El hombre sonriente (49 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—¿Y qué otra opción nos queda? —objetó Wallander—. Además, yo no veo nada ilegal en ello. A fin de cuentas, fue él quien vino a buscarnos, y no al contrario.

Björk fue aún más categórico en su rechazo.

—Que nos sirvamos de un informante que ha sido expedientado y expulsado del cuerpo es inadmisible —aseveró—. Sería un escándalo si fracasáramos y llega a conocimiento de los medios. El director general de la Policía me hará trizas si lo permito.

—Pues que me haga trizas a mí —sugirió Wallander—. Yo estoy convencido de que Ström va en serio, de que quiere colaborar. Mientras no incurramos en ninguna ilegalidad, no tiene por qué estallar el escándalo.

—Ya veo los titulares —se empecinó Björk—. Y no son muy agradables.

—Pues yo veo otros titulares —perseveró Wallander—. Unos que hablan de otros dos asesinatos que la policía tampoco ha podido resolver.

En este punto, viendo que la conversación empezaba a degenerar, intervino Martinson.

—Es muy extraño que no te pidiese nada a cambio por ayudarnos —afirmó—. No creo que resulte verosímil que la indignación por haber perdido el empleo sea motivo suficiente como para apoyar en este caso al mismo cuerpo de Policía que tanto odia.

—Sí, es cierto que odia a la policía —admitió Wallander—. Pero se que es sincero.

El silencio vino a sustituir a las deliberaciones. Per Åkeson se mordía el labio superior, mientras debatía consigo mismo.

—No has contestado a la pregunta de Martinson —apuntó. —No pidió nada a cambio —mintió Wallander.

—Y se puede saber qué es lo que quieres que Ström haga por nosotros.,

Wallander hizo una señal en dirección a Nyberg, que guardaba silencio sentado junto a Ann-Britt Höglund.

—A Sten Torstensson lo mataron de dos disparos de proyectiles que, con toda probabilidad, pertenecen a un arma de la marca Bernadelli. Según Nyberg, es un arma poco común. Quiero que Kurt Ström investigue si alguno de los guardaespaldas tiene una de esas armas. En ese caso, podríamos entrar en el castillo con una orden de detención.

—Eso lo podemos hacer de todos modos —advirtió Per Åkeson—. Si hay gente armada, cualquiera que sea el arma, que está en el país de forma ilegal, eso es motivo suficiente para mi.

—Ya, y después, ¿qué? —objetó Wallander—. Los pillamos, los expulsamos del país… Primero ponemos todos los huevos en la misma cesta y luego la dejamos caer al suelo. Antes de que sea viable señalar a esos dos hombres como posibles asesinos, hemos de saber, como mínimo, si están en posesión de un arma que puede ser la del crimen.

—¡Y las huellas dactilares! —exclamó Nyberg de repente—. Eso sí que estaría bien. Además, podríamos realizar un control entre la Interpol y la Europol.

Wallander asintió. Se había olvidado de las huellas dactilares. Per Åkeson seguía mordiéndose el labio.

—¿Se te ocurre algo más? —preguntó.

—Nada más, por ahora —aseguró Wallander.

Era consciente de que su posición se asemejaba a la del equilibrista que caminaba sobre una cuerda de la que podía caer en cualquier momento Si se propasaba, Per Åkeson detendría todo contacto futuro con Kurt Ström o, cuando menos, de prolongarse las discusiones, todo sufriría un retraso considerable. De ahí que Wallander se decantase por no exponer la totalidad de su plan.

Mientras el fiscal seguía entregado a su debate interior, Wallander captó la mirada elocuente de Nyberg y de Ann-Britt Höglund. Ella le sonrió, en tanto que el técnico, por su parte, le dedicó un gesto imperceptible de asentimiento. «Ellos lo han comprendido», se dijo. «Ellos saben cuál es mi verdadera intención. Y están conmigo.»

keson llegó, por fin, a un acuerdo consigo mismo.

—Por esta vez —concedió—. Pero sólo esta vez. En adelante, no se establecerá contacto alguno con Kurt Ström sin que se me informe de ello previamente. Quiero saber qué preguntas pretendéis formularle antes de aprobar ninguna otra aportación por parte de ese sujeto. Incluso así, debéis contar con una negativa probable por mi parte.

—Por supuesto —convino Wallander—. Ni siquiera estoy seguro de que recurramos a él más veces.

Finalizada la reunión, se llevó a su despacho a Nyberg y a Ann-Britt Höglund.

—Me he dado cuenta de que vosotros dos sabíais por dónde iba —comentó ya con la puerta cerrada—. Puesto que no habéis dicho una palabra, supongo que estáis de acuerdo conmigo en que debemos ir más allá de lo que le di a entender a keson.

—Ya, el recipiente de plástico —adivinó Nyberg—. Si Ström puede encontrar uno igual en el castillo, se lo agradecería mucho.

—Exacto —confirmó Wallander—. Ese recipiente es la más importante de las pruebas con las que contamos. Puede que incluso la única, según se mire.

—Y, si lo encuentra, ¿cómo va a sacarlo de allí? —inquirió Ann-Britt.

Wallander y Nyberg cruzaron una mirada cómplice.

—Si estamos en lo cierto, alguien cambió el recipiente que hallamos en el coche de Gustaf Torstensson por otro. A mí se me ocurre que podríamos volver a cambiarlo.

—¡Claro! Tendría que habérseme ocurrido antes —exclamó Ann-Britt Höglund—. Mi cerebro va demasiado lento.

—Bueno, yo creo que a veces es el de Wallander el que va demasiado deprisa —observó Nyberg con sencillez.

—Lo necesitaré dentro de unas horas —le advirtió Wallander—. Pienso volver a visitar a Ström a las tres.

Nyberg se marchó. Ann-Britt Höglund se rezagó un instante.

—¿Qué te pidió a cambio? —inquirió la joven.

—Lo ignoro —confesó Wallander—. Según decía, sería suficiente con un documento que certifique que, en realidad, no fue mal policía. Pero yo sospecho que persigue algo más.

—¿Como qué?

—Aún no lo sé. Tengo mis sospechas. Aunque, claro está, es posible que me equivoque.

—Y, me imagino que no deseas revelar cuáles son tus sospechas.

—Prefiero no hacerlo aún. Hasta no estar seguro.

Poco después de las dos, Nyberg apareció en el despacho de Wallander con el recipiente de plástico envuelto en bolsas de basura negras.

—No te olvides de las huellas dactilares —le recordó Nyberg—. Cualquier cosa sobre la que hayan puesto sus manos esos tipos valdrá: tazas, vasos, periódicos…

A las dos y media salía Wallander hacia el coche con el recipiente, que dejó en el asiento trasero antes de ponerse en marcha hacia Sandskogen. La lluvia había arreciado y, transportada por un viento racheado, se precipitaba como un azote desde el mar. Cuando salió del coche, Ström ya había abierto la puerta. Wallander observó que llevaba puesto el uniforme. Entró con el recipiente en la mano y le preguntó:

—¿Qué uniforme es ése?

—El de Farnholm —aclaró Ström—. No sé quién lo habrá diseñado.

Wallander retiró las bolsas de basura y dejó el recipiente al descubierto.

—¿Has visto antes algo parecido?

Ström negó con un gesto.

—Pues en algún lugar del castillo existe otro igual —prosiguió Wallander—. Seguramente habrá más de uno. Lo que quiero es que sustituyas éste por uno de los que encuentres. ¿Tienes acceso al interior del castillo?

—Bueno, por las noches hago rondas allí.

—¿Estás seguro de que no lo has visto antes?

—Jamás. Ni siquiera sé dónde empezar a buscar.

Wallander meditó un instante.

—Puede que me equivoque —señaló—. Pero supongo que en el castillo habrá alguna cámara frigorífica, ¿verdad?

—Así es, en el sótano.

—Pues busca allí. No olvides la Bemadelli.

—Eso será más complicado. Esos tipos siempre van armados. Me figuro que hasta duermen con las pistolas encima.

—Además, necesitamos las huellas dactilares de Tolpin y Obadia. Eso es todo. Después, tendrás tu certificado. Si es que es eso lo que de verdad quieres.

—¿Y qué otra cosa podría ser?

—Bueno, yo creo que, en realidad, quieres demostrar que no eres tan mal policía como muchos creen.

—Te equivocas —negó Ström—. Es sólo que debo pensar en el futuro.

—En fin, no era más que una idea —aseguró Wallander—. Sólo eso.

—Nos vemos mañana aquí mismo, a las tres —propuso Ström.

—Hay algo más —añadió Wallander—. Si algo sale mal, negaré estar al corriente de lo que te traes entre manos.

—Conozco las reglas —le recordó Ström—. Si no tienes nada más que decir, ya puedes marcharte.

Wallander corrió hasta el coche bajo la lluvia. Se detuvo ante la pastelería de Fridolfs Konditori, donde se tomó un café y unos bocadillos. La idea de no haber revelado toda la verdad a sus compañeros del grupo de investigación lo atormentaba. Sin embargo, sabía que estaba dispuesto a falsificar un certificado para Ström si resultaba necesario. De pronto, le vino a la mente la figura de Sten Torstensson, que había acudido a él en busca de ayuda. Lo menos que podía hacer era averiguar quién lo había asesinado, a cualquier precio.

Una vez en el coche, permaneció inmóvil un momento con el motor apagado. Mientras observaba a las personas que avanzaban presurosas bajo la lluvia, rememoró aquella ocasión, hacía ya algunos años, en que unos colegas le dieron el alto mientras conducía desde Malmö, bastante ebrio. Ellos lo protegieron y nada salió jamás a la luz. Aquel día no lo trataron como a un ciudadano normal y corriente, sino como a un agente de la policía amparado por el cuerpo
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En lugar de procurar que recibiese un castigo, que lo suspendieran de su cargo y que incluso lo expulsaran, Peters y Norén, los dos agentes que habían detenido su inestable marcha por la carretera, obtuvieron un título de hipoteca sobre su lealtad. ¿Qué ocurriría el día en que uno de los dos reclamase el pago de aquella deuda?

Wallander sospechaba que Kurt Ström añoraba la vuelta al cuerpo de Policía, que su rechazo y el odio que expresaba no eran más que una máscara que dejaba traslucir su verdadero deseo. «No me cabe duda de que sueña con regresar», resolvió.

Wallander se puso en marcha hacia la comisaría. Una vez allí, entró en el despacho de Martinson, que estaba hablando por teléfono. Cuando hubo colgado el auricular, le preguntó enseguida a Wallander qué tal había ido su encuentro.

—Ström hará indagaciones sobre la pistola italiana y localizará las huellas dactilares —afirmó Wallander.

—A mí aún me cuesta creer que lo haga por nada —reiteró Martinson.

—Ya, a mí también —repuso Wallander evasivo—. Pero tal vez debamos admitir que incluso alguien como Kurt Ström tiene un lado bueno.

—Uno de sus errores fue que lo detuvieran —sentenció Martinson—. El otro, haberse conducido de forma tan escandalosa y agresiva. Por cierto, ¿sabias que tiene una hija que está gravemente enferma?

Wallander negó con un gesto.

—Por lo visto, se separó de la madre cuando la niña era muy pequeña, y él tuvo la custodia durante muchos años. Al final, cuando la enfermedad se había agravado tanto que la pobre no podía permanecer en casa, fue a parar a una institución. Pero él la visita regularmente.

—¿Y cómo has sabido tú todo eso?

—Llamé a Malmö y le pregunté a Roslund. Le dije que, por casualidad, me había topado con Ström por la calle. No creo que Roslund sepa que trabaja en el castillo de Farnholm y, por supuesto, no le dije nada.

Wallander miraba por la ventana en silencio.

—No hay, mucho que podamos hacer, salvo esperar —comentó Martinson.

El inspector no respondió, inmerso como estaba en sus pensamientos. Al punto se dio cuenta de que su colega había dicho algo.

—Perdona, ¿qué decías?

—Que lo único que podemos hacer por el momento es esperar.

—Cierto —convino Wallander—. Y no hay nada en este mundo que me cueste más que eso, precisamente.

Dicho esto, abandonó el despacho de Martinson y se dirigió al suyo. Se sentó y se aplicó a observar el mural ampliado del imperio ilimitado de Harderberg que les habían enviado los agentes del grupo de delincuencia económica de Estocolmo y que él había fijado cuidadosamente a la pared con unas chinchetas.

«En realidad, esto parece un atlas», se dijo. «Las fronteras nacionales son aquí las líneas divisorias, siempre cambiantes, entre diversas compañías cuya influencia y facturación es mayor que el presupuesto nacional de muchos países.» Rebuscó entre los documentos que tenia sobre el escritorio hasta que halló la lista de las diez empresas más grandes del mundo y que les había llegado como anexo de alguno de los resúmenes que los de delitos económicos, en un exceso de celo, les habían proporcionado. De esas diez primeras compañías mundiales, seis eran japonesas y tres americanas. Después venía la Royal Dutch Shell, que era angloholandesa. Cuatro de ellas eran bancos, dos eran empresas de telefonía, una fábrica de vehículos de motor y una compañía petrolífera, además de General Electric y Exxon. El inspector intentaba hacerse una idea del poder que representaban aquellas compañías, pero le resultó imposible abarcar del todo con su mente lo que implicaba tanta concentración de influencia. ¿Cómo podría hacerlo, si ni siquiera era capaz de comprender el imperio de Alfred Harderberg pese a ser éste, en aquel contexto, como un ratón a la sombra de un elefante?

Hubo un tiempo en que Alfred Harderberg se llamaba Alfred Hanson. Desde un punto insignificante del pueblo de Vimmerby había emprendido un viaje que lo convirtió en uno de los Caballeros de Seda que dominaban el mundo, siempre embarcado en nuevas cruzadas para eliminar o masacrar a la competencia. En apariencia, era fiel a la legalidad, se acogía a las leyes y normativas, era un hombre respetado y que había sido honrado con varios títulos de doctor honoris causa, un hombre de no poca generosidad, cuyas donaciones fluían sin cesar de sus numerosas y, al parecer, inagotables fuentes.

Björk lo había descrito como un hombre honorable que honraba a Suecia, expresando así una opinión aceptada por la mayoría.

«Y yo sostengo que, en algún lugar, ha de existir una mancha», pensó. «Yo trabajo según la teoría de que tenemos que borrar su sonrisa, si queremos encontrar al asesino que anda suelto. Es decir, que intento hallar algo que es, simplemente, impensable. AIfred Harderberg no presenta ningún borrón en su existencia. Su rostro bronceado, su sonrisa, son rasgos de los que el resto de los suecos hemos de estar orgullosos, y no hay más que hablar.»

Se marchó de la comisaría a las seis de la tarde. Había dejado de llover y el viento había amainado. Cuando llegó a casa, encontró una carta entre los folletos publicitarios que yacían en el suelo del vestíbulo. Llevaba matasellos de Riga. La dejó sobre la mesa de la cocina, se quedó mirándola y no la abrió hasta que no hubo tomado un trago de una botella de cerveza. Entonces la leyó. A fin de asegurarse de que no había malinterpretado las palabras de Baiba Liepa, leyó la misiva una segunda vez. Al fin comprendió que, en efecto, ella le había dado una respuesta. Volvió a dejar la carta sobre la mesa sin dar crédito a lo que acababa de leer. Después, se puso a contar los días en el almanaque que colgaba de la pared. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había encontrado en aquel estado de euforia. Se dio un baño antes de dirigirse a la pizzería de la calle de Hamngatan a la que solía acudir. Se tomó una botella de vino con la comida y, ya algo ebrio y a punto de pagar la nota, cayó en la cuenta de que, en toda la noche, no había dedicado un solo pensamiento ni a Alfred Harderberg ni a Kurt Ström. Salió de la pizzería tarareando una melodía improvisada y anduvo deambulando por las calles del centro hasta casi medianoche. Volvió a casa y releyó la carta de Baiba, temeroso de, pese a todo, haber malinterpretado sus palabras.

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