Llegaron al lugar enseguida y se detuvieron cerca de un soto situado a la izquierda de la carretera. Wallander dejó el coche detrás del vehículo policial y salió de inmediato. El suelo estaba húmedo y pensó que debería ponerse las botas pero, ya camino del maletero recordó que se habían quemado junto con su coche la noche anterior.
Magnus Staffansson le señaló un abedul, más recio que el resto de los circundantes.
—Allí fue donde se colgó —aclaró.
—Bien, cuéntame —lo animó Wallander.
—Casi todo figura en el informe —se resistía Magnus Staffansson.
—Siempre es mejor oírlo de viva voz —insistió Wallander.
—Bueno, fue un domingo por la mañana —comenzó—. Poco antes de las ocho. Habíamos estado intentando tranquilizar a un pasajero iracundo del transbordador de la mañana, el que viene de Drager, que insistía en que su descomposición de estómago se debía al desayuno que les habían servido durante la travesía. Entonces nos llegó la llamada de alarma: un hombre colgado de un árbol, decía. Nos dieron la descripción del camino y nos pusimos en marcha. Dos jóvenes que hacían prácticas de orientación se toparon con él en medio de su entrenamiento. Como es lógico, estaban conmocionados, pero uno de los dos tuvo el temple suficiente como para volver veloz a la casa y llamar a la policía. Hicimos lo que debíamos: bajamos el cuerpo, pues hay ocasiones en que el suicida aún vive. Después llegó la ambulancia, la brigada judicial nos tomó el relevo y el caso quedó clasificado como de suicidio. No recuerdo nada más. ¡Ah, sí! Olvidaba mencionar que el hombre había llegado hasta aquí en una bicicleta, que hallamos tirada entre los arbustos.
Wallander observaba el árbol mientras escuchaba la narración de Magnus Staffansson.
—¿Qué tipo de cuerda usó? —inquirió el inspector.
—Parecía un cabo de embarcación, grueso como mi pulgar.
—¿Recuerdas el nudo?
—Era un simple nudo corredizo.
—¿Cómo crees que lo hizo?
Magnus Staffansson le dedicó a Wallander una mirada perpleja.
—Colgarse no es una operación sencilla —aclaró Wallander—. ¿Sabes si se apoyó sobre algo? ¿Tal vez había trepado al árbol?
Magnus Staffansson le señaló el tronco del abedul.
—Supusimos que se apoyó en aquella parte donde el tronco presenta un nudo bastante sobresaliente, pues no había nada más de lo que pudiera haberse servido.
Wallander asintió. Del informe de la autopsia se desprendía que Lars Borman había muerto por estrangulamiento y que no tenía ninguna vértebra rota. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos, no llevaba muerto ni una hora.
—¿No hay nada más que te venga a la memoria?
—¿Como qué?
—Tú sabrás.
—En estos casos, uno hace lo que tiene que hacer —concretó Magnus Staffansson—. Uno escribe el informe y procura olvidarlo todo lo antes posible.
Wallander sabía a qué se refería, conocía la congoja, distinta de cualquier otra, que infundían los casos de suicidio y pensó en todas aquellas ocasiones en que él mismo se había visto en el brete de hacerse cargo de seres humanos que habían puesto fin a su vida con sus propias manos.
Reflexionó en torno a lo que le había contado Magnus Staffansson, en torno a sus palabras, que se posaban sobre el contenido del informe como un calco. Y, pese a todo, supo enseguida que algo no encajaba.
No cesaba de meditar sobre la forma de ser de Lars Borman. Aunque incompleta, aunque salpicada de ensombrecidas lagunas, la descripción de su carácter dejaba traslucir una personalidad equilibrada. El día que decidió acabar con su existencia, el hombre echó mano de su bicicleta, puso rumbo a un soto y eligió un árbol en extremo inapropiado para llevar a cabo su plan.
Ya en esta sarta de acontecimientos que culminaron en la muerte de Lars Borman hallaba algo extraño.
Sin embargo, no era sólo esto lo que lo hacía sentirse tan disconforme.
En un primer momento, no cayó en la cuenta de qué podía ser pero, de repente, se quedó inmóvil, mirando fijamente el terreno que se extendía a unos metros del árbol.
«¡La bicicleta!», exclamó para sí. «La bicicleta nos da una versión muy diferente de toda esta historia.»
Magnus Staffansson había encendido un cigarrillo y bailoteaba con los pies para mantenerlos calientes.
—¿Qué me dices de la bicicleta? —inquirió Wallander—. La descripción que de ella dais en vuestros informes es bastante incompleta.
—Era una buena bicicleta —rememoró el agente—. De diez marchas, bien cuidada; y de color azul oscuro, eso lo recuerdo bien.
—Muéstrame el lugar exacto donde la hallasteis.
Magnus Staffansson no dudó lo más mínimo antes de indicarle el sitio.
—¿En qué posición estaba? —quiso saber Wallander.
—¿Cómo podría describir la posición de la bicicleta? —preguntó el agente vacilante—. Simplemente, estaba tumbada en el suelo.
—¿Es posible que se hubiese caído?
—Bueno, no creo, pues no habían extendido la patilla.
—¿Estás seguro?
Reflexionó un instante, antes de responder.
—Sí, totalmente.
—¿Quieres decir que llegó y dejó caer la bicicleta en el suelo, algo así como lo que hacen los niños, cuando tienen prisa?
Magnus Staffansson asintió.
—Así mismo. Estaba aquí, en el suelo, como arrojada sin miramiento. Como si hubiese tenido mucha prisa por acabar con todo.
Wallander meneó la cabeza meditabundo.
—Una cosa más. ¿Podrías pedirle a tu colega que confirmase que la patilla no estaba extendida?
—¿Tan importante es? —inquirió Magnus Staffansson lleno de asombro.
—Así es —confirmó Wallander—. Ese detalle reviste mucha más importancia de la que tú crees. Si su opinión no coincide con la tuya, llámame.
—La patilla no estaba extendida. Estoy completamente seguro de ello —insistió Magnus Staffansson.
—Bueno, pero llámame de todos modos —repitió Wallander—. Y ahora, creo que ya podemos marcharnos de aquí. Gracias por tu ayuda.
Wallander puso rumbo a Ystad.
Pensó en Lars Borman, un auditor del Landsting. Un hombre al que no se le habría ocurrido arrojar su bicicleta, ni siquiera en una situación extrema.
«Bien, un paso más», pensó. «Voy acercándome a algo, aunque no sé qué puede ser. En algún punto entre Lars Borman y el bufete de los abogados de Ystad existe un agujero negro. Eso es lo que he de hallar.»
No se dio cuenta de que había sobrepasado el lugar en que su coche había quedado consumido por el fuego. Hasta llegar a Rydsgård no se desvió para ingerir un almuerzo más que tardío en el restaurante Gästgiveriet, donde era el único comensal. Pensó, mientras aguardaba que le sirvieran la comida, que aquella misma noche llamaría a Linda, por cansado que se sintiese, y que le escribiría una carta a Baiba.
Poco antes de las cinco se encontraba de vuelta en la comisaría de Ystad, donde supo por Ebba que no celebrarían ninguna reunión aquella tarde, pues todos estaban ocupados y ninguno de los colegas tenía tiempo que perder en exponer a sus compañeros que no tenían nada importante que decir, de modo que se reunirían al día siguiente, a las ocho de la mañana.
—¡Qué mal aspecto tienes! —exclamó Ebba.
—Sí, esta noche pienso dormir —prometió Wallander.
Se dirigió a su despacho y cerró la puerta tras de sí. Había sobre la mesa algunos mensajes, pero ninguno tan urgente que no pudiese quitó la chaqueta y dedicó media hora a redactar un informe de lo que había hecho durante el día. Hecho esto, dejó el lápiz y se echó hacia atrás en la silla.
«Tenemos que dar con la tecla», se dijo. «Hemos de hallar el orificio por el que penetrar el misterio de esta investigación.»
Acababa de ponerse la chaqueta y ya se disponía a salir del despacho cuando oyó unos toquecitos en la puerta, a los que siguió la figura de Svedberg. Wallander notó enseguida que había sucedido algo, pues su colega parecía nervioso.
—¿Tienes un momento? —preguntó Svedberg.
—¿Qué ha ocurrido?
Svedberg se retorció con un gesto inequívoco de profundo malestar y Wallander se percató de que apenas podía contenerse de impaciencia.
—Me figuro que tienes algo que decir, puesto que has venido a verme —lo apremió—. La verdad, estaba a punto de marcharme a casa.
—Pues creo que tendrás que ir a Simrishamn —le advirtió Svedberg.
—Y eso, ¿por qué?
—Hemos recibido una llamada.
—¿De quién?
—De los colegas de allí.
—¿La policía de Simrishamn? ¿Y qué querían?
Svedberg pareció tomar aliento antes de proseguir.
—Se han visto obligados a detener a tu padre —dejó caer al fin. Wallander le clavó una mirada incrédula.
—¿Que la policía de Simrishamn ha detenido a mi padre? ¿Por qué motivo?
—Parece ser que se ha visto envuelto en un enfrentamiento bastante violento —explicó Svedberg.
Wallander lo observó un buen rato, sin pronunciar palabra, antes de sentarse de nuevo ante su escritorio.
—A ver, cuéntamelo otra vez, pero más despacio… —le pidió.
—Llamaron hace una hora —repitió Svedberg—. Como tú no estabas, hablaron conmigo. Detuvieron a tu padre hace un par de horas. Entabló una reyerta en el Systembolaget
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de Simrishamn.
Y parece ser que fue bastante violenta. Al cabo de un rato de discusión, descubrieron que se trataba de tu padre y decidieron llamar aquí.
Wallander asentía despacio sin decir nada. Al cabo, se levantó con esfuerzo de su silla.
—Está bien, iré ahora mismo.
—¿Quieres que te acompañe? —No, gracias.
Wallander abandonó la comisaría. No sabía qué decir.
Poco menos de una hora más tarde, atravesaba las puertas de la comisaría de Simrishamn.
De camino a Simrishamn, Wallander se acordó de los Caballeros de Seda.
Se le habían hecho presentes y comprendió enseguida que hacía ya mucho tiempo que no dedicaba un pensamiento al hecho de que, en verdad, hubiesen sido completamente reales.
La última vez que había ocurrido tal cosa, que a su padre lo hubiese detenido la policía, Kurt Wallander tenía once años y conservaba un recuerdo bien diáfano de aquel momento: aún vivían en Malmö y él había reaccionado ante la detención del padre con una mezcla de pudor y de orgullo.
En aquella ocasión, no obstante, el escenario de la pelea no había sido ninguno de los establecimientos del Systembolaget, sino el parque público del centro de la ciudad, y había ocurrido un día de principios de verano de 1956, un sábado, para ser exactos, en que a Wallander le permitieron salir por la noche con su padre y algunos de sus amigos.
Éstos, que solían presentarse a intervalos irregulares, aunque siempre sin anunciarse, para hacerles una visita, fueron sus grandes héroes de aventuras durante los años de infancia del pequeño Wallander. Llegaban deslizándose en sus resplandecientes coches americanos, siempre vestían trajes de seda, sobre sus cabezas lucían a menudo elegantes sombreros de ala ancha y culminaban su atuendo con pesados anillos de oro en los dedos. Venían para desaparecer raudos en el interior del pequeño taller perfumado de óleos y disolventes, para admirar y a veces incluso comprar alguno de los cuadros que pintaba su padre. De vez en cuando osaba adentrarse en el taller, donde se ocultaba tras las pilas de maderas amontonadas en el más oscuro rincón, retazos de lienzos viejos roídos por las ratas y, temblando de miedo, se aplicaba a escuchar los tratos de adquisición que compradores y vendedor siempre acababan por sellar con unos tragos de coñac. Ya había comprendido él que la familia vivía gracias a aquellos héroes, los Caballeros de Seda, como él había comenzado a llamarlos en sus secretos diarios. Aquellos instantes eran unos pilares sagrados de su vida, los que auspiciaban el cierre de un negocio, coronado por la aparición, entre las manos cargadas de anillos, de aquellos inefables fajos de billetes de los que los héroes extraían otros más delgados, que el padre terminaba guardándose en el bolsillo al tiempo que dedicaba a los compradores una pequeña reverencia.
En efecto, aún se le venían a la memoria las conversaciones de réplicas escuetas, casi entrecortadas, a menudo seguidas de las débiles protestas del padre y los cloqueos de los extraños.
«Siete paisajes sin y tres con urogallo», había oído decir a alguno de ellos una vez. Entonces el padre empezaba a rebuscar entre los montones de lienzos terminados y, una vez aceptados por buenos, el dinero llovía sobre la mesa. El tenía once años y se protegía entre las sombras, en ocasiones abotargado por el olor a disolvente, mientras pensaba que lo que estaba contemplando en aquel momento era la vida adulta, aquella que lo aguardaba también a él, al otro lado del arroyuelo que constituía el límite del séptimo curso de la escuela, o tal vez fuese ya el noveno pues, para su sorpresa, era incapaz de recordarlo. Después, muy oportuno, surgía de entre las sombras, una vez llegado el momento de transportar los lienzos al coche reluciente, para colocarlos en el maletero y a veces también en el asiento trasero. Era aquélla una intervención crucial pues ocurría de vez en cuando que el Caballero descubría al muchacho que portaba los lienzos y le alargaba despreocupado un billete de cinco coronas enterito. Entonces, padre e hijo permanecían junto a la verja mientras el coche se deslizaba alejándose y, una vez que lo habían perdido de vista, el talante del padre cambiaba por completo, la solícita amabilidad se disipaba en un segundo, escupía al recuerdo del hombre que acababa de marcharse y se quejaba desdeñoso de que lo hubiesen engañado una vez más.
Constituía aquél uno de los grandes misterios de su niñez, cómo su padre podía considerarse engañado pese a recibir invariablemente un buen montón de dinero a cambio de aquellos cuadros tan aburridos, todos iguales, aquel paisaje con un sol al que no le estaba permitido entregarse al ocaso.
Tan sólo una vez había tenido ocasión de participar en otro tipo de clausura de una de esas visitas de aquellos hombres extraños. Se trataba, en aquella oportunidad, de dos hombres a los que no había visto nunca con anterioridad y, por la conversación que estuvo espiando tras un viejo rodillo de planchar, comprendió que se trataba de nuevos contactos de su padre. Era, pues, una ocasión especial, ya que los cuadros de éste no tenían por qué gustarles. Como siempre oportuno, salió a llevar las obras de arte al coche, un Dodge esta vez, aunque a aquellas alturas había aprendido ya a vencer las distintas cerraduras de cada maletero. Entonces, los dos hombres propusieron ir a cenar. Uno se llamaba Anton, recordaba, mientras que el otro tenía un nombre extranjero, tal vez polaco. Él y su padre se arrebujaron como pudieron en el asiento trasero, entre los lienzos. Aquellos hombres extraordinarios tenían incluso un aparato de música en el coche y fueron escuchando a Johnny Bode mientras se dirigían al parque. El padre se había sentado con los dos hombres en uno de los restaurantes, pero a él lo habían empujado entre los tiovivos con unas cuantas monedas de una corona en la mano. Era un cálido día de principios de verano, soplaba una brisa procedente del estrecho y él había calculado al milímetro para cuántos viajes le daría aquel dinero. Intuyó que, de haberlo guardado, los hombres lo habrían considerado un desplante, que se lo habían dado para que lo gastase todo precisamente aquella noche. Así, se subió en el tiovivo y dio dos viajes en la noria que lo elevó tan alto que pudo divisar hasta la ciudad de Copenhague. De vez en cuando echaba una ojeada para comprobar que su padre, el polaco y el hombre llamado Anton seguían allí. Y así, desde la distancia, pudo ver que se hallaban en torno a una mesa sobre la que disponían copas y botellas, platos de comida y servilletas blancas que ellos introducían pulcramente por los cuellos de sus camisas. Por cierto que, en aquella ocasión, se prometió a sí mismo que, cuando él hubiese pasado aquel arroyuelo, ya fuese el del séptimo curso o el del noveno, se convertiría en uno de aquellos hombres que aparecían en suave discurrir de sus flamantes coches y que bendecían a los pintores de cuadros desprendiendo de sus apretados fajos unos cuantos billetes que depositaban sobre la mesa de un sucio taller.