El huerto de mi amada (16 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: El huerto de mi amada
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Contra todo esto llegó primero el conde Lentini y llegaron inmediatamente después los mellizos Céspedes Salinas, a cuál peor en lo suyo, la verdad, y las hermanas Vélez Sarsfield oyeron clarito cuando alguien de entre el público opinó que por qué no traían un basurero para esos tres, de una vez por todas, carajo. Y por ahí como que se produjo una súper confusión porque alguien le dijo profesor al conde y los mellizos ignoraban que fueran dos los profesores y al tipo lo vieron tan florido y lleno de pañuelitos por todos los bolsillos, tan jinete y tan brillante de pies a cabeza, como si para las botas y el pelo utilizara los mismos productos de tocador, que, rapidísimo y para sus adentros, pensaron, Diablos, el profesor de Mary y Susy, nada menos que el germánico señor Steiger, lo cual sí que da una idea del despiste tan gigantesco que se traían los pobres, aunque para nada da una idea de la efusividad que les entró ante tanta equitación humanizada, ésta es la nuestra, viejo, que ellas crean que a su profe ya lo conocíamos, que ellas piensen que, que ellas se imaginen que…

Lo malo es que mientras ellas tenían que creer, pensar e imaginar tantas y tamañas cosas, a ellos literalmente se les fue la mano de la efusividad y al conde le voló un botón del saco, muy precisamente el que luchaba por ocultar su buena barriguita, y en su vida odió tanto a los hombres y amó tanto a los caballos, aunque ello no le impidió tratar a los espantados mellizos de animales de mierda y a ustedes quién los ha invitado y se puede saber de qué circo los han sacado, y así horas y horas, pero con carajos y putamadres y de todo, también. Hasta el propio Carlitos, que venía siguiéndolos, prefirió hacerse el perdedizo, aunque no pudo evitar que Molina tomara nota, en su calidad de enviado especial, del momento preciso en que el conde concluía diciéndoles que ustedes, sí, ustedes dos, engendros de figurín, par de payasos, y Wimbledon para cholos, ustedes, sí, me han hecho realmente aborrecer al género humano e idolatrar a mi caballo, al cual a partir de este mismo momento nombro cónsul imperial romano, porque aquí, señores, están ustedes ante Calígula II, descendiente directo de aquel emperador que también amó a su caballo como yo amo al mío, par de miserables, y ahora hínquense, granujas, hínquense ante su emperador o llamo a la policía.

Pero el conde Lentini no llamó a nadie y más bien casi se muere cuando las hermanas Vélez Sarsfield, nada menos que ellas, ah, si pudiera tenerlas en mis cursos, si lo partiera un rayo al viejo de mierda de la academia de al lado, acudieron muy amablemente en ayuda de sus pobres Napoleones, y entre otras verdades de este mundo cruel les explicaron que su profesor era el caballero Steiger y que ellos se habían
precipitado,
sí, porque éste es el caballero Lentini, de la otra academia.

—Beso sus manos, señoritas.

—Bese las de sus caballos, Lentini —le soltaron las tres, casi en coro, e inmediatamente le dieron la espalda y lo dejaron tirado ahí, soñando con otro viajecito a Italia, pero esta vez para comprarse un título muchísimo más caro y de mucho mayor solera, parece que ahorré demasiado, carajo, y que todo Lima se entere de quién soy yo.

Molina no cesaba de enviar partes de campaña, acerca de este nuevo baile de disfraces, y los mellizos se habían alejado espantados de la escena y esperaban sentados a la sombra de un árbol, pálidos, mudos, con los ojos desorbitados, como si estuviese a punto de leerse su sentencia de muerte. Pero las hermanas Vélez Sarsfield, que hasta bonitas parecían esa soleada mañana con sus uniformes, con sus gorritas de equitación y sus largas colas pelirrojas al viento, habían decidido que nadie tiene derecho a tratar así de mal a nadie en este mundo, que más bien «Dad de comer» y «Dad de beber», y eso, y que pobres Arturo y Raúl, aunque lo peor de todo es que nuevamente se nos van a empapar de sudor, caramba con los mellizos estos, habríamos apostado que otra vez les daba por improvisar, sólo ellos son capaces de encontrar semejantes gorras y esos pañuelos de cuello, ¿tú qué crees que podemos hacer con ellos, Melanie?

—Por allá hay unas acequias y a lo mejor hasta hay unos patitos, para lo de dar de comer, al menos, como
daddy
en el Hurlingham Club. Y nos olvidamos de los caballos, mejor, por hoy, y a ellos los vamos
desviando
en esa dirección, hasta que dejen de ser vistos. ¿Qué les parece? Y si quieren yo voy a avisarle al profesor Steiger que ha surgido, que ha surgido, pues que ha surgido lo que ha surgido.

—¿Y Charles?

—Creo que se ha escondido debajo de su carro, el muy vivo.

—Tan lindo, con su cupé…

Ésa pudo ser una buena solución, pero desgraciadamente los mellizos habían optado por otra, pésima, por supuesto, y sobre todo de un exagerado melodramatismo, e incluso con su añadido trágico, aunque ellos pensaran todo lo contrario y confiaran en el efecto absolutamente positivo de la confesión que se disponían a hacer, sin consultarle siquiera a Carlitos, que podía resultar siendo el gran perjudicado y terminar perdiendo al menos buena parte de la aureola que tan popular lo hacía ante las hermanas, a pesar de sus despistes y metidas de pata. Pero bueno, eso qué diablos les importaba a los mellizos: lo suyo, ahora, era recuperar imagen ante esas muchachas, y además Natalia de Larrea estaba a punto de regresar de Europa y Carlitos de encerrarse con su gran amor en el huerto y sólo salir en las horas de estudio. O sea que si lo delataban un poco, qué diablos, porque lo suyo, ahora sí que sí, era de vida o muerte. En fin, torpes, y además nada fieles en sus cálculos sociales, los mellizos Céspedes Salinas, pero ahí estaban ahora, y a ver qué tal les iba. Porque ya se habían incorporado y ya habían caminado hasta ponerse cara a cara ante las tres hermanas, dispuestos a jugárselas el todo por el todo con su patética confesión.

—¿Saben ustedes que los verdaderos aventureros y románticos somos nosotros, y que hasta somos un poquito excéntricos? ¿No lo saben?

—¿Sabemos qué? —les preguntó Susy, extrañadísima.

—No entiendo —intervino Mary.

—Yo tampoco entiendo nada —completó Melanie, añadiendo—: ¿Se puede saber a qué se refieren?

—A nuestro auto.

—¿Cuál, el cupé verde?

—Ese mismo.

—Pero si siempre fue de ustedes.

—Pero ustedes creían que era de Carlitos.

—¿Nosotras creer eso? No, hombre, nunca. Tal vez el primer día, cuando seguro que ustedes se inventaron una de las suyas, que siempre les salen tan mal… Ay, perdón… Pero también desde el primer día, Carlitos, que es tan despistado, se refirió siempre a ese carro como el cupé de los mellizos. ¿O no se dieron cuenta ustedes, tampoco?

—¿Y entonces por qué el romántico y el aventurero es Carlitos?

—Bueno, porque me imagino que sólo a un viejo aburrido se le ocurre andar todo el día en esa especie de carroza fúnebre, y con un chofer, además. Un muchacho divertido jamás…

Molina informó en un parte de guerra que el objetivo había sido tomado y arrasado y que el enemigo huía despavorido, mientras Carlitos empezaba a salir de debajo del cupé, no me vayan a chancar estos pobres mellizos, ahora que todo ha quedado, desgraciadamente, demasiado claro, y mientras todos ahí eran testigos —unos mucho más sonrientes que otros, claro está…— del momento en que un mozo de cuadra, sin duda llevado por el metro ochenta y siete de Molina, por su uniformazo, que bien podía ser una nueva moda para los señores jinetes, y por lo rubio Albión que era todo en él, se le acercó para informarle que la primera prueba estaba a punto de empezar y que los señores socios se sirvieran ir pasando ya a la tribuna, por favor, caballero.

—Y ahora resulta que hasta yo soy socio —dijo Molina, pensando que después de esa nueva confusión, al par de mellizos estos ya sólo les queda recoger sus bártulos y enrumbar hacia Santa Elena. Y luego, haciendo gala de una muy sutil y profunda ironía, que Carlitos realmente ignoraba, pero que le encantó, agregó el siguiente comentario—: Cómo se nota que en esta ciudad empiezan a escasear los rubios: fíjese que hasta a mí ya me quieren convertir en caballero socio.

Y, en efecto, a los mellizos ya qué otro remedio les quedaba más que inventar un compromiso importantísimo que se les había olvidado por completo, te dije que lo anotaras todo siempre en la agenda, Raúl, disculparse ante las hermanas, y por qué no lo anotas tú, carajo, Arturo, no atreverse a mirar siquiera a Molina, quedar para esta tarde a las tres en punto en nuestra casa, para estudiar, Carlitos,
por favor,
no nos falles, subirse a otro carro de mierda más en la vida, descubrir que no tenían las llaves, esperar a que Carlitos, por fin, las encontrara y se las devolviera, y huir despavoridos tras haber entendido el significado cabal de sus últimas palabras, pronunciadas mientras las hermanas Vélez Sarsfield respiraban aliviadísimas, partían en dirección a sus caballos y sus pruebas ecuestres, felices, pelirrojas, y al fin nos libramos de ellos, por Dios…

—Carlitos, ¿nos puedes prestar las llaves de tu cupé, por favor?

—Por supuesto —les respondió Carlitos, que nunca se fijaba en nada, y que con esta nueva distracción no hizo más que prolongar ad infinitum la sensación de desprecio en estado puro que estaban viviendo los pobres mellizos, y también, cómo no, el momento en que, por fin, podrían encender el motor y salir disparados, porque encima de todo el muy burro de Carlitos no encontraba las llaves en ningún bolsillo y les decía que se esperaran un momentito, por favor, ahorita las encuentro, y ¿Sabe usted, Molina, qué puedo haber hecho yo con las llaves de mi cupé?, sin darse cuenta en absoluto de que, para colmo de males, el desprecio es algo que se traga pero que no se mastica, según dicen.

III

Siempre las cosas pasan así. Mañana sábado por la noche llegaba Natalia, o más bien ya en la madrugada del domingo, sobre la 1.30, y Carlitos Alegre habría dado la vida porque llegara hoy, porque estuviera llegando justito en este momento, o, lo que es mejor, mucho mejor aún, porque hubiera llegado anoche y juntos estuvieran desayunando ahora, pero no en el comedor, sino en la terraza que da al inmenso jardín posterior de la casa, florido, lleno de árboles y enredaderas, y con la hermosa piscina allá al fondo, que Luigi iluminaba todas las noches, desde hace unos días, como para hacerle señales al avión en que regresaba la señora y que no se les fuera a seguir de largo, sobre todo al
pavero
Carlitos, que según parece no duerme nunca, la Marietta y yo lo hemos oído llorar a oscuras, más de una vez, y la otra noche,
poveretto,
debió de vencerlo la soledad al tictac, como la llama él mismo, cada vez más nerviosa, más rabiosamente, hasta que de pronto todos oímos aquellos golpes secos y feroces, y yo empuñé la escopeta y convoqué a los canes, pero resulta que era él, y que, entre las tinieblas, se la había agarrado a patada limpia con
l'orologio, poveretto, anche lui,
y
poveretto
el bolsillo de la
signora,
porque creo que la joya de la relojería
svizzera
de pie se ha quedado sin tictac ni campanadas para siempre, aunque el joven Carlitos, tan acertado siempre para los golpes, debió de recibir
anche lui la sua
parte y ahora doña Natalia lo va a encontrar no sólo bastante demacrado y flaco, sino algo cojo, además… Pero es que se le hacían eternas las horas a Carlitos, aunque fuera mucho el tiempo que cada mañana y tarde y hasta noche le consagraba ahora al estudio con los mellizos, ante la proximidad de los exámenes de ingreso, y en las tinieblas de esa alcoba que, además, sin Natalia, había descendido a la categoría de dormitorio, e iba en camino de convertirse en camarote, por qué no, cualquier cosa es posible sin Natalia en esta camota, que me lo digan a mí, si no, que fue cuando Carlitos empezó perder un poco los estribos, ya, y empezó a sentir la necesidad cada vez menos controlable de incorporarse y salir corriendo del helado camarote veraniego, se sintió también cada vez más confundido, empezó a no lograr diferenciar entre el Ártico y el Ecuador, recordó aquella canción en que alguien sueña que la noche ardía y el fuego se helaba, y decidió que si aquello seguía igual él iba a poner las cosas a patadas en su sitio, porque definitivamente ese tictac, que, cuando Natalia estaba aquí, no se atrevía ni a chistar, ahora se pasa la vida impidiéndome siquiera soñar imposibles, como en la canción esa en que todo anda al revés, y estar ahorita mismo desayunando con ella a las nueve en punto de una mañana maravillosa, habiendo ingresado ya en la universidad, por supuesto, y sin un solo mellizo en millas a la redonda, en esa maravillosa terraza y con la piscina al fondo entre tanto árbol y enredadera y Natalia con una toalla blanca de sultana en la cabeza y su albornoz blanco y esa esbeltez única, rozagante, casi arrogante, ese talle largo que hace juego con todo lo demás, por donde uno la mire, caray, y que no tiene rival, me consta, porque el otro día los mellizos me enseñaron una revista de artistas de Hollywood en que ambos están estudiando ahora nada menos que ropa para montar a caballo, ellos y ellas, no pierden la esperanza este par de mulas, o, mejor dicho, jamás aprenderán, y con estos mismos ojos vi toda una galería de estrellas del firmamento y la meca del cine y Beverly Hills —palabras éstas, todas, que tienen fascinados a los mellizos, pero que yo les he aconsejado controlar a fondo, antes de empezar a soltarlas por calles y plazas— y bueno, pues, ninguna de esas estrellas, ni una sola, ni Ava Gardner siquiera, resulta comparable a Natalia tomando el desayuno conmigo en el firmamento del huerto, recién salidita de la cama y tal como a ella le gusta, calatita por debajo y dispuesta en cualquier momento a quitarse toalla y albornoz, arrojarse como Eva, no Perón, claro, qué ramplonería, a la piscina, y ponerse nuevamente su albornoz antes de que incluso los perros se enteren de lo que ha pasado ahí, pero yo sí, je, je, y otra vez enrollarse su toallota de sultana empapada sobre la cabellera mejor rizada de nacimiento —«ondulación permanente», aseguran los mellizos que se dice, qué horror— que hay en el mundo. Sí,
así
le gusta a ella levantarse de la cama, y ése es el momento en que más incomparable se vuelve, qué mujer competiría con esa majestuosa salida de la cama, con sus andares rumbo a la terraza o a la piscina, qué mujer se le acercaría, siquiera, a esas horas de la mañana, quién se metería con esa piel, y ese, cómo decirlo, pues sí, con unos términos un tanto médicos, qué le voy a hacer, con ese derroche de salud inquebrantable que es toda una fiesta para cualquiera, menos para el tictac de este reloj del diablo, por supuesto, que a uno lo confunde todo y no tarda en volverlo loco, que fue cuando Carlitos empezó a gritar que ni la aurora se atrevería a compararse con Natalia, siempre y cuando, claro, tú, tictac de mierda… Y Luigi empuñó la escopeta y convocó a los canes y todos ahí notaron que parecían patadas, más bien, y que, a ver, sí, parecen venir de la sala grande o de la sala del piano o tal vez del bar, sí, de por ahí, enciende todas las luces, Cristóbal, que yo en estas tinieblas
non vedo niente, pacco di merda…
Sí. Siempre las cosas pasan así. Carlitos había quedado en estudiar también aquel día sábado, y definitivamente esa cojera no se lo iba a impedir, como tampoco le iba impedir asistir a su diaria misa matinal, ni devolver la llamada de Melanie Vélez Sarsfield, que, anoche, antes de que él regresara de la calle de la Amargura, le había dejado un recado pidiéndole hablar un momentito con él, y, ahora que se acordaba, también tenía que llamar a Erik von Tait, que en eso habían quedado con Natalia, en que él invitaría a Erik a comer al huerto para que lo acompañara hasta la hora de partir a recogerla al aeropuerto con Molina. Carlitos regresó de misa, desayunó, marcó el número de Erik, primero, y el de Melanie, luego, y en ambas casas fue invitado a consultar con su reloj antes de volver a llamar a esta casa, jovencito, porque una niña en vacaciones veraniegas jamás está despierta a estas horas de la mañana, joven, y porque un músico que toca todas las noches hasta altas horas de la madrugada en su puta vida se levanta antes del mediodía, so cojudo.

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