—Tengo un chico que me ayuda con la limpieza, doña Estela Porque los muchachos, ya usted lo sabe, a esta edad piensan en otras cosas y todo lo de la casa les fastidia. Y además ahora que se preparan para el ingreso y estudian tanto…
—Pero le queda Consuelo…
—Ella ya tiene bastante con lo que hace, doña Estela. Y, con su permiso, debo retirarme ya…
Los mellizos Céspedes se morían de vergüenza con los premios que ganaba su hermana Consuelo, ni bonita, ni feíta, ni inteligente ni no, y así todo, una vaina, una real vaina nuestra hermana Consuelo. Y se morían de vergüenza precisamente porque eran unos premios consuelo, creados para chicas como ella, humilditas, sencillitas, calladitas, solitarias y obedientísimas, pero que no destacaban en nada o sólo destacaban porque la vida es una mierda y lo único que les queda a las pobres es esforzarse constantemente, carajo. Claro que Carlitos jamás se fijaría en Consuelo, salvo para tropezarse con ella, como ya lo había hecho en más de una oportunidad cuando se quedaban estudiando más de lo previsto y, por ejemplo, ella llegaba y él se iba, y uno subía la escalera al mismo lempo que el otro bajaba y él andaba tan distraído que le decía Usted perdone, me equivoqué de escalera, y se daba media vuelta y otra vez para arriba. Increíble, pero había sucedido un par de veces, por lo menos. Y otras veces lo que sucedió fue que ella le dijo Buenas noches, Carlitos —porque Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, una vaina, una real vaina, maldita sea, a lo del secretariado bilingüe continuaba yendo todas las tardes, aunque fuera verano y todos los estudiantes anduvieran de vacaciones—, y él le respondió Buenas noches, Martirio, una vez, otra Remedios, otra Soledad, Concepción, y así. Para matarlo, el tal Carlitos, pensaban los mellizos, pero acto seguido Consuelo terminaba de subir la escalera y pasaba un ratito a saludarlos y era a ella a quien querían matar, entonces.
El despacho presidencial de palacio de gobierno. Elegancia suprema. Muebles franceses. Mucho oro y mucha plata por todas partes. Lámparas maravillosas con las bombillas más poderosas del mundo. Don Fortunato Quiroga de los Heros es el nuevo presidente del Perú y acaba de sentarse por primera vez en su escritorio. ¿Quién es el extraño hombre que lo acompaña ?
—Y que se jodan todos los peruanos, pero yo no gobernaré hasta que no me mate usted a la parejita esa, Lucas.
—El trabajo sucio déjemelo siempre a mí, señor presidente.
—¿Y cuánto cree usted que tardará en eliminarlos sin dejar la más mínima huella?
—¿Veinticuatro horas le parece bien a su excelencia?
—Tenga. Mil dólares ahora y mil más cuando me los haya liquidado a los dos. A él, sobre todo, oiga usted. Métale todos los plomazos que pueda, en mi nombre. A ella, en cambio, un sólo balazo, y en el corazón. ¿Entendido?
—Sí, su excelencia.
—Como me la desfigure o algo así, lo mando colgar de los huevos, Lucas. ¿Me oyó usted bien?
—Sí, su excelencia.
—Pues entonces mucho cuidado con lo que hace. Porque yo quiero estar en ese entierro y contemplar por última vez ese rostro maravilloso. Y además quiero darle el único beso de toda mi puta vida. Ese beso que ella jamás permitió que yo le diera.
—Sí, su excelencia.
—Y ahora largúese, carajo.
Lucas sale disparado y el presidente llora amargamente.
—¡Adiós, Natalia!
Meses antes. El saloncito de las tres bombillas de sesenta vatios y una lámpara modelo Carlos Gardel. Arturo y Raúl Céspedes se miran, miran el techo, vuelven a mirarse, vuelven a mirar el techo… Se los ve preocupados, indecisos.
—Yo creo que nos convendría alejarnos un poco de Carlitos. Es un buen amigo y hay que reconocer que nos ha ayudado en todo, desde que preparamos el ingreso con él…
—Sí, pero…
—Porque si don Fortunato Quiroga es elegido…
—Carajo, justito ahora que íbamos a salir con las hermanas de Carlitos…
—¿Tú crees que es verdad? ¿Que don Fortunato está realmente loco por la tal Natalia?
—Carlitos dice que no cesa de merodear por el huerto y que llama cada cinco minutos, día y noche.
—Pero si lo que necesita es casarse, únicamente para que haya una primera dama, ¿por qué diablos no se busca otra mujer?
—Porque en Lima no ha nacido todavía la mujer que se pueda comparar con Natalia de Larrea y Olavegoya…
—En eso sí que tienes toda la razón. Y Carlitos en el mello. Carajo, me moriré y seguiré sin creerlo.
Apenas se divisa un letrero que dice «El huerto de mi amada». Lucas gatea entre las plantas. Luego se le deja de ver hasta que enciende una discreta linterna e introduce un pequeño alambre en una cerradura. Después apaga la linterna, y se pierde en el interior de la casona. Silencio total. Y de pronto, como cien plomazos. Y otra vez silencio y luego otros cien plomazos. Ladridos de perros, luces que se encienden, gritos de pavor.
Por las calles de Lima, los canillitas vocean los periódicos y agitan uno con el brazo extendido. «¡Todo sobre el crimen más complicado del mundo!» Sólo hay una explicación posible para el crimen más extravagante y complicado del mundo, como lo llaman algunos diarios sensacionalistas. El asesino fue a matar a dos personas y se encontró con que eran tres, una prevenida y dos no. Pero dos de las tres personas intentaron sin duda impedir tan desesperadamente que a don Carlitos Alegre di Lucca lo llenaran de plomazos, mientras éste, a su vez, hacía lo propio con las otras dos personas, que, cosas de la vida y de la muerte, la primera en caer acribillada de pies a cabeza fue doña Natalia de Larrea y Olavegoya, la segunda fue esa tercera persona prevenida que sabe Dios qué hacía ahí sin que nadie lo supiera, y que resultó gravemente herida, mientras que el joven Alegre salió ileso de milagro. Luigi y Marietta Valserra claman al cielo.
—
Porca miseria!
—
Santa Madonna mía!
Corte Suprema de Justicia. El inculpado Carlos Roberto Alegre di Lucca, peruano, nacido en Lima, veintidós años de edad, estudiante de medicina en la Escuela de San Fernando, sigue incurriendo en tantas contradicciones que ya se va por el tercer abogado defensor y su suerte parece decidida.
—Pues yo les sigo asegurando, señores magistrados, que el asesino usaba guantes, que yo sólo recuerdo haberlos usado el día de mi primera comunión, y que por eso la pistola está llena de huellas mías hasta el día de hoy. Porque al asesino se le cayó, yo la recogí, y para evitar que huyera estuve disparando a ciegas hasta que Luigi, el italiano, encendió una lámpara y el tal Lucas dijo Basta, loco de mierda, ya me quemaste, y expiró.
En el hospital Loayza, Consuelo Céspedes Salinas vuelve de pronto en sí, al cabo de casi un año sin conocimiento. Con la autorización del médico jefe, un juez acude a interrogarla. Y su versión coincide cien por ciento con la de Carlitos Alegre di Lucca, que es absuelto y pide la mano de Martirito, perdón, de Consuelito, en prueba de eterna gratitud, pues ella se coló en el huerto sólo para salvarles la vida a Natalia y a él. Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas se abrazan felices.
—¡Consuelo! —exclaman!—. ¡El Premio al Esfuerzo y el Premio a la Constancia! ¡La lotería, carajo! ¡La lotería!
Pero algo ha fallado lamentablemente en el saloncito triste de la calle de la Amargura, donde los mellizos Céspedes llevan siglos mirándose, mirando luego al techo, mirándose otra vez y luego otra vez más al techo. Algo ha fallado, sí. Y es que la puerta de la casa acaba de abrirse por tercera vez, esta noche. Y ha entrado el tío Gumersindo Salinas, apodado sabe Dios por qué «Colofón». Sobre él se guarda un estricto silencio, aunque alguna vergüenza rodea su casi oculta presencia en esta casa y en esta vida. Colofón es la tercera persona que baja esa escalera todas las mañanas y por las noches la sube. Diariamente, detestablemente. Los mellizos oyen el crujir de los escalones, y, acto seguido, apagan las cuatro luces del saloncito. El tío Gumersindo tose en la oscuridad.
—Yo sé que están ahí, sobrinos.
—…
—Buenas noches, sobrinos.
—…
—Sé que soy muy pobre y que estoy enfermo, sobrinos. Pero esta casa la paga mi hermana y ella me invitó a vivir aquí…
Un verdadero ataque de tos.
—…
—Tengan compasión de mí, por Dios santo…
El tío Gumersindo Salinas se aleja tosiendo, cruza toda la casa, y abre alguna portezuela allá al fondo. Una escalerita casi clandestina que sube al techo. Ahí tiene su cuartito el tío y también el plato tibio que todas las noches le sube su hermana, bueno, su media hermana…
—La vida es una historia pésimamente mal contada por un imbécil de mierda —afirma uno de los mellizos.
Puede ser cualquiera de los dos porque el saloncito sigue a oscuras y ahora sí que cae del todo un telón bien remendado, mientras Carlitos Alegre le dice a Natalia que este melodramón debería haberse titulado en realidad
Y se les aguó la fiesta, par de idiotas.
Ella ríe y se apresta a besarlo, pero en ese instante los mellizos aparecen por un costado del escenario y se la agarran a pedrada limpia con la pareja.
Definitivamente, Carlitos Alegre no había nacido para fijarse en las cosas, y mucho menos si éstas eran negativas o desagradables. Y, además, a su total falta de malicia se agregaba un tono de alegre desenvoltura que era la más clara manifestación de un optimismo a prueba de balas y de una alegría de vivir sólo comparable a su inesperada capacidad de amar y al sorprendente coraje con que podía enfrentar las peores situaciones, ante la incredulidad del mundo entero. «Cuando uno tiene fe en la infinita bondad de Dios», solía decir él, por toda explicación. Y sin duda por eso estaba ahora sentado con tan pasmosa naturalidad en el precioso comedor del huerto, y todo, desde la presencia misma de Natalia, de Luigi o de Marietta, de Julia o de Cristóbal, hasta la del último objeto del decorado, le resultaba de una pasmosa familiaridad, siempre y cuando hubiese reparado en su existencia, claro está. Digamos, pues, que el mundo, para Carlitos, era también un valle de lágrimas, por supuesto, como lo es para cualquiera, pero que, en su caso excepcional, dentro de ese valle tan feo y obtuso, Dios le había colocado un pequeño oasis particular que él no cesaba de frecuentar, y Dios de adornar, sí, de ornar y de adornar, para que quede claro, dando lugar, así, al rasgo más positivo, alegre y hermoso del catolicismo de Carlitos Alegre —tan natural, además, que ya alguien se había referido a él como algo realmente sobrenatural, y, en todo caso, anterior a la existencia misma de la Iglesia católica—, y a la absoluta familiaridad con que ahora había asumido que ese comedor y el huerto entero de Natalia, con sus empleados y todo, eran felices y perfectos añadidos que el Señor acababa de introducir en ese oasis privado, que, por otra parte, parecía incluso explicar la pertinencia de su apellido paterno y su luminosa significación.
—¿No te aburrirás, Carlitos? ¿No extrañarás tu casa y a tu familia? —se atrevió a preguntarle Natalia, cuando en realidad lo que estaba viendo en el rostro de Carlitos era algo así como la felicidad en
prét-á-porter.
—¡Qué ganas las tuyas de interrumpirlo a uno en su camino!
Por supuesto que nadie en ese comedor, empezando por la propia Natalia, logró entender el alcance total —ni mucho menos— de la respuesta de Carlitos. Qué se le iba a ocurrir tampoco a nadie ahí que el tipo acababa de encerrarse con ellos, sí, nada menos que con ellos y en su divino oasis. En fin, son cosas de la vida y de eso que suele llamarse la comunicación entre los seres humanos e incluso
el infierno son los demás,
aunque para nada sea este último el caso, ahora, por supuesto. Pero, claro, la pregunta de la pobre Natalia, tan llena de cariño y de la mejor intención, literalmente se había estrellado contra la felicidad enmurallada de su gran amor, y nada menos que mientras él la estaba incluyendo como nunca en el menú de su felicidad, con sus italianos, sus empleados y todo, y el oasis acababa de cerrarle sus puertas al mundo, tras poner en la entrada un letrerito que decía «Localidades agotadas» y dejar en la mera calle a gente como su jodida familia, al menos por el momento, mientras que a los inefables mellizos Céspedes Salinas los dejó como locos, buscando entradas en la reventa, lo cual, entre ellos, no es nada excepcional, por lo demás. Qué ganas, pues, las de Natalia, de venir a interrumpirlo con unas preocupaciones que simple y llanamente estaban fuera de lugar, en ese comedor, en el huerto todo, y, nunca mejor dicho, en el corazón mismo de su oasis-fortaleza: jardín por dentro y muro de piedra por fuera y los mellizos allá afuera tratando de escalar y resbalándose una y otra vez con el pedrón, y un resbalón más y de nuevo trepa y trepa, cual Sísifos de sociedad, porque así de complicada era su vida, o así de frívola y de poco complicada; en fin, que cada cual saque sus propias conclusiones sobre la parejita, aunque creo que a estas alturas y habiendo leído su acto seguido, sobre todo, tan melodramático e interpretación de los sueños, tan lamentable y tan poco sutil, uno ya puede…
—Todo intenté menos interrumpirte, Carlitos —le dijo Natalia, aterrada ante la perspectiva de haberlo podido herir, y pensando al mismo tiempo, por una mera asociación de ideas, que mañana habría que buscar un momento para ir a la clínica Angloamericana y que le saquen esos puntos de la ceja y que el ojo cada vez lo abre mejor y ojalá no esté el medicastro ese que parece bailar al ritmo de mi voz y mi ansiedad—. En fin,
todo
menos interrumpirte, mi amor…
—Apenas te oí, la verdad, y mucho menos te hice caso, Natalia. Porque vamos caminando juntos y es tan delicioso tener además de mar de fondo el huerto y a sus italianos y a los dos de Chorrillos que… Pues eso: apenas te oí, mucho menos te hice caso, y sí que se
hace camino al andar,
mi compañera adorada.
Felizmente que Carlitos le dijo
adorada,
al terminar su frase, porque a Natalia ya se le habían empezado a empapar los ojos con su llanto y sólo una palabrita mágica, adorada, logró contener ese desbordamiento y actuar con la eficacia de mil medidas preventivas. Lo que sí, continuaba sin entender nada, la pobre, y como sumamente ansiosa, lo cual le quedaba maravilloso sentada ahí al otro extremo de la mesa, coincidiendo además con el momento en que Cristóbal entraba con una inmensa fuente de plata y sabe Dios qué delicia que entre Luigi y Marietta les habían preparado de sorpresa.