—Pues tal como se lo cuento —continuó Carlitos, como si nada (pobres mellizos, quema y quema pero nada, se retorcían fumando), y tan encantado por su dama, que además resultó ser a prueba de incendios—. Sí, tal cual —recalcó, incombustiblemente—. Y además a mi novia no la tocó ninguno de esos cretinos y fui yo mismo quien, gracias a la ayuda de Segundo y Primero, mis amigos desde niño, y a dos mayordomos más, vecinos y amigos, también, logré que a su casa llegara inmaculada, ¿me oyen?, sin un rasguño en el traje siquiera, ¿me entienden?, o sea, lo que se dice in-ma-cu-la-da, ¿me creen?
Los hermanos Céspedes Salinas oían, entendían y creían, sí; claro que sí oían, claro que sí entendían, y claro que ahora sí creían. Pero, en fin, todo aquello era simple y llanamente demasiado Carlitos para ellos, esa mañana, porque el orden del universo se les había puesto patas arriba y ya nada quedaba en su sitio después de semejante terremoto social. Aunque sí, algo quedaba, algo que parecía anterior al universo mismo, maldita sea, porque la casa de la humillación y tanta vergüenza continuaba en la calle de la Amargura y ni con el mundo reducido a escombros notaban ellos novedad alguna en el saloncito aquel de vetustas paredes manchadas de humedad y tiempo pobre, de sofá fatigado, mesas como ésta, qué horror, y sillones como el que usa siempre Carlitos, cuando viene a estudiar, mírenlo ahí, al loco de remate este, hasta lo quemas vivo y nada, ni pestañea de lo puro embrujado que anda por su tremendo hembrón, toda una Ava Gardner, y además con blasones, nuestra Natalia de Larrea, pero lo realmente increíble es que, encima de todo, ella le da bola.
Y así resulta que al muy cretino le habían caído de a montón, mientras protegía a su dama, abrazándola con toda su alma y llenándola de los más torpes, sonoros y convulsivos besos, cuando en realidad lo que debería haber hecho era quedarse tranquilito debajo de la cama matrimonial de sus padres. Ahí había ido a dar con su Natalia, y la verdad es que la idea no era mala, pues los enfurecidos caballeros, con el
Che
Salieri a la cabeza, lo primero que pensaron, tras dejar fuera de combate al doctor Roberto Alegre, es que el par de indeseables esos había huido en dirección al dormitorio del maldito santurrón y ahí andaba metido en un clóset o algo así. Pero no. No estaban ni él ni ella. Ni en el clóset ni en el ropero, maldita sea.
—Hay un rosario tirado al pie de la cama —dijo don Fortunato Quiroga, dirigiéndose al resto de la expedición punitiva. Y, señalándolo insistentemente, esta vez, repitió que había un rosario tirado al pie de la cama, pero ahora lo hizo con voz de ajá, los pescamos, tremendo colerón y varios whiskies.
Aquello fue suficiente para que el
Che
Salieri literalmente se zambullera bajo la cama, pero tanta era su rabia y tal su borrachera que no calculó bien su estirada y ahí quedó como empotrado, pataleando y maldiciendo a la humanidad.
—¡La puta! ¡Ni rastro!
—Buscaremos en los demás dormitorios, Dante —dijeron casi simultáneamente, los otros tres miembros del destacamento y añadiendo—: Y en los baños y donde sea, pero los encontraremos.
—No sé cómo voy a buscar yo nada si antes no me ayudan a salir de aquí. ¡La puta! O me he partido el cráneo o me lo he rajado, ¡la puta, che!
La expedición continuó su loca carrera por los altos sin que nada ni nadie lograran frenarla, ni siquiera doña Isabel, la abuela de Carlitos, que vivía en casa desde que enviudó, y que tuvo que hacerse a un lado con inusual rapidez, para no ser arrasada. Luego reapareció el doctor Alegre, recuperado tan sólo a medias y seguido de su esposa, gran amiga de Natalia de Larrea. Pero también la señora Antonella y sus súplicas, salpicadas de un nervioso y delicioso vocabulario italiano, tuvieron que hacerse a un lado, mientras el maltrecho doctor decidía ir en busca de ayuda y se dirigía a la sección servidumbre, en el instante mismo en que se oyó un «Natalia de mi corazón», proveniente de algún escondite, en seguida un «chiiss», luego nuevamente otro «Natalia de mi corazón», más algo que realmente parecía una metralleta de besitos y una mano que intentaba taponearlos. Algo así.
—Esto se pone caliente —dijo el doctor Jacinto Antúnez.
—Y a mí empieza a encantarme, che.
Los cuatro expedicionarios se dirigían ahora a la habitación de los señores Alegre, donde una cama matrimonial totalmente vacía los esperaba bastante agitada.
—¡Eso que salta son ellos! —exclamó, desde la misma puerta, el señor Antúnez.
—¡La puta!
Claro que eran ellos, pero en su afán de extraer primero a Natalia y molerla a patadas y besos, simultáneamente, a la expedición se le escapó Carlitos, por el otro lado de la cama. Y ahí venía ahora por él el doctor Salieri seguido de los otros tres caballeros, pero Carlitos, como quien repite una lección muy bien aprendida, le arrimó tremendo puñetazo, primero, y luego un patadón, disparándolo nuevamente hacia atrás, igualito que en la terraza, momentos antes, e igualito también los tres caballeros se convirtieron en palitroques y salieron disparados, aunque no muy lejos, esta vez, debido a los muebles y paredes contra los que se estrellaron.
—¡Tú confía en mí, Natalia de mi corazón! —exclamó entonces Carlitos, envalentonadísimo por los dos éxitos conseguidos a lo largo de la bronca, y que, lástima, eran puritita chiripa y nada tenían que ver con una musculatura o una experiencia, ya que ambas brillaban por su ausencia. Carlitos era tan flaco como Frank Sinatra, por aquellos años, y no tenía la más mínima idea de lo que era pelear. Pero añadió, sin embargo:
—¡Y ustedes prepárense! ¡Prepárense, cangrejos, porque acaba de llegarles su hora a los cuatro!
Inmediatamente procedió a remangarse los brazos de la camisa azul que llevaba puesta, sacando pecho, adelantando una pierna, retrasando la otra, alzando los puños bien cerrados, y adoptando la desafiante postura de un boxeador de feria ante un fotógrafo de estudio. El resultado fue realmente lamentable, y casi anémico, una suerte de púgil de campeonato interbarrios entre huérfanos, categoría mosca, por supuesto, y con auspicio parroquial. Y, además, Carlitos no debió sentirse cómodo, porque recogió la pierna que había adelantando, la cambió por la otra, y dijo hora creo que sí, ya. Total, que a los cuatro caballeros que había tumbado les dio tiempo de sobra para levantarse y pasar a la acción cuando él todavía se encontraba en pleno acomodo y mirando a su Natalia, como quien busca su aprobación. La cara de aterrado pesimismo de su dama lo decía todo, e instantes después ya estaba Carlitos tumbado de espaldas en el suelo, y los cuatro caballeros turnándose para sentársele encima y darle su merecido con una infinita cantidad de golpes, todos de la categoría máxima, eso sí. Y lo estaban matando ante una Natalia que sólo atinaba a pedir socorro, mientras, a su vez, la señora Antonella clamaba por su marido y atendía a la abuela Isabel, que se había desmayado. Entonces llegó la ayuda.
Eran cuatro, sin contar al doctor Alegre, que en el estado en que estaba sólo parecía capaz de dirigir el rescate de su hijo, aunque también él tenía deseos de molerlo a palos. Pero, bueno, de lo que se trataba ahora era de salvarle la vida, ya que sus amigos realmente habían perdido la cabeza y, si alguien no los frenaba, aquello podía convertirse en una verdadera tragedia. O sea que el doctor Alegre pensó que realmente había tenido suerte al encontrar a Víctor y a Miguel en compañía de otros dos mayordomos del barrio, conversando en la cocina. Pero las cosas no habían sido así. En realidad, fueron sus propios mayordomos quienes corrieron en busca de refuerzos para enfrentarse a los cuatro borrachos de mierda esos, antes de que a Carlitos, compañero nuestro de tantos juegos, desde muy niño, nos lo maten, y no sólo porque ellos son cuatro sino también porque, segurito, el joven se trompea tan mal como juega a fútbol, por ejemplo, y la verdad es que el pobrecito no da pie con bola. Por eso estaban ahí abajo, escuchándolo todo listos para intervenir. Por eso, sí, y porque el joven Carlitos se había hecho querer siempre por todo el mundo.
Y aquellos desaforados señores se esperaban cualquier cosa, menos una insubordinación de mayordomos, de cholos de mierda, todo se les podría haber ocurrido menos algo así. O sea que tardaron mucho en darse cuenta de que el asunto iba contra ellos y no contra el mozalbete de mierda este, y, ante los primeros golpes, jalones y empujones, ni siquiera reaccionaron, porque parecían ficción y de la mala. Pero resulta que a Carlitos lo habían liberado y que ahora se había arrojado sobre la tal Natalia y ésta se lo estaba llevando sabe Dios dónde, abrazándolo y besándolo ante su vista y paciencia, y desesperada, además, la muy sinvergüenza, aunque la verdad es que a su adorado Carlitos le habían dado más que a tambor de circo. Había que impedir que se les escapara, la parejita de mierda esa, por supuesto, pero de golpe y porrazo resultó que los impedidos fueron ellos.
—¡La puta! ¡Se levantó la indiada!
—¡Alto ahí, hijos de perra!
Para qué dijo nada don Fortunato Quiroga. Natalia y Carlitos ya estaban camino a una clínica y los cuatro mayordomos continuaban dándoles su escarmiento a los ya agotados caballeros, ante la mirada vacía del anonadado doctor Roberto Alegre, que, por fin, soltó un ¡Basta ya!, bastante maltrecho y carente de la suficiente autoridad, pero que funcionó, gracias a Dios. Su dormitorio quedó convertido en un verdadero desastre, pero bueno, por fin se largaban todos, por fin regresaban los mayordomos a la zona de servicio y sus amigos a sus respectivas casas, por la puerta principal.
—Ya verán ustedes que esto no queda así —afirmaba el doctor Alejandro Palacios, mientras los cuatro grandes derrotados atravesaban el jardín delantero de la casa, completamente aturdidos, mareados e incrédulos. Y pensaba: «Derrotados por un hembrón, derrotados por ese imberbe santurrón, ese cretino, y derrotados por cuatro cholos del diablo, para remate. En fin, la cagada.»
—El mundo al revés y los evangelios por los suelos —lo secundaba su colega Jacinto Antúnez—. Algo habrá que hacer. Esto no puede quedar así. O a mí me dan todo tipo de satisfacciones, o se jodio la Francia.
—La puta —repetía, una y otra vez, en voz muy baja, para sí mismo, el doctor Dante Salieri, como si empezara a despertar de la peor pesadilla de su vida y estuviese completamente solo y muy adolorido en medio de un hermoso jardín—. Pensar que pude haber tomado el avión de regreso a Buenos Aires esta noche… La puta…
—Por mi parte —sentenció el ilustre senador Fortunato Quiroga, luego de un breve silencio—, puedo asegurarles que aún no he dicho mi última palabra. Me queda mucho por decir y por hacer. Sí, señores, como que me llamo Fortunato Quiroga de los Heros. Bajo juramento.
Los cuatro continuaban tambaleándose bastante, al abandonar la casa, y hasta les costó trabajo recordar dónde habían dejado sus automóviles. Estaban a punto de despedirse, parados en la vereda de la avenida Javier Prado, bastante mareados aún por tanta copa y esfuerzo, y siempre furibundos, aunque fingiendo serenidad. Se miraban el uno al otro y continuaban sorprendiéndose al verse el nudo de la corbata colgando a medio pecho, la camisa desgarrada, el pelo tan despeinado, y manchas de sangre por aquí y por allá. Pero nada más podían hacer ya, esta noche, y nos les quedó más remedio que despedirse, apenas con un gesto de la cabeza, e irse cada uno en dirección a su automóvil. Era una temeridad que manejaran en ese estado.
En el dormitorio de la señora Isabel, su suegra, que ya había vuelto en sí y dormía, ahora, la madre de Carlitos pensaba en todo lo ocurrido, en su amiga Natalia, en los amigos que se volvieron locos, en su hijo, en sus diecisiete años, apenas, tan lejos todavía de esos veintiuno que eran la mayoría de edad, según las leyes del país, en fin… Y pensaba también que nada se iba arreglar con los ramos de flores, las llamadas y las mil disculpas que iba a recibir, con las tarjetas llenas de explicaciones y nuevas disculpas. Todo resultaría inútil. Ella conocía muy bien a Natalia, sus heridas sus frustraciones, su sensibilidad a flor de piel y su fragilidad, a pesar de ese aspecto imponente, y sabía también de su aburrimiento, de sus ansias de vivir, y de su tremenda y reprimida sensualidad. Y ni qué decir de su hijo. La señora Antonella conocía a Carlitos a fondo, su total ingenuidad, su eterno despiste y su absoluta carencia de malicia, pero también su apasionamiento y su obstinación, tan grandes como su deslumbrante inteligencia y su fuerza de voluntad a prueba de balas. Cuando Carlitos se empecinaba en alcanzar una meta… Algo muy serio estaba ocurriendo entre ambos, así, de golpe, tan repentina como inesperadamente, sí, quién lo habría dicho, quién lo habría imaginado siquiera… Pero bueno, tenía que ocuparse de su esposo, ahora. Los dos necesitaban un gran descanso y la cama matrimonial había sobrevivido a la batalla campal, felizmente. Ahí la esperaba Roberto, bastante magullado y adolorido, pero con la seguridad de que no tenía nada roto. Se abrazaron, se besaron, y los dos dieron las gracias al cielo porque ni Cristi ni Marisol habían estado en casa para presenciar el horror ocasionado por el efecto
Siboney
sobre su hermano Carlos. Mientras tanto, Carlitos dormía profundamente en una habitación de la clínica Angloamericana. Le habían desinfectado y parchado todas las heridas, le habían puesto tres puntos en la ceja derecha, y le habían tomado toda clase de radiografías, ya que a la pregunta: ¿A ver, cuénteme qué le duele, jovencito?, respondió: La verdad, doctor, tengo todo tipo de dolores por todas partes. Soy un dolor que camina, para serle sincero. Y Natalia, que dormía ahora también en la cama del acompañante, soltó sus primeros lagrimones de amor en casi dos décadas, y como que regresó del todo a la belleza de su adolescencia, a su reinado de carnaval y al único hombre que amó en su vida, muerto trágicamente a los veintidós años, cuando regresaba en automóvil de su hacienda norteña.
—Radiografíelo íntegro, doctor —le dijo al joven médico de guardia—. Y dele todos los calmantes que pueda. Que no sufra, por favor, doctor, y que duerma, que descanse, que por fin termine para él este día atroz.
Lo de Natalia había sido un ruego, con voz temblorosa, implorante, muerta de pena, y hasta con nuevos lagrimones, pero a ella los ruegos y súplicas le quedaban tan bien, tan hermosos y sensuales, tan ricotones, caray, que, milagro, más que implorar parecía estarse desnudando ante la vista y paciencia de un desconocido. Y así, nadie en este mundo podía decirle que no, y mucho menos un joven médico que cumplía su guardia nocturna sin grandes novedades ni accidentes, y que andaba bastante aburrido cuando le trajeron a un muchacho llenecito de golpes y a la señora esta que pide las cosas tan escandalosamente. O sea que a Carlitos lo radiografiaron hasta decir basta y lo calmaron y sedaron hasta el mediodía siguiente, porque los ruegos y súplicas de la monumental Natalia de Larrea no eran órdenes sino
striptease,
más bien.