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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (25 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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—¿Qué tal el té, muchachos? —les preguntó don Jaime.

—Me ha agradado —respondió Raúl Céspedes, que toda su vida había dicho que las cosas le gustaban, o no.

—Ha sido de mi entero agrado, sí, don Jaime —completó Arturo, al que también toda su vida las cosas le habían gustado, o no.

—¿Y la mantequilla? —les preguntó Carlitos, jamás nunca se supo si en uno de sus famosos despistes, o si contabilizando ocultamente para el repertorio de Molina.

—Muy agradable también, sí.

—De mi entero agrado, también, sí.

—Y la mermelada.

—Sumamente agradable, Carlitos.

—Me sumo al agrado, Carlitos.

—¿Y todo lo demás?

—De lo más agradable.

—¡Carlitos! —le pegó un pellizcón, por fin, Natalia, para hacerlo volver a la realidad, pero desgraciadamente la realidad se convirtió en una carcajada.

—¡Carlitos!

—¡Presente!

Por supuesto que nadie, ahí, creyó en ese pellizcón, aunque la verdad es que también los hermanos Céspedes Salinas eran sencillamente increíbles. Pero, aun así, anocheció de lo más bonito en aquella sala, a medida que las retinas de aquella finísima familia iban posando sus caudales y raudales de buen gusto sobre las cosas de este mundo y los pobres mellizos se debatían entre el tener y el no tener, entre los austeros consejos del almirante heroico y las salpicaduras Rothschild, y a todo, eso sí, le aplicaban una tras otra las mil variantes del uso y abuso de la palabra agradable, ante la siempre divertida mirada de Silvina y Talía, que al final le confesaron a Carlitos que para ellas había sido muy entretenido conocer a los mellizos Céspedes Salinas, a los genuinos, claro está, porque tú los imitas pésimo en el teléfono.

Y, aunque parezca mentira, los mellizos se convirtieron en amigos de verdad de Silvina y Talía Grau Henstridge, y parece ser que también don Jaime y doña Olga les tomaron cariño. Doña Olga, en todo caso, le había comentado a Natalia la pena que le causó lo traumatizados que quedaron, la tarde de aquella primera visita, con el largo recuento que ella hizo de su viaje por los Abruzos y la comida aquella en San Silvano con el duque de Anjou, más la historia increíble aquella del corazón de Louis XVII, por supuesto.

—Los pobres chicos esos como que no estaban preparados, Natalia —le comentó Olga Henstridge, una mujer sensible, exquisita y bondadosa como pocas, agregando—: Tal vez debería haber dejado aquella historia para otra oportunidad.

—No te preocupes, Olga —le dijo Natalia, que andaba furiosa con los mellizos, porque acababan de terminar un nuevo padrón, pero de los primeros contribuyentes de la república, esta vez, para no verse envueltos en más líos de refinamientos genuinos, y más bien elegir a sus parejas en dinero contante y sonante. Y a Carlitos lo tenían loco con lo de las llamadas telefónicas.

—Son cosas de chicos, Natalia.

—De acuerdo, pero, sin querer queriendo, a mi Carlitos me lo van a convertir en un alcahuete profesional.

—Qué cosas dices, por favor, Natalia…

—No se. A veces me pongo muy nerviosa con esos tipos. Y es que Carlitos no tiene más amigos que ellos.

—Y a mí, ellos, en cambio, me dieron pena desde el primer día.

Se notó, sí, y a gritos, que a Olga le habían dado mucha pena los mellizos Céspedes y su desesperado arribismo. Natalia lo recordaba. A Olga le dio tanta pena lo del té tan agradable y la mantequilla tan de mi agrado y la mermelada me sumo al agrado, que aquella tarde posó larga e intensamente sus retinas sobre los mellizos, pero el asunto no surtió efecto alguno, y los tipos, ay, siguieron siempre exactos a sí mismos y sumamente agradados.

Todo lo contrario sucedía en cambio con Silvina y Talía, que eran dos chicas muy bonitas, sí, pero que cada vez que su papá las miraba devenían en realmente preciosas, ante la atónita mirada de los mellizos, que tontos no eran, la verdad, porque esa misma noche de la primera cita en casa de don Jaime Grau, mientras regresaban a la calle de la Amargura, e, incluso, a escondidas uno del otro, le posaron una intensa mirada a todo lo largo y ancho, y, muy en especial, al sector en que quedaba su casa, con la vana y vaga ilusión de un rápido y genuino contagio, de alguna partícula de belleza contraída en la casa de la Magdalena Vieja, a fuerza de observar esas retinas posadas sobre el mundo, llegando a la metalizada conclusión, totalmente equivocada, por supuesto, de que algo, una ñizca, aunque sea, de salpicadura Rothschild, tenía que haber en aquel asunto de los ojos Grau Henstridge, sus retinas, y sus miradas.

—Es que esos cojudos miran con ojos que han visto al barón Rothschild, Arturo.

—No me cabe la menor duda, Raúl.

Pues Dios y el almirante Grau, sin duda alguna, castigaron a los mellizos, por andar pensando en tanto bien terrenal y ninguno espiritual, ya que el tiempo hizo que Silvina y Talía heredaran lo Grau de don Jaime y lo Henstridge de doña Olga, pero, aunque Arturo y Raúl llegaron a ser amigos genuinos de aquellas muchachas, jamás una mirada de nadie los retinizó de manera alguna, salvo, claro está, la de las chicas Vélez Sarsfield, tan amigas de ellas, que, año tras año, las invitaron siempre a Europa, y que, bueno, sí, y a regañadientes, aceptaron que en el fondo los mellizos eran excelentes estudiantes y que podían llegar a convertirse en grandes médicos, con lo cual dejaron de mirarlos y tratarlos como a un par de cretinos, mas no por efecto de retina alguna, sino porque eran amigas de Silvina y Talía y nosotras somos sumamente respetuosas del parecer de cada cual, y allá nuestras amigas y esos cretinos, finalmente, aunque de mis labios jamás saldrá la palabra cre, Mary, ni de los míos tampoco, Susy…

—Pero si el único cretino en ese trío es Carlitos Alegre —soltó Melanie, sentadita ahí en su sofá gigantesco y de pésimo humor por el asunto aquel de su menstruación ignorada.

IV

Con los diecinueve años cumplidos, a Carlitos Alegre le había salido, o se le había puesto, o le había quedado, y esperemos que no para siempre, una impresionante cara de quince, que realmente torturaba a Natalia, a la vez que le encantaba, porque además el tipo estaba cada día más niño de mirada y de actitud ante el mundo y de despistes y de todo, cada día más entrañable y ocurrente en las escenas de sala, terraza, baño y comedor, cada noche más fogoso, y también ocurrente y entrañable, en las escenas de alcoba y piscina apenas iluminada, cuando todo y todos dormían en el huerto, o se hacían los dormidos hasta los perros, y la señora y su amante parecían un solo fantasmón corriendo por el jardín, rumbo al agua, metido él calatito entre el albornoz blanco de su gran amor, hasta que llegaban al borde de la piscina y ella se levantaba el faldón de toalla blanca y lo dejaba escapar de ahí adentro, de esa total oscuridad, y él exclamaba, ante el borde tentador de la piscina iluminadita, que literalmente lo acababan de dar a luz, y con estas felices palabras se arrojaba muerto de risa a la pileta bautismal erótica.

—¿Quién soy, amor? ¿Cuál es el nombre de pila y pipí que has escogido para mí? —le preguntaba, luego, chapoteando feliz, ahí en el agua.

—Eternamente Carlitos, Carlitos. Jamás te podría llamar de otra manera, mi amor, mi gran amor niño.

—Imagínate tú todo lo que se imaginarían los discípulos de Freud, si se enteraran de esto. ¡Qué cogitaciones!

—Gigantescos complejos recíprocos de Edipo.

—Y el parto de los montes.

—Eco. El parto de los montes, tú lo has dicho.

—E imagínate si me apellidase Montes…

—Pues todo un caso de predestinación fálico-clitórico-vaginal, o algo por el estilo, qué sé yo.

—Lo de Alegre tampoco debe de parecerles nada mal, a esos tipos.

Todas estas escenas terminaban siempre en la alcoba, a la cual accedían también siempre con un pasaporte falso que Natalia le había conseguido a Carlitos. En fin, cuestión de irse habituando al asunto, de irse acostumbrando, sí, porque Natalia andaba en eso y también en aquello. Y aquello era el arreglo muy importante que estaba efectuando con poderosos hombres de París, para que Carlitos obtuviera además una documentación francesa, francesa y completita, revalidara su primer año de estudios y hasta lo que llevaba del segundo, y continuara su carrera en la Facultad de Medicina de París. Y, en cuanto al Perú, ni una sola falsificación, ni nada, o, bueno, sólo esos veintiún añitos de mentira, y la mayoría de edad también, claro, en un pasaporte extendido con todas las de ley por el propio Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú.

Natalia, sin embargo, se aterraba a veces al mirar a Carlitos y ver la cara de quince años cada día más quince con que regresaba de su misa de seis. Y le daba rabia, a la vez, porque el tipo, cuando abandonaba la camota y la alcoba, era todo un hombre, un hombre hecho y derecho, con sus diecinueve años bien cumplidos, sus orgasmos, de llamar a los bomberos, bien acumulados en la mirada aún ardiente y deseosa, a pesar del sueño y el despertador, con todo su amor a cuestas y el peso de su fogosa virilidad, que incluso lo hacían caminar rumbo al baño como se camina rumbo a los veinte años de edad, y de ahí, de un saltito más, ya ni siquiera doce meses más, a la súper mayoría de edad, hombre hecho y derecho, macho y varón y mi amor. Y se duchaba con esa misma actitud mayor, cantando pésimo, eso sí, destrozando día a día su ya muy alterada versión de
Siboney
—todo parecido con la realidad era pura coincidencia, la verdad—, aunque cantando con la misma voz ronca y sin gallitos con que luego destrozaba cualquier otra canción mientras se secaba y se vestía. Si, incluso, a veces, cuando del baño regresaba a la cama, bien hombrecito, tarareando el nombre de Natalia para despedirse de su amor, ella hasta sospechaba que había pronunciado el nombre de una china, por qué no, y se ponía como loca de celos, mas sólo hasta que él le daba el beso de despedida de Carlitos Alegre, cuya característica fundamental era la de no tener cuando acabar, por lo distraído y fogoso que era el tipo, incluso a esas horas en que ni las gallinas daban aún señales de vida, pero él ya partía a su misa diaria y lo hacía bien varón y muy dueño de tu dueña, amor mío.

No, si aquello a veces hasta parecía Charlton Heston en la película
Marabunta,
despidiéndose de su mundo y Eleanor Parker, en la casona aquella en tecnicolor y como demasiado Beverly Hills para tan feroz selva virgen, porque Charlton, resulta, se había construido todo un mundo a la medida de sus hombros inconmensurables y sus espaldas y puños ídem, y sus bíceps y tríceps y pectoralazos sin medida ni clemencia, pero mala pata, porque la plantación iba de lo más bien, y justo entonces le ruge la marabunta al de Hollywood, la maldita plaga de hormigas, de todas las hormigas del mundo unidas, de varios continentes, rurales y urbanas, hormiguitas viajeras y hormigones, batallones romanos de hormigas, hormigas Napoleones y hormigas Julio César, hormigas prehistóricas y hormigas atómicas, todas, todas las hormigas del mundo le querían arrebatar hasta la dentadura postiza, al inmenso Charlton, y también sus botas, esas que brillaban perfectamente bien
shoe shine,
como lustradas por los limeños Magos del Trapo, otra marabunta, y hasta peor, incluso, que la hormiguera, como la de los que te cuidan el auto en Lima, también, trapo inmundo en mano marabunta, y no bien te descuidas te lo dejan perdido, ni qué decir del parabrisas, perfectamente le brillaban sus botazas de cuero Gucci, incluso mientras don Charlton iba dando trancazos bien Heston, bien amo y señor, por el barro y los pantanos de una selva inmisericorde, para enfrentarse, llanero solitario y pelo en pecho, con su maldita suerte color hormiga. Pues así, también, partía Carlitos Alegre a su misa de seis, o así lo veía su Natalia, colmada de amores y feliz, por una vez en la vida, retozando leonamente bajo esas cálidas sábanas llenas de secretos, mudos testigos de hilo de Holanda, en fin, tan feliz y colmada y cálida y leona y sábanas y amores, que, sólo ella, eso sí, era capaz de ver a Charlton Heston en Carlitos Alegre, con el único atenuante de que, por supuesto, con tan sólo un candil de gas encendido, y además con la mechita al mínimo, en aquella alcoba cerrada sólo los enamorados locos y los albinos lograban ver algo.

Pero lo atroz venía después. Y era que Carlitos, en vez de regresar como se fue, al borde de los veintiún años, bien varón, y con siquiera un toquecillo Charlton Heston, regresaba de misa chino de felicidad, lo cual está muy bien y nadie, y Natalia menos que nadie, le iba a criticar, como tampoco le criticó jamás que regresara habitado por Dios y que a veces tardara un poquito en irse vaciando de contenido y se tropezara con todo y se refiriera a la mesa del desayuno como el altar, o que dijera que él ya había desayunado, confundiendo sin duda las tostadas con la transubstanciación, aunque ya luego con la mantequilla, y, sobre todo, con la mermelada, que le encantaba, y de cualquiera de los sabores, «Made in El huerto de mi amada, Surco, Lima, Perú, Trade Mark», por Marietta y las chicas operarias, sí, con la mantequilla, y, sobre todo, con la mermelada, por fin se deshabitaba Carlitos, se mundanizaba y se sensualizaba, nuevamente, y a Natalia le pegaba unos besos tan brujos e interminables, entre sorbo y sorbo de café con leche, que había que volver a calentar el café y la leche, a cada rato, pero qué rico, caramba, y con aroma de café de Colombia, además. Pero, bueno, hasta ahí llegaba el encanto, porque el problema más grave que planteaba la misa diaria de Carlitos, problema atroz, para Natalia, era la carita de chico de quince años con que regresaba de la iglesia. ¿Le había agarrado ella celos a Dios o al curita anciano y sordo que decía la misa? ¿Se estaba volviendo loca? ¿Estaba empezando a observar a Carlitos desde una óptica maternal y psicoanalítica? Bah… Babosadas, hombre, ya quisieran tú, Freud, tú y tus charlatanes de secuaces y discípulos, tirarse a su mamá con el fuego y la felicidad, con la desenvoltura total con que lo hace Carlitos. Tanda de acomplejados… Pero, bueno, ¿qué tenía entonces de tan atroz ese rostro quinceañero que Carlitos se había echado al diario, justo ahora que había cumplido los diecinueve? Natalia se desesperaba pensando que Carlitos estaba haciendo una regresión, que día a día se le reflejaba más en su rostro el deseo de volver a casa de sus padres y hermanas, de
ser
un hijo educado y bueno y dócil, de recibir y disfrutar los últimos años de amor casero adolescente, paternal, maternal, filial, fraternal… Carajo, pobre Natalia, era tremendo hembrón, por supuesto, pero su amor, por inmenso que fuera, y por humano y leonino y divino, era un sólo amor contra cuatro amores distintos y encarnados nada menos que por cuatro personas diferentes, padre, madre, y dos hermanas que Carlitos adoraba. Se desesperaba, Natalia de Larrea, con esa idea, se obsesionaba, se mesaba los cabellos, se pedía su copaza, y dos, y tres, de champán, se ponía su bata de seda, la de la noche, pero a las ocho de la mañana, justo cuando Carlitos se aprestaba a embarcarse con Molina rumbo a casa de los mellizos y de ahí con ellos seguir hasta la Escuela de Medicina, se desnudaba íntegra y se bañaba en Chanel n.° 5 y se volvía a poner su bata de seda de noche, y, cuando Carlitos terminaba de ordenar sus libros y apuntes para el día de clases, ella se aferraba a su beso distraído e interminable de despedida y terminaba el pobre faltando a clases, aunque cumpliendo, eso sí, con su deber de amante de diecinueve años, que Natalia le había exigido a título de prueba, casi, como toda una demostración, oye tú, ven aquí, y veamos si es verdad tanta belleza…

BOOK: El huerto de mi amada
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