Erik era uno de los mejores amigos de Natalia. ¿Estaba al corriente de todo? Era probable, sí, aunque lo único cierto es que nunca nadie ha observado tanto de reojo a cuatro personas, casi al mismo tiempo, como Carlitos a sus padres y hermanas. No estaban al tanto de nada, ni tenían la más mínima sospecha. Y qué mejor prueba que el momento en que Carlitos sugirió bailar. Su madre se negó, Cristi y Marisol se negaron, y todos ahí le recordaron una vez más lo pésimamente mal que bailaba él.
—Siempre se me olvida —les dijo Carlitos.
En el órgano, Erik von Tait lo despidió de sus padres y hermanas, aquella noche en que él habría dado la vida por abrazarlos a todos, incluso a su padre, con el pretexto de un baile, de unos cuantos pisotones más, los últimos pisotones de mi vida, eso sí, se lo juro. Momentos después, Carlitos volvió con ellos hasta la casa de Javier Prado, conversó un momento con los mayordomos, se despidió como si nada, llamó un taxi, y regresó al huerto tranquilamente.
A la calle de la Amargura llegó en otro taxi, la mañana siguiente, su último jueves, y le hizo muchísima gracia que, precisamente ahora que disponían de veintiún teléfonos, los mellizos no lo hubieran llamado hace varios días ni hubieran mostrado la más mínima inquietud al no verlo aparecer últimamente por la Escuela de Medicina. Los mellizos, sin lugar a dudas, estaban colmados. Y la casona seguía tan fea y mal pintada, pero no tanto, la verdad, y seguía tan demolible y de quincha y vejestorio, pero no tanto, la verdad. ¿O era que él había terminado por acostumbrarse a todo aquello, por encariñarse con todo aquello? Y en la casona de la calle de la Amargura se quedaban para siempre la señora María Salinas, viuda dé Céspedes, y la pobre Consuelo de las más tristes palabras y gemidillos… Y también Colofón, por supuesto. Pero seguro que no para siempre, la verdad. Indudablemente, los mellizos se iban a encargar de arreglar todo aquello con creces, pero tampoco tanto, la verdad. ¿O, a lo mejor, sí? En fin, por ahora Arturo y Raúl vivían en un arcoiris y ya se vería con el tiempo. Aunque él, claro, de qué se iba a enterar ya… Conservaba la dirección, eso sí, pero, cuando Carlitos le pidió al taxista que lo llevara nuevamente a Surco y sacó el brazo para hacerle un ligero adiós a la casona de sus disparatados amigos, se dio cuenta de que también se estaba despidiendo para siempre de esa calle, de ese segundo piso, de ese número, en fin, de esa dirección y de todo. Y regresó al huerto tranquilamente.
Al día siguiente, viernes, su último viernes, Carlitos salió nuevamente en un taxi. Se recorrió íntegra la ciudad de Lima, desde los lugares que había frecuentado hasta aquellos en los que jamás había puesto un pie. Llevaba un plano de Lima, incluso, para pedirle al chofer que lo llevara de un lado a otro, aunque siguiendo determinados itinerarios. Pero la ciudad conocida y la desconocida le resultaban igualmente extrañas. Jamás había vivido en la avenida Javier Prado, jamás había estudiado en el colegio Markham, jamás había ingresado a la Escuela de San Fernando. ¿Un mecanismo de defensa totalmente inesperado, totalmente independiente de su voluntad? Para qué, si se sentía profundamente tranquilo y dueño de cada uno de sus actos. Aunque sí tenía que reconocer que algo muy extraño le estaba ocurriendo con los planos de las ciudades, por lo menos. El plano de la ciudad de París, que nunca antes había consultado y mirado atentamente, le resultaba cercano y familiar, mientras que el de Lima empezaba a resultarle tan ajeno como las calles y avenidas que en ese mismo instante recorría en ese taxi azul, aburrido ya, y con ganas de regresar al huerto tranquilamente. Se lo dijo al chofer, pero indicándole que emprendiera el camino de regreso pasando primero por la plaza Dos de Mayo, la avenida Alfonso Ugarte, la plaza Bolognesi, la Colmena, Wilson, el Campo de Marte, y enrumbando luego hacia San Isidro, para atravesar después los distritos de Miraflores, Barranco, y Chorrillos, cuando divisó a Melanie, a caballo, en la avenida Salaverry. Ella no lo vio, a pesar de que Carlitos le pidió al taxista que disminuyera mucho la velocidad para observarla detenidamente. Iba sola, como siempre, pero nada desgarbada, esta vez, y más bien todo lo contrario. Gorra negra, entallado saco negro de jinete —los mellizos dirían
de amazona,
por supuesto—, pantalón impecablemente blanco, botas relucientes, sus divertidas pecas de siempre, y la cola de cabello pelirroja que le colgaba sobre la espalda muy erguida y se agitaba con el trote de un precioso caballo blanco. Melanie iba serísima, totalmente ensimismada, y al mismo tiempo muy consciente de su dominio total sobre el caballo y, en general, sobre el arte todo de la equitación. A Carlitos le hizo tanta gracia verla así, que a punto estuvo de pedirle al taxista que se detuviera y de darle la voz. Pero sabe Dios qué cosa lo retuvo, qué lo hizo desistir, y regresó al huerto tranquilamente.
—¿Y tú de dónde vienes? —le preguntó, sonriente, Natalia, que en ese momento acompañaba hasta la puerta de la casa a dos generales de la policía, y lo vio llegar.
—De haberlo visto todo —le respondió Carlitos.
—¿Y qué tal, mi amor?
—Pues ya sólo me falta hacer mis maletas, creo.
—Tienes tiempo para eso hasta el lunes, Carlitos. O sea que cuéntame un poco qué has visto. Y perdona que te tenga tan olvidado, pero si supieras todo lo que me queda por hacer, en sólo tres días.
—He visto una ciudad abandonada y a Melanie Vélez Sarsfield a caballo, yo diría que también abandonada.
—Conque tu verdadera profe de francés, ¿eh? Felizmente que la pobrecita es tan feucona.
Pero a Carlitos, que últimamente andaba con su mejor expresión de quinceañero, estas palabras parece que le sentaron como un tiro, porque su rostro adquirió de golpe ese aire de cuarenta y cinco años que a Natalia le gustaba tanto, pero que al mismo tiempo era señal de disgusto y tristeza. Ella comprendió que realmente había metido la pata, al referirse de esa manera a la pobre Melanie, y le rogó que la perdonara.
—Estoy muy cansada con tanto trajín, mi amor, y a veces ya no sé ni lo que digo. ¿Y, además, no es lógico que una señora de mi edad le tenga celos a una chiquilla que te quiere tanto?
—No. No es lógico, Natalia —le dijo Carlitos, abrazándola y besándola hasta recuperar la expresión de quinceañero de los últimos días, y agregando—: Es lo más irracional que te he oído decir en mi vida, y punto final.
—Gracias, caballero. Un millón de gracias, y perdone si tengo que dejarlo solo un momento más, pero aún me queda tanto que hacer…
Carlitos decidió perderse un buen rato por el huerto, antes de ver nuevamente los patéticos rostros de Luigi y Marietta, de Molina, de Julia y de Cristóbal, los nuevos, infelices propietarios de esa florida joya. Y al pensar en ellos se dio cuenta de que había una persona más en Lima a la que su partida con Natalia también había afectado profundamente, ya. Sabe Dios cómo, pero Melanie seguro que se lo imaginaba todo, desde hace días. De puro intuitiva, sin lugar a dudas. O de puro miedo a perderlo a él del todo. Porque, ¿no era también patética la figura de Melanie, cabalgando tan ensimismada y erguida por la avenida Salaverry? Melanie… Era cierto: había sido su verdadera profesora de francés, pero de pura casualidad, y la única amiga que tuvo en Lima, pero también de pura casualidad… Carlitos pensó en ir a buscarla, realmente sintió ganas de ir a buscarla o, cuando menos, de llamarla por teléfono, aunque finalmente optó por seguir caminando tranquilamente por el huerto. Ya había sido un verdadero atrevimiento, una temeridad, y además un desastre, pensándolo bien, la despedida de sus padres y hermanas. Para qué ir a buscarle tres pies al gato, nuevamente.
Todo estuvo listo el día lunes al atardecer, incluyendo las despedidas, que fueron muy personales, eso sí. Luego se sirvió una apetitosa comida, como siempre ahí en el huerto, un buen rato antes de acostarse, y como si nadie se hubiera despedido de nadie, nunca. Y partieron en un automóvil de la policía, manejado por un capitán uniformado que se iba a turnar en el volante con un copiloto también uniformado. En la puerta del huerto no había un alma y la reja estaba abierta de par en par. Ésas eran las instrucciones. Al salir, Carlitos miró el letrero que decía «El huerto de mi amada» y Natalia le apretó fuertemente la mano. Era la madrugada del martes 24 de octubre de 1959.
El escándalo empezó una semana más tarde, a pesar de los esfuerzos por impedirlo del doctor Roberto Alegre. Empezó mientras Natalia y Carlitos almorzaban serenamente en un restaurancito cualquiera, completamente ajenos a todo. Ajenos, simple y llanamente ajenos a todo.
Claro que dicen que el cardiólogo argentino Dante Salieri visitó Lima, con este motivo, y se ofreció a lo que fuera, con tal de. Y cuentan que don Fortunato Quiroga juró, pistola en mano, que. Y aseguran que a los mellizos Céspedes Salinas les quedaron cortos miles de teléfonos colorinches para llamar a la familia Alegre di Lucca y ofrecerse a. Y afirman que a la entrada del huerto hay un letrero que. Se dicen tantas cosas, en fin, que se dice, también, que ya no saben qué decir. Pero a Natalia de Larrea y Carlitos Alegre la palabra que mejor los define es precisamente la palabra
ajenos.
Carlitos Alegre no cambió nunca, aunque tantas cosas cambiaran a su alrededor. A Natalia, en todo caso, le resultó siempre asombrosa la absoluta facilidad con que pasó de un mundo a otro sin que se notara nunca hasta qué punto, por ejemplo, extrañaba a sus padres y hermanas. Cuando hablaba de ellos lo hacía con total naturalidad, como si nunca se hubiera producido ruptura alguna ni existiera un antes y un después, y como si cualquiera de ellos pudiera reaparecer de un momento a otro y continuar el diálogo de toda una vida, en París o en cualquier otra ciudad del mundo. Los cambios políticos, económicos y sociales que se produjeron en el Perú, a finales de los sesenta y durante buena parte de los setenta, y las imprevisibles consecuencias que tuvieron para sus familiares y para tantas personas conocidas, los tomó siempre como datos objetivos y los comentó como un frío y distante analista, sin apasionamiento alguno y sin tomar nunca una posición a favor o en contra de determinados hechos. Ni siquiera el traslado de su familia a California, cuando su padre optó por cerrar la clínica de Lima e instalarse en la ciudad de San Francisco, aceptando al mismo tiempo una cátedra en la Universidad de Berkeley, alteraron su manera de ver y comentar los acontecimientos, con una distancia y una objetividad en las que jamás se filtró emoción alguna, a pesar de sus buenos deseos y de su disposición para colaborar abiertamente, en caso de ser requerido, aunque esto nunca ocurrió. Fue muy feliz, eso sí, realmente feliz, cada vez que sus hermanas Cristi y Marisol lo visitaron en París, y Natalia recordaría siempre con profunda alegría la encantadora semana que pasaron con ellas, en Nueva York, en 1964, y la sincera familiaridad y el cariño con que las dos hermosas muchachas la trataron en aquella oportunidad y en todos sus demás encuentros. En Nueva York, sobre todo, donde tanto Natalia y Carlitos como Cristi y Marisol estaban de vacaciones y con ánimo de divertirse, día y noche, hablaron con la mayor franqueza y naturalidad, pero jamás se dijo una sola palabra acerca de los señores Alegre, de Lima, o de algún amigo común.
Los mellizos Arturo y Raúl Céspedes, por su parte, como que desaparecieron para siempre de la vida de Carlitos, aunque a veces pensaba en ellos involuntariamente, siempre con la misma sonrisa en los labios y siempre con el mismo comentario desprovisto de toda emoción, y que más bien parecía querer dejar registrado, con meridiana claridad, un hecho puramente objetivo:
—Arturo y Rául Céspedes Salinas… Qué par de tipos tan disparatados, mi amor. ¿Te acuerdas? Y qué absurdos se los ve desde aquí, con un océano de por medio. Los pobres como que pierden toda consistencia, toda razón de ser, hasta convertirse en dos seres totalmente inexplicables y al mismo tiempo sin dimensión ni profundidad alguna, completamente chatos y sin aquel componente dramático que allá en Lima los libraba de ser tan sólo un par de tipos grotescos.
—Pero eran prácticamente tus únicos amigos, Carlitos…
—Los conocí casi al mismo tiempo que a ti, mi amor; apenas unos días o semanas antes, si mal no recuerdo, y como que nunca tuve tiempo para fijarme en ellos detenidamente, en esas circunstancias. El centro del mundo fuiste tú, a partir de aquel momento, y los mellizos quedaron convertidos en un par de satélites que giraban incesantemente alrededor de todo aquello, pero a una gran distancia; sí, a una enorme distancia, pensándolo bien.
—Me encanta oírte decir cosas como ésa, Carlitos. Pero yo creo sinceramente que, casi sin darte cuenta, aunque con una sorprendente habilidad, al mismo tiempo, tú te has ido construyendo una coraza para protegerte de montones de cosas y recuerdos, de todo tipo, y que, digamos, se quedaron
allá,
para siempre. Eso nos facilita mucho las cosas, mi amor, pero yo te ruego que por mí no lo hagas. Por mí te apartaste de muchas cosas, es cierto, pero cómo decirte…
—¿Cómo decirme qué?
—No quiero verte renegar de nada, mi amor. No quiero verte amputado de vivencias y recuerdos que son parte de tu vida. Todos evolucionamos, es verdad, y cambiamos mucho muchas veces, pero creo que si no olvidamos nunca quiénes fuimos y cómo fuimos en cada momento de la vida, y con quién y por qué, nos enriquecemos también mucho. Lo contrario es lo que yo llamo amputarse de sí mismo, y eso sólo puede empobrecernos.
—Yo soy feliz, Natalia. Absolutamente feliz. Y jamás me he arrepentido de las decisiones que tomamos juntos. Jamás me arrepentiré, tampoco.
—Humm…
—¡Cómo que humm…!
Llevaban siete años en París y eran, en efecto, objetivamente muy felices. Natalia jamás podría negar que la facilidad con que Carlitos, gracias a su carácter tremendamente positivo, además de divertido y entrañable, se había adaptado inmediatamente a su nueva vida había contribuido en gran medida a segregar en torno a ellos esa impresión de permanente armonía y de íntima estabilidad, que, acompañadas por una sensación de permanente satisfacción y completa alegría de vivir, los había convertido en una pareja realmente envidiable, a pesar de aquella importante diferencia de edad que todos, menos Natalia, habían dejado por completo de lado.
Y Carlitos Alegre se había graduado de médico con las más altas notas y con todos los honores, y su fama de investigador, a la vez riguroso y tremendamente intuitivo e imaginativo, empezaba a extenderse con gran velocidad por Europa y los Estados Unidos. También su fama de loco, o más bien de extravagante y absolutamente volado, empezaba a ser conocida, sobre todo a raíz de un incidente ocurrido durante un congreso médico organizado por el Johns Hopkins Hospital, de Baltimore. El joven doctor Carlos Alegre, que se tropezaba con cuanto objeto y mueble había en la pequeña residencia en que se alojaban los médicos invitados al congreso, y parecía hacerlo siempre a propósito, se había ganado la franca y total antipatía de la arrugadísima y horrible vieja encargada de aquel hermoso pero recargado local, un perfecto gallo hervido, la vieja del diablo esa, y las cosas realmente se pusieron feas cuando una mañana el doctor Alegre fue descubierto por su circunstancial y pérfida enemiga en el momento en que abandonaba la residencia con una pequeña radio de baterías que pertenecía a la residencia, oculto bajo el abrigo y a todo volumen. O, mejor dicho,
misses
Farley, que así se llamaba la vieja bruja, descubrió al médico llegado de París con las manos en la masa, aunque sin que éste se enterara de nada, por supuesto, llamó a la policía mientras Carlitos se apresuraba feliz con su
Septeto de cuerdas,
de Beethoven, en dirección al salón de congresos en que se iba a llevar a cabo la sesión de aquella mañana, y finalmente el joven dermatólogo fue detenido y llevado a la comisaría. En un perfecto inglés, Carlitos explicó que de robarse la radio, él, nada, que no fueran tan brutos, por favor —frase que les sentó como un tiro a los policías de EE. UU.—, y que lo que realmente había ocurrido es que él había estado escuchando esa joya de la música de cámara, mientras se vestía, que de pronto se había percatado de que ya era hora de ir a su sesión matinal del congreso, y que luego, de puro abstraído que andaba con tanta belleza musical, había cogido la radio para continuar con su concierto por el camino, de la forma más natural del mundo, pero sin darme cuenta de ello, y esto es lo principal, señores, creo yo. En fin, que de robo nada, y que nevaba, además, les explicó Carlitos al comisario y a sus dos auxiliares, agregando que por ello había metido el pequeño aparato bajo su abrigo, para protegerlo, como es lógico, y que sin duda alguna lo habría vuelto a dejar en su lugar no bien se hubiese dado cuenta de su distracción, o, en todo caso, no bien hubiese terminado ese concierto sublime, y finalmente les preguntó si ellos habían tenido la suerte de escuchar el
Septeto de cuerdas
de Ludwig Van Beethoven, alguna vez, ah, se lo recomiendo, señores, ¿o ya lo conocen? No, ni el comisario ni sus auxiliares habían escuchado jamás, ni tenían intención alguna de escuchar, tampoco, el maldito concierto de marras, pero, en cambio, el pago de la fianza era de ley, sí, señor, y además vamos a llamar inmediatamente al director del Johns Hopkins Hospital, para que venga ahora mismo a avalar con su firma y su presencia la honestidad de su invitado. En fin, que la abominable vieja encargada de la residencia obtuvo todas las satisfacciones del caso, que el director del hospital lamentó inmensamente el incidente, que desgraciadamente éste se parecía mucho a otro que el doctor Alegre había protagonizado en Munich, pocos meses atrás, y que, a su vez, se parecía como dos gotas de agua a un primer incidente también protagonizado por el mismo doctor Alegre, en Zurich, el año pasado, por cierto, pero bueno… Total que, al final, los policías de EE. UU. fueron los únicos que, no bien abandonó Carlitos la comisaría, manifestaron estar realmente convencidos de que, de robo, nada, y que se trataba tan sólo de un caso más de científico loco pero nada peligroso.