—Bájate de una vez por todas, Carlitos…
—Colofón: Buenas noches, Molina.
—Hola, joven Carlitos… Viene usted…
—Este es el colofón de un gran día, Molina, aunque sinceramente le digo que, Dios quiera, entre la descendencia de don Miguel Caballero no haya señoritas que navegan, por ejemplo… En fin, usted me entiende…
—¿O sea que hay moros en la costa, joven?
—Y cuatro honderos cusqueños, oiga usted, Molina, pero aquí a los pobres como que, poco a poco, los hemos ido dejando sin gesta ni pasado imperial incaico alguno… Por robarles, creo que hasta les hemos robado sus hondas, ya.
—Me lo contará usted en el camino, joven, pero vamos, que la señora Natalia debe de estar bastante inquieta…
—Recuerdo haberla llamado hasta en dos ocasiones para explicarle que iba al baño a achicar la bomba…
—Eso fue hace ya bastante rato, le señalo.
—Pero mire usted. Para serle muy sincero, he pasado un hermoso día con los mellizos. El primero de mi vida, creo, ahora que ya no pueden oírnos. Y lo único que me preocupa, eso sí, es cómo odian los honderos cusqueños a los cervataneros amazónicos. Y todo esto mientras hablan de un amor inmenso por el Perú.
—No me cuenta usted nada nuevo, joven.
—Pues si quiere que le cuente algo novísimo, Molina, déjeme que le diga que también me preocupa inmensamente la posible descendencia femenina del almirante Miguel Caballero.
—Miguel Grau, Carlitos.
—Ése es el nombre de la plaza, pero no el de la estatua, Molina…
Carlitos dormía profundamente cuando llegaron al huerto.
Pues parece que existían muchas descendientas del Caballero de los Mares, de acuerdo a las exhaustivas averiguaciones que realizaron los mellizos Céspedes, a lo largo de varias semanas. Y todas pertenecían a estupendas familias limeñas, aunque no todas, eso sí, poseyeran una fortuna que mantuviera el lustre que debe acompañar a un nombre que los peruanos de buena y mala pro llevamos grabado con letras de oro y cañonazos en lo más hondo de nuestro corazón.
¿Qué hacer, pues? Bueno, por lo pronto enterarse bien de cómo eran esas descendientas, esperarlas en las salidas de sus casas, de sus colegios, de sus misas y cines dominicales, e ir anotando en la lista de nombres y direcciones que ya poseían los pros y los contras, para luego irlos sopesando poco a poco e ir procediendo finalmente por eliminación. La gran condición, el requisito sine qua non, para no caerse de esa lista, era, por supuesto, ser descendienta directa del Caballero de la Mar Alta y el ensangrentado océano Pacífico. Y había que ver a los mellizos entregados a su labor, estacionados estratégicamente en esta o aquella esquina, en distintas bancas y asientos de muy distintas iglesias y cines, en todo tipo de barrios, o corriendo de la salida de un colegio a la salida de otro, lápiz y papel en mano, preparando el primer borrador de descendientas, tachando, suprimiendo, volviendo a anotar, decidiendo que, claro, la gran ventaja en este caso es que no necesariamente tenían que ser hermanas, las descendientas, como Carlitos imaginaba, aferrado a la esperanza de que ellos no encontraran tres hermanas más de edad conveniente, como las Vélez Sarsfield, ya que en este caso todas tenían que ser primas, cuando menos, y en la selección final podían entrar, por qué no, alguna descendiente muy rica y otra que podía incluso vivir en una calle como la de la Amargura, en vista de que, aunque apenas se conocieran o frecuentaran, el profundo vaso comunicante que era el héroe las movilizaría a todas y las llevaría a comportarse con el debido respeto por la pariente pobre, a la rica, y con total familiaridad y desenvoltura, a la menos afortunada, aunque claro, también es cierto que eran ellos los que estaban dispuestos a taponear cualquier vaso comunicante que llevara desde los Céspedes Salinas de la calle de la Amargura hasta una descendíenta heroica cuyo padre no fuera un contribuyente importante de la república, cuando menos.
Ésta era una larga etapa en que los mellizos ni le tocaban el tema de las descendientas a Carlitos, salvo alguna pequeñísima consulta sobre los padres de alguna de ellas, cuando no lograban encontrar los datos necesarios acerca de una mayor o menor solvencia económica, por ejemplo, o cuando alguna información obtenida de segunda mano no parecía cuadrar en aquel verdadero padrón heroico al que Arturo y Raúl se habían entregado con científico rigor y altísima desesperación social. Carlitos, que jamás se había enterado de quién es quién en la ciudad en que vivía, recurría generalmente a Natalia, que sí que estaba perfectamente bien enterada de todo aquello, pero que en cambio habría dado íntegra su fortuna por haberlo ignorado siempre.
—Esos amigos tuyos nunca dejarán de sorprenderme, mi amor.
—A mí tampoco, la verdad. Y es que son realmente increíbles. Ahora, por ejemplo, asisten a clases puntualmente, toman sus notas y estudian, eso sí, pero yo creo que ni duermen pensando en el asunto de las descendientas del almirante. Por ahora, lo sé, me lo están ocultando, y es que no me necesitan para nada, o apenas, pero ya verás tú cuando hayan elegido a sus candidatas…
—Y ya verás tú también cuando hayan elegido a sus candidatas, si te eligen una para ti también… Te mato, Carlitos.
—Pero si alguna vez hablamos de que podía resultar positivo para nosotros que yo fuera visto con otras chicas. Podía calmar un poco tanta tensión con mi familia, y eso…
—Nada va a calmar ya esa tensión, desgraciadamente, Carlitos. Yo conté con que ahora que ya has cumplido los diecicho años y, digamos, has dejado de pertenecer a la categoría bebe raptado por vieja corrompida, algo podía cambiar. Pero no. Sigues siendo un bebe, ahora de dieciocho años, raptado por una vieja corrompidísima, que además mató a sus padres a disgustos, y que continúa feliz en su loca carrera delictiva, esta vez con un menor de edad.
—¿Y si Cristi y Marisol vinieran a vernos? Ellas estaban bastante dispuestas a venir, te lo conté, y yo creo que sería sólo cuestión de animarlas un poquito más.
—Ni se te ocurra, Carlitos. Ni se te ocurra, por favor. Luigi asegura que hay policías de civil y detectives vigilándonos día y noche.
—¿Y si nos fugáramos a tu casa de Chorrillos?
—Tú vas y vienes todos los días de la escuela, mi amor… Eso no duraría ni una semana.
—¿Entonces?
—Yo podría…
—¿Tú podrías, qué?
—Tengo amigos poderosos dentro y fuera de este país y podríamos largarnos a vivir en París o en Londres. Estudiarías toda tu carrera allá.
—Pero si apenas poseo un carné universitario…
—Ésa es la parte que yo
sí
puedo arreglar, Carlitos.
—¿Entonces, cuál es la que no puedes arreglar, Natalia?
—No sé si te va a doler o no, mi amor, lo que te voy a decir…
—Pues dilo, y veremos.
—Si supieras el trabajo que me cuesta, Carlitos. Pero la verdad es que yo, yo, a veces, me pongo en el pellejo de tus padres. Y te miro y eres un niño…
—¿Y tú eres una vieja corrompidísima…?
—No, mi amor. Yo te juro que eso no lo he sido jamás en mi vida.
—Y yo soy un niño que te cree.
—Entonces créeme también que el mejor amante del mundo, o sea, Carlitos Alegre di Lucca, el más fogoso, original, noble y entretenido, es un niño.
Natalia se había puesto de pie y se disponía a correr y encerrarse en su escritorio, para tumbarse a llorar ahí horas y horas. ¿En qué momento se le escapó el control de esa conversación? ¿En qué momento se les desvió la conversación sobre los mellizos y su inefable padrón de descendientas históricas? ¿Por qué, en contra de lo que se había jurado hacer siempre, acababa de soltarle a Carlitos unas verdades y una información que sólo podían desconcertarlo y herirlo, y que sólo podían dejarlo más desarmado que nunca, psicológicamente. Natalia ya se estaba alejando precipitadamente de la sala, ya había dejado escapar sus primeros lagrimones, cuando de golpe el amante niño como que creció, o se creció, o, lo que es más aún, se agigantó y la contuvo con una presencia de ánimo que ya habría querido ella poseer en momentos como aquél. Pero Natalia, que podía ser tremenda, era también una mujer tremendamente herida y el amante niño a veces era capaz de juguetear con tan poderosa e importante dama como una fiera con su cachorrita.
—La mayoría de edad a los dieciocho años ya existe en otros países, Natalia, y además quiero que sepas que estoy dispuesto a canjear mi carné estudiantil por un pasaporte falso. Y cuanto más falso, mejor, para que veas que tampoco pierdo mi sentido del humor y del amor, dicho sea de paso…
Natalia se dejó caer en el sofá, ahí a su lado, y se lo iba a comer a besos, pero él le dijo: Pues bien, mi amor,
como decíamos ayer,
y vete tú a saber en qué momento nos alejamos de los mellizos y su padrón de descendientas heroicas, porque las pobres nietas o bisnietas, o lo que sea, del almirante, realmente van a tener que sacar a relucir todo el valor y la casta, toda la suprema elegancia y hasta el respeto por el enemigo, toda la grandeza, en fin, que caracterizó a don Miguel Grau, para tragarse sin que se note y sin indigestarse, y sin humillarlos, tampoco, todos los lugares comunes y las frases sublimes que este par de locos les van a soltar, una tras otras, sobre su glorioso antepasado, qué horror, qué ensalada de huachaferías, y cuántas mecas y cumbres y firmamentos estrellados, y cuántas veces no habrá de teñir el Pacífico de rojo con su sangre azul el Caballero de los Mares, a mala hora, a pésima hora se nos ocurrió pasar por la plaza Grau con tanta cerveza en el cuerpo. ¿Y a que no sabes la última, Natalia? Pues déjame contarte que el par de locos estos, para inflamarse más con la grandeza de nuestra historia y la gesta del almirante, y, además, como la calle de la Amargura no les queda nada lejos, se instalan en plena plaza y sacan su padrón y lo van corrigiendo y perfeccionando ante la mirada histórica de don Miguel, para que éste los ilumine con su ejemplo, y luego, cuando el trabajo esté terminado, es también el héroe quien les va a aconsejar cuáles son las descendientas que debo yo llamar por teléfono, sí, porque el de las llamadas soy yo, nuevamente, lo cual no deja de ser una prueba de confianza en mí y de desconfianza en sí mismos. Y por último te cuento que el héroe parece que el otro día tuvo una desavenencia con ellos, te lo juro, Natalia, me lo confesaron, en lo poco, muy poco, que hemos hablado del tema, pero resulta que el héroe los dejó turulatos cuando les dijo que, al elegir, no tomaran para nada en cuenta el dinero, que el desinterés por los bienes materiales de este mundo es fundamental cuando se quiere emprender grandes hazañas, que toda una vida de privaciones fortalece el alma y forja el carácter heroico, y que, paralelamente, los bienes espirituales y el ascetismo franciscano suelen resultar fundamentales para el cumplimiento de los más altos ideales…
—Pero es que nosotros tenemos que pagarle con creces miles de cosas a nuestra santa madre, almirante…
—¿Les ha pedido algo, acaso, vuestra santa madre, a cambio de sus desvelos?
—Bueno, la verdad es que, así, muy directamente, señor héroe, no, nunca, pero… —le argumentaba Arturo a la estatua.
—Pero es que uno quisiera, señor héroe… —metía su cuchara, también, Raúl, abundando en las razones tan metalizadas de su hermano.
—Señores, piénsenlo bien y sigamos conversando otra noche. Esta estatua está cansada y aún tiene que vigilar muchos siglos de historia en el horizonte patrio.
—¡Viva Miguel Grau! —exclamó Raúl.
—¡Eternamente! —lo secundó Arturo.
Pero después los mellizos pusieron en marcha el motor del cupé y para nada estuvieron de acuerdo con la austeridad del héroe y cada uno le abrió su alma al otro, que era como un juego de espejos cantando a dúo, además, y no, no podía ser, pues Arturo, que todo un señor héroe se contentara con un cupecito del 46 y no le pagara con creces a mamá, no, ni hablar, claro, pero bueno, tampoco tenemos que contárselo nunca, para qué, y en cambio al que sí tenemos que contárselo todo, ya, creo yo, es a Carlitos, para que, no bien tengamos a las finalistas del Miss Patriotismo, nos preste el Daimler y al Molina ese también y se venga también con nosotros algunas veces…
—¿Y Natalia de Larrea, Arturo?
—Nadie le ha pedido a Carlitos Alegre que le saque la vuelta a tremendo hembrón, Raúl. De lo que se trata es de que nos sirva de director técnico y nada más.
Natalia de Larrea había pedido una copa de champán para brindar por la historia de Carlitos y olvidar sus lágrimas de hace un rato. Luego pidió una copa más, para brindar porque en algunos países la mayoría de edad era a los dieciocho años, y la tercera copa de champán la pidió para brindar por el pasaporte falso que no tardaban en utilizar para llegar a la alcoba de su amor y también por esta ciudad de Lima, cuyo príncipe y amante máximo era, indudablemente, un niño, pero qué niño, santo cielo, yo me lo como vivo…
Pésimas noticias había, en cambio, para los mellizos Arturo y Raúl. Porque, oh, horror, las más pobres de todas las descendientas pobres del pobre héroe, resulta que llevaban un segundo apellido de esos que en la Lima de los cincuenta sonaban a mucho más que a la crema y nata. Y el padrón ya estaba terminado y los mellizos ahí, estacionados frente a la estatua, en plena plaza Grau, y presa de mil contradicciones, porque además los hermanos Henstridge, que éste era el apellido, simple y llanamente no usaban dinero, porque dinero no tenían ni tuvieron ni tendrán, pero vivían con creces y no sólo en Lima, qué va, sino también en costas como la Azul y la Amalfitana, invitadísimos siempre por alguna familia real o realmente multimillonaria, y una de las Henstridge, la única mujer, en realidad, era nada menos que la madre con creces de dos descendientas del almirante, que lo tenían todo, cuando estaban invitadas, y que no tenían absolutamente nada, salvo un genuino refinamiento, cuando no estaban invitadas. Y bueno, así eran los Henstridge: todo estaba siempre bien para ellos, y, cuando nadie los invitaba, se resignaban, y cuando alguien los invitaba, también se resignaban, aunque el anfitrión fuera por ejemplo el barón Rothschild, descendiente directo de Meyer Amschel Rothschild, fundador de la banca que lleva su nombre y administrador de la fortuna del elector de Hesse, Guillermo I. El barón siempre había sentido un afecto muy especial por los Henstridge de Lima, y en especial por Matthias y Olga, la entrañable, linda y finísima esposa del nieto mayor del Caballero de los Mares.