El hombre sonriente (42 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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Cuando se marchaba, ella lo acompañó hasta el aparcamiento, y allí se despidieron.

—Me has dedicado todo un día —le dijo el inspector—. Y ni siquiera puedo pagártelo.

—Bueno, así son las cosas —sentenció ella—. Pero puede que me vea recompensada más tarde.

—Sabrás de mí.

—Cuento con ello. A menos que haya salido de viaje, suelo estar en Gotemburgo.

Wallander se detuvo a comer en un quiosco de salchichas a las afueras de Jägersro, sin dejar de reflexionar sobre lo que le había contado la periodista al tiempo que se esforzaba por situar a Alfred Harderberg en aquel contexto, sin mucho éxito.

De repente lo asaltó la duda de que existiese una solución real al asesinato de los dos abogados. Durante todos sus años de servicio, se había librado de la experiencia de un caso de asesinato que hubiese quedado sin resolver. Pero en éste, se planteaba si no se hallaría ante una puerta que nunca había de abrirse.

Continuó, pues, en medio de la noche otoñal, rumbo a Ystad, con el cuerpo sometido a un agotamiento sordo y pertinaz. Lo único que lo alentaba era la idea de llamar a Linda tan pronto como llegase a casa.

Sin embargo, en cuanto cruzó la puerta de su apartamento, notó enseguida que había allí algo distinto a como él lo había dejado por la mañana. Permaneció en pie en el vestíbulo, inmóvil y alerta. Se dijo que debían de ser figuraciones suyas, pero la sensación no cedía. Encendió la luz de la sala de estar, se sentó en una silla y miró a su alrededor. Nada faltaba, nada parecía fuera de lugar. Se levantó de nuevo y se dirigió al dormitorio, donde halló la cama deshecha, tal y como él la había dejado. La taza de café medio vacía seguía allí, junto al despertador sobre la mesilla de noche. Continuó su inspección en la cocina. Sí, debía de ser fruto de su imaginación.

Pero, cuando abrió la puerta del frigorífico para sacar la margarina y el queso, cayó en la cuenta de repente de que tenía razón. Observó el paquete abierto de budín de sangre de ternera. En efecto, su memoria para los detalles era casi fotográfica y sabía con certeza que lo había dejado en la tercera de las cuatro baldas de la nevera.

Y, sin embargo, ahora estaba en la segunda.

Alguien había abierto la puerta del frigorífico. El paquete de budín estaba al borde de la balda, con lo que pudo haberse caído, algo que le había ocurrido incluso a él. Ese alguien había devuelto el paquete a la balda equivocada, por error.

No dudaba lo más mínimo de su memoria.

Así pues, alguien había entrado en su apartamento durante el día; alguien que había abierto su frigorífico, para buscar algo o para esconderlo, y que había cometido el error de colocar el budín de sangre en otra balda.

Al principio se le ocurrió que aquello era ridículo.

Después cerró la puerta del frigorífico a toda prisa y se dispuso a salir del apartamento.

Notó que estaba asustado.

Y, pese a todo, se obligó a pensar con claridad.

«Están cerca», concluyó. «Así que les haré creer que sigo en el apartamento.»

No salió por el portal y hacia la calle, sino que continuó hasta llegar al sótano. En la parte posterior del edificio había una portezuela que daba al depósito de basuras, y que él abrió con suma cautela. Echó una ojeada al aparcamiento desierto que se extendía tras el edificio. A su alrededor, reinaba el silencio. Salió, cerró la puerta tras de sí y se confundió con las sombras proyectadas por la fachada. Muy despacio, se fue acercando a la esquina con la calle de Mariagatan y, una vez allí, se agazapó para poder observar protegido por el tubo del desagüe.

El coche estaba aparcado a unos diez metros del suyo propio, con el motor y las luces apagados. Entrevió la figura de un hombre tras el volante, pero no pudo distinguir si había alguna otra persona dentro.

Se ocultó de nuevo tras la esquina antes de ponerse en pie. Procedente de un lugar indeterminado se oía el barullo de un televisor con el volumen demasiado alto.

Pensaba qué hacer, acuciado por el temor.

Al cabo, tomó una determinación.

Echó a correr a través del aparcamiento vacío.

Al llegar a la primera esquina, giró a la izquierda y desapareció.

14

Una vez más, Kurt Wallander tuvo la certeza de que estaba próximo a morir.

Ya en la calle de Blekegatan notó que le faltaba el aliento. Desde la calle de Mariagatan, siguió por la de Oskarsgatan, lo cual no suponía un trayecto demasiado largo que, por otro lado, no había cubierto a la carrera. A pesar de todo, el aire crudo del otoño le desgarraba los pulmones y el corazón le bombeaba con fuerza. Se obligó a aminorar la marcha hasta dejar de correr, por miedo a que se le parase el corazón. La sensación de estar al límite de sus fuerzas lo indignó aún más que el haber descubierto que alguien que había invadido su apartamento lo vigilaba ahora desde la calle sentado en un coche. Desechó, no obstante, el razonamiento, ya que en realidad, era el miedo lo que lo llenaba de enojo, aquel miedo que tan bien reconocía del año anterior, aquel del que no deseaba volver a saber, pues le había llevado casi un año librarse de él. Había llegado a creer que había logrado enterrarlo para siempre en las playas de Skagen. Y, sin embargo, allí estaba de nuevo.

Reanudó la carrera, pues ya no le faltaba mucho para llegar a la calle de Lilla Norregatan, donde vivía Svedberg. El hospital quedaba a la derecha. Giró hacia el centro y vislumbró, al pasar, un folleto rasgado que colgaba del quiosco de la calle de Stora Norregatan. Tomó después a la derecha y, enseguida, de nuevo a la izquierda, y comprobó que había luz en las ventanas del ático en el que vivía Svedberg.

Wallander sabía que solía tener las luces encendidas toda la noche, pues Svedberg tenía miedo a la oscuridad. Ésa era, con toda probabilidad, la razón por la que había decidido convertirse en policía, para hallar un remedio a su miedo. No obstante y pese a todo, seguía manteniendo las lámparas encendidas durante la noche: la profesión no le había ayudado a superarlo. «Todos tenemos miedo», concluyó Wallander. «También los policías.» Ganó el portal del edificio, empujó la puerta y, cuando llegó al piso superior, permaneció inmóvil un buen rato, hasta que recobró el resuello. Entonces llamó. Svedberg le abrió casi enseguida. Llevaba unas gafas de lectura encajadas en la frente y tenía el periódico en la mano. Wallander sabía que le sorprendería su presencia allí pues, durante todos los años que llevaban trabajando juntos, lo habría visitado dos o tres veces, y siempre avisando con antelación.

—Necesito tu ayuda —irrumpió Wallander una vez que Svedberg, atónito, lo hizo pasar al vestíbulo antes de cerrar la puerta.

—¡Vaya aspecto que tienes! Pareces agotado —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?

—He venido corriendo —afirmó Wallander con sencillez—. Quiero que vengas conmigo. No nos llevará mucho tiempo. ¿Dónde tienes el coche?

—Abajo, en la calle.

—Pues vamos a ir a mi casa, a la calle de Mariagatan —explicó Wallander—. Poco antes de llegar, me bajaré del coche. Conoces el que me han prestado, ¿verdad? un Volvo de la policía.

—¿El azul oscuro o el rojo?

—El azul oscuro. Bueno, pues entras en la calle de Mariagatan. Verás que detrás del Volvo hay, aparcado otro coche. No puedes equivocarte. Pues bien, quiero que pases con el tuyo por delante y que observes si hay alguien más dentro, aparte del conductor. Después regresas al lugar en el que me dejaste, y eso es todo. Luego podrás volver a tu periódico.

—¿No vamos a intervenir?

—¡Eso sería lo último! Lo único que quiero es saber cuántas personas hay en el coche.

Svedberg se había quitado ya las gafas y las había dejado junto con el periódico.

—¿Vas a contarme lo que ha sucedido? —insistió.

—Creo que están vigilando mi casa —aclaró Wallander—. Y quiero saber cuántos hay en el coche. Pero no haremos nada más. También quiero que él o ellos piensen que sigo en el apartamento. Por eso salí por la puerta de atrás.

—Oye, pues yo no estoy, muy seguro de comprender esto —confesó Svedberg—. ¿No será mejor que los detengamos? Podemos pedir refuerzos.

—Ya sabes lo que hemos acordado —le recordó Wallander—. Si se trata de Alfred Harderberg, hemos de fingir que no estamos muy alerta.

Svedberg meneó la cabeza displicente.

—A mí esto no me gusta lo más mínimo —sentenció.

—Lo único que tienes que hacer es ir hasta la calle de Mariagatan y observar un detalle —reiteró Wallander—. Nada más. Después volveré al apartamento. Si es necesario, te llamaré.

—Tú sabrás lo que es mejor —resolvió Svedberg, que se había sentado en un taburete para atarse los zapatos.

Bajaron a la calle y subieron al Audi de Svedberg. Pasaron la plaza de Stortorget, bajaron por la calle de Hamngatan y giraron a la izquierda hacia Österleden. Cuando hubieron llegado a la calle de Borgmästaregatan, tomaron otra vez a la izquierda y, a la altura de la de Tobaksgatan, Wallander le pidió a su colega que se detuviese.

—Te esperaré aquí. El coche en cuestión está a unos diez metros detrás del Volvo azul.

Svedberg no tardó ni cinco minutos en regresar y Wallander se sentó de nuevo en el coche.

—No había más que uno —afirmó Svedberg.

—¿Estás seguro?

—Seguro, sólo el conductor.

—Gracias, puedes marcharte a casa. Yo me iré a pie.

Svedberg lo observó preocupado.

—¿Por qué es tan importante saber cuántas personas hay en el coche? —inquirió.

Wallander cayó en la cuenta de que había olvidado prepararse para aquella pregunta. Estaba tan obsesionado con llevar a cabo su plan, que había obviado algo tan natural como aquello.

—Porque ya he visto el mismo coche en otra ocasión. Entonces había dos personas dentro. Si ahora no has visto más que al conductor, puede que el otro se halle cerca.

Incluso él pensó que la explicación resultaba poco consistente, pero Svedberg no opuso objeción alguna.

—Efe, hache, ce, ochocientos tres —recitó—. Pero me imagino que ya habías tomado la matrícula.

—Así es, y consultaré los registros de tráfico. No te preocupes por eso. Vete a casa, ya nos veremos mañana.

—¿Estás seguro de que todo va bien? —quiso saber el colega.

—Gracias por tu ayuda —atajó Wallander.

Salió del coche y aguardó hasta que Svedberg hubo desaparecido por la carretera de Österleden. Entonces se encaminó hacia la calle de Mariagatan y, ya solo, sintió que la indignación volvía a adueñarse de él: aquel miedo repugnante lo convertía en un ser débil.

Entró por la puerta trasera y evitó encender la luz de la escalera cuando regresó al apartamento. De puntillas sobre el retrete, pudo mirar a la calle por el ventanuco del cuarto de baño. Allí seguía el coche. Entró en la cocina pensando que, de haber querido que volara por los aires, ya lo habrían hecho. «Ahora estarán esperando a que me vaya a la cama y apague la luz.»

Aguardó hasta casi medianoche. De vez en cuando, volvía a la pequeña ventana para comprobar que el coche no se había marchado. Después, apagó la luz de la cocina y encendió la del cuarto de baño. Diez minutos más tarde, apagó también ésta y abandonó el apartamento a toda prisa. Salió al aparcamiento, se apostó junto al desagüe de la esquina y esperó. Lamentó no haberse puesto un jersey de más abrigo, pues el viento había empezado a soplar frío. Para mantenerse en calor, movía los pies con sigilo y a compás. Dio la una de la madrugada sin que hubiese sucedido nada digno de mención, salvo que Wallander se vio obligado a orinar contra la fachada del edificio. Todo estaba en silencio, aparte de los ruidos emitidos por algún coche solitario que atravesaba las calles aledañas.

A las dos menos veinte, de repente, quedó petrificado. Oyó un ruido procedente de la calle y se asomó con cuidado, siempre al abrigo del tubo del desagüe. La puerta del coche se abrió, sin que se encendiese por ello la luz interior del vehículo. Transcurridos unos segundos, el conductor salió del coche y, sin hacer ruido, cerró la puerta tras de sí. El individuo se movía con gran cautela sin apartar la vista del apartamento en ningún instante.

Vestía ropa oscura pero la distancia era tan grande que WaIlander no pudo distinguir ningún rasgo de su rostro. A pesar de todo, tenia la certeza de haberlo visto con anterioridad e intentó recordar dónde. El desconocido atravesó rápido la calle y desapareció a través del portón, hacia el interior del edificio. Entonces, Wallander cayó en la cuenta de dónde lo había visto antes. En efecto, se trataba de uno de los hombres que se confundían con las sombras en el gran vestíbulo durante sus dos visitas al castillo de Farnholm. Es decir, uno de los fantasmas de Alfred Harderberg. Y uno de esos hombres iba ahora escaleras arriba camino de su apartamento, tal vez con la intención de asesinarlo. Y él se sentía como si estuviese recostado en su cama, pese a encontrarse en la calle.

«Como si estuviese presenciando mi propia muerte», pensaba. Se pegó aún más contra el tubo del desagüe dispuesto a aguardar. Habían dado ya las dos y tres minutos cuando la puerta se abrió silenciosa y el hombre salió de nuevo a la calle. Echo un vistazo a su alrededor, lo que provocó en Wallander un movimiento reflejo de retirada. Finalmente, se oyó el motor del coche que salía a todo gas.

«Ahora irá a informar a Alfred Harderberg», concluyó Wallander. «Pero no podrá decirle toda la verdad, pues le resultará imposible explicar cómo podía yo encontrarme en mi apartamento, apagar la luz e ir a acostarme al dormitorio si al minuto siguiente halló el apartamento vacío.»

El hombre había desaparecido pero, como no podía excluir la posibilidad de que hubiese dejado algo en su apartamento, Wallander entró en su vehículo y se dirigió a la comisaría. Los policías que estaban de guardia lo saludaron asombrados cuando lo vieron entrar en la recepción. Sin más explicaciones, se fue a buscar un colchón que sabía tenían guardado en una de las habitaciones del sótano y lo extendió en el suelo de su despacho. Eran ya más de las tres de la madrugada y se sentía agotado. Sabía que debía dormir para poder pensar con claridad al día siguiente. Pero el hombre de traje oscuro se introdujo en sus sueños.

Despertó poco después de las cinco, empapado en sudor como consecuencia de las desconcertantes pesadillas que lo habían asaltado. Quedó allí tendido pensando en lo que le había contado Lisbeth Norin. Al rato se levantó y fue a buscar una taza de un café bastante amargo, recalentado varias veces a lo largo de la noche. Seguía sin atreverse a ir a su apartamento, así que se dio una ducha en los vestuarios y, poco después de las siete, estaba de vuelta en su despacho. Era el miércoles 24 de noviembre y le vinieron a la memoria las palabras que Ann-Britt Höglund había pronunciado unos días antes: «Es como si dispusiéramos de todos los datos, pero no pudiésemos ver cómo componerlos».

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