Natalia lo tenía todo planeado cuando su Carlitos despertó. No pasarían el fin de semana en su casona del malecón de Chorrillos, sino en el huerto, que no quedaba tan lejos. Y no le avisaría ni siquiera a Antonella, por más amigas que fueran. Confiaba cien por ciento en ella, pero lo prefería así. Además, Antonella sabía perfectamente que su hijo estaba con ella y que por ese lado no tenía de qué ocuparse. Carlitos estaría perfectamente bien atendido y con seguridad, ya había pasado por el servicio de urgencias de algún hospital o por alguna posta médica. Nada realmente grave le había ocurrido.
—Nos vamos a un huerto, Carlitos. Hasta que te sientas bien y no te duela absolutamente nada. Y sobre todo por precaución. No lo creo ya, pero esos señores que te pegaron son tan burros y deben de estar tan ofendidos, tan heridos en su amor propio, tanda de vanidosos, que no es imposible que dos o tres de ellos, y hasta los cuatro, se vuelvan a juntar, se tomen sus copas para envalentonarse, y se presenten en mi casa en busca de más camorra.
—Cuando quieran y donde quieran, Natalia, porque yo todavía no he terminado con ellos —dijo Carlitos, envalentonadísimo, pero sin lograr adoptar postura pugilística alguna, porque el dolor lo frenó en su intento.
—Amor, olvida ya todo eso. Lo único importante es lo que está por venir. Y eso es todo nuestro. Como el huerto, donde sólo entrará la gente que a nosotros nos guste.
Carlitos abandonó la clínica, bastante adolorido aún y con el ojo derecho y el labio inferior sumamente hinchados. Le costaba trabajo hablar y hasta rengueaba un poco mientras se dirigía al automóvil de Natalia, pero nadie lo iba a callar ese fin de semana en el huerto.
—¿Adonde queda, mi amor? ¿Adonde queda el huerto de mi amada?
—En Surco; a unos cuantos kilómetros más allá de Chorrillos. Lo cuida un matrimonio italiano, una pareja encantadora que trabajó también para mi papá, hasta su muerte. Los dos cocinan delicioso. Y también les he pedido a mi mayordomo y a una empleada que se vengan de mi casa para que te atiendan a cuerpo de rey. El huerto será nuestro refugio.
—¿Un nidito de amor, je?
—¿Y por qué no? ¿Tienes alguna buena razón para que no sea así?
—Bueno, mi edad…
—¿Y la mía, Carlitos…? Mira, si tú te pones a pensar en tu edad y yo en la mía, estamos fritos.
—Natalia de mi corazón…
—Chiiisss… No hables tanto, que debe de dolerte mucho ese labio. Lo tienes bien hinchado, mi amor.
—Na-ta-lia-de-mi-corazón…
—Por no quedarte callado, anoche, ahí debajo de la cama, mira todo lo que te pasó. Y pudo ser mucho peor.
—Pero aquí estamos, en tu automóvil, libres y solos, y rumbo al huerto de mi amada…
—¿Sabes que ése es el nombre de un viejo vals criollo?
—
¿El huerto de mi amada?
Ni idea. ¿Y
Siboney?
¿Me tocarás
Siboney?
A lo mejor ni tienes esa canción, nuestra canción.
—Tú no te preocupes de nada. Si no la tengo, la mandamos comprar.
Natalia pensaba en el camino que habían recorrido, rumbo al huerto. Atrás habían ido quedando barrios enteros, distritos como San Isidro, Miraflores, Barranco, ahora que ya estaban llegando a Chorrillos y torcían nuevamente, en dirección a Surco. Ahí se acababa la ciudad de Lima y empezaban las haciendas y la carretera al sur… La idea le encantaba, le parecía simbólica: los distritos y barrios residenciales en los que vivía toda aquella gente, todo aquel mundo en el que ella había pasado los peores años de su vida, siempre juzgada, criticada, envidiada, tan sólo por ser quien era y poseer lo que poseía, y por ser hermosa, también, para qué negarlo, si es parte de la realidad y del problema, parte muy importante, además; esos malditos San Isidros y Miraflores, y qué sé yo, iban quedando atrás. Como había quedado atrás aquel matrimonio juvenil al que la forzaron por estar encinta de un hombre tan brutal y celoso, tan lleno de prejuicios, tan acomplejado, tan braguetero, y todo para que su única hija naciera muerta y aquel sinvergüenza se largara con otra mujer y una buena parte de su dinero… En el huerto nada de aquello existía o, en todo caso, había quedado atrás para siempre; el huerto lo habitaban sólo dos viejos inmigrantes italianos, Luigi y Marietta Valserra, esa entrañable pareja que jamás le pediría cuentas de nada porque ellos venían de otro mundo y nunca juzgaban a nadie, como si a su manera, y por sus propias razones, hubieran repudiado a la ciudad maldita e hipócrita. También ellos se habían refugiado en el huerto, pensándolo bien…
Estaban llegando cuando Natalia le preguntó a Carlitos, sonriente, muy divertida, con todo el cariño del mundo:
—¿Sabes que te estoy llevando al huerto?
—¿Y adónde, si no?
—Estoy pensando en otra cosa, mi amor. ¿Sabes lo que quiere decir «Llevarse a alguien al huerto»? Yo no sé si en el Perú se usó esa expresión, alguna vez, y después se perdió. O si nunca se utilizó. Pero en España sí se emplea y el diccionario de la Real Academia dice, más o menos, que llevarse a alguien al huerto quiere decir engañar a alguien. Y, actualmente, mucha gente usa la expresión sólo con el sentido de llevarse a alguien a la cama con engaños… ¿Qué te parece?
—Me parece que estoy en tus manos y que no me han cerrado un ojo sino los dos. Pero digamos que por ahora no importa.
—¿Conque ésas tenemos, no?
—Dame huerto, Natalia. Todo el huerto que puedas.
—Y para después, ¿qué propones?
—Huerto para siempre, estoy seguro. Porque, ademas, en mi casa no creo que quieran recibirnos.
—El huerto, Carlitos. «Hemos llegado a nuestro destino», como dicen a veces.
—Suena muy bonito, Natalia. Y a mí me suena muy real, también.
—Dios te oiga y Lima nos olvide…
Natalia tocó la bocina e inmediatamente aparecieron Luigi y Marietta para abrir la gran reja de par en par y dar paso al automóvil. Y ahí venía ahora la pareja por el camino de grava bordeado de inmensos árboles que llevaba hasta una antigua y preciosa casona campestre, cubierta de buganvillas. Luigi era alto y enjuto, y Marietta algo gorda y más bien baja. Los dos tenían el pelo blanco, la piel muy colorada y arrugada y sabe Dios qué edad. ¿Cuántos años podían tener? Pues muchos, porque habían llegado al Perú con el siglo y siendo mayores de edad. Sin embargo, tanto él como ella pertenecían a ese tipo de gente en que el paso de los años se detiene un día para siempre. Y, como afirmaba siempre Luigi, tanto a él como a su Marietta le quedaban aún muchísimas jornadas de trabajo en el cuerpo, muchísimas, sí. Y verdad que se les veía fortachones y enteritos.
A Carlitos, en cambio, parecían quedarle apenas minutos de vida, y es que mientras el matrimonio italiano cerraba la reja y se acercaba a saludarlos, él permanecía totalmente ido en su asiento del automóvil. Ido, con la boca abierta, la respiración entrecortada, y la cabeza aplastada contra el respaldar. Y ni cuenta se dio de que Luigi y Marietta le habían dado la bienvenida y él les había respondido con un gesto algo papal, elevando ambos brazos con las palmas de la mano abiertas, como quien va levantando algo poquito a poco, y luego despidiéndolos con un Vayan con Dios, hijos míos.
—Tuvo un accidente —les dijo Natalia a sus italianos, como ella los llamaba. Y ambos sonrieron, como quien ni mira ni pregunta, como una vieja lección aprendida.
—La señora Natalia fue asaltada por cuatro bandoleros, en la terraza de mi casa —soltó Carlitos, cuando ella menos se lo esperaba—. ¿O no, mi amor?
—Bueno —dijo Natalia, mirando a Luigi y a Marietta, y sonriendo—. Bueno…
—Entiendo que tendré que buscar una explicación mejor. Y créanme que lo intentaré, señoras y señores, pero otro día, porque ahora vengo de la guerra y estoy gravemente herido.
Los italianos sonrieron, por todo comentario, y Natalia decidió avanzar hasta la antigua casona, maravillosa allá al fondo, y esperar que la gente de servicio llegara de Chorrillos. No podían tardar. Pero Carlitos estaba tan raro, tan ausente y despistado, que mejor se tumbaba nuevamente a descansar. Ella sabía lo distraído que podía llegar a ser, y para pruebas lo de anoche, pero también era verdad que no hacía ni veinticuatro horas que lo conocía.
—Bajamos, amor.
—No sé si lograré acostumbrarme jamás —le dijo, de pronto, Carlitos, que, en el fondo, lo único que tenía es que se había quedado turulato con tanta naturaleza en medio de un desierto, casi.
—Dime la verdad, Carlitos. ¿Te pasa algo? ¿Hay algo que no te gusta? ¿Algo que te incomoda o te desagrada?
—Tu casota parece un cortijo andaluz en pleno corazón del África, Natalia, y afuera el Sahara, o algo así. Y yo, la verdad, no estaba preparado para tanto exotismo. ¿No sera todo esto efecto de los golpes?
—Es mi huerto y a mí me encanta, amor. Poco a poco te irás acostumbrando, vas a ver.
—Creo que, a partir de ahora, tendré que nacer de nuevo todos los días. Tal vez así…
Carlitos no terminó su frase y Natalia les hizo una seña a Luigi y Marietta, para que se acercaran a ayudarla.
—En cierto sentido —les dijo, por toda explicación—, el señor Carlos Alegre sí llega herido de la guerra. Herido grave.
El matrimonio italiano actuó con la discreción y eficacia de siempre, y Carlitos se durmió profundamente no bien lo instalaron en la cama más sensacional que había visto en su vida. Y por supuesto que soñó, y que en su sueño tuvo muchísimo que ver todo lo ocurrido la noche anterior, aunque en una versión realmente placentera, bastante rosa, y completamente desprovista de incidentes desagradables. En realidad, él era al mismo tiempo espectador y actor de una película llena de buenos sentimientos y dirigida nada menos que por Dios,
con lo
cual la terraza y el jardín de su casa adquirieron dimensiones celestiales y los asistentes al gran baile que les ofrecía su padre a Natalia de Larrea y a él se llamaban todos Víctor y Miguel y los mil mayordomos se llamaban siempre Dante Salieri, aunque eran en su mayoría peruanos y senadores ilustres o prestigiosos médicos, y sólo muy rara vez se oía algún
che,
siempre bastante destemplado, eso sí. Del cielo llegaba la iluminación aquella maravillosa y la Orquesta Siboney interpretaba una y mil veces la canción del mismo nombre que Ludwig Van Beethoven había compuesto especialmente para la ocasión.
La felicidad reinaba en aquel gran baile en el que los caballeros llevaban todos esmoquin y las señoras traje largo. La única excepción era la pareja homenajeada, ya que él llevaba la misma camisa azul y el mismo pantalón caqui que en la realidad y Natalia el mismo traje color salmón y muy alegremente florido cuya finísima tela no sólo resaltaba cada maravilloso instante de su cuerpo sino que, además, lo exaltaba hasta dejarlo convertido en visión divina.
—Gracias, querido Dios —le dijo Carlitos al Todopoderoso Director de tal maravilla, y, con esa fabulosa capacidad de ir adelante y atrás que tienen los sueños, añadió—: No he recogido mi rosario, que se me cayó al suelo delante de ti y de tu Madre, la Virgen, como bien sabrás por bajar en busca de un amor que me llamaba a gritos; y ahora adoro a Natalia, que es de carne y hueso y además tiene unos huesos que también parecen de carne; y, a más tardar, mañana, estaré durmiendo, también de carne y hueso, a su lado y en su huerto de Surco. Pero bueno cómo explicarte, cómo decirte que ella es divorciada y yo todo sexo; sí, yo, Dios, que fui todo oración… ¿Es pecado lo mío? ¿Me castigarás? ¿Arderé en el infierno, Dios mío y Señor Todopoderoso? ¿Me expulsarás del paraíso? Por favor, no, Señor mío. No le pongas FIN a esta película tan maravillosa que, se ve a la legua, sólo tú podías dirigir.
—No temas, Carlos Alegre. Dios no castiga nunca a los amantes. Y mucho menos en tu caso, aunque la verdad es que esa diferencia de dieciséis años que hay entre Natalia y tú no Me parece nada conveniente. Pero, bueno, Natalia ha sufrido tanto y tú Me has sido siempre tan fiel, que, al menos por un tiempo, voy a hacerMe el de la vista gorda. Y mira tú hasta qué punto. La película se va a acabar, pero sólo para que despiertes en otra de carne y hueso. Porque Natalia ha aprovechado que tú dormías para pegarse un duchazo, ponerse una bata de seda realmente divina, para usar un adjetivo bastante terrenal, y en este instante la tienes saliendo del baño y, con el pelo aún mojado, está…
—No reconozco del todo —dijo Carlitos, abriendo inmensos los ojos, y mirando a Natalia con la bata que Dios le había puesto…
—Carlitos… ¿Te sientes bien?
—Perfecto y feliz —le dijo él, reaccionando e incorporándose con alguna dificultad, para apoyarse en el respaldar de aquella hermosa cama—. Tengo autorización divina para todo.
—¿Cómo?
—Un sueño de esos que te hace pensar muchísimo y entenderlo todo, en un instante. Ven, ven, acércate. Y quítate esa bata.
—¿No te parece un poco rápido?
—Necesito ver, Natalia… Cómo decirte… Dios me ha mandado ver y tocar.
—¿Qué?
—He soñado. Y he comprendido miles de cosas. Pero tú tienes que estar completamente desnuda para que yo te lo pueda explicar.
Natalia se quitó la bata lentamente, hasta quedar por completo desnuda. Un cuerpazo. Un pelo melena castaño oscuro ondulado y ahora húmedo, además, y hasta rizado, una piel sumamente blanca, y qué hombros, qué senos, qué piernazas perfectamente torneadas, qué caderamen, qué tafanario divino, para emplear una palabra que Dios acababa de usar, y los ojos inmensos, incitantes y tiernos, a la vez, los labios carnosos y húmedos, puro deseo, como también la mirada… Demasiada hembra, siempre, y Carlitos ahí, como teniendo que opinar, o al menos que piropear, desde su gravedad y su aparente enclenquitud.
—Me pasa lo mismo que con tu huerto y tu casa, mi amor. No sé si lograré acostumbrarme jamás —dijo Carlitos, turulato y erecto, mientras Natalia se tumbaba a su lado en cámara lenta, con toda la suavidad y ternura, pero también con toda la sensualidad y la carne de quien ha esperado demasiado y sin embargo sabe que nada odiaría tanto como causar dolor, cualquier tipo de dolor. Y es que sabía perfectamente que para ese muchacho beato de diecisiete años, esto era inmenso y podía ser terrible.
—Siempre estaré aquí a tu lado y esperando —le dijo, mirándolo apenas y besándole muy suavemente la frente.
—Mañana es domingo, día de guardar.
—Te llevaré a misa, mi amor.
—De eso se trata precisamente, Natalia. Porque yo creo que, precisamente mañana, Dios nos ha exonerado…