El huerto de mi amada (21 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: El huerto de mi amada
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—Circulen, circulen —dijo alguien en la cola negra—, que también nosotros queremos expresar nuestro dolor.

Y es que los mellizos realmente se estaban adueñando de la situación y ya estaban a punto incluso de sacar una tarjeta de visita.

—El dolor no es igual para todos, ni el calor tampoco —dijo el borrachito Elias, que arruinó un gran porvenir de médico, de copa en copa, pobre hombre, porque bueno era, y mucho—. No, señores, no son iguales para todos, el dolor y el calor, o sea que avancen porque también hace sed…

A Carlitos le estaba entrando un ataque de risa, cuando los mellizos, que llevaban anteojos de sol para ocultar las lágrimas, sí, hermanito, decidieron emprenderla con su dolor y su pena y acompañarlo hasta la muerte, bueno, hasta la muerte, hoy, no, claro, pero, digamos que… Porque lo de la señora Isabel Santolaya, viuda de Alegre, tu abuelita paterna, Carlitos, tiene que… tiene que… Lo que tiene que haber sufrido esa gran dama de la caridad y la religión…

—La verdad —les soltó Carlitos, y esto jamás se sabrá si fue distracción o la única manera que encontró de taparles la boca a ese par de animales y salir de ellos—, la verdad es que no saben cuánto me alegra que mi abuela ya llegara muerta, hoy: con lo mucho que detestaba ella los entierros y cementerios…

Carlitos regresó con su padre hasta la casa de la avenida Javier Prado. Volvieron solos, y se dijeron alguna que otra cosa con afecto y respeto subrayados, pero fundamentalmente los acompañó un profundo silencio, que don Roberto sólo interrumpió al llegar a la puerta de ingreso de automóviles. El había preferido que ni su madre ni sus hermanas fueran al cementerio, entre otras cosas porque en Lima es muy excepcional que las mujeres asistan a los funerales, aunque se trate del de una mujer, como ha sido el caso. Pero bueno, lo que quería decirle su padre es que, si lo deseaba, podía quedarse en la casa y pasarse unas horas con su madre y sus hermanas y unos cuantos parientes y amigos muy íntimos. Y después tú mismo verás lo que haces, Carlitos, pero lo que no voy a ocultarle a un hijo mío es que estoy recurriendo a cuanto abogado y ley existen en este país para ponerle punto final a una relación que considero nefasta para él.

—Y no se hable más, hijo.

—No, claro, papá…

Don Roberto había regresado manejando muy despacio, como para alargar ese triste trayecto con la única finalidad de decir las cosas que Carlitos acababa de escuchar. Y ahora la abuela Isabel, su madre, no estaba en casa, y él se daba cuenta de ello por primera vez, se daba cuenta de ese vacío, y de que había regresado tan despacio también para alejarse lo más lentamente posible de su madre para siempre en un cementerio. Pero bueno, había que entrar por primera vez sin la abuela y todo había acabado y ahora un rápido duchazo, ropa ligera y limpia, y una buena copa, por Dios…

Pero todo no había acabado ni acabaría nunca, parece ser, porque lo primero que vieron el doctor Roberto Alegre y su hijo Carlitos, al entrar en la casa, fue a Cristi y Marisol sentadas con los mellizos Céspedes, que, por supuesto, eran tan, tan amigos de tu hermano, hasta dermatológicamente hablando, Marisolcita, que ni siquiera en la sala se habían quitado los anteojos de sol, por lo de las lágrimas que a uno se le escapan, como es natural…

Los tipos llegaron en su cupé, los mayordomos los reconocieron, los tipos contaron que Carlitos y ellos acababan de ingresar a la universidad, los mayordomos, que aún ignoraban que Carlitos había ingresado, se alegraron mucho, los tipos aprovecharon para entrar y presentarse más y más y más, y luego, por una suerte de selección natural de las especies, fueron a dar al sofá dónde Marisolcita y Cristinita realmente no sabían qué hacerse con la parejita esta tan increíble y melosa, que, gracias a Dios, de pronto se incorporó y corrió para acompañar en su dolor también a Carlitos, no bien éste apareció por la sala, pero erraron en sus cálculos los inefables y tuvieron que sentarse de nuevo, porque, al verlos, el amigo dolido sí que salió disparado, ya no corriendo sino literalmente disparado, a llamar a Natalia para contarle las novedades que había en el frente…

Definitivamente, los mellizos Céspedes Salinas habían ingresado a esa casa porque nadie los largó a patadas, habían entrado aplicando su teoría del dolor de muelas o la pérdida de un ser querido, ¿quién se va a fijar en ti cuando le duele todo, hermano?, pero, además, el éxito obtenido y el estar ya incorporados a ese selecto grupo de parientes y amigos compungidos, Arturo, sí, selecto grupo, sobre todo, Raúl, como que hizo que el par de tipos se crecieran un poquito con anteojos negros, o sea, el colmo, lo que se dice el colmo, caray. Carlitos llegó disparado al teléfono, que no corriendo, porque esto lo menos que es, es increíble, esto es realmente notable, Natalia…

—Y lo menos que te puedo decir, mi amor, es que tenemos un nuevo Waterloo a la vista…

—No te entiendo nada, mi amor…

—¿Molina está ahí?

—Sí, creo que sí. Porque yo no sé qué hiciste tú con ese tipo, mientras estuve en Europa, pero ahora se ha trasladado al huerto con Daimler y todo.

—Pues tú cuéntale a Molina lo que acabo de decirte y, con toda seguridad, no sólo lo harás feliz sino que él te lo aclarará todo de pe a pa. Molina odia a los mellizos, Natalia. Y viceversa. Es divertidísmo el asunto. Porque en este mismo instante los mellizos están sentados en la sala con mis hermanas y unos falsos anteojos Ray-Ban para llorar, por si acaso…

—¿Y tú?

—Me quedo a almorzar con mamá y mis hermanas, pero a más tardar a las cinco estoy allá.
¿Okay?

—Por supuesto, señor.

Y mientras tanto, en la sala, Cristinita, que nunca había tenido pelos en la lengua, le dijo a Marisolcita, que tampoco los tenía, que ya estaba hasta la coronilla de tanto anteojo negro, y ésta le respondió: ¿Y a mí qué me vas a decir? Un minuto más y vomito.

O sea, que un resorte autoexpulsó a los mellizos del sofá, con bote y todo, porque claro, y cuánto optimismo, caray, había llegado el momento de incorporarse, en calidad de miembros de algo y de todo y de nada, que así es la vida, al menos por ahora, al selecto grupo de gente decente y multimillonaria y bien relacionada que nos trajo aquí, sí, señor, porque para algo vinimos, ¿no? Y bueno, por pasar, no estaban pasando ni café en ese selecto grupo, ni nadie se había puesto a hablar de política ni nada, pero ellos igual se incorporaron cada uno con un whisky gestual en la mano, un interés general por el estado de la nación, y hasta un cierto patriotismo y dígame usted, si no. Y claro, nadie los sacaba a patadas ni nada, o sea que ahí permanecían, confundidos con la élite, lo cual casi los mata de placer, hasta que, de pronto, apareció Carlitos buscando a sus hermanas, y tan campante les soltó que acababa de hablar con Natalia y que uno de estos días vengo con Molina, el chofer de un Daimler con salita posterior rodante, je, je, a buscarlas, para llevarlas a «El huerto de mi amada», que así se llama el lugar donde vivo ahora con Natalia, que sería feliz conociéndolas…

—Nunca habría pensado que fueras tan distraído, Carlitos —le dijo Marisol, al ver que el selecto grupito literalmente se desintegraba, ante tales palabras, y que don Fortunato Quiroga de los Heros se declaraba excedido por los acontecimientos y como que se daba a la fuga o algo así, mientras la señora Antonella y don Roberto, su esposo, daban las gracias al cielo porque, por fin, ya todo esto se acabó, pobre abuela Isabel, ella que odiaba tanto protocolo y ceremonia, por fin ya se fueron todos, que fue cuando los mellizos, que ni siquiera eran considerados o tenidos en cuenta en calidad de
todos,
se entregaron alma, corazón y vida a conversar con los muebles y los cuadros, y hasta con la casa, y, como nadie tampoco los expulsó ni los expulsaba, decidieron hacer mutis por el foro con una inmensa sensación de acierto completo y anteojos negros apropiados y hasta se despidieron de nadie con la convicción plena de haber estado superiores, precisos en nuestro hablar, e inolvidables, creo, Arturo, bueno, yo no diría tanto, yo diría que recordables, al menos, eso sí, pero ojo, que ése es don Antonio Santolaya y no vaya a ver que el cupé del 46 verde somos nosotros, ¿cómo?, quiero decir que el Ford de mierda viejo este es nuestro, espera que se vaya, espera, carajo…

Carlitos regresó a las cinco en punto y Natalia le ocultó, nada menos, que Fortunato Quiroga acababa de estar ahí y de presentarse ante ella convertido ahora en la voz de la razón y en un inmenso y muy generoso perdonavidas. Porque don Fortunato Quiroga de los Heros ya no podía seguir ocultándole su amor, tampoco, y que no tengo nada contra el chico, Natalia, un caballero olvida y, es más, perdona, pero tú, mujer, tienes que entrar en razón, tú tienes que dejarte de babosadas y yo de solterías y juntar nuestros destinos, hermosa, e incluso nuestros dineros, para no parecer presumido y hablarte de nuestras fortunas, aunque lo son, y muy grandes y reales, y juntar también nuestros reales apellidos, ¿me entiendes,
baby?,
porque mira tú que yo voy a ser el próximo presidente de este país y, aunque divorciada, pequeña desventaja, claro, pero nimia para ti y para mí,
baby,
mi nombre, mis legítimas ambiciones y mi destino me destinan…

—Pero si Manuel Prado acaba de ser elegido hace año y pico, Fortunato…

—¿«El teniente seductor»? Ese caballerito no dura un año más en palacio de gobierno,
baby…
¿Me sirves un whisky, por favor?

—Fortunato, querido, escúchame bien. Yo a ti no te sirvo un whisky, ni te sirvo tampoco para nada.

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque en esta ciudad una puta feliz no sirve absolutamente para nada, ¿y no me digas que no lo sabes?

—¡Hija de…!

—Eso mismo, Fortunato. Anda. Atrévete al menos a decirlo, por una vez en tu triste vida…

Pacco di merda,
estaba diciendo Luigi, a las cinco en punto de la tarde, mientras el Mercedes de don Fortunato Quiroga abandonaba el huerto a cuatro mil kilómetros por hora, derrapando en la curvita y todo, y, paralelamente, un viejo taxi de estación se ocultaba casi entre los rosedales para que el bólido loco este no me deje sin trabajo ni carcocha, joven, mire usted qué bárbaro, salir de una hacienda a esa velocidad…

—Huerto, señor. Esto es sólo un huerto —le explicaba Carlitos al taxista, mientras buscaba sonriente y confiado unas monedas que jamás había tenido en ningún bolsillo.

Natalia oyó llegar a Carlitos, miró las cinco en punto de la tarde en su reloj, y corrió a recibirlo como al amante pródigo, porque hijo habría sido incesto, claro, aunque se diría que hasta con incesto lo había esperado, tan grande había sido su temor de que todo y todos en su casa lo retuvieran, por más que, encima de puntual, su amante de los diecisiete años atroces hubiera cumplido con llamarla hasta en dos ocasiones, para darle lo que él mismo llamaba
partes de campaña,
probablemente por el enfrentamiento interno, intenso y hasta hiriente que había mantenido con ese entorno familiar unido por un duelo, pero que tan cariñosamente lo había recibido, sin embargo, contra todos sus cálculos y expectativas.

Pero Carlitos estaba de vuelta y no sólo había
comulgado
hasta con los muebles tan impresionantes de mi dormitorio, Natalia, cuando fui a vestirme de luto, después de visitar por primera vez el velorio de la abuelita, tan contenta con su muerte, tan sonriente y ya mirándonos a todos desde la gloria, qué duda cabe, sino que además había mantenido una larga conversación, muy parecida a la que tuve también con Dios, ¿te acuerdas?, cuando aquellos señorones enloquecidos me molieron la cabeza a palos, o algo muy similar, y, previo paso por la clínica Angloamericana, debuté en tu camota y alcoba, con tu perdón, y tuve aquellos como trances eróticos combinados con ensueños celestiales y con calmantes que los propiciaban, también, me imagino, tanto como mi fe en Dios y en nuestro amor y en su confianza y apoyo, o llamémosle solidaridad, cuando menos…

—Pero, mi amor, ¿con quién conversaste en el taxi, parecido a lo de Dios, que sí recuerdo perfectamente bien y me encanta? ¿Con quién, Carlitos?

—Con la abuela Isabel, que, la verdad, ya había empezado a conversarme durante el velorio, y continuó ahora en el taxi en que vine. Y mira tú que, con lo beata que era ella, compartía las opiniones de Dios acerca de nuestra relación y del sexo y de todo. De todo, sí, mi amor, porque yo la interrogué a fondo y sus respuestas eran igualitas a las de Dios, aquella vez. Y tanto, que era como si nuevamente me hubieran molido a golpes la cabeza y saliera llenecito de calmantes de la clínica y pasara contigo a una alcoba… Algo bien extraño, eso sí, porque la conversación ha durado horas, días y semanas y, sin embargo, lo único que me hacía temer que no iba a ser puntual contigo, que era dificilísimo llegar a las cinco en punto, a más tardar, era el taxi tan viejo en que venía, ¿o no viste la carcocha en que llegué y lo viejo que era también el chofer, tan viejos él y su carcocha que hasta pensó que un Mercedes que salía normalmente del huerto iba de supersónico por el mundo…?

Y mientras Carlitos continuaba con su entrañable discurso, Natalia se decía que ella, ni cojuda, cómo iba a preferir la presidencia de la república con el calzonudo de Quirogón, encima de todo, a un instante más, sólo un instante más, con un loco tan entretenido y entrañable como Carlitos Alegre, que, además, me prometió llegar a las cinco, a más tardar, y a las cinco en punto llegó en el automóvil más viejo de Lima, puntualísimo y feliz porque venía de sacarle lo único bueno que puede tener un entierro: conversar con su adorada muerta.

Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, hay que reconocerlo, actuaron con verdadero coraje y astucia, y también con entera solidaridad, cuando, de acuerdo a viejas prácticas estudiantiles, al empezar las clases de medicina en la escuela de San Fernando un grupo de alumnos de años superiores apareció, betún y tijeras en mano, para embadurnarlos a gusto y raparlos, a ellos dos y a Carlitos. Y a patearlos también y hasta a mearles encima, muy probablemente, antes de llevárselos un día entero por bares de Lima, obligándolos a servirles y pagarles la borrachera. Aquél iba a ser un día de esclavitud, de órdenes absurdas y matonescas, de empellones, coscorrones, escupitajos, y quién sabe cuántas salvajadas más, a medida que el consumo alcohólico fuera en aumento y el afán de venganza por los maltratos sufridos en carne propia, cuando a ellos les tocó ingresar a la universidad y verse convertidos en cachimbos, los fuera convirtiendo en verdaderas hienas entregadas con grosero deleite e inmundo furor al cumplimiento de aquel rito iniciático universitario.

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