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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (32 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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Natalia, por su parte, era la muy laboriosa y feliz propietaria de tres grandes y muy importantes tiendas de antigüedades, en París, Londres y Roma, y no cesaba de ir y venir de una ciudad a otra, lo cual también le permitía encontrarse a menudo con algunos amigos peruanos de toda la vida, y en especial con Jaime y Olga Grau Henstridge. Solían pasar dos o tres semanas juntos, todos los veranos, en la hermosa villa que ella había adquirido en Théoule-sur-Mer, entre Saint-Raphaël y Cannes. Jaime y Olga continuaban siendo los mismos adorables amigos de toda la vida. No tenían un centavo, pero tampoco lo necesitaban, porque siempre había alguien por ahí, inmensamente rico, que no podía vivir sin verlos de tiempo en tiempo, y dispuesto a arrancarles los ojos a todas las demás personas que habían escogido las mismas fechas para invitar al matrimonio peruano. Pero Jaime y Olga, con todo lo encantadores y buenos amigos que eran, le planteaban a Natalia dos inconvenientes, que, de un momento a otro, podían convertirse en verdaderos problemas para ella. Natalia, al menos, lo pensaba así, aunque nada dijera al respecto. El primero de esos dos inconvenientes era la felicidad de sus amigos como pareja casada, algo que realmente conmovía a Carlitos, y que hacía que, todos los veranos, no bien el matrimonio Grau Henstridge abandonaba la villa de Théoule-sur-Mer, él empezara a hablarle de la posibilidad de casarse. Natalia se defendía siempre diciendo que su primer matrimonio le había dejado un recuerdo tan atroz, que hacía muchos años que se había jurado que nunca más se volvería a casar, que aquello era como un trauma, Carlitos, algo que sólo contigo, y ciento por ciento gracias a ti, lo reconozco, he logrado superar, pero que considero totalmente innecesario repetir, sobre todo en nuestro caso.

—Somos una pareja libre, mi amor, y el matrimonio está de sobra entre gente como nosotros.

—Si tú lo dices, Natalia…

—Pues sí, mi amor… Y lo digo porque lo pienso y lo siento así realmente, créeme, por favor.

—Si tú ves las cosas de esa manera…

—Las prefiero así, también, para serte muy sincera. Y las prefiero así porque además me parece mucho más lindo que sólo el cariño nos una. Un inmenso cariño mutuo y absolutamente nada más. ¿No te parece mucho más lindo, así?

—Bueno, tal como lo pones, por supuesto que suena mucho más lindo.

—¿Entonces?

—No, nada. Entonces, nada, Natalia.

El verano terminaba y también su mes de vacaciones en la costa, y Carlitos volvía a sumergirse en sus investigaciones en el hospital Pasteur, donde llevaba ya dos años trabajando con un equipo de médicos de reputación mundial. Y olvidaba por completo su idea del matrimonio con Natalia, hasta el próximo verano, en que volvía a ver a Jaime y Olga Grau y la idea volvía a rondarle la mente y a parecerle sumamente atractiva y hermosa. Este era, pues, el primer inconveniente que tenía para Natalia la presencia de esos seres tan queridos. Porque no era el recuerdo de su primer matrimonio el que la hacía rechazar de lleno toda posibilidad de casarse con Carlitos. Era la diferencia de edad, que día a día pesaba más sobre su ánimo, a pesar de la maravilla que había resultado, a todo nivel, su vida con él. Pero la idea de envejecer a su lado empezaba a resultarle cada día más odiosa, y, aunque lo disimulaba a la perfección y se sentía aún muy joven y bella, dieciséis años de diferencia eran muchos y Natalia se preguntaba constantemente, en sus momentos de soledad, si tendría la lucidez para ponerle punto final al sueño cumplido que era su vida, un segundo antes de que empezara a convertirse en una pesadilla, al menos para ella. Y ésta era la verdadera razón por la cual rechazaba cualquier posibilidad de casarse con el hombre que tanto amaba, y también el primer inconveniente —totalmente involuntario, por cierto— que significaba la visita de sus amigos Olga y Jaime.

El segundo inconveniente no dejaba de estar ligado al primero, por una suerte de vaso comunicante, de cuya existencia Natalia parecía ser la única persona enterada y temerosa. Las hermanas Vélez Sarsfield, gracias a Dios sólo Mary y Susy, las dos mayores, por ahora, invitaban a Talía y Silvina Grau a Europa, todos los veranos, desde hace algún tiempo. Y las cuatro muchachas podían aparecer en cualquier momento, aunque sea fugazmente, en su villa de Théoule-sur-Mer, con el pretexto de saludar las chicas Grau a sus padres. ¿Acaso ello no le iba a traer recuerdos de Melanie, a Carlitos? Natalia se preguntaba si no se estaba convirtiendo ya en una vieja celosa. Pero le bastaba con ver a Carlitos para descartar por completo esta posibilidad. Además, como con todas las personas de las que se alejó, prácticamente para siempre, al dejar el Perú, también con Melanie él parecía haber creado una infranqueable muralla de silencio y olvido, a la que se añadía, además, esa capacidad casi científica para disecar a las personas que quedaron
allá,
y para referirse a ellas con una objetividad y un rigor en los que realmente no se filtraba ni una sola gota de emoción o de sentimiento, ni alegría ni pena ni nada. Pero bueno, ¿y si la tal Melanie esa se aparecía algún día con su trencita pelirroja por
acá…?
En este caso, a Natalia no le bastaba con ver a su Carlitos feliz, para descartar… ¿Para descartar qué, por Dios…?

Y una mañana nublada y triste en que todo esto se le vino junto a la mente, hubo un rato demasiado largo y atroz en que Natalia se vio convertida en una vieja celosa. Pero justo cuando la cosa se estaba poniendo realmente fea, Carlitos Alegre, que nunca jamás se fijaba en nada, le metió un delicioso empellón a su amor, y juntos para siempre, como siempre, como a cada rato, fueron a dar a la piscina de la villa, los dos bastante ligeros de equipaje, y el muy fogoso literalmente la hundió de amor y se la llevó por el fondo del agua y del tiempo hasta la piscina del huerto y ahí la detuvo para siempre, loco por sus muslos y sus tetas y la carnosidad húmeda de sus labios y sus ojos y su pelo rizado y sus nalgas y… Natalia salió de aquel empellón más fuerte y más débil que nunca, pero con la muy gozosa y plena sensación, toda una convicción, más bien, de que aún le quedaba mucho Carlitos por delante, sí, mi amor, y un millón de gracias, y te querré eternamente, para ejercitarle precisamente su lado de leona divina y colmada y feliz. Y él, que andaba ahora doblemente en las nubes, sólo atinó a decir que lo suyo también era eterno, pero que bueno, que eso era archisabido, aunque es siempre muy lindo oírlo decir, pero que a santo de qué tantos millones de gracias, cuando ellos dos sólo estaban cumpliendo con los designios del Señor, que era, en todo caso, a quien había que agradecerle diariamente en la misa de seis de Santa Clotilde, la iglesia de nuestro barrio, allá en París, aunque claro, yo siempre he respetado el hecho de que tú seas más bien medio agnosticona y por ello tengo que quedarme a veces tanto rato en mi banca, dándole gracias a Dios en tu nombre y en el mío, mi amor, o sea que, por favor, entiéndeme cuando me atraso al volver de misa, ya que es debido a esto y no a que me haya quedado en algún bistró tomando café y croissants con alguna discípula, ¿ya ves, bobalicona?

—No veo absolutamente nada —le tapó la boca, ahora, Natalia—. ¿O has olvidado que estamos hundidos de amor y detenidos para siempre en el fondo de la piscina del huerto?

Y fue Carlitos, un buen rato más tarde, quien anduvo dándole las gracias millones de veces a Dios, tras haber sido el hundido objeto del deseo de Natalia, y el amante ejercitado, aunque también hubo ese momento de gloria en que el pobre sencillamente no pudo más y, a gritos, le dijo a Dios que Él no tenía la exclusividad de la divinidad, en ciertos asuntos terrenales, por supuesto, y que, por lo tanto, con tu permiso, Señor mío, esta vez el millón de gracias han sido todas para Natalia.

—¿De qué hablas y con quién hablas, se puede saber? —le preguntó Natalia, hundida en su aturdimiento o aturdida en su hundimiento, que así andaba la pobre de orgasmeante.

—Pues me quejaba un poquito al cielo, digamos, mi amor. Porque Dios a veces se parece al perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Y justo ahora como que andaba el tipo, perdón, el Señor, quedándose íntegra con tu cuota de divinidad.

—Tú ven para acá, amo y señor mío, que yo te voy a recordar cositas tan humanas y tan divinas, pero que hasta en el cielo se ignoran. Al menos desde el primer hasta el sexto cielo. O sea que ¿qué tal si subimos un poquito más arriba?

—Usemos el ascensor, entonces, mi amor, que se llega bastante más rápido. ¿No te parece?

Luigi y Marietta habían fallecido, y también Molina, que en la vejez se descubrió una gran habilidad como contador y hortelano, y ahora a Julia y Cristóbal la entera responsabilidad del fundo les quedaba cada día más grande. Pero, en fin, era su huerto, y que ellos vieran lo que hacían con él. Que lo alquilaran, que lo vendieran, que lo lotizaran, allá ellos. La propia Natalia ya no lograba imaginarse muy bien cómo era el Perú, quince años después de su partida y con tantas reformas, aunque todos los amigos limeños que recibía en París o en su villa de la costa la habían convencido de que había cambiado para siempre, para bien y para mal, lo cual le resultaba cuando menos paradójico y aumentaba en ella esa sensación de total lejanía. Y aunque su curiosidad siempre la llevaba a prestar particular atención a las noticias que le traían los galeones, como decía ella, ya nunca supo cómo procesar toda esa información ni mucho menos se sintió con derecho para dar consejo alguno acerca de nada. Y con el tiempo se abstuvo hasta de hacer comentarios acerca de una realidad que le resultaba totalmente ajena.

Carlitos también se mantuvo bastante alejado de todo aquello, aunque sí volvió a ver a los mellizos Céspedes, o en todo caso a cruzarse con ellos. Fue con ocasión de un congreso sobre el Mal de Chagas, que tuvo lugar en la ciudad de Salta, Argentina, pero apenas conversaron un rato, y, como suele decirse, ninguno de los tres soltó prenda, a pesar de la extrema afabilidad de la que hizo gala Carlitos. En realidad, fueron los casi irreconocibles mellizos los que crearon la distancia que impidió cualquier acercamiento real, y, no bien él les mencionó la posibilidad de escaparse de algún acto protocolar e irse a comer por ahí, antes de que terminara el congreso, los dos como que dieron un paso atrás, a todo nivel, ahondando triste y absurdamente la distancia inicial, aunque no rechazaron explícitamente su iniciativa y más bien parecieron dudar. Pero fueron el gesto, la actitud, la parca e indecisa respuesta, y el temor a algo que él no lograba imaginar, los que convencieron a Carlitos de que esa escapada jamás tendría lugar y que se había encontrado con unos mellizos Céspedes Salinas que ya no eran ni Arturo ni Raúl, los disparatados amantes del firmamento, las cumbres, mecas y estrellatos sociales, con lo cual sabe Dios en quién se habría convertido él también para ese par de médicos dermatólogos totalmente desconocidos en el mundo académico y profesional.

Pero Carlitos bajó la guardia, dejó filtrarse un viejo cariño, y empezó a averiguar qué había sido de los mellizos que él conoció. Con un gran esfuerzo de memoria, los puso en situación, primero, retrocediendo hasta 1957. Los mellizos eran dos años mayores que él, o sea que iban a cumplir o acababan de cumplir los veintiún años, aquella mayoría de edad que él tanto anhelaba, entonces, y que determinó su vida. Y, claro, ellos en aquel momento salían con las chicas de los teléfonos y las aguas de colores. Los mellizos eran felices y él no se había despedido ni de Arturo ni de Raúl. Tampoco de su triste hermana Consuelo, la de la frase aquella tan demoledora, la de la serpentina fatal. Dos médicos peruanos que asistían también al congreso le contaron que, en efecto, los doctores Céspedes Salinas se habían casado, antes de terminar su carrera, con las hijas de un señor muy adinerado, de apellido Quispe Zapata. Hubo fuegos artificiales y champán en cantidades industriales, en un caserón de la avenida Javier Prado.

—En fin, doble boda, doctor Alegre —le contó uno de los médicos peruanos—. Y don Rudecindo, que así se llamaba el suegro, ahora que lo pienso, tiró la casa por la ventana dos veces el mismo día, según se comentó entonces. Pero más no le podría decir, francamente, porque yo entonces no conocía a los doctores Céspedes Salinas y no fui testigo de nada.

—Tampoco yo —le comentó el otro médico, sonriendo con una mezcla de sarcasmo y evidente mala leche—; pero como la avenida Javier Prado se acabó, fácilmente se podría deducir que don Rudecindo, su señora, sus hijas, y sus yernos, los doctores Céspedes Salinas, se acabaron también… Salvo que, claro… Pero, bueno, serían únicamente elucubraciones mías, porqué la verdad es que no sé nada más y ya sólo podría imaginar…

No imaginaba nada mal, el segundo médico peruano, con su pérfido sarcasmo, porque la realidad fue que así como de Consuelo nunca más se supo, como sucede siempre con esta gente callada y resignada, también los mellizos terminaron convertidos en los tipos callados y resignados que Carlitos acababa de ver. Es cierto que, antes de apagarse, intentaron seguir con su camino a la meca y al firmamento más estrellado y colorido, y que hasta estuvieron dispuestos a pegarles la gran corneada a Lucha y Carmencita Zetterling Q. Z., como las llamaban ellos, con todo el desparpajo del que hacían gala entonces, pues mil veces intentaron acercarse a Cristi y Marisol, las codiciadísimas hijas del doctor Roberto Alegre, con el pretexto de recordar al muy ingrato de Carlitos, que se nos largó y que, en fin… Pero los anteojos negros para penas importantes en entierros
lustrosos
[sic] fueron siempre un impedimento total, para estas dos lindas muchachas —y así se lo comentaron ellas mismas a Carlitos, en más de una ocasión—, hasta el extremo de que jamás se dignaron volver a mirarlos o a escucharlos, no bien desapareció su hermano. Tampoco lograron los pobres Arturo y Raúl acercarse nuevamente al doctor Roberto Alegre, con la finalidad de ingresar a hacer sus prácticas en su clínica privada, y de ejercer también ahí, no bien se graduaran de médicos dermatólogos.

En fin, que los pobres rebotaron al mundo multicolor de doña Greta y don Rudecindo, que todo lo perdieron a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando los cambios cholos y militares aquellos, según su propia expresión, aunque hace muchos años que ni Arturo ni Raúl Céspedes Salinas expresaban ya nada y se habían convertido más bien en los personajes chatos y opacos que Carlitos acababa de ver, y que lo único que habían hecho con creces, en toda su vida, había sido regalarle a su madre la casona demolible de la calle de la Amargura, poco antes de la caída final de don Rudecindo Quispe Zapata. Desde entonces, los mellizos se habían ido encogiendo, o tal vez habían ido recogiendo las velas que lanzaron a la vida, más bien, y ahora eran esos dos seres resignados, callados y sin vida, como su hermana Consuelo, que se limitaban a ver pasar un mundo nuevo y cholo, cada día más cholo, mierda, con un odio contenido y más bien callado, aunque lleno de ideas y conceptos muy despectivos, eso sí, y profundamente reacios al más mínimo cambio e innovación. Los pobres no aprendían ni olvidaban nada, sólo callaban, y quien los conoció en los años cincuenta debe de sentir mucha pena al verlos pasar nuevamente en dos gigantescos automóviles norteamericanos, de esos de, en fin, de cuando entonces, ya bastante chatarreados, ahora en 1974, y cada vez más parecidos a su viejo Ford cupé del 46, en triste círculo vicioso o patético eterno retorno, llámelo usted como quiera.

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