El huerto de mi amada (17 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: El huerto de mi amada
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Pues sí. Las cosas siempre pasan así. Y ahora Carlitos acababa de tocar el timbre en casa de los mellizos Céspedes y clarito había oído el funcionamiento del primitivo mecanismo para abrir una hoja de la puerta de doble batiente, desde el segundo piso. Se trataba de un largo cordón atado con un simple nudo a la manija lateral de la cerradura, que luego corría muy mal oculto bajo el pasamanos de la escalera, y que alguien jalaba desde los altos para no tener que bajar cada vez que tocaban. ¿Por qué, entonces, alguien bajaba ahora tan rápido? ¿Por qué con tanto ruido y como a borbotones? ¿Por qué, si además el picaporte de la puerta ya había obedecido y ésta está ya entreabierta? Carlitos empujó, y estaba abriendo, cuando una especie de costalón repleto de papas o algo así se estrelló contra el batiente y se lo clausuró de un porrazo en la nariz, que ahora le sangraba profusamente, mientras que, adentro, del otro lado del accidente, alguien gemía muy suavecito a la altura del suelo, como si no quisiera molestar a nadie con su muerte. ¿Qué hacía, tocaba de nuevo o no? Molina se había marchado sin enterarse de nada y él felizmente llevaba un buen pañuelo en el bolsillo posterior del pantalón. Carlitos se tapó la nariz, reconoció que el gemido era femenino, lo encontró muy dulce y realmente precioso, pero sobre todo sobrecogedor, y miró la hora en su reloj porque parece que esta mañana me ha dado por molestar por donde sea que llamo o toco. Pero eran las nueve de la mañana y él últimamente siempre había llegado a esa hora, puntualísimo.

—Soy yo, que llego a las nueve en punto —dijo Carlitos, pero claro, el pañuelo como que emitió muy mal aquel mensaje nervioso y urgente.

Y también los gemidos que le llegaron del otro lado de la puerta eran de una falta de claridad total, aunque su dulzura y belleza fueran in crescendo y empezaran a inquietarlo sumamente, pero también a conmoverlo sobremanera. Y es que, la verdad, quien fuera que gimiera, ahí atrás de la puerta, era incomparable en lo suyo, hasta el punto de que Carlitos había asociado la abundancia cada vez mayor de sangre que fluía de su nariz, a pesar del pañuelo tan rojiblanco ya como los colores patrios, con una mágica capacidad de aquel gemir para hacerlo a él manar y manar sangre, entrañablemente, como si la suya, además, no fuera sangre manada sino derramada por una causa noble. Carlitos volvió a mirar su reloj, y habían pasado nada menos que siete minutos, desde la primera mirada. Y como al octavo minuto el gemidillo se adelgazó, agónico y tristísimo, casi tísico, o, en todo caso, de un romanticismo entre alarmante, por real, porque golpazo sí que había habido, díganmelo a mí, si no, y sublime, porque nadie se golpea tan fuerte y después se queja tan lindo, como al octavo minuto, que ya iba para noveno, el hilo de voz se adelgazaba hasta extinguirse, él no pudo más, de lo que fuera, porque de amor si que no iba a ser, ya que ni idea de quién podría ser el costalote de papas, además, y emitió otro mensaje a través del pañuelo bañado en sangre: ¿Era usted, doña María? Pues parece que esta vez sí le entendieron, porque ni qué decir de la manera en que el gemidito le respondió que no, como reclamando derechos de autor, y volvió a gemir más enternecedor y romántico que nunca, como quien reclama además una mayor atención y finura de oído y percepción, y, cómo no, mejor gusto, también. Con el rabo entre las piernas, ahora, él se atrevió a preguntar, esta vez: ¿Eres tú, Martirio?, y la que se armó de gemiditos al otro lado del accidente. ¿Soledad, eres tú…? Esta vez ni le contestaron. ¿Concepción…? Pues el gemidillo ahora sí parecía haberse evaporado, desvanecido, muerto, mientras él se desesperaba porque ya iban a ser las nueve y cuarto y tanto silencio empezaba a resultarle insoportable. Y a las nueve y veinte, ya con las lágrimas en los ojos, Carlitos emitió su último mensaje: Siempre supe que esto me ocurriría, por no recordar bien tu nombre, sea quien sea la que está ahí detrás, aunque doña María no es y la chica que viene a limpiar no puede ser, porque ella llega más tarde. Siempre supe que esto me ocurriría, pero si eres la hermana de los mellizos, tú también deberías saber que yo soy la persona más distraída del mundo y que siempre me confundo con tu nombre, para mi desesperación, sobre todo ahora. A Carlitos le pareció haber oído un gemidillo placentero, y repitió: Sobre todo ahora, sí, ¿sobre todo ahora…? Y clarito oyó que el gemidillo como que despertaba de lo más complacido, y ello le dio el valor para agregar: Pero, cómo decirlo, porque todavía no he terminado, ¿sabes? Bueno, sí, ya: Pero también yo sangro, y, de hecho, estoy sangrando hace veinte minutos y ya se me acabó de empapar el pañuelo… El gemidillo como que recorrió su propio hilo de voz, al revés, y de pronto se convirtió claramente en gemidito, otra vez, y se puso cantarín como sólo él. Y Carlitos se alegró infinitamente y anunció que iba a tocar el timbre de nuevo. Y tocó… Alguien le abrió desde los altos, al cabo de buen momento de silencio total, cuya duración, él, en su ansiedad, no logró controlar, pues olvidó de mirar su reloj. Luego, empujó la puerta, con gran cuidado, pero ahí no había absolutamente nadie y arriba estaba Arturo, aunque algo o alguien, sí, eso lo logró ver él muy claramente, pero con un efecto retardado por la sorpresa, algo o alguien gateó junto a la pierna de Arturo, allá arriba, justo cuando Carlitos miraba y empezaba a subir, un bulto o algo, una falda gateando de espaldas o un costal blanco se escabulló entre la pared y la pierna de Arturo, que, por supuesto, no había visto absolutamente nada y lo atribuyó todo a las distracciones de Carlitos, también el cabezazo que te has dado, claro que sí, más de una vez te ha ocurrido, recuerda, por tocar pensando en las musarañas y entrar antes de que alguien te abra, sólo a ti te pasan esas cosas, hermano, y por supuesto que Carlitos ya no insistió en que ni el hombre más despistado del mundo, ni el más borracho, se tropieza y desencadena con ello todo un mundo de ternura, de cariño, de silencio, de ansiedad y de…

Pues ya lo creo. Las cosas siempre pasan así. Y a la hora de almuerzo, Carlitos volvió a llamar a Erik von Tait y a Melanie. Con Erik quedó para comer, esta noche, y con Melanie en que pasaría a verla a eso de las seis, o siete, porque con los mellizos hemos quedado en estudiar unas horas también por la tarde, aunque hoy sea sábado. Carlitos almorzó muy rápido, y le pidió a Molina que lo llevara también muy rápido a Lima, donde los Céspedes, y que a eso de las seis regresara por él.

—El día como que se me ha empezado a complicar —le comentó Carlitos al chofer, mientras regresaban esa tarde a la calle de la Amargura.

—Bueno, pero al menos parece que los mellizos nos han devuelto el Daimler —le replicó Molina, agregando, al ver que el joven Carlitos permanecía mudo como una tapia—: Por lo menos hasta su próxima salida. Y qué nueva genialidad se les ocurrirá, entonces.

—Prefiero no imaginarlo —le dijo, por fin, Carlitos, aunque con un tono de voz que realmente lo invitaba a cambiar de tema.

—¿Y cómo van esa pierna y esa nariz? No me había fijado en que el reloj también le dio su testarazo…

—Molina, con su perdón, ¿podría no hablarme de mellizos ni de relojes? Ni mellizos ni trillizos ni nada, por favor. Y en cuanto a los relojes, ni siquiera de pulsera. Porque créame que ésos también golpean, cuando quieren. Muy a su manera, pero también golpean. En fin, yo me entiendo.

Estas últimas palabras del joven Carlitos dejaron sumamente preocupado a Molina, pues las encontró tan descabelladas que pensó que, sin duda, el exceso de estudio más el insomnio de la soledad al tictac, como la bautizó él mismo, lo andan desquiciando al pobre, como a don Quijote. Mucho libro y mucho pensar. La receta le parecía fatal a Molina, que poco a poco se había ido encariñando con el joven
amigo
de doña Natalia, y que ahora se alegraba de que ella regresara esta misma noche, para poner un poquito de orden en todo este extraño asunto. Como siempre en los casos complicados, y éste lo era, y mucho, para el alto y rubio Molina de años y años en esa familia, sus pensamientos y nostalgias desembocaron rápidamente en el recuerdo sagrado de don Luciano y doña Piedad. Cómo habían sufrido ese gran caballero y esa gran dama con todos los problemas que les acarreó la inmensa belleza de su hija. Y si la vieran ahora, ah, si bajaran del cielo y la vieran ahora, bella como siempre, y con un muchachito de diecisiete años. Bella como siempre, y más, tal vez… Porque para don Luciano, sobre todo, los horrores vividos por esa hija adorada, pero que lo llevó por la senda de la amargura, se debían todos a su belleza incomparable. Molina siempre recordaba una conversación que tuvo lugar en el asiento posterior de otro cochazo de los señores, uno muy anterior a éste. La señorita Natalia tendría unos quince años, entonces, y estaba sentada ahí atrás, junto a sus padres, cuando el padre Nicolás Villalba, un jesuita español que visitaba a menudo la casona de Chorrillos, dijo:

—¡Cuánta belleza te ha dado Dios, hijita!

—Pues ruéguele usted a ese mismo Dios que ya no le dé más belleza, padre Villalba —como que lo contuvo en sus halagos, casi proféticamente, don Luciano.

Y ahora Molina metido en este nuevo enredo de doña Natalia, o de la niña Natalia, porque la conoció siendo una niñita, o de la señorita Natalia, porque también condujo el coche que la llevó, vestida de blanco, pero llorando a mares, rumbo al altar. Un enredo mucho más moderno, el actual, sin duda alguna, o es que él se estaba haciendo viejo, pero en todo caso en esta oportunidad nadie era malo en la historia, salvo, claro está, los mellizos estos Céspedes, pero bueno, lo suyo en este caso es un papel totalmente secundario y, además, con lo brutos que son, no creo que la maldad les alcance para mucho… Pero ya estaban en la calle de la Amargura y el joven Carlitos está servido y a la seis en punto me tiene usted aquí de nuevo para llevarlo donde su amiga, la señorita Melanie.

Eran las seis y cuarto de la tarde cuando los mellizos dijeron basta por hoy y cerraron los libros, porque ya desde la mañana, además, Carlitos no había logrado concentrarse bien, y esa tarde, sobre todo, no había cesado de incorporarse para ir al baño un ratito, como si algo se le hubiera perdido por ahí. Y los mellizos se miraban entre ellos, no sin cierta complicidad e inquietud, pensando sin duda que el tipo este sabe muy bien quién se rodó la escalera al abrirle la puerta por la mañana. Pero esto era lo más extraño de todo, precisamente porque Natalia llegaba esta noche, y porque en los meses que llevaba viniendo a estudiar a casa de ellos, Carlitos con las justas se había fijado en Consuelo, casi nunca acertó con su nombre, e incluso en más de una oportunidad pensó que se había equivocado nuevamente con el vecino de los bajos, se disculpó ante Consuelo por haber tocado un timbre que no le correspondía, o por haberse metido ya en otra casa, dio media vuelta, se confundió aún más, y terminó metido por el corredor de la anémica bombilla que llevaba al comedor, cocina y dormitorios, de donde ellos mismos habían tenido que rescatarlo rápidamente, porque un poco más y el pesado éste termina en el techo inmundo y descubre incluso el cuartucho de Colofón, maldita sea. Y maldita sea, ahora también, porque golpeada y herida como estaba, tirada ahí ante la puerta de la calle, Arturo había logrado ejercer su habitual terror sobre su hermana, obligándola a gatear escaleras arriba antes de abrirle la puerta a Carlitos, esa mañana, para que no viera el bochornoso espectáculo de Consuelo rodándose una escalera de amor, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, qué gran vaina, mierda, pero el tipo parece que alcanzó a ver algo, sin embargo. Bueno, bastaba con seguírselo negando, y que Carlitos se dejara de compasiones y esas huevadas, aunque tampoco estaba mal que empezara a fijarse un poquito, siquiera, en Consuelo, cuando ellos hace rato que no se hacían mayores ilusiones al respecto, y hasta las habían perdido ya casi del todo, por más buenazo e ingenuo que fuera Carlitos, o, en todo caso, a Consuelo se la reservaban para tiempos aún lejanos, para el fin de la carrera médica y el momento en la vida en que los jóvenes empiezan a casarse y eso, porque los mellizos Céspedes habían concebido la vida como una inmensa sucesión de partidas de póquer, y también Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni nada, mierda, la misma vaina de siempre, y para siempre, carajo, era una carta marcada que ocultaban para una partida de mayor envergadura, aunque de gran riesgo, por supuesto, de la misma manera en que Cristi y Marisol formaban parte de una apuesta de mucho mayor calibre, sumamente arriesgada y con las últimas cartas sobre la mesa, para la cual aún les faltaban muchos años de roce social, de experiencia, de preparación y de aprendizaje permanentes, en fin, un largo y a veces espinoso camino, malditas hermanas Vélez Sarsfield, conde Lentini de mierda, Molina jijuna la gran pepa, olvida ya, Raúl, lo intento, Arturo, pero jode, y a ver ahora qué le pasa a este Carlitos que ya dos veces esta tarde como que se ha ido del todo de los libros y nos ha empezado a preguntar por el gemidito ése, ¿a qué gemido del diablo se puede referir este loco del diablo, si yo mismo he encerrado con cuatro llaves en su dormitorio a Consuelo y su pata luxada y el codo ese todo lastimado…?

—Bueno, ya debes de haber meado hasta el alma, compadre, creo —le dijo Raúl Céspedes a Carlitos, cuando regresó del baño por enésima vez.

—No nos jodas con que la próstata a los diecisiete años, ahora…

Por toda despedida, Carlitos se dirigió a la escalera, jaló el cordón que la pobre… La pobre… Y se la jugó el todo por el todo con lo del nombre, cuando dijo: Rezaré mucho por ti, Consuelo… Después bajó entre unos gemiditos con sordina, pero muy hermosos y tiernos, aun así. Y claro que eran de Consuelo y que la sordina era la puerta de su dormitorio cerrada con cuatro llaves, porque esa carta marcada llevaba un traje muy feo, esa mañana, y para su partida de póquer faltaban años, todavía.

—Rezaré mucho por ti, Consuelo —le repitió Carlitos, mientras empezaba a bajar cuidadosamente la escalera, aunque también en su encierro adolorido a la pobre Consuelo aquella voz le parecía que era, pero también que no era, y claro, ni ella ni él cayeron en cuenta en ese momento que también los mensajes de Carlitos habían sido emitidos sin el pañuelo de esta mañana, y se prestaban a serias dudas.

Hay que ver la manera en que las cosas siempre pasan así. Porque ahora Carlitos estaba sentado con Melanie en una suerte de gigantesca corte del rey Arturo o en una perfecta reconstrucción de interiores de una película de Robín Hood, pero en los buenos momentos de este personaje, o sea, cuando, con insolencia y porque la hija del rey medieval de turno, o incluso su esposa, enamoradas de él, tan bandolero y todo, pero Errol Flynn, al fin y al cabo, lo habían invitado a cenar al castillo de la Metro Goldwin Mayer, o sea, con todas las mejoras de la técnica moderna y de las películas de gran presupuesto. Melanie, más niñita que nunca, parecía un añadido de porcelana de Sévres, o de cristal de Bohemia, poco o nada a tono con el decorado obligatoriamente tudor, de espadones, lamparones, vasijas y jarrones de metal, copones de vino, y hasta algunos arcos y flechas y varias cabezas de jabalí, realmente en franco contraste con tanta fiereza, con tanta piedra, ladrillo, metal forjado. Melanie, estaba pensando Carlitos, sentado junto a su amiga, resulta demasiado frágil entre tanto caserón y la chimeneota esa de piedra, por ejemplo, Melanie se puede romper en cualquier momento, aunque la verdad es que fue ella quien casi lo rompe a él con las primeras palabras de una conversación tristísima.

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