—Deberíamos haberle aceptado la invitación a Carlitos Alegre —le decía Arturo a su hermano Raúl, en el vuelo de regreso de Salta a Lima—. Nos dejó dos mensajes en la recepción, avisándonos que tenía la noche libre, y ni siquiera le contestamos…
—Con un tipo tan distraído nunca se sabe, Arturo. Imagínate que nos lleva a un lugar elegante y caro y que hubiéramos tenido que compartir la cuenta… ¿Tú te habrías atrevido a decirle la verdad?
—No lo sé… ¿Tú?
Y mientras el avión en que regresan a Lima los mellizos aterriza en el aeropuerto Jorge Chávez, don Luciano Quiroga, que se viera presidente del Perú, no pasó de senador, y sin pena ni gloria, además, sólo muy reaccionariamente, y hoy está muy lejos ya de ser el primer contribuyente de nada, odia a un chiquillo descamisado y sucio que intenta limpiarle la luna delantera del mismo Mercedes modelo
playboy
con el que, cuando entonces, quiso poseer o matar a Natalia de Larrea, una de dos.
—¡Ponte verde, de una vez, pues, semáforo de mierda!
Y aunque tarde e irritándolo aún más, el semáforo termina por ponerse en verde y don Luciano mete pata a fondo, porque sí, porque le da su real gana, porque él es don Luciano Quiroga, y qué, pero ni el Mercedes ni el
playboy
jalan, ya, sólo meten todos esos ruidos molestos e inútiles, todos esos chirridos y chasquidos, y el cholito descamisado que intentó limpiarle la luna delantera lo sigue mirando, como desde otro mundo.
—¡Peruano! —le grita, entonces, realmente furibundo, al absorto chiquillo, don Fortunato Quiroga, que se viera presidente, cuando entonces. Hoy por hoy, éste es el peor insulto que un tipo como él puede concebir.
Y mientras el vuelo en que Carlitos Alegre regresa de Salta, vía Buenos Aires, aterriza en el aeropuerto de París, Natalia de Larrea hace el amor frenéticamente con un muchacho casi treinta años menor que ella. Y que se joda Carlitos, al ver que esta vieja de eme todavía los puede encontrar mucho menores que él. El sueño cumplido de esta mujer adorable, y adorada, fuerte como una roca, y débil como la que más, acababa de convertirse en pesadilla, así de golpe, aunque ninguna de sus amigas podría negar que se trataba de un largo proceso interior que sin duda alguna se había ido agravando a medida que Natalia, aún tan hermosa, o siempre tan, tan hermosa, para ser más exactos, se había ido acercando, a pasos agigantados —así lo vivía, lo vive, ella—, a los cincuenta años de edad. El propio Carlitos, siempre tan distraído, y más todavía ahora en que vivía entregado a la ciencia y se había visto convertido en un investigador famosísimo, con tan sólo treinta y tres años de edad, pero que continuaba disparando copas de champán, aunque ahora por los aires del mundo y de continente en continente, como quien dice, no era en absoluto ajeno al drama interno de su adorada leona y qué no hacía por complacerla, la verdad.
Como hace pocos días, justo antes de partir a su congreso de Salta, en que Natalia recordó el día aquel, poco después de conocerse, en que convirtieron en deliciosa alcoba del huerto muchas habitaciones de hoteles mientras jugaban a las despedidas inventadas y los reencuentros de milagro, por el centro de Lima y sus alrededores, para que él se fuera acostumbrando a sus viajes de negocios, y ella se iba cambiando constantemente de trajes y se le aparecía por aquí y se le desaparecía por allá, con gran riesgo de un desencuentro real, como efectivamente sucedió, debido a un pequeño e involuntario error en la trama, que la obligó a ella a correr en busca de un banco, porque se había quedado sin dinero para seguir con su juego, en el Mini Minor rojito para travesuras, ¿te acuerdas, mi amor?
—Como si fuera ayer. Y lo que nos divertimos. Y también lo que sufrí cuando te vi pasar de largo y desaparecer corriendo. Recuerdo que me derramé una Coca-Cola entera sobre la camisa, en aquel café de las Galerías Boza.
—¿Te atreverías a jugarlo de nuevo, o prefieres concentrarte en tu microscopio?
Natalia lo estaba poniendo a prueba, una vez más, como tantas otras veces en los últimos tiempos.
—Todo lo contrario, mi amor. Jugaré encantado, pero con la condición de que me dejes llevar no sólo mi microscopio, sino la lupa de Sherlock Homes, por si te me escapas en busca de dinero, como aquella vez.
La respuesta de Carlitos había sido perfecta, sí, aunque demasiado perfecta tratándose de un científico tan loco y joven como él, y por más que lo de joven en este caso estuviera completamente de más. ¿O es que ya nunca lo estaba, maldito joven? E inmediatamente se notó gran tensión en el ambiente, aunque ésta desapareció por completo no bien convirtieron en alcoba de «El huerto de mi amada» una suite del Relais Christine, en el barrio latino. Pero algunas horas más tarde hubo un par de desfallecimientos en el ánimo de Natalia, o por lo menos así los juzgó Carlitos, que a su vez cometió el error de disparar una copa de champán sin apretar el gatillo, en su afán de agradarla y hacerla reír, pero que se encontró en ella a toda una experta en copas que vuelan sólo por agradarme, aunque hay que reconocer, en honor a Natalia, a su drama y su guerra a muerte consigo misma, que este fingido esfuerzo de Carlitos sí la conmovió, y hasta la encantó, precisamente porque había requerido todo el cuidado, el afán y la concentración del mismo científico loco y tan joven y detestable, que, momentos antes… Bueno, sí, pero que, momentos después, o sea, ahorita, es el adorable y distraído Carlitos de siempre luchando por ser mi aliado incondicional en una guerra que la vida se ha encargado de declarar entre nosotros… Dos hoteles más tarde, Natalia se quedó profundamente dormida. Y cuando se despertó y se dio cuenta de la hora y de que ni siquiera había empezado a cambiarse de atuendos, todavía, descubrió que Carlitos leía profundamente un libro en la habitación de al lado. Y lo amenazó con un amante de quince años, porque tú tenías diecisiete cuando te di de mamar por primera vez.
La travesura había terminado, Natalia había bebido demasiado, no había Mini Minor rojito alguno para estos menesteres, por ninguna parte, Carlitos tenía nada menos que la edad de Cristo, el muy pelotudo, y además ahí estaba el pobre y ahí estaba también ella, quítame este pañuelo rojo y aplícale tu microscopio a las arrugas de mi cuello y sírveme otra copa y, por favor, olvidemos todo esto y créeme que te adoro, que jamás ha habido ni habrá muchacho de ninguna edad, y sobre todo, Carlitos, créeme que yo sé que me sigues queriendo como nunca, siempre.
—¿Y si comiéramos algo, Natalia?
—Eso mismo, mi amor. Pero en casita y sin champán. O sólo una copita para que la mandes volar.
En fin, con las justas. Y otra vez…
Pero en el dormitorio, esta vez, y en su cama, esta vez, estaba el muchacho inexistente de todas las veces anteriores, o sea, el realmente inexistente, como trató de creerlo Carlitos, luchando contra todas las evidencias, pura desesperada ilusión final. Pero, definitivamente, alguien había abierto las ventanas de par en par. Y también las cortinas estaban del todo abiertas. Y la cama deshecha. Y los cuerpos desnudos. Y Natalia frenética. Y Carlitos que entraba con su maleta y lo veía todo frenéticamente planeado, todo frenéticamente calculado, y tanto que disparó al aire esa última copa de champán que jamás había tenido en la mano y que consistió en empezar a contarle a Natalia: ¿A que no sabes con quién me he encontrado en Salta, mi amor?, pero con frenesí por toda respuesta, con los mellizos, me encontré con los mellizos Céspedes Salinas, con Arturo y Raúl, Natalia, pero tan cambiados y callados, Natalia, que, Natalia, tú no sabes, Natalia, tú no te imaginas, Natalia, cuánto han cambiado, Natalia, y estaba logrando avanzar tanto con su historia Carlitos, que una copa de champán voló y se hizo añicos y todo, pero era de verdad esta vez y consistió en que el pobre ni se fijó en que un frenético gigante ya se le había venido encima y, ante los gritos aterrorizados de la empleada, lo había cargado en peso había atravesado sala y vestíbulo con Carlitos Alegre y su copa de champán para no ver ni creer y ahora ya le había roto un florero en la cabeza mientras él gritaba que sí, que Arturo y Raúl Céspedes Salinas, sí, mi amor, Natalia de mi corazón, y era arrojado por la caja de la escalera, todo madera y sólo dos pisos, felizmente, y abajo en el suelo lo que le preocupaba mucho más, lo que realmente lo aterraba, era no saber a quién le estaba gritando Natalia:
—¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te he odiado siempre! ¡Desde que te conocí te he odiado! ¡Siempre, siempre y siempre!
No, no podía ser a él, pensaba Carlitos, en la ambulancia que lo trasladaba al hospital Cochin.
Pero era a él. Sí, era a él a quien Natalia había odiado toda su vida. Y por culpa de los mellizos Céspedes Salinas, allá en Salta. Porque él dejó que se le filtrara un viejo cariño por ellos y dos veces ellos no le respondieron a su invitación a cenar y él de puro apenado que andaba se olvidó por completo de llamar a Natalia el día atroz de sus cincuenta años. Y, definivamente, no había copa ni gatillo ni champán ni distracción que justificaran semejante olvido. Porque había quedado en llamarla por teléfono mil veces, ese día. Y se olvidó por completo, con lo de los mellizos y ese cariño que se le filtró. Y aquello no tenía remedio, ni ahora ni nunca. Carlitos lo sabía. Sabía que, en la guerra personal de Natalia, su principal aliado la plantó en lo más alto y escarpado de la colina enemiga.
Así es la vida. Carlitos lo sabe, ahora. Y por eso sabe también que, desde hace sólo cinco días, Natalia lo ha odiado toda la vida. Que lo ha odiado a él, y no al frenético matón que había usado para partirle el alma. Y de paso, además, para romperle un tobillo y el brazo izquierdo. Pero así es. Como es así, también, que de ahora en adelante Natalia iba a ser una mujer coherentemente frenética, de la cual se iba a decir, a menudo:
—Pero mira tú, mujer, al fin y al cabo.
—Y mujer hasta el final.
—Y fiel a su temperamento de leona.
—Y tan frágil, al mismo tiempo.
—Y sigue muy guapa.
—Pero si la hubieras conocido en su esplendor…
De Carlitos Alegre di Lucca, que cojeaba ligeramente del pie derecho, y vivía más entregado que nunca a sus investigaciones en el hospital Pasteur, que dictaba conferencias en medio mundo y escribía los más sesudos artículos en revistas especializadas, en cambio, no se decía casi nunca nada. O, a lo más, se decía que aquello era fatal, que tarde o temprano habría tenido que suceder, y que, hay que reconocer, con todas sus distracciones y meteduras de pata, el tipo a Natalia le jugó limpio siempre.
—Pero hay un dato más, amigos.
—¿Ah, sí?
—Claro. ¿No lo saben?
Lo que hay que saber es que Melanie Vélez Sarsfield también ha sido mujer hasta el final. Por supuesto que ella todavía no ha cumplido los treinta años, y debe de andar aún por los veintisiete o veintiocho, pero si hay alguien que ha sabido esperar es esa flaquita de la trenza roja que tanto ha querido y cuidado siempre a su padre, el borrachín, y eso a pesar de que a ella nadie le hacía mucho caso que digamos. Y ahí sigue siempre con su trenza y su pinta medio mamarrachenta, aunque es verdad que con el amor se ha vuelto hasta bonitilla, te diría, a pesar de que sigue batiendo el récord mundial de pecas, probablemente. Y a pesar de que es el polo opuesto de Natalia, aunque un polo veintitantos años menor, eso sí. Su papá ya no bebe una gota de licor, y, aunque la familia ha perdido millones y millones, aún le quedan millones, por el lado argentino, parece ser, o tal vez sea por el lado propiamente inglés. En fin, que sé yo.
Melanie es una muchacha larguirucha, sentimental e introvertida, pero que cuando habla, habla. Y algo muy especial le tiene que haber dicho a Carlitos para que éste finalmente se haya fijado en ella, al cabo de tantos años.
—¿Tú crees?
—Bueno, me imagino.
Pues imaginaba mal aquella persona, porque lo único que le dijo Melanie a Carlitos, el día en que le dieron de alta en el hospital Cochin y se quedó patitieso al verla ahí parada en la puerta, al cabo de tantos años, fue:
—¿Me tienes miedo, o qué, oye? Anda, sube al auto, que llevo horas esperándote aquí.
—¿Y cómo sabías que…?
—Tontonazo.
—Pero bueno…
—Te contaré que mi papi ya no bebe ni una gota de alcohol.
—Me alegra tanto, Melanie. De verdad, me alegra mucho.
—O sea que ahora sólo me faltas tú.
Se siguieron viendo hasta el día en que a Carlitos le dio por contarle las pecas, con científica curiosidad. Aunque claro que ya para entonces Melanie se había apoderado completamente de él y lo cuidaba como un tesoro. Pero sí es cierto que fue el día en que él quiso investigar cuántas pecas tenía Melanie, no aproximadamente, sino exactamente, cuando terminaron ante un altar, en Londres, con papi Vélez Sarsfield elegantísimo, al lado de su hija menor.
Y, humano, muy humano, la pareja que formaron se ganó el odio eterno de la frenética Natalia de Larrea, ahora ya más guapachosa que guapísima, y más fiera también que divinamente leona, y que no tuvo reparo alguno en aprovechar la frase aquella según la cual Melanie era el polo opuesto de ella, para soltarles a los pobres Olga y Jaime Grau, sus fieles amigos de toda la vida, pero también muy amigos de los Vélez Sarsfield:
—Yo siempre dije que Carlitos terminaría casándose con un hombre.
—Esa no es la Natalia que yo conocí —fue la sincera opinión de Carlitos Alegre, el día en que le vinieron con el chisme de que él había terminado casándose con un hombre.
Pero bueno, para qué dijo ni opinó nada, el muy tonto, porque ahorita se lo chismean de vuelta a Natalia, y entonces sí que va a ser el cuento de nunca acabar y una situación sumamente incómoda para amigos tan buenos como Olga y Jaime Grau, todos los veranos en la costa.
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Así en el original. (Nota del corrector)
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