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El hombre sonriente (23 page)

BOOK: El hombre sonriente
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—Me dio la sensación de que fallaba algo —explicó Wallander—. Nos detuvimos y salimos del coche. Entonces llamé a Nyberg. Poco después de su llegada, el coche salió volando por los aires.

El policía de Malmö lo observaba incrédulo.

—¿He de suponer que ésa es tu versión oficial?

—Bueno, habrá que examinar el vehículo, pero nadie ha resultado herido —advirtió Wallander—. Por ahora, ésa es la versión oficial. Pero le diré a Björk, el comisario jefe de Ystad, que se ponga en contacto con vosotros. Espero que sepas disculparme; lo cierto es que no recuerdo tu nombre.

—Roslund —declaró el policía de Malmö.

Wallander hizo un gesto de asentimiento.

—Bien, acordonaremos la zona.

Además, dejaré aquí un coche Wallander miró el reloj y comprobó que eran las cuatro y cuarto

—Entonces nos iremos a casa, a ver si dormimos algo —aseguró Wallander.

De modo que se marcharon en el coche de Nyberg, sin que nadie hiciese comentario alguno durante el trayecto. Dejaron a Ann-Britt Höglund a la puerta de su casa antes de que Nyberg llevase a Wallander a su apartamento de la calle de Mariagatan.

—Tendremos que ponernos manos a la obra con esto dentro de unas horas —afirmó Wallander antes de salir del coche—. Este asunto no puede esperar.

—Estaré en la comisaría a las siete —aseguró Nyberg.

—Bueno, a las ocho está bien —concedió Wallander—. Gracias por venir.

Ya en casa, se dio una ducha rápida y se tumbó entre las sábanas. Dieron las seis de la mañana sin que hubiese logrado conciliar el sueño.

Poco antes de las siete, se levantó. Sabía que lo aguardaba un duro día de trabajo y se preguntaba de dónde sacaría las fuerzas tara afrontarlo.

El jueves 4 de noviembre comenzó con un suceso sensacional. En efecto, Björk se presentó en el trabajo sin afeitar, algo insólito hasta entonces. Así, cuando las puertas de la sala de reuniones se cerraron a las ocho y cinco minutos de la mañana, todos los allí presentes pudieron comprobar que la barba de su comisario jefe era bastante más vigorosa de lo que nadie había podido imaginare. Wallander comprendió que tampoco aquella mañana tendría la posibilidad de hablar con él sobre lo acontecido con anterioridad a su visita al castillo de Farnholm. Aquello podía esperar, claro, pues lo que se les había presentado en las últimas horas era mucho más importante.

Las manos de Björk aterrizaron sobre la mesa con un estallido mientras sus ojos posaban una dura mirada a su alrededor.

—¿Qué es lo que está ocurriendo aquí? —prorrumpió—. Resulta que, a las cinco y media de la madrugada, un jefe de la policía del distrito de Malmö me llama a mi casa para preguntarme si ellos han de enviar a sus propios técnicos a examinar el coche de Kurt Wallander, que se encuentra en la E—Sesenta y cinco a las afueras de Svedala, o si nosotros pensamos mandar a Nyberg y sus ayudantes. Y allí quedo yo, a las cinco y media de la mañana, como digo, con el auricular en la mano sin saber qué decir, puesto que no tengo el menor conocimiento de lo ocurrido. ¿Acaso ha sucedido algo? ¿Habrá resultado herido o quizás incluso muerto Kurt Wallander en un accidente de coche que provocó el incendio del mismo? Yo, señores, no sé nada de nada. Sin embargo, Roslund, el jefe de Malmö, es un hombre sensato y me lo explica. De modo que ahora sé, más o menos, lo que ha acontecido, si bien carezco, en el fondo, de la información suficiente para hacerme una idea de lo que pasó ayer noche.

—Tenemos un doble asesinato que resolver —atajó Wallander—. Además de un intento de asesinato contra la señora Dunér. Por otro lado y hasta ayer mismo, hemos contado con un mínimo de datos sobre los que trabajar. Creo que todos estamos de acuerdo en que hemos ido dando palos de ciego en la investigación. De repente, aparecen las cartas de amenaza, hallamos un nombre relacionado con un hotel de Helsingborg, hacia donde Ann-Britt y yo nos dirigimos enseguida, aunque reconozco que podríamos haber esperado hasta hoy. En Helsingborg visitamos a dos personas que conocieron a Lars Borman y que pueden proporcionarnos una información muy valiosa. Durante el viaje de ida, Ann-Britt descubre que alguien viene siguiéndonos. Ya en Helsingborg, nos detenemos y logramos anotar unas cuantas matrículas que pueden ser sospechosas. Martinson se encarga de localizarlas con toda diligencia. Entretanto, mientras nosotros hablamos con el matrimonio Forsdahl, los antiguos dueños del hoy cerrado hotel Linden, alguien coloca un explosivo en nuestro depósito de gasolina. Debido a una pura casualidad, yo empiezo a sentirme inquieto durante el camino de regreso, llamo a Nyberg y el coche explota. Todos resultamos ilesos. El incidente se produjo a las afueras de Svedala, en el distrito policial de Malmö. Eso es, más o menos, lo que ha ocurrido.

El silencio de Wallander se sumó entonces al del resto de los presentes. Nadie pronunció palabra, así que pensó que sería mejor continuar y ofrecerles todo el cuadro, hacerlos partícipes de todas sus reflexiones, de todo aquello sobre lo que había meditado mientras estuvo en la carretera durante la noche viendo cómo su coche ardía ante sus propios ojos.

De nuevo le sobrevino la extraordinaria sensación de hallarse en un espacio vacío del que hasta el viento racheado había decidido ausentarse.

El instante de la hiriente calma. Pero también el de la clarividencia.

Así, les expuso con detalle sus razonamientos, que enseguida hallaron eco en las mentes de su auditorio. Sabía que sus colegas estaban en posesión de un conocimiento profundo del trabajo policial, que les permitía distinguir entre humildes teorías y las sucesiones de hechos fantásticos pero perfectamente posibles.

—Es decir —concretó Wallander—, que yo veo tres frentes. Hemos de concentrarnos en Gustaf Torstensson y sus clientes, profundizar con diligencia en los asuntos que ocuparon los últimos cinco años de su vida, en los que sólo se dedicó a la asesoría fiscal y cometidos similares. Sin embargo, para ahorrar tiempo, nos concentraremos en los últimos tres años durante los que, a decir de la señora Dunér, su estado de ánimo y carácter empezaron a sufrir cierta modificación. Por otro lado, me gustaría que alguien hablase con la mujer asiática encargada de la limpieza del despacho, pues es posible que haya visto u oído algo. La señora Dunér tiene su dirección.

—¿Sabes si habla sueco? —inquirió Svedberg.

—De no ser así, tendremos que buscar un intérprete —respondió Wallander.

—Yo puedo hablar con ella —se ofreció Ann-Britt Höglund.

Wallander dio un trago a su café, ya frío, antes de proseguir.

—La segunda línea de ataque que hemos de seguir es la persona de Lars Borman —explicó—. Albergo la sospecha de que podrá ayudarnos a avanzar, pese a estar muerto.

—Para ello necesitaremos el apoyo de los colegas de Malmö —intervino Björk—. No olvides que Klagshamn pertenece a su distrito.

—Pues yo preferiría que no —opuso Wallander—. Estoy convencido de que todo marcharía mucho más rápido si nos encargáramos de todo nosotros solos. Como tú bien has señalado a menudo, no es infrecuente que surjan problemas de tipo administrativo cuando se requiere la colaboración entre policías de diversos distritos.

Mientras Björk meditaba su respuesta, Wallander aprovechó para rematar su exposición.

—La tercera pista a investigar es, por supuesto, la de averiguar quién nos sigue. Aquí quizá deberíais decirme vosotros si habéis notado que algún coche os persiga.

Martinson y Svedberg negaron con un gesto.

—Bien, pues no faltan motivos para estar alerta —aconsejó Wallander—. Es probable que me equivoque y que sólo yo les preocupe, pero es imposible saberlo.

—La señora Dunér está bajo protección policial —le recordó Martinson—. Y a mí me da la impresión de que tú también la necesitas.

—No —rechazó Wallander—. No es el caso.

—Yo no estoy de acuerdo —intervino Björk en tono decidido—. En primer lugar, no puedes ir por ahí tú solo y, además, tendrás que ir armado.

—Eso jamás —proclamó Wallander.

—Se hará lo que yo diga —insistió Björk.

Wallander no se tomó la molestia de contradecirlo, pues él ya había tomado una decisión.

Se distribuyeron las distintas tareas. Martinson y Ann-Britt Höglund irían al bufete para examinar todo el material relativo a los últimos años de Gustaf Torstensson. Svedberg haría un seguimiento profundo de los propietarios del vehículo o los vehículos que los habían seguido hasta Helsingborg la noche anterior. Wallander se encargaría del fallecido Lars Borman.

—He tenido, durante varios días, la sensación de que el tiempo apremia —confesó—. Ignoro el porqué, la verdad, pero será mejor que nos apresuremos de todos modos.

La reunión se dio por concluida y se marcharon a sus respectivos despachos. Wallander percibió el empeño que cada uno tenía intención de poner en su cometido y no dejó de advertir que Ann-Britt Höglund lograba vencer el cansancio.

Fue a buscar un café y se encerró en su despacho para determinar cómo proseguir. Nyberg asomó la cabeza a través de la puerta entreabierta y le comunicó que pensaba acercarse al cementerio de coches de Svedala.

—Supongo que querrás que averigüe si hay alguna similitud con lo que hallamos en el jardín de la señora Dunér —apuntó.

—Así es —confirmó Wallander.

—No creo que lo consiga —admitió Nyberg—. Pero lo intentaré.

Nyberg desapareció y Wallander llamó a la recepción para hablar con Ebba.

—De verdad que se nota que has vuelto —comentó la recepcionista—. Es tremendo lo que está ocurriendo.

—Ya, pero no pasó nada —repuso Wallander—. Eso es lo que cuenta.

Dicho esto, pasó rápido a explicarle el motivo de su llamada.

—Quiero que me agencies un coche —le pidió—. Tengo que salir para Malmö dentro de un rato. Además, has de llamar al castillo de Farnholm y pedirles que me envíen un nuevo resumen del imperio financiero de Alfred Harderberg. El que tenía en el coche se quemó.

—Como comprenderás, no les voy a revelar ese detalle —señaló Ebba.

—Sí, quizá sea mejor no hacerlo —admitió Wallander—. Pero diles que lo quiero de inmediato.

Así concluyó la conversación.

Entonces, lo asaltó una idea. Salió al pasillo y llamó a la puerta de Svedberg. Cuando abrió, comprobó que estaba inmerso en la lectura de las notas de Martinson acerca de los coches de la noche anterior.

—Oye, ¿recuerdas el nombre de Kurt Ström? —le preguntó. Svedberg reflexionó un instante.

—Sí, un policía de Malmö —repuso vacilante—. Si no me equivoco…

—No —confirmó Wallander—. Quiero que me hagas un favor cuando hayas terminado con los coches. Kurt Ström dejó la policía hace ya muchos años. Corrió el rumor de que lo invitaron a una renuncia voluntaria para evitar que fuese despedido. Quiero que intentes averiguar, con la mayor discreción posible, qué fue lo que sucedió realmente.

Svedberg anotó el nombre.

—¿Puedo saber por qué? —inquirió—. ¿Acaso guarda alguna relación con los abogados, con el coche objeto del atentado, con la mina en el jardín?

—Pues sí. Todo está relacionado —indicó Wallander—. Kurt Ström trabaja como guardia de seguridad en el castillo de Farnholm, donde Gustaf Torstensson estuvo de visita la misma noche en que murió.

—Lo averiguaré —afirmó Svedberg.

Wallander volvió a su despacho y se sentó ante el escritorio.

Se encontraba tan agotado que ni siquiera tenía fuerzas para meditar sobre lo poco que había faltado para que tanto él como Ann-Britt Höglund hubieran muerto aquella noche.

«Más adelante», se recomendó a sí mismo. «El difunto Lars Borman es, por ahora, más importante que el aún vivo Kurt Wallander. Buscó en la guía el número de teléfono del Landsting de la provincia de Malmö, que sabía tenía su sede en Lund. Marcó el número y la respuesta de la centralita fue inmediata. Pidió que lo pusieran con la sección de asuntos económicos, con alguno de los superiores.

—Lo siento, ninguno de los superiores se encuentra aquí hoy —le reveló la joven de la centralita.

—Ya, pero, alguno estará disponible, ¿no? —insistió Wallander.

—No —respondió paciente la joven—. Estarán todo el día en una conferencia sobre el próximo plan presupuestario.

—¿Dónde?

—En el centro de conferencias de Höör —aclaró la muchacha—. Pero no creo que pueda ponerse en contacto con ellos allí.

—¿Cómo se llama el auditor jefe del Landsting? —preguntó entonces Wallander—. Si es que él también está allí.

—Se llama Thomas Rundstedt. Y sí, él está en Höör, al igual que los demás. Pero quizá pueda esperar y llamarlo mañana —sugirió la joven.

—Gracias por todo —repuso Wallander antes de colgar.

Ni que decir tiene que no tenía la menor intención de aguardar hasta el día siguiente. Fue por otra taza de café mientras reflexionaba acerca de los datos de que disponía sobre Lars Borman.

En ello estaba cuando interrumpió el hilo de sus pensamientos la llamada de Ebba, que lo informó de que tenía un coche aguardándolo a la puerta de la comisaría.

Habían dado ya las nueve y cuarto.

Era un claro día otoñal de cielo azul y despejado y el viento había amainado durante las primeras horas matinales. De pronto, Wallander pensó con regocijo en el paseo en coche que tenía planeado emprender.

Llegó al centro de conferencias de Höör poco antes de las diez. Aparcó el coche y se dirigió a la recepción, donde la leyenda de un gran expositor ponía en conocimiento de los recién llegados que la sala principal estaba ocupada con la jornada presupuestaria del Landsting provincial. Un hombre de cabello bermejo le ofreció su sonrisa amable.

—Venía a ver a algunos de los participantes de la conferencia —explicó.

—Acaban de tener una pausa —respondió el recepcionista—. La próxima no será hasta el almuerzo, que se servirá a las doce y media. Siento decirle que, hasta esa hora, no se los puede interrumpir.

Entonces sacó su placa.

—Hay ocasiones en que es necesario interrumpir —sentenció—. Redactaré una nota que entregarás en la sala de conferencias.

Echó, pues, mano de un bloc que había sobre la mesa y se aplicó a escribir.

—¿Ha sucedido algo? —preguntó inquieto el recepcionista.

—No, nada grave —lo tranquilizó Wallander—. Pero sí es urgente.

Desprendió la hoja del bloc y dijo, al tiempo que se la entregaba:

—Es para Thomas Rundstedt, el auditor jefe. Aguardaré aquí mismo.

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