El hombre sonriente (27 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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Ya había anochecido y parecía que la noche traería lluvia. El había decidido subir a la noria una tercera vez, pero no pudo ser pues, de repente, los tiovivos y la noria y las tómbolas perdieron todo su poder de atracción en un segundo y la gente se precipitó hacia el restaurante. Él siguió la corriente, colándose apretujado entre la masa, hasta que llegó a ver algo que jamás pudo olvidar después. Un espectáculo que también supuso el cierre de una etapa cuya existencia él no había sido capaz de prever y que le enseñó que la vida se compone de multitud de fronteras diversas que, por lo general, no podemos descubrir hasta que nos enfrentamos a ellas.

En efecto, algo había sucedido y el mundo entero había estallado cuando, a codazos y trompicones, logró aproximarse lo suficiente como para ver de qué se trataba, y pudo divisar a su propio padre entregado a un violento enfrentamiento con uno de los Caballeros de Seda y unos cuantos vigilantes, camareros y otros individuos para él desconocidos. La mesa estaba volcada, las copas y las botellas rotas, un filete chorreante y con anillos de cebolla dorados pendía del brazo del padre, que sangraba por la nariz sin por ello dejar de prodigar sus frenéticos puñetazos. Todo sucedió muy deprisa, él pateó y se retorció y tal vez también llamase a gritos a su padre presa de un miedo pánico. Sin embargo, de improviso, el alboroto cesó. La autoridad de unos vigilantes tocados con gorras rojas los apaciguó, algunos policías aparecieron de repente y su padre fue arrastrado lejos de allí, junto con Anton y el polaco. En el lugar del altercado no quedaba más que un sombrero de ala ancha pisoteado. Él intentó correr tras ellos y alcanzar a su padre, pero lo apartaron y, al final, se vio solo ante la verja del parque. Entonces le sobrevino el llanto, mientras veía cómo su padre desaparecía en un coche de la policía.

Se marchó, pues, a casa, recorriendo a pie todo el camino. Antes de que llegase, había empezado a llover. Todo era un puro caos, el mundo entero se había quebrado en una grieta inmensa hasta el punto de que, si hubiese estado en su mano, él habría censurado y cortado aquella escena. Sin embargo, esto no era posible en la vida real, de modo que se apresuró a través de la lluvia preguntándose si su padre volvería algún día. Una vez en casa, se sentó a esperarlo en el taller, mareado por el olor a disolvente. Cada vez que un coche pasaba ante la casa, echaba a correr hacia la verja. La lluvia no cesaba y, finalmente, se acurrucó entre los lienzos sin pintar hasta que lo venció el sueño.

Lo despertó la presencia de su padre, inclinado sobre él. De una narina sobresalía un trozo de algodón y tenía el ojo izquierdo amoratado y muy inflamado. Despedía un fuerte olor a alcohol, que a él se le antojaba similar al aceite rancio. Se incorporó y lo rodeó con sus brazos.

—No me escucharon —se lamentó el padre—. No me escucharon. Yo les dije que mi niño estaba conmigo, pero ellos no me escucharon. ¿Cómo llegaste a casa?

Él le explicó su regreso a pie bajo la lluvia.

—Siento que terminara así —se disculpó el padre—. Pero es que me sacaron de quicio. Afirmaron algo que no es cierto.

El padre alargó el brazo, sacó uno de los lienzos y se puso a contemplarlo con el ojo sano. Era una de las versiones con urogallo.

—Es que me sacaron de quicio —reiteró—. Los muy cerdos dijeron que era un gallo lira. Aseguraban que el pájaro está tan mal pintado, que no se puede distinguir si es un urogallo o un gallo lira. Es lógico que uno se ponga fuera de sí. ¡Pues sólo faltaba que viniesen aquí a pisotear mi dignidad, vamos!

—¡Pues claro que es un urogallo! —lo animó entonces Wallander—. Cualquiera puede ver que eso no es un gallo lira.

El padre lo miró dibujando una sonrisa. Dos de sus dientes delanteros habían desaparecido. «Se le ha roto la sonrisa», se estremeció Wallander. «A mi padre se le ha roto la sonrisa.»

Después se sentaron a tomar café. La lluvia no cedía y el padre empezó a permitir que se templase la ira provocada por el insulto.

—Mira que no ver la diferencia entre un gallo lira y un urogallo… —repetía, como un sortilegio, o una especie de un ruego—. Mira que decir que yo no sé pintar un pájaro tal como es…

Wallander recordaba todo aquello mientras se dirigía a Simrishamn. Recordaba también que los dos hombres, Anton y el que quizá fuese polaco, habían vuelto para comprar más cuadros durante años, después del incidente. La pelea, las inflamadas iras repentinas, los excesos con el coñac, todo se había convertido en un episodio festivo que ahora gustaban de rememorar entre risas.

El hombre llamado Anton llegó incluso a pagar los dos dientes que le implantaron al padre en la mandíbula superior. «Amistad» resolvió. «Al margen de los puñetazos había algo más importante. La amistad entre los tratantes de arte y el hombre que pintaba su eterno motivo, para que ellos tuviesen algo que vender.»

Se le vino a la mente el cuadro colgado de aquella pared de la casa de Helsingborg. Pensó en todas las paredes que no había visto. Y allí donde el urogallo se erguía contra el fondo de un paisaje estático, nunca se ponía el sol.

Por primera vez en su vida creía entender algo que no había visto claro hasta entonces. Su padre se había pasado la existencia impidiendo que el sol se pusiese. Ése había sido su punto de partida, su empeño. Había pintado cuadros en los que, quienes los fijasen a sus paredes, pudiesen ver que era posible apresar al sol. Ya en Simrishamn, aparcó ante la comisaría y atravesó la puerta de entrada. Y allí estaba, sentado tras una mesa, Torsten Lundström, que se jubilaría en unos años y al que Wallander tenía por hombre amable, un policía de la vieja escuela que no pretendía más que hacer el bien a sus semejantes. Saludó a Wallander con una seña mientras dejaba a un lado el periódico que estaba leyendo. Wallander se sentó en una silla, sin dejar de observarlo.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió—. Lo único que sé es que mi padre se ha visto envuelto en una riña en el Systemet. Eso es todo.

—Te daré los detalles —prometió Torsten Lundström amable—. Tu padre llegó al Systemet en taxi, poco antes de las cuatro. Entró, sacó un número y se sentó a esperar su turno que, al parecer, se le pasó. Entonces se acercó al mostrador y pidió que le dejasen hacer su compra, pese a que había perdido su turno. El dependiente no lo hizo demasiado bien, pues creo que le pidió a tu padre que sacase otro número. Entonces tu padre se niega, al tiempo que otro cliente, cuyo número aparece en la pantalla, se entromete diciéndole a tu padre que se aparte. En ese momento, y ante la perplejidad de todos los presentes, es tal la indignación que invade a tu padre, que se pone a golpear al otro cliente. El dependiente interviene entonces y tu padre arremete también contra él. El resto ya te lo puedes imaginar. Por si te sirve de consuelo, no ha habido heridos, aunque creo que a tu padre le duele el puño derecho. Es fuerte, pese a la edad.

—¿Dónde está?

Torsten Lundström le indicó una puerta al fondo.

—¿Qué va a pasar ahora? —quiso saber Wallander.

—Puedes llevártelo a casa. Por desgracia, lo denunciarán por agresión a menos que puedas llegar a un acuerdo con el cliente y el dependiente. Yo hablaré con el fiscal.

Le pasó a Wallander una nota con dos nombres.

—Conozco al dependiente y no creo que suponga mayor problema —afirmó—. Con el otro, será peor. Es el dueño de una compañía de transportes y se llama Sten Wickberg. Vive en Kivik. Al parecer, ha decidido ir a por tu padre, pero siempre puedes llamarlo y hablar con él. Te he anotado el número de teléfono. Además, tu padre le debe doscientas treinta coronas a la compañía de taxis de Simrishamn. Con el lío que se organizó, no llegó a pagar la carrera. El taxista se llama Waldemar Kåge. Ya he hablado con él y sabe que recibirá el dinero.

Wallander tomó el papel y lo guardó en el bolsillo, antes de preguntar, haciendo una seña hacia la puerta que tenía tras de sí.

—¿Cómo está?

—Bueno, yo creo que ya está más tranquilo. Aunque insiste en que estaba en su pleno derecho de defenderse.

—¿Defenderse? —inquirió Wallander sorprendido—. ¡Pero si fue él quien empezó la pelea!

—Ya, pero él dice que tenía derecho a defender su lugar en la cola del Systemet —aclaró Torsten Lundström.

—¡Dios santo!

El policía se levantó.

—Podéis marcharos a casa cuando queráis —aseguró—. Oye, a propósito, ¿qué es eso que dicen de que tu coche se ha quemado?

—Sí, bueno, pudo ser un fallo del sistema eléctrico —repuso Wallander esquivo—. Además, el coche era bastante viejo.

—Voy a salir un momento —dijo Torsten Lundström—. La puerta se bloquea cuando la cierras.

—Gracias por todo —añadió Wallander.

—¿Gracias? ¿Por qué, hombre? —opuso el colega antes de encajarse la visera y salir.

Wallander llamó antes de abrir la puerta. Allí estaba su padre, sentado sobre un banco en la fría habitación, limpiándose las uñas con un clavo. Al ver a Wallander, se levantó indignado.

—No has podido venir antes, ¿verdad? —le espetó—. ¿Cuánto tiempo querías que estuviese aquí sentado esperándote?

—He venido en cuanto me ha sido posible —afirmó Wallander—.Venga, vamos a casa.

—No antes de haber pagado el taxi —declaró el padre—. Uno tiene que pagar sus deudas.

—Anda, ya lo arreglaremos luego —lo disuadió.

Abandonaron la comisaría y salieron de la ciudad en silencio. Wallander comprendió que su padre parecía haber olvidado lo ocurrido.

Wallander no rompió el silencio hasta que no se hallaron próximos al desvío hacia Gimmingehus.

—¿Qué fue de Anton y del polaco? —preguntó entonces.

—¡Vaya! ¿Te acuerdas de ellos? —inquirió a su vez el padre, lleno de sorpresa.

—También hubo gresca en aquella ocasión —le recordó Wallander apesadumbrado.

—Pues yo creía que los habrías olvidado —afirmó el padre—. Del polaco hace veinte años que no sé nada, desde que empezó en un ramo que le parecía más rentable: revistas guarras. No se cómo le iría. Pero Anton está muerto. Lo mató la bebida, hace ya casi veinticinco años.

—¿Y qué ibas a hacer tú en el Systemet? —quiso saber Wallander.

—Pues lo que uno suele hacer allí, comprar coñac —atajó el padre.

—¡Pero si a ti no te gusta el coñac!

—No, pero a mi mujer sí que le apetece una copita por la noche.

—¿Qué dices? ¿Que Gertrud bebe coñac?

—¿Y por qué no había de hacerlo? ¡Oye! No te vayas a creer con derecho a controlarla, igual que has intentado dirigir mi vida.

Wallander no daba crédito a lo que acababa de oír.

—¿Se puede saber cuándo he intentado yo controlarte a ti? —rugió iracundo—. ¡Si hay alguien aquí que haya intentado dirigir al otro, ése eres tú, que no has dejado de meterte en mis asuntos!

—Si me hubieras escuchado, nunca te habrías convertido en policía —concretó el padre más sosegado—. Y, si tenemos en cuenta los sucesos de los últimos años, es evidente que habría sido una ventaja.

Wallander intuyó que lo mejor que podía hacer era cambiar de tema de conversación.

—Menos mal que no has resultado herido —comentó.

—Uno tiene que defender su dignidad —sostuvo el padre—. Su dignidad, y su turno en la cola del Systembolaget. De lo contrario, está uno perdido.

—Espero que seas consciente de que pueden denunciarte —le advirtió Wallander.

—Pues lo negaré todo —resolvió el padre.

—¿Pero qué es lo que vas a negar? Todo el mundo sabe que fuiste tú quien empezó. No puedes negar nada.

—Lo único que yo he hecho ha sido defender mi dignidad. ¿Acaso va uno a la cárcel por eso hoy en día?

—No, no vas a ir a la cárcel —explicó Wallander—. Pero es posible que tengas que pagar daños y perjuicios.

—Pues no pienso hacerlo —se empecinó el padre.

—Ya lo haré yo —cedió Wallander—. Le propinaste un puñetazo en la nariz al dueño de una compañía de transportes. Esas cosas se pagan.

—Uno tiene que defender su dignidad —reiteró el padre impasible.

Wallander no añadió palabra. Poco después giraron para entrar en el patio de la casa del anciano, a las afueras de Löderup.

—No le digas nada a Gertrud —rogó el hombre una vez fuera del coche en un tono tan suplicante que Wallander quedó sorprendido.

—No lo haré —prometió.

El año anterior, su padre había contraído matrimonio con una mujer de los servicios sociales, que empezó a ir a su casa a los primeros indicios de senilidad de su progenitor. Y, desde que ella se convirtió en un nuevo aspecto de su solitaria vida, pues acudía a atenderlo tres días por semana, el hombre había cambiado notablemente, de modo que no quedaba ya signo alguno de su mal. No les había importado el hecho de que ella fuese treinta años más joven y Wallander, que no comprendía en absoluto aquella unión, terminó por darse cuenta de que era sincera en su deseo de casarse con su padre. Él no sabía mucho acerca de la futura esposa del anciano, salvo que era de la región, que tenía dos hijos mayores y que había estado separada muchos años. La nueva pareja parecía llevar una buena vida en común y Wallander había sorprendido en sí mismo un vago sentimiento de envidia en varias ocasiones. Su propia vida, cada vez más empobrecida, habría necesitado de la intervención de una asistente de los servicios sociales.

Cuando entraron en la casa, ella estaba preparando la cena. Se alegró al verlo, como siempre que Wallander iba a visitarlos y él adujo razones de trabajo como excusa para no quedarse a cenar. Sí fue, en cambio, al taller, junto con su padre, a tomarse un café que prepararon en el viejo y sucio hornillo.

—La otra noche vi uno de tus cuadros en una casa de Helsingborg —le reveló.

—Sí, son muchos los que llevo pintados en todos estos años —comentó el padre.

A Wallander le entró curiosidad.

—¿Sabes cuántos has pintado?

—Si quisiera, podría calcularlo —admitió el anciano—. Pero no quiero.

—Tienen que ser muchos miles.

—Prefiero no pensarlo. Sería como invitar a la muerte a entrar en el vestíbulo.

Wallander quedó atónito ante el comentario de su padre, pues nunca antes lo había oído referirse a su propia vejez y mucho menos a la muerte. De repente se dio cuenta de que nada sabía acerca del posible temor que su padre pudiese sentir ante la muerte. «Después de tantos años, no sé nada de él», se recriminó en silencio. «Y, con toda probabilidad, él tampoco sabe mucho más de mí.»

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