hecho pensar que se van a mudar del castillo? —quiso saber Wallander.

—Me dijeron que no necesitarían de mis servicios más que durante un mes. Después se acabaría el contrato pues se marcharían de allí.

—¿Quién dijo tal cosa?

—Un hombre que vino por las caballerizas.

—¿Qué aspecto tenía?

—Parecía oscuro, más o menos.

—¿Era un negro?

—No, pero vestía de negro y tenía el cabello moreno.

—¿Era extranjero?

—Hablaba sueco.

—¿Tenía acento?

—Puede que sí.

—¿Sabes cómo se llama?

—No.

—¿Sabes qué hace allí?

—No.

—Pero trabaja en el castillo, ¿no?

—Supongo que sí.

—¿Qué más te dijo?

—No me gustó ni un pelo. Era bastante desagradable.

—¿En qué sentido?

—Iba dando vueltas por las caballerizas, mirándome mientras cepillaba a uno de los caballos y me preguntó que de dónde había salido.

—¿Qué le dijiste?

—Que había solicitado el trabajo porque no podía seguir con Sten Widén.

—¿Te hizo alguna otra pregunta?

—No.

—¿Qué sucedió después?

—Se marchó.

—¿Por qué era desagradable?

Ella meditó un instante, antes de responder.

—Por el modo en que me preguntó…, como si no quisiera que yo notase que me estaba interrogando.

Wallander asintió, pues creía comprender lo que la joven quería decir.

—¿Has visto a alguna otra persona en el castillo?

—Sólo a la que me contrató.

—Anita Karlén.

—Si, creo que se llama así.

—¿Nadie más?

—No.

—¿No hay ninguna otra persona al cargo de los caballos?

—No, sólo yo. Dos caballos no dan mucho trabajo.

—¿Quién los cuidaba antes?

—No lo sé.

—¿No te explicaron por qué necesitaban un mozo de cuadra de forma tan repentina?

—La mujer llamada Karlén dijo que alguien había caído enfermo.

—Pero tú no llegaste a ver a nadie.

—No.

—Y, ¿qué es lo que viste?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que tienes que haber visto a otras personas, coches que salen y entran.

—Las caballerizas están apartadas del edificio principal. Yo sólo veo un lateral del castillo. La dehesa está aún más lejos. Además, no me permiten acercarme al castillo.

—¿Quién te lo prohibió?

—Anita Karlén. Me dijo que me despedirían de inmediato si hacia lo que no debía. Además, tengo que llamar y pedir permiso para salir del recinto.

—¿Dónde te recogió el taxi?

—Ante la verja.

—¿Tienes algo más que contar que pueda ser importante para mí?

—¿Cómo quieres que sepa lo que te interesa?

De repente, Wallander tuvo la sensación de que había algo más. Algo que ella no terminaba de decidir si contarle o no. Él permaneció en silencio un momento, antes de proseguir con cautela, como quien avanza en la oscuridad.

—Bien. Volvamos al punto de partida —propuso al fin—. Ese hombre que te visitó en las caballerizas, ¿no te dijo nada más?

—No.

—¿No mencionó nada acerca de que se marcharían al extranjero?

—No.

«Está diciendo la verdad», se rindió Wallander. «Es cierto. Y tampoco creo que tenga mala memoria. Algo hay, pero no sé qué es.»

—Háblame de los caballos —la animó.

—Son dos caballos de monta, muy hermosos —afirmó ella—. Uno, una yegua llamada Afrodite, tiene nueve años y es de color trigueño. El otro, Jupitess, tiene siete y es negro. Se notaba que hacía mucho que no los montaban.

—Y eso, ¿cómo se nota? Piensa que yo sé muy poco sobre caballos.

—Si, ya me he dado cuenta.

Wallander sonrió ante lo irónico de su comentario, pero no pronunció palabra, sino que aguardó a que ella continuase.

—Se excitaron muchísimo cuando aparecí con las sillas de montar —aclaró la chica—. Se veía que ansiaban poner a funcionar los músculos en una carrera.

—Y gracias a ti pudieron hacerlo.

—Exacto.

—Supongo que estuviste montando por los jardines del castillo.

—Me habían indicado los senderos que me estaba permitido utilizar.

Una variación apenas perceptible de su voz, un atisbo de inquietud, hizo que Wallander extremase su atención, pues dedujo que estaba aproximándose a lo que ella dudaba en contarle.

—Entonces, saliste a caballo.

—Sí. Empecé por Afrodite —aclaró ella—. Entretanto, Jupitess trotaba en la dehesa.

—¿Cuánto tiempo estuviste montando a Afrodite?

—Media hora. Los jardines son muy extensos.

—Y entonces volviste.

—Claro. Dejé a Afrodite y ensillé a Jupitess. Después de otra media hora, estaba de regreso.

Wallander lo supo enseguida. Durante la segunda media hora, algo sucedió. Su respuesta había sido demasiado rápida, como si quisiese pasar cuanto antes un obstáculo aterrador. El inspector decidió que lo único que podía hacer era ir derecho al grano.

—Estoy convencido de que cuanto me has contado es cierto —sostuvo procurando adoptar un tono de voz de absoluta amabilidad.

—Ya no tengo más que contar. Y, además, tengo que irme. Si llego tarde, me despiden.

—Te dejaré ir enseguida. Sólo me quedan un par de preguntas más. Volvamos otra vez a las caballerizas y al hombre que te visitó. Me temo que no me has contado todo lo que te dijo, ¿no es así? Estoy seguro de que te advirtió sobre cuáles de los senderos no podías transitar, ni siquiera acercarte.

—Eso me lo dijo Anita Karlén.

—Sí, tal vez ella también te lo dijo. Pero fue el hombre quien te previno de un modo que te asustó, ¿cierto?

La muchacha bajó la mirada y asintió en silencio.

—Pero cuando saliste a montar a Jupitess, te equivocaste de camino. O tal vez elegiste otro sendero, por curiosidad. No he podido evitar darme cuenta de que sueles hacer lo que te viene en gana. ¿Tengo razón?

—Me equivoqué de sendero.

Su tono de voz era ahora tan tenue que Wallander se vio obligado a inclinarse hacia ella para comprender lo que decía.

—Te creo —la tranquilizó—. Pero cuéntame lo que ocurrió en el sendero.

—De pronto, Jupitess se asustó y me derribó. Cuando me vi en el suelo, descubrí qué era lo que lo había espantado. Parecía una persona que se hubiese desmayado en medio de la vereda. Yo pensé que estaba muerta. Pero cuando me acerqué para ver mejor, comprobé que se trataba de un maniquí de tamaño natural. Wallander notó que aún la atemorizaba el recuerdo y se le vino a la memoria lo que Gustaf Torstensson le había dicho en una ocasión a la señora Dunér sobre el humor macabro de AIfred Harderberg.

—Te asustaste —concluyó comprensivo—. A mí me habría sucedido lo mismo. Pero te aseguro que no te ocurrirá nada, si sigues en contacto conmigo.

—Los caballos sí que me gustan. Pero todo lo demás…

—Pues dedícate a los caballos —le aconsejó Wallander—. Y recuerda bien los senderos por los que te está prohibido transitar.

Notó que la muchacha se sentía aliviada tras haberle contado su descubrimiento.

—Ya puedes marcharte —aseguró—. Yo me quedaré aquí un rato más, pero es cierto que tú no debes llegar tarde.

La muchacha se levantó y se fue. Unos treinta segundos más tarde, Wallander la siguió. Supuso que habría bajado al puerto para tomar el taxi desde allí, de modo que se apresuró escaleras abajo y llegó justo a tiempo de verla entrar en el coche, que se había detenido junto al quiosco del puerto. El taxi se marchó. El inspector aguardó unos minutos, hasta estar seguro de que nadie seguía a la joven. Después, se dirigió a su propio coche para regresar a Ystad. Por el camino, fue pensando en lo que la chica le había referido y concluyó que no podía estar seguro de cuáles eran los planes de Alfred Harderberg.

«Los pilotos», se dijo. «Y los planes de vuelo. Hemos de precederlo en sus movimientos por si decide desaparecer del país.»

En ese momento, decidió que era hora de hacer una segunda visita al castillo de Farnholm, pues quería ver de nuevo a su propietario.

A las ocho menos cuarto, ya de vuelta en la comisaría, se topó en el pasillo con Ann-Britt Höglund. Ella le hizo una seña fugaz a modo de saludo y se apresuró a entrar en su despacho. Wallander se quedó algo confundido, pues no comprendía el porqué de aquella actitud de rechazo. De modo que se dio media vuelta y fue a llamar a la puerta del despacho de Ann-Britt. Cuando ella respondió, él abrió sin entrar.

—En esta comisaría solemos saludar a los compañeros —le recriminó.

Pero ella no contestó, sino que continuó inclinada sobre su archivador.

—¿Puede saberse qué te pasa?

Ella levantó la vista.

—¿Y tú me lo preguntas?

Entonces, entró y cerró la puerta.

—La verdad, no comprendo nada —se lamentó—. ¿Qué es lo que te he hecho?

—Yo creí que tú eras diferente —arguyó ella—. Pero ahora veo que eres igual que los demás.

—Pues sigo sin comprender —insistió Wallander impotente—. Te ruego que me lo expliques.

—No tengo más que decir. Lo único que quiero es que te marches.

—No sin antes haber escuchado una explicación.

Wallander no sabía si la agente estaba a punto de estallar en un ataque de ira o si iba a romper a llorar.

—Pensaba que nuestra relación podía empezar a calificarse de amistad, que no éramos sólo colegas —se quejó él.

—Sí, yo también lo creí —le reprochó ella—. Pero ya no es así.

—Pues explícamelo.

—Muy bien. Te voy a ser sincera, no como tú. Te suponía de fiar, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Y es posible que me lleve algo de tiempo acostumbrarme a la idea.

Wallander alzó los brazos resignado.

—Lo siento, sigo sin comprender.

—Hanson ha vuelto hoy, como ya sabes. Vino a verme y me comentó una conversación que habíais mantenido.

—¿Y qué te dijo?

—Que te alegrabas de su regreso.

—Pues claro que me alegro. Necesitamos todas las fuerzas de las que podamos echar mano.

—Tanto más cuanto que estás muy descontento con mi trabajo.

Wallander la miró perplejo.

—¿Eso te dijo? ¿Que yo le había dicho a él que estaba descontento con tu trabajo?

—A decir verdad, habría preferido que me lo hubieses dicho a mí primero.

—¡Pero si eso no es cierto! Le dije justamente lo contrario, que ya habías dado muestras de ser una buena policía.

—Ya, pues sonaba muy convincente.

Wallander estalló.

—¡Jodido Hanson! —exclamó—. Si quieres, lo llamo ahora mismo y le pido que venga de inmediato. Como comprenderás, es una patraña.

—En ese caso, ¿por qué me lo ha dicho?

—Porque te tiene miedo.

—¿A mí?

—Claro. ¿A qué crees que viene tanto curso de formación continua? Teme que lo superes. Odia la sola idea de que tú resultes ser mejor que él.

El inspector vio que ella empezaba a creerlo.

—Te aseguro que es cierto —insistió—. Mañana hablaremos con él, tú y yo. Y ten por seguro que no disfrutará con la charla.

Ann-Britt Höglund permaneció en silencio, hasta que levantó la vista hacia Wallander.

—En ese caso, creo que debo pedirte disculpas.

—Él es quien tiene que disculparse —atajó Wallander—. Tú no, desde luego.

Sin embargo, al día siguiente, el viernes 26 de noviembre, cuando, en las primeras horas de la mañana las ramas de los árboles que se alzaban ante la comisaría aparecían cargadas de escarcha, Ann-Britt Höglund le pidió a Wallander que no discutiese lo ocurrido con Hanson. Según le explicó, había estado meditando sobre el asunto durante la noche y había llegado a la conclusión de que prefería hacerlo ella misma, aunque más adelante, cuando se le hubiese pasado el enfado. Dado que Wallander estaba convencido de que ella había creído sus palabras, no opuso objeción alguna, sin olvidar por ello lo que Hanson había hecho. Aquella mañana, pues, en que todos parecían resfriados y alicaídos, salvo Per Åkeson, que estaba ya totalmente repuesto, Wallander los convocó a una reunión en la que les refirió el encuentro celebrado con Sofía la tarde anterior en Simrishamn. Sin embargo aquello no pareció levantarles el ánimo. Muy oportuno, Svedberg extendió un mapa detallado del área que ocupaban los terrenos pertenecientes al castillo de Farnholm, que eran inmensos. Además, pudo contarles que el extenso parque databa de finales del siglo XIX, época en la que el castillo era propiedad de una familia que llevaba el poco noble apellido de Mårtensson. El hombre había amasado una fortuna con la construcción inmobiliaria en Estocolmo. Al parecer, hizo después realidad un sueño, el de poseer un castillo, una obsesión rayana en una soberbia demente. Una vez que Svedberg hubo concluido, continuaron descartando detalles de la investigación y tachando de sus respectivas listas todos aquellos que habían resultado insignificantes o que, al menos por el momento, podían archivarse como de menor interés. Ann-Britt Höglund había podido, por fin, hablar con Kim Sung Lee, la encargada de la limpieza del bufete que, tal y tomo suponían, no tenía nada que aportar al esclarecimiento del caso. Por otro lado, y según pudieron comprobar, tenía todos los documentos en regla y se hallaba legalmente en el país. Además, por iniciativa propia, la agente había mantenido una conversación exhaustiva con Sonja Lundin, la administrativa del despacho de abogados, que tampoco arrojó ninguna luz sobre el asunto, lo que les permitió seguir eliminando puntos de sus anotaciones. En ese momento de la reunión, Wallander se percató, no sin satisfacción, de que Hanson, sentado al otro extremo de la mesa, acogía con disgusto la forma en que la joven colega tomaba decisiones por sí misma. Cuando todos parecían aún más abatidos y la apatía se cernía sobre la sala de reuniones como una capa de bruma grisácea, Wallander intentó animarlos exhortándolos a trabajar para conseguir los planes de vuelo del Gulfstream. Asimismo, propuso que Hanson, de la forma más discreta posible, averiguase cuanto pudiese acerca de los dos pilotos. No obstante y pese a sus esfuerzos, no logró disipar la bruma, con lo que empezó a sentirse preocupado y resolvió que sólo podía ya confiar en que los expertos en delitos económicos consiguiesen infundir nuevos bríos a la investigación con los resultados de sus sondeos en las bases de datos de sus ordenadores. De hecho, les habían prometido una visión completa del imperio de Harderberg precisamente para aquel día, pero se habían visto obligados a solicitar algo más de tiempo, de modo que la reunión se había aplazado para el lunes siguiente, 29 de noviembre.

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