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El hombre sonriente (25 page)

BOOK: El hombre sonriente
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—¿Cómo se llamaba la asesoría?

—Strufab, pero no recuerdo el significado del acrónimo.

—¿Quién era el responsable de esa empresa?

—Pertenecía a una división del grupo de inversiones Smeden, que como sabrá, cotiza en Bolsa.

—Pues no, la verdad —confesó Wallander—. ¿Quién es el principal propietario?

—Por lo que yo sé, Volvo y Skanska se contaban entonces entre los accionistas mayoritarios de Smeden. Pero puede que las circunstancias sean hoy otras.

—Bien, ya volveremos sobre ello más tarde —atajó Wallander—.Concentrémonos ahora en el desfalco. ¿Qué ocurrió, exactamente?

—Entre finales de aquel verano y comienzos del otoño, celebramos una serie de reuniones en las que debíamos ultimar y confirmar el proceso de formación de la nueva empresa —aclaró Martín Oscarsson.

»La asesoría era eficaz en la realización de su trabajo y recibía el elogio de nuestros juristas, así como el de los responsables del departamento de economía del Landsting. Incluso llegamos a proponer a la comisión permanente de administración que contemplase la posibilidad de integrar a Strufab en el organigrama del Landsting mediante un contrato.

—¿Cómo se llamaban los asesores?

—Egil Holmberg y Stefan Fjällsjö. A alguna de las reuniones asistió una tercera persona pero, por desgracia, no recuerdo su nombre.

—Y aquellas personas resultaron ser estafadores.

La respuesta de Martin Oscarsson dejó a Wallander perplejo.

—No lo sé. La estafa se cometió de un modo tal que, al final, nadie pudo ser acusado. Sencillamente, no había culpables. Pero el dinero había desaparecido.

—¡Vaya! Parece increíble. Siga, por favor —lo exhortó Wallander. —Bien. Hemos de retrotraernos al año 1992 —prosiguió Martin Oscarsson—. Al día en que dieron el golpe, en un tiempo muy limitado, por cierto. Después comprendimos que lo tenían perfectamente planificado. Todo sucedió un día en que estábamos celebrando una reunión con los asesores en una de las salas de reuniones del departamento de economía. Comenzamos a la una de la tarde y suponíamos que habríamos terminado para las cinco. Cuando la reunión empezó, Egil Holmberg nos hizo saber que tenía que marcharse a las cuatro, pero aquello no tenía por qué influir en la reunión. A eso de las dos y cinco, la secretaria del director de economía del Landsting entró en la sala y nos comunicó que Stefan Fjällsjö tenía una importante llamada telefónica. Creo recordar que del Ministerio de Industria. Stefan Fjällsjö se disculpó y siguió a la secretaria para atender la llamada en su despacho. La mujer nos contó más tarde que, cuando se disponía a abandonar el despacho para dejar a Stefan Fjällsjö a solas, éste le hizo saber que la conversación le llevaría unos diez minutos. Después, ella salió del despacho, con lo que, claro está, no conocemos los detalles de lo que sucedió, aunque sí a grandes rasgos. Stefan Fjällsjö dejó el auricular sobre la mesa. Ignoramos quién realizó la llamada, si bien no era, sin duda, del Ministerio de Industria. Entonces atravesó la puerta que comunica el despacho de la secretaria con el del director del departamento de economía y ordenó una transferencia de cuatro millones de coronas, en concepto de servicios de asesoría, a una cuenta de una sucursal del banco Handelsbanken en Estocolmo. Puesto que el director del departamento de economía ejercía en exclusiva el derecho de aprobación y certificación de las transferencias, no hubo problema alguno. En el extracto figuraba el número de contrato de la asesoría ficticia, creo recordar que se llamaba Sisyfos. Stefan Fjällsjö redactó un documento que confirmaba la aprobación de la transferencia. Para ello, falsificó la firma del director en el impreso correspondiente. Después, introdujo los datos de la confirmación en el ordenador y dejó el documento escrito en la carpeta del correo interno. Hecho esto, regresó al despacho de la secretaria, retomó la conversación con su compañero y dio por finalizada la conversación cuando la secretaria entró al despacho, transcurridos los diez minutos. Así culminó el primer paso de la estafa. Stefan Fjällsjö volvió después a la sala de conferencias, sin que hubiesen pasado ni quince minutos desde que salió.

Wallander lo escuchaba muy atento a fin de no olvidar ningún detalle, dado que se había comprometido a no tomar notas. Martin Oscarsson prosiguió:

—Poco antes de las tres, Egil Holmberg se levantó y abandonó la reunión. Sin embargo, como comprendimos más tarde, no llegó a salir de las dependencias del Landsting, sino que bajó al despacho del jefe de contabilidad, que se encontraba con nosotros en la reunión. Esto no era habitual aunque, para esta ocasión, los dos asesores así lo habían solicitado, de lo que se deduce que el plan estaba bien pergeñado de antemano. Egil Holmberg accedió al ordenador del jefe de contabilidad, introdujo el supuesto contrato y fechó la solicitud del pago de los cuatro millones de coronas una semana antes. Acto seguido, llamó a la mencionada sucursal del banco Handelsbanken en Estocolmo, notificó el abono y aguardó tranquilamente. Diez minutos más tarde, llamaron del banco para confirmar la transacción, que él ratificó. Así, no le quedaba ya más que una gestión por realizar, a saber, confirmar la orden de abono al banco del propio Landsting, antes de abandonar sus oficinas. La mañana del lunes, muy temprano, alguien solicitó un reintegro de cuatro millones de coronas en aquella sucursal del banco Handelsbanken, en Estocolmo. El sujeto, que se dio a conocer como Rikard Edén, pertenecía a la compañía Sisyfos. Tenemos motivos más que suficientes para creer que fue el propio Stefan Fjällsjö quien visitó el banco aquella mañana, aunque bajo otro nombre. Tardamos aproximadamente una semana en descubrir toda la operación. Presentamos una denuncia a la policía y no nos llevó mucho tiempo figurarnos cómo tenían que haberse desarrollado los acontecimientos. Sin embargo no contábamos con ninguna prueba. Tanto Stefan Fjällsjö como Egil Holmberg lo negaron todo, por supuesto, dando muestras de gran indignación. Por su parte, el Landsting interrumpió todo contacto con la asesoría, si bien no pudimos hacer mucho más. Finalmente, el fiscal sobreseyó la causa. Logramos, eso sí, acallar el escándalo. Todos los funcionarios estábamos de acuerdo sobre este punto, todos menos uno.

—¿Lars Borman?

Martin Oscarsson asintió despacio.

—Él estaba indignado. Todos lo estábamos, por supuesto. Pero en su caso, el sentimiento era más intenso, más profundo, como si se hubiese sentido humillado personalmente al ver que no teníamos la intención de seguir presionando al fiscal ni a la policía para que investigasen el caso. Se lo tomó muy a pecho. Yo creo que sintió que lo traicionábamos, de algún modo.

—¿Lo suficiente como para suicidarse?

—Me temo que sí.

«Hemos avanzado un paso más», se dijo Wallander. «Sin embargo, el escenario es aún difuso. ¿Qué papel representa en todo esto el bufete de abogados de Ystad? Alguno han de desempeñar, puesto que Lars Borman les envió aquellas cartas.»

—¿Tiene usted idea de a qué se dedican Egil Holmberg y Stefan Fjällsjö en la actualidad?

—Sé que la asesoría cambió de nombre, pero nada más. Como comprenderá, procuramos prevenir a todos los Landsting del país, si bien lo hicimos con la mayor discreción.

Wallander meditó un instante.

—Dijo usted que había formado parte de un grupo empresarial de inversiones, pero no pudieron identificar al propietario. ¿Quién es el presidente del consejo de administración de Smeden?

—Por lo que he ido siguiendo en la prensa, sé que el grupo Smeden ha cambiado totalmente durante el último año. Quedó dividido en varios sectores, algunos de los cuales fueron vendidos, mientras surgían otros nuevos. No creo que exagere si digo que no goza de muy buena fama en la actualidad. De hecho, Volvo vendió sus acciones, pero no recuerdo quién fue el comprador. Sin embargo, podrá obtener dicha información de cualquier funcionario de la Bolsa.

—Me ha sido usted de gran ayuda —aseguró Wallander al tiempo que se ponía en pie.

—No olvidará usted nuestro acuerdo, ¿verdad?

—Yo no olvido nada —lo tranquilizó Wallander.

Entonces, se dio cuenta de que le quedaba aún una pregunta por formular.

—¿No se le llegó a pasar por la cabeza la posibilidad de que Lars Borman hubiese sido asesinado?

Martin Oscarsson le dedicó una mirada atónita.

—No —repuso categórico—. Nunca. ¿Por qué iba a pensar algo semejante?

—No se preocupe. Era sólo una pregunta. En fin, gracias por su colaboración. Es posible que me ponga en contacto con usted de nuevo más adelante.

Cuando abandonó el chalet de piedra, Martin Oscarsson lo siguió con la mirada desde la escalera. Pese a que estaba tan cansado que sólo le apetecía echarse a dormir sobre el volante, se obligó a dar un paso más en sus razonamientos. Lo lógico habría sido regresar a Höör, hacer salir una vez más a Thomas Rundstedt de la reunión y hacerle una serie de preguntas muy distintas a las que había pensado en un principio.

Sin embargo, se puso en marcha de regreso a Malmö mientras en su mente maduraba una decisión. Se detuvo en el arcén, marcó el número de la policía de Malmö y pidió que lo pasaran con Roslund. Dio su nombre y dijo que era urgente. Desde la centralita no tardaron ni un minuto en localizar a Roslund.

—Soy Wallander, de Ystad —se presentó escueto—. Nos vimos la noche pasada.

—Sí, claro. No se me ha olvidado —repuso Roslund—. Me han dicho que era urgente.

—Así es. Estoy en Malmö. El caso es que quería pedirte un favor.

—Tomo nota —se ofreció Roslund solícito.

—Hace un año, aproximadamente, a principios de septiembre, no sé si el primer domingo del mes o el segundo, un hombre llamado Lars Borman se ahorcó en un bosquecillo de Klagshamn. Imagino que tendréis un registro del aviso de emergencia del suceso. Además, tendrá que obrar en vuestro poder la notificación de exclusión de delito, así como una copia del protocolo de la autopsia. Quiero que me busques toda esa documentación. En realidad, también quisiera ponerme en contacto con alguno de los agentes que salieron a descolgar el cadáver. ¿Crees que podrás hacerlo?

—A ver, repíteme el nombre —pidió Roslund.

Wallander se lo deletreó.

—Pues, no sé cuántos suicidios tendremos al año —advirtió el colega de Malmö—. De éste en concreto no creo que haya oído hablar siquiera. Pero daré con los documentos e intentaré ver si alguno de los que salieron de emergencia se encuentra aquí hoy.

Wallander le dio el número de teléfono del coche.

—Yo me voy para Klagshamn ahora mismo —lo informó Wallander.

Era ya la una y media y él intentaba en vano ahuyentar el cansancio. No tuvo al fin otro remedio que ceder, de modo que se desvió por una carretera que conducía a una de las muchas caleras ya cerradas que había por los alrededores. Apagó el motor y se abrigó bien con la chaqueta. Pocos minutos después, lo había vencido el sueño.

Se despertó sobresaltado. Cuando abrió los ojos, estaba helado y no tenía una conciencia clara de dónde se hallaba. Hubo algo, en el sueño, que lo hizo emerger a la superficie, algo con lo que había soñado pero que no podía recordar. Se adueñó de él una honda sensación de abatimiento al contemplar el gris del paisaje que lo envolvía. Eran las dos y veinte, así que había estado durmiendo durante media hora y ahora se sentía como arrancado de un prolongado estado de inconsciencia.

«No puede uno hallarse más próximo a la mayor de todas las soledades», sentenció para sí. «Estar solo en el mundo. El último ser humano, tristemente olvidado en el abandono o, simplemente, perdido por el camino.»

El chirrido del teléfono quebró el hilo de sus pensamientos.

Era Roslund.

—Parece que acabes de despertarte. No te habrás dormido sentado en el coche, ¿verdad?

—No, ¡qué va! —mintió Wallander—. Será que estoy algo resfriado.

—Bueno. Al final, he encontrado lo que buscabas. Toda la documentación te aguarda aquí mismo, sobre la mesa. Además, tengo conmigo a Magnus Staffansson, que iba de patrulla la noche que sonó la alarma, cuando unos deportistas que hacían ejercicios de orientación se toparon con el cuerpo colgado de un abedul. Espero que él pueda explicarte cómo nadie puede colgarse precisamente de un abedul. ¿Dónde vais a veros?

Wallander sintió que el agotamiento abandonaba su cuerpo.

—Junto al desvío de entrada a Klagshamn —propuso.

—De acuerdo. Pues allí lo tendrás dentro de quince minutos. Por cierto que he estado hablando con Sven Nyberg, hace tan sólo un momento. Dijo que no había encontrado nada raro en tu coche.

—No me extraña —aseguró Wallander.

—Ya. Al menos, no tendrás que ver los restos cuando vayas de regreso a casa —lo consoló Roslund—. Estamos a punto de salir para retirarlo.

—Oye, gracias por todo —concluyó Wallander.

Así, emprendió el camino hacia Klagshamn y se detuvo en el lugar acordado. Transcurridos unos minutos, apareció un coche de la policía, que frenó al verlo. Wallander había esperado fuera del coche. Magnus Staffansson vestía uniforme y le dedicó un saludo reglamentario, al que Wallander respondió con un leve y desaliñado vaivén de la mano. Se sentaron en el coche de Wallander antes de que Magnus Staffansson le entregase una carpeta llena de fotocopias.

—Voy a echar una ojeada a esto —comentó Wallander—. Entre tanto, intenta recordar qué ocurrió aquella noche, hace un año.

—La verdad, uno procura olvidar los suicidios cuanto antes —aseguró Magnus Staffansson con un marcadísimo acento de Malmö, que provocó la sonrisa de Wallander, ante el recuerdo de su propio dialecto, con el que hablaba antes de que los años vividos en Ystad lo hubiesen atenuado.

Se aplicó, pues, a leer rápidamente el escueto informe, el protocolo de la autopsia y la notificación de sobreseimiento de las investigaciones previas. En ningún momento contemplaron la posibilidad de que se hubiese cometido un crimen.

«Me pregunto si no lo hubo», pensó antes de dejar la carpeta sobre el salpicadero y dirigirse a Magnus Staffansson.

—Lo mejor será que vayamos al lugar del hallazgo —sugirió—. ¿Recuerdas dónde es?

—Sí, está a unos kilómetros del pueblo —explicó el agente.

Abandonaron Klagshamn y pusieron rumbo hacia el sur, bordeando la costa. Un carguero se deslizaba lentamente por el estrecho de Oresund, mientras un banco de nubes pendía inmóvil sobre Copenhague. Los barrios de chalets que se sucedían empezaron a escasear y no tardaron en dar paso a grandes extensiones de terreno cultivable, por alguna de las cuales se arrastraba pertinaz un tractor solitario.

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