—Tú ponte detrás de nosotros y ni se te ocurra asomarte —le dijo Arturo a Carlitos.
—Ni siquiera la punta de la nariz, Carlitos —le recalcó Raúl.
—Pero ellos son como diez…
—Son doce, exactamente, Carlitos.
—Entonces ustedes dos necesitan mi ayuda.
—Sólo necesitamos que hagas exactamente lo que te decimos y que no te distraigas ni un solo instante.
—Y que te pongas aquí atrás, de una vez por todas, y no te muevas más, carajo.
—No sé… Yo creo que también debería participar con mi granito de arena, aunque sea…
Carlitos no había terminado de hablar, ni de ponerse detrás de los mellizos, cuando vio cómo dos de los doce contrincantes se iban de bruces al suelo con la cabeza rota. Y bien rota, parece ser, porque los diez que permanecían de pie y que tan presumida y corajudamente se habían dirigido a los mellizos y a él con sorna y amenazas como que de golpe ya no sabían muy bien qué hacer, ni siquiera qué podía estar ocurriendo en ese patio de estudios, repleto de muchachos que iban de un lado a otro o que se disponían a ser testigos carcajeantes del rito.
—¿Otra pedradita más? —les preguntó Arturo.
—¿Otro hondazo más? —les precisó Raúl.
Y como los otros no respondieron ni afirmativa ni negativamente y más bien continuaron ahí, bastante en pie de guerra, todavía, algo mágico pasó porque un tercer miembro del grupo se vino abajo, medio despalancado, y hasta rodó un poquito hacia la derecha con la mano bien pegada a la frente.
Y ahora eran nueve los que quedaban de pie, pero siempre bien compactos y como queriendo pelear todavía. Y los mellizos ni se movían ni nada, sólo los miraban cara a cara, bien machotes, eso sí, y jugándosela, cuando el cuarto miembro del grupo recibió un impacto total en la mocha y, plum, al suelo también y como rodando.
—Yo lo más parecido a esto que he visto es el bowling —dijo Carlitos, asomadísimo, a pesar de los buenos consejos recibidos.
O sea que del grupo de los ocho salió un pedrón que le acertó en pleno pecho y lo escondió de nuevo, ahí atrás, todo asfixiado, pero nada grave, felizmente, aunque sí lo hizo perderse la feroz respuesta de los inmóviles mellizos, bastante dueños de la situación, siempre y cuando al huevas triste este de Carlitos no se le ocurra asomarse de nuevo. Cuatro hondazos que sabe Dios de dónde salían ni quién los disparaba tan certeramente, en aquel patio de estudios, realmente diezmaron al grupo de las tijeras y el betún, reducido a tres, ahora, porque hubo un desertor y todo. Y entonces sí que cachimbos e iniciantes quedaron en tres por bando, la idea de un largo y alcohólico recorrido inmundo y rapado por calles y bares de Lima quedó descartada, de mutuo acuerdo, y ahora lo que iba a armarse era una trompeadera más o menos de igual a igual, aunque no tanto, la verdad, porque Carlitos no había vuelto a asomarse debido a las dificultades respiratorias que lo tenían doblado en dos ahí detrás de los mellizos.
—Una tregua para llevar a nuestro amigo hasta esa banca, para que haga unos ejercicios de inhalación-exhalación —les dijo, entonces, Arturo, a los tres contrincantes.
Pero éstos se miraron entre sí y respondieron que nones, con la cabeza, de puro brutos, la verdad, porque un nuevo hondazo voló desde algún punto secreto y muy bien escogido, en los altos de ese patio, e infaliblemente el grupo contrincante se quedó con un embetunador-peluquero menos, que se retorcía ahora en el suelo, como un palitroque de caucho y no de madera.
Y ya estaba a punto de arrancar el primer asalto del combate de box a ocho manos, que, indudablemente, no tenía arbitro alguno ni iba a tener tampoco reglas ni guantes, ni asaltos sucesivos ni nada, salvo enfermería, claro, por tratarse de una facultad de medicina, cuando un pedrón tan furibundo como inesperado impactó con científica exactitud el sistema respiratorio completito, se diría, probablemente del mismo tipejo que dobló al ya recuperado y reasomado Carlitos, quien ahora les rogaba además a los mellizos que se pusieran detrás de él, porque, la verdad, yo no sé si fue el que acaba de tumbarme el que me lanzó a mí el mismo pedrón, primero, y el único que en realidad que se ha utilizado aquí abajo, esta mañana, o sea que, por si las moscas, me gustaría enfrentarme con el otro también, aunque limpiamente, esta vez, sí, con usted, con quién más va a ser, so cojudo, no se me haga el loco, entonces, y ya métase su betún al culo y cuádrese de una vez por todas, oiga usted. Lo malo es que en el otro grupo, que diezmado y reducido al máximo se retiraba lenta y tambaleantemente en dirección a la enfermería, parece que nadie estaba acostumbrado a hacer absolutamente nada limpio ni muy valiente, tampoco, nunca, y menos aún cuando me quedan tres al frente y yo he pasado de doce a ser yo solito, razón por la cual, mejor… Y el pobre diablo ese restante levantó los brazos, primero, luego les enseñó que en las manos no le quedaban ni fuerzas ni ganas, sólo pánico, y que de betún y tijeras ya ni el recuerdo, y hasta habría sacado pañuelo blanco, seguro, pero qué pañuelo iba a tener, y mucho menos blanco, además, en su inmunda vida, el pobre diablo ese.
Conmiserativos, los mellizos aceptaron el apretón de manos en paz que les propuso su ex rival, y al final el propio Carlitos le dijo que bueno, que él también estaba dispuesto a estrecharle la mano, pero siempre y cuando me jures por tu madre que tú no fuiste el que me tiró ese pedrón cobarde, sino el tumbado ese de ahí.
—Fue él, sí.
—Bien. Mi nombre es Carlos Alegre. Mucho gusto. Y ahora ayuda a tu amigo a inhalar y exhalar lento y profundo, que yo acabo de pasar por lo mismo, casi.
Los mellizos, Carlitos, y cuatro honderos cusqueños de comprobada puntería, que habían estado estratégicamente apostados en los altos del patio, cada uno por su rincón pero sincronizados al máximo, los cuatro, con tan sólo una miradita, un silbidito o un guiño de ojos, y sumamente útiles en ocasiones como ésa, terminaron celebrando su impresionante victoria con varias ruedas de cerveza en el D'Onofrio de la avenida Grau, extraña y muy limeña mezcla de fina heladería, pésima o correcta licorería, según fuese nacional o importado el producto, pastelería con activa mosca justo en los alfajorcitos que yo quería, qué asco, caracho, mira, exquisita chocolatería casi sin uso, salón de té y simpatía para tres señoras despistadas o en pleno venimiento a menos, y cantina de mala muerte, según las horas del día, además. El amplio local abría bien amplio, bonito y limpio, por las mañanas, y luego, a medida que avanzaba el día, como que iba abdicando de su calidad de apto para todos los públicos y empezaba a convertirse en alborotado punto de encuentro de artistas sin arte y bohemios con tos, de algunos peñadictos y criollos guitarristas y cantantes de bufanda y emoliente, y, ya después, por la noche bien entrada y cubierto el piso de aserrín, en lugar de aterrizaje para chicos de familia todoterreno que iban o volvían de los burdeles de la Victoria, algún posible Colofón agonizante desde muy joven, policías y ladrones, en franca confraternidad, más gente que estuvo en cana prontuariada y todo. Era un sitio abierto a infinitas posibilidades, el D'Onofrio de la avenida Grau, y por supuesto que también había tenido su
belle époque,
la semana que lo inauguraron, uf, hace ya la tira de años, qué sé yo…
—¿Y esos tipos, además de ser cusqueños y honderos, qué hacen? —les preguntó Carlitos a los mellizos, en una de las muchas oportunidades en que los cuatro se dirigieron al baño para achicar la bomba, en vista de que ningún peruano mea solo.
—Cobran y festejan cuando ganan, como ahora, o si no, pierden y se joden unos días, me imagino.
—¿Y ustedes de dónde los sacaron?
—Nos pasaron el dato.
—¿Y por qué no me avisaron nada?
—¿Habrías aprobado nuestros métodos?
—Bueno, eran doce contra tres…
—Y pudieron ser veinte, también.
Hacia las nueve de la noche, Carlitos ya ni siquiera sabía si lo que quería era achicar la bomba o no. Los amigos cusqueños, por su parte, cobraron, mearon de una vez pa' todo el año, porque el asunto duró como mil horas, esta vez, se despidieron con abrazos andinos y costeños, se cagaron en la selva, eso sí, muy probablemente porque entre los aborígenes la cosa es con flechas y cervatanas envenenadas y la incomparable puntería selvátiva se las arregla hasta para reducirle a uno la cabeza, tras haberse devorado el cuerpo, todo a traición, por supuesto, chunchos chuchas de su madre, les dejaron tarjetitas publicitarias del negocio, para que las repartieran e ir así haciendo empresa, tarjetitas con los colores patrios y un mapita del Perú sin Amazonía, por supuesto, y se lanzaron autóctonos a la noche y sus consejos.
Muy distinto fue el rumbo histórico que tomaron los mellizos y Carlitos, o lo que quedaba de él. Iban en el cupé verdecito de los mellizos, rumbo a la calle de la Amargura, donde Molina debía estar esperando a Carlitos, como cada día, cuando regresaba de clases, aunque ésta era la primera vez que el joven novio de doña Natalia no tenía cuándo llegar, qué le habrá pasado, caray, pero yo de aquí no me puedo mover. Molina y el Daimler, ambos por rubios Albión, por carísimos y hasta por uniformados y nunca jamás vistos ni imaginados, siquiera, por aquella avenida Grau en la que quedaba la Escuela de Medicina de San Fernando, muy cerquita ya al límite entre el bien y el mal, o el rojo, pero de burdel, y el negro, pero de raza esclava importada del África, más una clase media ya sin medios y unos prostíbulos de a dos por medio, un proletariado y su lumpen y, en fin, de todo, como en botica, pero
really made in Perú,
Molina y el Daimler, a cuál más caro en lo suyo, jamás deberían ni siquiera acercarse por esa jungla de asfalto y navajas, porque ipso facto serían asaltados, golpeados, desvalijados y revendidos, cada uno a su manera, por supuesto, de la misma forma en que a los mellizos y a Carlitos les habían preparado una comisión de bienvenida, que sí, que sí correspondía a una vieja práctica estudiantil, pero que no, que no era exactamente la práctica habitual, sino, digamos, algo especialmente hecho a la medida, blanquinosos de mierda. Y, por lo demás, si el noble y fiel Molina hubiese decidido que su deber era llevar y recoger al joven Carlitos de sus clases, lo más probable es que se hubiese quedado sin automóvil, de entrada, porque un señor Daimler jamás hubiese aceptado recorridos de tan baja calidad y hasta hubiese optado por el suicidio, estamos convencidos.
Pero bueno, las cervezas y el peligro a veces pueden tener notables, históricas y hasta patrióticas consecuencias. Porque, mientras Carlitos ya no acertaba ni a achicar la bomba, expresión que, por lo demás, jamás había oído en su vida, hasta ese día, entre copa y copa a los mellizos se les había ido subiendo a la cabeza la gran victoria obtenida esa mañana ante doce tipos, que, a lo mejor, ni estudiantes eran, o son resentidos apristas o rabanitos comunistas, estudiantes profesionales, huelguistas y camorreros, carajo, una gran victoria obtenida nada menos que en el barrio de La Victoria, o en el límite, que da lo mismo porque todo se está yendo a la mierda en la Lima antigua, y ahora, nuevamente por la avenida Grau, pero en el sentido contrario y como quien regresa a la civilización, se toparon nada menos que con el Caballero de los Mares, el Héroe Máximo, el almirante Miguel Grau, esperando ahí de pie, en su estatua, siempre ahí arriba y alerta en la defensa de la patria, caballero, señor, hombre, varón, y macho, mirando al horizonte en busca de aquel barco enemigo y, bueno, también de aquellos barcos peruanos que le fueron a traer de Europa con colecta nacional de joyas, piedras y metales preciosos, o sea, de la gente decente y blanca y bien, y no los cholos de mierda de esta mañana, porque a ésos no les da ni para un diente de oro, a los que nosotros tres, sí, carajo, tres contra todos, espantamos como moscas, esta mañana, y así también el Caballero de los Mares, que al final se quedó sin joyas y sin barcos y sólo a punta de huevos, el pobre héroe… En fin, lo de los mellizos Céspedes era ya toda una proclama en la que se mezclaban la historia con la trompeadera, y la plaza del almirante Miguel Grau la cruzaron realmente inflamados, los tipos, hazaña tras hazaña, mientras Carlitos, todo despatarrado en el asiento posterior del cupé del 46, lograba meter su cuchara, de rato en rato, cada vez más aguafiestas y borracho, eso sí, y cuantas más batallas y broncas y entreveros se jactaban de haber vencido los mellizos, más les recordaba que, bueno, qué valientes estuvimos todos, creo yo, pero jamás tanto como el almirante Caballero y además con la ayuda de cuatro honderos cusqueños.
—¡El almirante dejó familia! —exclamó Arturo, de repente, como quien descubre América y sus consecuencias.
—¡Hay descendientes del Caballero de los Mares! —gritó Raúl.
—¡Seguro que hay nietas o biznietas! —se pasó una luz roja Arturo.
—Ojalá sólo sean dos —gargarizó Carlitos, incomodísimo con tantas piernas propias en el asiento de atrás, pero lo suficientemente lúcido aún para añadir—: Hemos llegado al momento culminante del estrellato del día de hoy. El climax, que le dicen.
—¿No te das cuenta, Carlitos?
—Ya dije que ojalá sean dos, no más, por amor a Dios.
—¿Pero tú nos ayudarías? ¿Tú las llamarías por teléfono, por ejemplo? Recuerda lo bien que llamaste a las chicas Vélez Sarsfield.
—Las amazonas, sí… Siempre recuerdo a Melanie… Y francamente no creo que ustedes puedan olvidar jamás la equitación, je, je…
—¿Nos ayudas, Carlitos?
—No. Llamen a los honderos cusqueños.
—No jodas, pues, hermanito.
—Piénsenlo bien… El polo y la equitación y todo eso… Recuerden… Porque esta vez, a lo mejor, los llevan a la guerra en altamar y eso también requiere sus disfraces…
—Uniformes de la patria, Carlitos. Te estás cayendo de la borrachera.
—Me estoy cayendo al mar, sí, y no sé cómo voy a flotar con la cantidad de piernas que me han brotado… O es que este carro de… de… de
mier
novecientos cuarenta y seis no está preparado para llevar un ciempiés en el asiento de atrás…
—Ya llegamos, Carlitos. No te duermas. Estamos en esta casa en la que tanto estudiamos…
—¿Y Molina?
—¿No lo ves, parado ahí?
—¿Y Martirio?
—Consuelo, Carlitos.
—Colofón.
—…
—Colofón, carajo…
—…
—Que conste que yo no he preguntado: ¿Y Colofón? Yo sólo he dicho Colofón.