Y apareció en una terraza sabiamente iluminada y deliciosamente florida, en un baile para siempre, un eterno
Si
boney
de lejanas maracas, de disimuladas y nocturnas palmeras, de arrulladora brisa de mar tropical y piña colada. Muy precisamente ahí, apareció Carlitos Alegre. Chino de risa y de bondad. Había que verlo. La viva imagen de la felicidad con una mecha izada en la punta de la cabeza y diecisiete años de edad de los años cincuenta más un olvidado rosario en el suelo de oscuro cedro de su dormitorio, muy cerca de su reclinatorio, y ante la misma virgen de sus súplicas y ruegos por los pecados de este mundo. Y ahí seguía parado entre aquella gente alegre y divertida que ni siquiera se había fijado bien en él todavía. Mas no tardaban en hacerlo, porque en ésas se acabó aquel
Siboney
embrujado y él salió disparado rumbo al tocadiscos, para volverlo a poner, pero para volverlo a poner y poner y poner, ad infinitum y así me maten, ¿me oyen?, ¿me han oído?, ¿ya me oyeron? Y ahora sí que el sonriente pero nervioso desconcierto de todos no tuvo más remedio que reparar en él.
—Yo quiero bailar con ella —dijo, entonces, Carlitos, con el brazo de mando en alto y todo, más una voz absolutamente desconocida y como de imprevisibles consecuencias. Y agregó—: Y voy a bailar con ella, porque no tardo en saber quién es. Que ya lo sé, por otra parte, desde hace algunas horas. O sea que ya me pueden ir dejando esa canción para siempre. Y entonces bailaré para siempre, también, claro que sí. Y
defff-fi-ni-ti-va-men-te.
La cosa sonó como de locos y los padres de Carlitos y sus invitados bailaban ahora, pero con gran insistencia, con verdadero ahínco, con total entrega, y más a la danza de arte, ya, que al baile bailongo, en fin, cualquier cosa con tal de no verlo metido de esa manera en la fiesta y, sobre todo, para no haberlo escuchado nunca jamás en esta vida. Porque borracho no estaba, no, qué va, Carlitos de Coca-Cola no pasa, y más bien había en su mirada negra, intensa, extraviada, y en su risa para quién, ¿se han fijado?, un profundo misterio, la mezcla tremebunda de algo como exageradamente gozoso, pero además exageradamente glorioso, también, aunque asimismo muy doloroso, sí, sumamente doloroso, al fin y al cabo.
—Che, parece que el pibe
andase en
busca del absoluto —comentó el cardiólogo argentino Dante Salieri, alias
Che
Salieri, que siempre se ponía un poquito pesado, a partir del tercer whisky, y ya iba por el quinto.
—
Anduviese
y cambiemos de tema —le respondió un verdadero coro, ahí en la terraza ya
troppo
danzante—.
Anduviese
y punto, querido Che…
—Ah… Ustedes, los limeños: siempre tan presumidos de su buen castellano…
—Sabido es, mi querido Che —se reafirmó el coro, ahí en la terraza aún más danzante, si se puede—, que en Bogotá y en Lima se habla el mejor castellano de América. En Buenos Aires, en cambio, che, Che…
En fin, ya cualquier cosa danzante y coral, con tal de no ver a Carlitos Alegre, que por fin había descubierto que ella se llamaba Natalia de Larrea y le estaba contando, pisotón tras pisotón, que no se explicaba por qué su papá había iluminado tan bárbaramente la terraza y el jardín y la piscina, esa noche, el agua de la piscina creo que además la ha puesto a hervir, ¿a ti no te parece, Natalia?, y que a él esa iluminación de fuego como que se le había metido en el alma, aun antes de regresar de estudiar, esta tarde, en casa de unos mellizos de apellido Céspedes Amargura, que, no sé por qué, como que muestran un desmedido interés por conocer a mis hermanas Martirio y Consuelo, o son sólo disparates que a mí se me ocurren, con lo distraído que dicen que soy, je, je… ¿tus hermanas cómo, Carlitos…?, mis hermanas Cristi y Marisol, perdón. Y entre pisotón y pisotón, también, Natalia de Larrea había logrado domesticarle el mechón de pelo izado, en repentino arrebato simultáneo de ternura y de pasión, y ya estaba convencida de que jamás en su vida había escuchado palabras tan alegres, tan vivas, tan excitantes, tan profundamente sinceras y calurosas, y como que quería comerse vivo a Carlitos Alegre.
Ella besarlo no podía, claro, porque estaba en casa de los propios padres de Carlitos y entre tantos amigos, y tampoco podía
cheek to cheek,
por las mismas razones, ni mucho menos apachurrarlo hasta matarlo, y después morirme, claro que sí, porque además seguro que hasta le doblo la edad, me muero, ay, qué ansiedad, Dios mío. Entonces probo el sistema de los muslos, que practicara en algunas fiestas con el sinvergüenza y canalla de su ex marido, el que la mataba a palos y mucho más, algo medio de burdel y todo, y empezó a ir de casi nada a apenas y de ahí sin duda demasiado rápido a más y más, demasiado para Carlitos, en todo caso, en ese adelantito y atrasito con toquecito y quedadita, porque lo cierto es que en menos de lo que canta un gallo ya Carlitos Alegre parecía un andarín loco que tiene la ansiada meta olímpica ante sus narices y justo se le cruza el Himalaya. La verdad, estaba ridiculísimo, pero a Natalia de Larrea hacía mil años que nada le alegraba la vida en esta ciudad nublada y triste, y a Carlitos Alegre, además, lo estaba queriendo mucho. Pensara lo que pensara y dijera lo que dijera esta ciudad nublada y triste, horrible, a Carlitos Alegre lo estaba queriendo muchísimo, lo estaba queriendo de verdad, y lo iba a querer contra viento y marea. Sí, contra viento y marea y pase lo que pase en esta Lima tristísima para una mujer como yo, condenada, más que condenada, y de nacimiento, casi. Y condenada sin casi en esta Lima de cielo eterno color panza de burro y, peor todavía, como me dijo el otro día en la hacienda el negro Bombón, yo a Lima no vuelvo más, señorita Natalia, con ese cielo color barriga de ballena muerta, le cala negativo a uno el alma, de su natural festiva, su cielo ese tan plomo de usted desde la mañanita, señorita Natalia. Pues tiene toda la razón, el muy picaro de Bombón, por ignorante que sea, sí: cielo de ballena, y muerta, además, qué asco, Dios mío, pero sea como sea y contra quien sea, yo a Carlitos lo quiero toditito para mí solita y… Y basta de hipocresías y moralinas, sí, basta, basta, hasta aquí llegué contigo, Lima de eme, porque Natalia de Larrea, la guapísima, la qué tal lomo, la cuerpazo —«¡El de mi patroncita sí que es un cuerpo, carajo, y no el de la Guardia Civil!», dicen que había exclamado el muy tremendo de Bombón, una mañana en la hacienda, gracias por el piropazo, negro bandido, aunque mejor para ti que yo ni me entere, negro atrevido, pero negro ricotón, sí, eso sí, y tú también, limeña hipócrita, Natalia—, la maltratada, la abandonada, la deseada, la codiciada, pero ahora la resignada acaba de decir basta, sanseacabó, punto final, sí, señoras y señores, porque yo, Natalia de Larrea, adoro a Carlitos aunque me mate a pisotones y qué tal ametralladora de muslazos, qué rico, caray, uauu, como cuando yo tenía más o menos su edad y en las fiestas nos pisoteábamos todos y nos dejábamos puntear toditas sí, tanda de hipócritas, sí, así, con todas sus letras aquello era una punteadera general y a mí ya Lima entera quería hacerme reina del carnaval, pobre Natalia, y hasta el negro Bombón, un muchachito, entonces, decía la señorita Natalia ha llegado bien maltoncita de Lima, este verano, qué querría decir el muy pícaro, ¿que ya la fruta más preciada del patrón había empezado a ponerse en su punto?, oscuro presagio, nubarrones en el horizonte, los peores augurios, pobre de mí y de mi vida, desde entonces, ay, pero uauu qué rico y con amor, uauuu, te quiero, Carlitos, ay, uauu, para siempre, mi Carlitos…
Que fue cuando el
Che
Salieri como que ya no aguantó más, y lo de las copas, encima, por supuesto, nunca tuvo buen whisky el Che y esta noche parece que ha bebido más que nunca, qué hacemos, caray, qué diantre hacemos… En fin, que el
Che
Salieri había empezado por destrozar la funda del disco en que estaba
Siboneyy,
acto seguido, había hecho lo propio con el disco, surco por surco, luego con el tocadiscos, y ahora, incontenible, iba abriéndose paso a patada limpia en busca de Natalia de Larrea, el putorrón ese que a mí me pertenece, che, para lo cual, claro, primero tendría que dar cuenta total, también a patada limpia, de un Carlitos Alegre que continuaba sin darse cuenta de nada, chino de felicidad y loco de amor, pero que ante los alaridos de Natalia vio cómo se le venía encima una verdadera pateadura y lo primero que pensó es en lo bueno que era el equipo argentino de fútbol, el propio doctor
Che
Salieri se lo había contado, y claro, seguro él también había jugado en un equipo de primera, allá en Buenos Aires, porque mira qué manera de patear, todo un crack, el doctor, o es que se volvió loco y quizás… Hasta que le tocaron a su dama, y para qué, porque ahí sí que se dio cuenta de todo, y de qué manera. A mala hora le tocaron a su dama y a ella a su Carlitos toditito suyo contra el mundo entero. La que se armó, Dios santo. Troya ardió en San Isidro, aquel viernes por la noche, y hasta bien entrada la madrugada.
Nunca se supo qué fue primero, si el puñetazo loco o el patadón ciego de Carlitos Alegre, pero lo cierto es que el cardiólogo Dante Salieri como que se elevó, primero, rebotó, después, y finalmente salió disparado en marcha atrás y fue a dar contra un pequeño grupo de señores, ya bastante celosos e irritados, que, entonces sí, perdieron toda capacidad de disimulo y buena educación. Ahí el que menos llevaba un buen rato bebiendo y ello empeoró mucho las cosas, claro, pero lo que realmente las desbordó fue el derrumbe de caballeros que provocó el choque frontal contra el disparado doctor Salieri, que se les vino encima cual feroz bola de bowling y hasta los desparramó por la terraza, mientras íntegras las señoras y también muchos caballeros procedían a una rapidísima y muy prudente retirada, entre espantados y espantosos gemidos y grititos, más uno que otro carajo, mocoso de mierda, todo en menos de lo que canta un gallo y a pesar de los esfuerzos del doctor Alegre por impedir que las cosas fueran a más.
—¡Señores, por favor!
—¡Roberto, vos quitáte del medio o matamos a tu hijo!
Increíble lo rápido que se descompuso el asunto, ya que los desparramados señores que terminaron uniéndose al recién incorporado y enloquecido doctor Salieri, por celosos y airados que anduvieran, tremendo mocoso el Carlitos y se nos quiere encamar con Natalia, nada menos que con Natalia de Larrea, tremendo lomazo, en un principio lo único que habían querido era apaciguar al cardiólogo y mandar a acostarse al loquito del diablo este. Pero cuando se incorporaron, las cosas ya habían cambiado por completo y como Carlitos Alegre no parecía notar diferencia alguna entre los señores de antes y después del choque peruano-argentino, Natalia de Larrea agarró a su amor de un brazo, le gritó ¡Te matan, Carlitos!, ¡larguémonos!, y por fin logró que abriera los ojos y se diera cuenta del tremendo lío en que andaban metidos. Salieron disparados y, entre el alboroto y la sorpresa, nadie logró darse cuenta de la dirección que habían tomado. ¿Huyeron de la casa? ¿Pero por dónde, si por la puerta principal se estaba yendo la mayor parte de los invitados? ¿Por la de servicio? No habían tenido tiempo. ¿Por una ventana? Imposible con esas rejas. ¿No estarán en los altos? ¡Maldita sea! ¡En los altos no pueden estar! ¿Y por qué no? ¡A lo mejor hasta se encamaron ya!
—Señores, por favor —intervino, una vez más, el doctor Alegre.
También él estaba muerto de rabia, por supuesto, pero era el anfitrión y le correspondía apaciguar a esa tanda de locos.
—Señores, soy el dueño de casa y, de verdad, les ruego…
—Vos dejáte de macanas, Roberto. Y quitáte de la escalera o pasamos sobre tu cadáver. Como que me llamo Dante Salieri, amigo…
El descontrolado cardiólogo hablaba en calidad de jefe de un destacamento loco, integrado además por los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, y nada menos que por don Fortunato Quiroga, solterón de oro, senador ilustre, y primer contribuyente de la república. Pasaron, pues, sobre el cadáver de su gran amigo Roberto Alegre, que quedó bastante yacente, ahí en la escalera, y con la boca muy abierta, tanto como esos ojos que simple y llanamente no podían creer…
Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas no lograban salir de su asombro, pero ahí estaba el ojo derecho de Carlitos Alegre, tirando de muy negro a muy morado, completamente cerrado e hinchadísimo, ahí estaba también su labio partido, ahí los tres puntos de la ceja derecha, en fin, ya qué más prueba podían pedirle de que lo que acababa de contarles, entre sollozos y carcajadas que se sucedían sin lógica alguna, era la más pura verdad, y sin un ápice de exageración, además, por increíble que pareciera. Porque quién diablos se habría atrevido a imaginar que un hembrón como Natalia de Larrea, multimillonaria, descendiente de virreyes y presidentes, mujer codiciada como ninguna en esta ciudad e inaccesible hasta en los sueños de verano de los mellizos Arturo y Raúl Céspedes, se hubiese dignado fijarse siquiera en un beato chupacirios como Carlitos, y que éste, encima de todo, terminara enfrentándose a unos señorones de la alcurnia y fortuna de don Fortunato Quiroga, o de la reputación de los cirujanos Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, que habían operado en la clínica Mayo y el hospital Johns Hopkins, EE. UU. y todo, Arturo, sin olvidar tampoco al cardiólogo argentino Dante Salieri, de fama continental, Raúl, y que juega polo, además, Arturo.
Pero había algo muchísimo peor, todavía, algo que para los pobres mellizos Céspedes Salinas sí que era ya el acabóse. Había, sí, que los cholos de mierda esos, los tales Víctor y Miguel, primer y segundo mayordomos de la familia Alegre, terminaron sacándole la chochoca a sus superiores, a semejantes doctores y tan inmenso señorón, habráse visto cosa igual, por ayudar al ya bien magullado Carlitos a fugarse nada menos que con Natalia de Larrea. En fin, simple y llanamente, demasiado para unos hermanos Céspedes que lo habían probado todo en su afán de que las cosas de este mundo volviesen a quedarse en su sitio. Desesperados con semejante hecatombe social, con tanto y tamaño desorden en su escala limeña de valores, los mellizos observaron la camisa de manga corta que lucía Carlitos y, sin decir ni pío, con tan sólo un guiño de ojos, y como último recurso contra su demencial relato, acordaron encender un cigarrillo cada uno y colocárselo en esos antebrazos desnudos y flaquísimos, turnándose, eso sí, para dar una nueva pitada cuando el fuego empezara a languidecer, y volver a la carga con la brasa ardiente, tú al antebrazo derecho y yo al izquierdo, a ver si de una vez por todas olvida sus historias de piratas, el huevas este, y la realidad vuelve a la realidad, o vuelve en sí, o como demonios sea eso, Raúl, porque este tipo tiene que estar soñando o se nos ha vuelto completamente loco. Y ahora, que despierte o que se queme vivo y se joda. Eso mismo, Arturo, porque de lo contrario seremos nosotros los que perderemos la razón y nos joderemos, y nuestra ciudad de Lima jamás habrá sido verdad…