—¿Qué dices?
—Quedamos en que iba a contarte el sueño que tuve mientras te duchabas. Hay en él un par de opiniones de Dios que merecen mucha atención…
—¡Carlitos! ¡Qué haces, Carlitos, ayyyy!
—Tengo que volver a meterme en mi sueño, para poder…
—¡Pero Carlitos, aayyyy, mi amor…!
—Dios me habló de una película de carne y hueso, Natalia…
—Te amo, Carlitos, y esto parece un sueño, sí, sí…
—¡Divino, Dios mío…!
Amanecer aquel primer domingo de su amor fue toda una novedad para Carlitos, que abrió y cerró varias veces el ojo que le funcionaba, o sea, el izquierdo, antes de convencerse de que aquel dormitorio de virrey en vacaciones formaba parte de este mundo, aunque, por precaución, también fue depositando, poquito a poco, y con intensidad de menos a más, gran cantidad de besitos bastante hinchados y dolorosos y caricias mil sobre diversas zonas aún dormidas del cuerpo de su amada. Acurrucada y desnuda, a su lado, o, más bien, calatita y acurrucadota, Natalia se dejaba disfrutar, feliz, y cada vez más entregada a aquella infinidad de mimos tan torpes como deliciosos, tan primerizos, casi siempre, mas también, de golpe, y seguro que de pura chiripa, técnica y demoledoramente riquísimos, porque acertaban de lleno en un punto de alto contenido erógeno. Pero, pobrecito, mi amor, debe de dolerle mucho tanto esfuerzo y qué hora será.
—Nuestro primer amanecer juntos aquí, y nuestro primer domingo —dijo Natalia, desperezándose riquísimo, abriendo por fin los ojos y sonriéndole gratitud y amor. Pero el rostro muy hinchado de Carlitos la hizo voltear rápidamente en busca de un reloj. Iban a ser las dos de la tarde, qué horror, y el pobre no había tomado sus calmantes, ni sus sulfas ni nada. Natalia se incorporó y corrió al baño en busca de un vaso de agua. Continuaba desnuda, y Carlitos la vio tan deliciosamente cuerpona, así, por detrás, que, una vez más, abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo. En fin, por si acaso.
—Debe de dolerte mucho —le dijo ella, ya de regreso del baño.
Carlitos le respondió con un solo de guiños de ojo izquierdo.
—¿No me digas ahora que ese ojo también te está doliendo, mi amor?
—No, no… Es que venías por delante, esta vez y… Nada. No te preocupes… Pero…
—¿Pero qué…?
—Es domingo, ¿no, Natalia?
—¿Qué otro día puede ser, mi amor?
—Claro… claro… Sólo necesitaba tu confirmación.
—Bueno… Pero tú cuéntame ahora cómo te sientes, que es lo más importante de todo.
Por fuera, ya lo ves. Debo de seguir tan hinchado como ayer, al salir de la clínica, pero eso es natural y sólo cuestión de paciencia y de esperar que me quiten los puños. Además, no me preocupa nada, créeme, amor. Y créeme también que lo único realmente importante es que hayamos despertado juntos y que sea verdad. Que tú seas verdad y que esta casa y este huerto sean reales. ¿Entiendes ahora por qué te he preguntado si hoy era domingo?
—Entiendo, Carlitos, entiendo…
Fue viernes de verdad y me pegaron, y fue sábado y desperté en una clínica, roto, cosido, parchado y contigo. Y fue verdad. Y en la medida en que también hoy sea domingo…
—Te juro por mi amor que es cien por cien domingo Carlitos.
—Es que el sueño ese con Dios y el cielo, y tú misma desnuda, todavía tienden a confundirme, Natalia. Tal vez dentro de unos días, o incluso unas semanas.
—Días, semanas, meses, años… De eso, precisamente tenemos que hablar, mi amor. Qué mejor prueba quieres de que todo es verdad. Tenemos que hablar del futuro.
—Por ahora sólo tengo hambre, Natalia.
—Luigi y Marietta nos deben de tener algo casi listo, en la cocina. Basta con que les dé la voz.
—Deben de pensar que nos hemos muerto.
—También Julia y Cristóbal.
—¿Y ésos quiénes son?
—La empleada y el mayordomo de mi casa de Chorrillos. ¿Te acuerdas de que los mandé llamar?
—Vagamente. Muy vagamente.
—¿Almorzamos aquí o nos vestimos un poco y vamos al comedor?
Carlitos abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo y optó por el comedor. Era un poco arriesgado salir de ese formidable dormitorio, entre campestre y palacio del Marqués de la Conquista, pero también era cierto que, en la medida en que existieran una sala y un comedor, por ejemplo, y Natalia sentada y comiendo, por ejemplo, y él saciando el hambre que tenía, por ejemplo, la teoría aquella de que hoy era domingo y verdad… En fin, que Carlitos optó por el comedor, por si acaso. Y lo cierto es que tuvo mucha, muchísima razón, porque antes Natalia lo invitó a meterse en la ducha con ella, para intercambiar jabonaditas y esas cosas que ella hacía como Dios manda, y que a él tanto lo afectaban, aunque en el mejor de los sentidos, porque hoy domingo y sin misa, o sea, tal como el Todopoderoso le explicó divinamente bien, justo cuando Carlitos regresó nuevamente de su sueño celestial, para pasar a otro bien de carne y hueso, aunque esta vez se trataba de una ducha modelo bacanal y de un jabón que olía a París, más una real delicia de curvas que jabonar, mientras a él lo enjuagaban con una esponjita de lo más sexual, agua bien templadita tan cuidosa como experta y aplicadamente, y cual reposo de guerrero herido. Carlitos confesó que, para él, todo era y sería siempre por primera vez, contigo, cuerpona, y Natalia le replicó que para ella también era la primera vez, porque ahora sí que era con amor, y que, en todo caso, en su vida había visto a nadie progresar a pasos tan agigantados como a tiiiiii…
Al comedor llegaron bien bañados, casi a las cinco de la tarde, luciendo dos maravillosas batas de seda, ambas de mujer, y realmente muertos de hambre, ahora sí, aunque la expresión de sus rostros continuaba exhalando tal ardor de estío que sonrojó de pies a cabeza a Luigi, Marietta, Julia y Cristóbal, que llevaban horas esperándolos.
—¿Vino tinto, mi amor? —le preguntó Natalia a Carlitos, con voz de almohada sentimental, para que los cuatro sonrojados terminaran de enterarse, de una vez por todas, de la situación y sus circunstancias.
A Carlitos le guiñó bastante el ojo izquierdo mientras respondía que sí, y que el mismo tinto de siempre, Natalia de mi corazón, aunque a todos los aquí presentes les puedo jurar que ésta es la primera vez en mi vida que tomo vino. Pero bueno, como es domingo y verdad, ¿no?, mi nombre es Carlos Alegre di Lucca, y realmente encantado, Para serles sincero.
El gusto es todo nuestro, señor…
—¿Ah, sí? Pues entonces escríbanme cada uno de ustedes, por separado, y en un papelito secreto, qué día es hoy por favor.
Natalia tuvo que intervenir:
—Y ahora una melodía para día domingo, Luigi. Y la pasta de los domingos, Marietta. Y usted, el mismo gran vino de todos los domingos, Cristóbal, mientras Julia arregla el dormitorio y el baño, que están hechos un desastre porque
este
domingo, por primera vez…
Los cuatro empleados reaccionaron, por fin, y minutos después llegaban la pasta y el vino y, de sabe Dios dónde, llegaba
Siboney,
en la versión de Stanley Black. Probablemente de la sala-hacienda que acababan de atravesar Natalia y Carlitos, como quien atraviesa Andalucía toda, pero por sus salones y patios, por sus fuentes cantarínas y uno que otro sensacional museo del mueble español.
—¿Tenías el disco? —preguntó Carlitos.
—No, lo mandé comprar ayer, mientras dormías. Pero, en cambio, me olvidé de lo más importante. Me olvidé de la bata, mi amor, perdóname.
—¡O sea, que hoy no es
este
domingo!
—Por supuesto que es este domingo, amor mío. No te asustes, por favor.
—¡Y entonces!
—¿No te das cuenta de que lo que llevas puesto es una bata de mujer?
—¡Qué mujer ni qué ocho cuartos, Natalia! ¡Ya yo sabía que estaba soñando, maldita sea! ¡Si ésta fuera una bata de mujer me quedaría igual que a ti!
—Carlitos, mi amor. Por favor, abre los ojos. Y reflexiona un poco. Un poquito siquiera. Dos batas pueden ser exactas, pero jamás dos personas. Y mucho menos de distinto sexo.
—¡Diablos! ¡Tienes toda la razón! Se ve que me dieron duro en la cabeza, el viernes. Y ademas mi abuela Isabel lo dice siempre: «¿Cuándo llegará el día en que Carlitos se fije en las cosas más elementales?» Perdóname, por favor, Natalia.
—Salud.
—Estos espaguetis están realmente deliciosos, oye.
—Perdona, pero se brinda con el vino, Carlitos.
—Verdad. Salud por primera vez en mi vida. Salud por ti, por mí, y por nosotros, siempre.
—También yo soy una volada, caray. He olvidado por completo que tu camisa quedó destrozada y tu pantalón completamente manchado de sangre.
—Dije salud, por primera vez en mi vida.
—Salud, mi amor. Pero no puedo dejar de pensar en tu ropa. Algo para mañana, aunque sea. ¿No crees que se podría llamar a tu casa sin que se enteraran tus padres?
—Excelente idea. Porque en mi casa siempre contesta el teléfono un mayordomo, Natalia. Tú envía a Luigi o a Cristóbal, y yo encargo que le entreguen una muda de ropa limpia. Y, de paso, les doy las gracias a Víctor y a Miguel por haberme ayudado a enfrentarme con esos cuatro malhechores. Y les cuento que estoy vivito y coleando, comiendo pasta y brindando contigo. Y por primera vez en mi vida.
—Y mañana, cuando vayas a estudiar, yo te compro más ropa. ¿De acuerdo?
—Bueno, pero le pasas la cuenta a mi papá.
—¡Cómo! ¿Qué has dicho, Carlitos…?
—Caray, qué bruto. Perdóname. Ya ves, se me escapan las cosas más elementales. Perdóname, por favor. Nunca rnás…
—Salud, mi tan querido Carlitos Alegre di Lucca.
—Salud, Natalia de Larrea y… ¿Y qué? Me parece que todavía no me has dicho tu apellido materno.
—Y Olavegoya.
—Caray, parece que uno estuviera hablando con la historia de este país.
—Olvidemos esa historia y concentrémonos en la nuestra, Carlitos. ¿Tú qué piensas hacer?
—Facilísimo. Quererte toda la vida y ser un gran dermatólogo, como mi padre y mis abuelos… Y bueno, claro, seguir siendo un buen cristiano.
—¿Tan fácil lo ves?
—Pues sí. Y además tenemos permiso de Dios, no lo olvides.
—Eres tú el que olvida que aquello fue un sueño. Un lindo sueño, Carlitos, pero nada más.
—No entiendes ni jota, Natalia.
—No, la verdad es que no.
—Pues te lo pondré de otra manera. Cuando se trata de un gran amor, Dios es absolutamente comprensivo.
—Perdona mi falta de respeto, pero creo que éste es el momento de recordar un dicho muy aplicable a nuestra limeña realidad y a nuestro entorno: «Y vinieron los sarracenos, y los molieron a palos. Porque Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos.»
—No sabía que eras tan pesimista, Natalia.
—¿Pesimista, yo? No me digas que has olvidado el escándalo que se armó el viernes? ¿Olvidaste ya que casi te matan?
—Eran cuatro contra uno, y aun así…
—Pues ahora será todo Lima contra nosotros dos. Un muchacho de diecisiete años y una divorciada de treinta y tres… ¿También te parece que aun así?
—Claro que sí. ¿O no me quieres?
—Te quiero mucho más de lo que tú crees. Te amo, Carlitos.
—¿Y tienes miedo, aun así?
—Ven aquí, loquito maravilloso. Bebe de mi copa y besame.
—Pero antes júrame que ésta es la última vez que dudas de que hoy es domingo.
—Le haces honor a tu apellido paterno, Carlos Alegre. Pero bebe de mi copa y bésame.
—Allá voy, Natalia, pero tú ándale diciendo a Luigi que traiga el postre y más vino. Sigo muerto de hambre, y además nos quedan miles de cosas por las cuales brindar.
Casi no durmieron, la noche de aquel primer domingo de su amor, y para Carlitos fue realmente horroroso arrancarse de los brazos de aquella mujer hermosa y anhelante que, desde el amanecer, le fue haciendo notar que más real no podía haber sido cada instante de lo vivido, y que por ello precisamente ahora navegaban hacia una nueva orilla llamada lunes, complicada, temible, abrupta.
—Pesimista —le decía él.
—Créeme que algo entiendo de todo eso, mi amor.
—Y tú cree en lo que dice mi abuela Isabel, que así se vive mucho mejor.
—Esta ciudad, Carlitos.
—Se diría que naciste en la calle de la Amargura, donde viven los hermanos Céspedes, je…
—¿Sabes que he decidido hablar con tu mamá? ¿Y con tu padre, también, si es necesario?
—Me parece muy bien, Natalia. Mira que yo también había pensado contarles todita la verdad a los mellizos. Me verán con esta cara, y por supuesto que querrán saber qué me pasó.
—Amanece lunes, Carlitos. Durmamos un poquito, siquiera, para que no llegues tan cansado donde tus amigos, anoche le dije a Cristóbal que llamara al chofer para que te lleve en el otro automóvil. Te puede llevar todos los días, si quieres.
—¿Viviré aquí, mi amor?
—Ya lo creo, siempre que tú lo desees.
—¿Y tú?
—¿Adónde, si no? Ésta es nuestra fortaleza. La tuya y lamía. Y para siempre, si tú lo deseas.
—Sí, este huerto maravilloso y esta casona cinematográfica serán nuestra fortaleza. Nuestra perfecta fortaleza árabe: muralla de piedra por fuera y jardín por dentro.
—Te amo, te admiro, y me gustas tanto…
—Yo creo que está amaneciendo domingo otra vez, Natalia de mi corazón…
—A ver, prueba guiñar el ojo izquierdo, Carlitos…
—No creo que salga bien, por ahora. Las cortinas están cerradas y aún no logro ver claramente… Por más que guiño y guiño…
—¿No? ¿No ves nada?
—Absolutamente nada. Pero, en cambio, a ti basta con tocarte un poquito por aquí, otro por allá, otro más por acullá, para que veas qué bien hablo, y eres puritito domingo, cuerpona…
—Lo tuyo sí que se llama pasos agigantados, miiiiii…
Pero fue aquel primer lunes de su amor el que realmente se les agigantó a ambos. ¡Y cómo! Primero fue Natalia, porque jamás creyó que la madre de Carlitos, su gran amiga Antonella, iba a cerrar filas con su esposo y con todo Lima. Increíble, cómo podía cambiar una persona en esta ciudad. Natalia la había conocido cuando llegó de Italia, recién casada con Roberto Alegre, y desde entonces ambas mujeres habían congeniado mucho. Además, Antonella había sido su gran confidente, durante su infeliz matrimonio, y hasta ese día, y prácticamente había sido la única persona que siempre quiso escucharla, que siempre la entendió, y que desde el primer momento estuvo cien por ciento de su parte. A aquella Antonella había acudido ese lunes Natalia, confiada en su comprensión, en su inteligencia y generosidad proverbiales, pero de golpe se encontró con una mujer cerrada y hostil, llena de prejuicios, y que tomaba en cuenta únicamente lo que la sociedad podía decir o pensar. De su amiga italiana, abierta e inteligente, sensible, cosmopolita y culta, aquel lunes por la mañana no quedaba absolutamente nada. Además, Antonella ni siquiera le habló en singular, y en ningún momento le dijo quee ella pensaba o creía o sentía algo. Habló siempre de su marido y de ella, en plural, y con un tremendo plural la puso prácticamente de patitas en la calle.